Reflejo
Vuelvo a subir este relato, que por circunstancias desconocidas bajaron de la web. Espero que ahora sí se respete.
Reflejo
A Laura
Antes
Cuando Rogelio fue mi amante yo tenía dos años de casada y muchas dudas sobre mi matrimonio. Apenas rebasaba los veinte años, mi marido me lleva doce, y me aterraba pensar que tan temprano habían terminado mis tiempos de coquetear. Por eso acepté las galanterías de Rogelio. Tenía aires de poeta exaltado que en todas las mujeres busca su gran amor. Creyó encontrarlo en mí. Aunque me engaño. Creyó encontrarlo en mis piernas. En ese entonces usaba faldas moderadamente cortas. Las medias oscuras me delinean muy bien, de tal forma que un vestido a medio muslo provocaba alborotos. El resto de mi cuerpo era joven, no espectacular pero sí con las formas suaves, sutiles, que me hizo la gimnasia. Y además tenía un marido. Un matrimonio a edad tan joven. Eso debía provocar mayor fascinación.
A comparación de mi esposo, Rogelio era un nene con sus 24 años, pero el ambiente universitario (mi marido aun me permitió terminar la carrera) favorecía para vivir un último gran amor. Nadie supo lo mucho que pensé en divorciarme para estar con Rogelio. Pero con mi esposo había una estructura: a veces frustrante, pero estructura al fin y al cabo. Y aventurarme a los afanes de Rogelio era retroceder: regresar a tocadas de rock y cuartos de estudiante, la bacha de mota en rueda y el ron barato, cosas que le cuestan trabajo retomar a una casada. Rogelio también debió intuir que una relación formal conmigo excedía sus alcances. Tendría que cargar con el fantasma de mi matrimonio, hacerle la corte a una chica con requerimientos más complejos que el resto de las estudiantes. Aunque ambos sabíamos que esto hacía imposible nuestra historia, la desesperación del enamoramiento nos dolió. A él más que a mí. Yo podía apoyarme en el consuelo del matrimonio: él sólo podía esgrimir poemas afiebrados y lanzarse a las calles a retorcerse en su dolor.
Pero quizá estoy haciendo una imagen demasiado mediocre de Rogelio, que para nada explicaría los motivos de mi atracción hacia él. Porque sí, en perspectiva lo veo ingenuo, impulsivo, con más buenas intenciones que realidades, pero el día a día fue mucho más intenso, sobre todo en la intimidad. En ese entonces tenía el pelo largo, usaba jeans y botas vaqueras, leía a Kerouac y quería lanzarse al camino y tener aventuras. Podía perderse tres días y regresar lleno de heridas, siempre con historias, probablemente falsas, de borracheras y putas, pleitos con la ley y festines de peyote. A media charla con los amigos me hacía un gesto y yo sabía que nos esperaba su cuarto de estudiante, donde me cogía entre fanzines y discos de Tom Waits. Y aquí es donde de verdad me rendía: apenas cerraba la puerta, la voz se le hacía dura y empezaba a ordenar. Que me desnudara. Que no cerrara las piernas. Que me hincara ante él. Que se la mamara. Me jalaba del mechón de la nuca para dirigir mi cabeza. Y me cogía afiebrado en el suelo. En la cama. Sentados sobre el mingitorio. Apoyada contra la pared. Me hacía recostar medio cuerpo sobre la mesa. Mi marido sigue creyendo que él fue quien me desfloró el ano. Pero aun me estremezco al recordar mis aullidos en ese cuchitril. Y Rogelio desgarrándome con tal fuerza, con tal brutalidad, que hacía más agobiante mi rendición. Con él tenía orgasmos largos, sollozantes. Después, cuando quería ponerme alguna camiseta o la tanga, Rogelio me obligaba a permanecer desnuda. Primero me negué, se me hacía un capricho idiota. Pero él aventó toda mi ropa sobre el librero y decidió: te quedas desnuda, carajo. Aprendí a hacer de su gusto mi gusto: pequeña complacencia para alguien que a fin de cuentas no podía poseerme del todo, que dos horas después me regresaría mi vestido y me perdería mansamente, porque era el momento de apurarme a preparar la cena de mi esposo. Esa era su angustia. Su dolor.
Teniéndome desnuda me contemplaba, me palpaba, me arrancaba gemiditos suaves que aquilataba como si fueran diamantes. Fumábamos y compartíamos fantasías. Mi fantasía era acostarme con una mujer, tan o más joven que yo. Pasaba mis uñas por su cuerpo joven y contemplaba su estremecimiento temeroso. En la fantasía de Rogelio, él me dominaba sexualmente. Ya lo haces, advertí. No, más pleno, más decisivo. Que seas por completo mi esclava. Solamente cogerte yo. Y azotarte. Y suspenderte. Y hacerte el amor atada. Quisiera hacerte el amor atada. Yo me humedecía al imaginarlo, me pensaba indefensa, arqueando agobiada la espalda ante sus artes perversas. Le ofrecía mis muñecas en son de juego, pero nunca me atreví. El que mi esposo notara huellas extrañas en mi cuerpo hacía imposible cualquier imprudencia. Por eso tampoco pudo nalguearme, ni intentar su locura de pinzarme los pechos, mucho menos tenerme cautiva durante días, como tanto deseaba. Lo más que una vez hizo fue vendarme los ojos y cogerme así. Hubiera sido maravilloso de no ser que me pareció escuchar sollozos. Tres horas después daba de cenar a mi esposo, deseando que también me cogiera él.
Su desesperación terminó por desbordarse. Un día, agobiado, me marcó la disyuntiva: le pertenecía por completo o no lo volvía a ver más. Yo no tenía nada que decidir. Lo vi levantarse teatralmente, caminar vencido, desaparecer. En casa, mi esposo me regaló un hermoso juego de lencería. Me tomó fotografías morbosas y amanecimos haciendo el amor.
Después
Cuando diez años después volví a ver a Rogelio yo ya tenía dos niños de ocho y cinco años, una camioneta ostentosa y una casa lo bastante linda como para suponerme una esposa realizada. En ese lapso tuve un par de amantes, pero con ninguno hubo la rabia y la ensoñación que me provocó él. De modo que a veces lo pensaba: recordaba las obsesiones que nunca compartimos, las fantasías eróticas que apenas sirvieron para el café posterior al coito, el halo romántico que nunca permitimos que se desbordara.
Consiguió mi teléfono por un amigo común. Escucharlo y ponerme nerviosa fue una misma acción. Se comportó con mucha mesura: indagaciones sobre nuestras vidas, repaso por los destinos de nuestros conocidos, algún comentario sobre política. Él daba clases de filosofía en una universidad privada. Muy correcto, me invitó un café que dudé en aceptar. Pero sentí dureza en los pezones. Dos días después sacaba las viejas faldas, esperando que aun pudiera lucir alguna.
Mi vergüenza por los años pasados se acrecentaron al verlo tan guapo, tan distinguido, con su chaqueta oscura, su camisa clara y sus lentes de carey. El tiempo había sido justo con él, había adquirido esa personalidad que apenas formaba cuando estuvimos juntos. Se parecía a mi marido en los días que me casé con él. Pero más que la apariencia, me fascinaron sus maneras refinadas. No dejó de hermosearme durante toda la cita, mentía piadosamente sobre las buenas caderas que me habían hecho los embarazos, lo interesante que se había vuelto mi mirada, y se cuidó de no meterse con mi pancita aburguesada, tan difícil de esconder. Hablamos largamente de libros y cine, de sus clases, sus proyectos a futuro, y hasta comentó con interés mis experiencias con mis hijos. Pero pasado un rato abordó el tema que lo había hecho llamarme, y también, por el que acepté encontrarme con él.
―Qué locura, lo que pasaba en ese cuarto.
―Suelo pensar en eso ―no pude evitar sincerarme.
Se asomó la sonrisa perversa de antaño. Supongo que me ruboricé.
―Tengo que contarte algo ―bajó la voz―. ¿Recuerdas nuestras fantasías, cuáles eran nuestras fantasías?
Fue instintivo acariciarme el cuello. Sus ojos en mis ojos iban abriendo escenas vergonzosas.
―Tú querías acostarte con otra chica. Una jovencita. Más joven que tú. La broma era que buscar a una nena más pequeña te acabaría metiendo en líos de pedofilia. Aunque supongo que mis deseos debían ser más escandalosos.
Para aligerar un ambiente que se tornaba pesado le ofrecí mis muñecas en juego, como lo hacía en el cuarto de estudiante.
Reímos con amabilidad.
―¿Y al final pudiste tener a tu niña? ― me preguntó.
―Estás loco. Soy una mujer casada. Seria difícil de intentar.
Rogelio sonrió y se encorvó en actitud confidente.
―Después de alejarnos seguí obsesionado con el tema. Experimenté algunas cosas, más o menos interesantes, hasta que conseguí lo que deseaba.
Tomó un sorbo de café.
―Tengo una chiquita viviendo en casa. Es de Guadalajara, mi alumna, de la misma edad que tú tenías en ese tiempo. Y tenemos un trato de dominio y sumisión. Al interior de la casa es una esclava, hago con ella cosas que ya imaginarás. Claro que eso no lo sabe nadie, sólo te lo cuento a ti porque comprendes el tema.
Sentí calor en las mejillas. Asentí.
―Entre otras cosas, por eso te busqué. No me interesa pedirte que regresemos a lo de entonces, ya pasó el tiempo y nuestra historia terminó. Pero quisiera hacerla vivir una experiencia que solamente contigo me sentiría confiado para realizar.
Sentí que mi cuerpo respondía más allá de mí. Y de golpe vinieron los gritos, las cabalgatas, el sabor de su verga inundándome la boca.
―¿No tenías ganas de una chiquita? Pues quiero prestarte la mía. Claro, mientras acates lo que quiero hacer. Por ti no te preocupes, seré respetuoso y no pasará nada que no quieras. Pero si me ayudas, quisiera que ella vamos, todos: yo realizo mis planes, tú cumples tus fantasías, y ella bueno, a ella le gustará complacernos a los dos.
Desde entonces fijé en mi mente ese cuerpo desnudo, seguramente terso, apretado, que aun no conocía. Me daba cuenta que no podía evitar ayudarle. No era que me dominara, o que el morbo fuera tanto que me sedujera al punto de la humedad. Era sentir que en su propuesta se cifraba el final de una historia que aún había quedado abierta.
No le hice saber nada de esto. Respondí que podría ser interesante, que debía pensarlo. Rogelio me dio en una tarjeta todas las formas de contactarlo. Me acompañó a mi camioneta y reiteró su alegría de reencontrarme.
Me puso tan caliente que esa noche le hice a mi marido todos los mimos posibles para provocarlo a cogerme. Pero la edad lo traicionaba, por lo que en vez de penetrarme me hizo sexo oral hasta regalarme un suave orgasmo. Soñé con chicas jovencitas, idénticas a mí, que eran prostituidas en chozas de playa, en medio de una gran tormenta.
Al otro día, más tardé en despedir a mi marido y a mis hijos que en buscar a Rogelio. Quedamos de vernos esa misma tarde. Me pidió que fuera muy atractiva. Las horas adquirieron consistencia a humedad. Sentí mucha inseguridad con mi cuerpo; aunque me depilé con esmero las piernas y los bordes del sexo, aunque me pasé cremas y aceites por los brazos y los pechos, no podía dejar de angustiarme la caída de los pechos, las estrías, el maldito abdomen que no se digna a ser plano como antaño. Me contemplé en el espejo desolada. Eres el cuerpo de una mujer que ha sido madre. Que lleva diez años casada. En tu cuerpo ya hay huellas de madurez. Pensé en lo vergonzoso que sería mostrarme así ante él. Me consolé pensando que ninguna otra persona podría ayudarle en su juego. De amantes, habíamos pasado a cómplices. El conde Valmont y la marquesa de Merteuil.
Visita
Me sorprendió encontrarlo nervioso. Es la excitación, se disculpó. Antes de ir a su casa, tomamos una copa en un bar. Me explicó cómo estarían las cosas.
―La dejé vendada de los ojos, las manos esposadas a la espalda, un collar al cuello, sujeta a la cama. Le puse música de Debussy que la relaja. Aunque los entendidos saben que no es prudente dejar a una sumisa sola porque puede ser terrible tanta angustia, quiero creer que la experiencia posterior la recompensará.
Tomó un trago, miró a todos lados, como cuidando que no se le oyera. Siguió.
―Nunca ha estado con una mujer, y aunque dice que haría todo para complacerme, sé que tiene mucho miedo de enfrentar algo así. Por eso no quiero llevarle una prostituta, o una mujer que la inhiba demasiado. Quiero que ocurra con una persona de mi confianza, que sé que será delicada. Por eso quiero que seas tú.
―¿Y qué quieres que haga?
―Simple. Así, atada, como la tengo, quiero que la toques, que la beses, vamos, que juegues con ella. Después, si aceptas, le quitaré las ataduras y me gustaría que ella te tocara a ti. Sería ideal que permitieras que te desnudara. Y que después hagas con ella lo que más se te antoje.
―Te horrorizará mi cuerpo.
―No creo. Amo tu cuerpo. Por eso quisiera enfrentarlas. Mis dos grandes amores, una junto a la otra.
―¿Y tú qué harías?
―Observaría. La acosaría. Iría dirigiendo la escena. No quiero acostarme contigo ni tampoco usarla a ella en ese momento. Eso ocurrirá cuando te hayas ido. Para este momento quiero que todo lo protagonices tú.
De pronto sentí que estaba en un teatro del absurdo, haciendo disparates. Pero también sabía que iba a arrepentirme toda la vida si no llegaba al final. Le advertí que se me esperaba temprano en casa. Sonrió irónico. Apuró su bebida y salimos de ahí.
Rogelio vivía en una casona antigua con mucha vegetación. Me la rentan barato, explicó mientras abría la puerta. En el interior, todo estaba puesto con artificioso cuidado. Cuadros de arte abstracto, un hermoso librero empotrado, muebles viejos que le daban linaje al espacio, oscuridad y algunas luces que sólo servían para remarcarla.
Me señaló la puerta del fondo. Se alcanzaba a escuchar, no a Debussy, sino a Pink Floyd.
―Hay una silla frente a la cama donde me sentaré yo. Al lado de la cama puse otra, por si quieres sentarte. Hasta que yo te indique debes guardar silencio. Que ella advierta por sí misma que la está tocando una mujer.
Asentí nerviosa. Tenía miedo y excitación. Saber que vería a una chica desnuda y esposada al fondo de la casa era morboso, me sentí al borde de la carpa de circo que exhibe a la mujer serpiente. Trastabille un poco mientras avanzaba por el pasillo. Desde la habitación, mis tacones debían escucharse de manera aterradora.
El cuarto era más oscuro que la sala. Muebles de madera oscura, como sombras, hacían pesado el espacio. Dos lámparas daban una luz ocre al tesoro. Porque en efecto, acostada en la cama, desnuda, esposada, con un collar de perro al cuello, yacía el tesoro.
¿De verdad tendría veinte años? Su cuerpo semejaba a una mujer menor. Era un cuerpo sin formas, larguirucho, casi de muchacho. Eso sí, piernas largas, esbeltas, que con tacones y falda seguramente debían lucir. Pechos pequeños, pero pezones saltones. Pero lo que más me sedujo fue el temblor de los labios. Solamente había visto con ese temblor a los cachorros que se les corta el rabo y las orejas. Estaba recostada de costado, piernas flexionadas, ojos vendados, se notaba sobresaltada por las presencias desconocidas. Quise preguntar su nombre. Rogelio me indicó con el dedo que guardara silencio.
―Ya regresé, putita, ¿estás bien?
―Sí, mi señor ―alcanzó a balbucear.
Me pareció ridículo ese trato estereotipado, pero sabiéndome en terrenos ajenos opté por no bromear. El ambiente era solemne, silencioso desde que la música terminó. Rogelio se acomodó en su silla, cruzó la pierna, al lado tenía una botella de vino y copas para dos.
Me invitó, extendiendo la mano, a acercarme a la chica.
Pensé que era vulgar tocarla tan pronto. Me senté a su lado y la revisé largamente. Su sexo depilado por completo, la piel blanquísima, bien cuidada, los labios pintados de un carmín demasiado chillante para mi gusto. Recordé cuando mi cuerpo era así de joven y sentí vergüenza. Cierta envidia por la niña. Lástima también. ¿Desde cuándo vivía así? Le soplé suavemente el rostro. Frunció la nariz como cachorro que husmea a un desconocido.
―¿Inquieta, putita? ¿Tanto te calienta estar así?
―¿Está ahí mi señor?
―Aquí estoy, perra. Estoy viendo cómo te usan.
Todo ese palabrerío debía ser excitante, pero no me terminaba de convencer. Para mí esa nena era un tesoro, una especie de ser divino que, rendida así, adquiría más misterio, más poder. Me humedecía más el poder de su abandono que las frases artificiosamente vulgares de Rogelio. Preferí concentrarme en ella. Olvidar que estaba él.
Decidí que mi primer contacto con ese cuerpo sería rozando sus pezones con mis uñas.
La niña saltó.
―Shhh, shhh ―la arrullé suavecito. Rogelio me miró con censura. Me indicó de nuevo silencio.
―¿Quién eres? ―preguntó espantada.
―Cierra el pico y tranquilízate ―dijo Rogelio con voz autoritaria. Me dieron ganas romper la regla y hablarle, pero me estaba calentando tanto tenerla así que no quería echar a perder las cosas por impertinente.
Seguí arañando sus pezones con las uñas. Pasé a arañarle los pechos. Su respiración se agitó, empezó a frotar los muslos, a morderse los labios. Por fin posé mi mano en su cintura. La pasé por su cadera, por su muslo, hasta aprisionar con el puño su tobillo.
―Eres mujer. Huele a mujer ―adivinó ella.
―¡Que te calles, te digo! ―gritó furioso Rogelio. Y no soporté más.
―Sí mi vida, soy mujer, pero todo está bien.
Rogelio azotó las manos contra sus piernas. Volví a ver al chico de pelo largo que se enojaba cuando debía marcharme. Y todo el idealismo que tejí en torno suyo se empezó a deshilachar.
―No te preocupes, ―le dije a la chica―, no va a pasarte nada malo. Relájate y todo va a estar bien.
―¿Se encuentra ahí mi señor?
―Aquí estoy putita ―respondió sin convicción―. Relájate y obedece a la señora. Te va a hacer aullar.
La chica sonrió. Pareció relajarse. Empezó de verdad a gozar.
Con una mano apreté sus pies, con la otra dibujé el contorno de su rostro. Cuando llegué a sus labios, como animalito empezó a lamerme los dedos. Dejé que lo hiciera y con su saliva mojé su cuello. Después besé sus labios. Húmedos, temblorosos, su lengua parecía un manantial. Pensé si estaría cumpliendo mi fantasía de besar a una chica. Pero era más que eso. Besaba a mi reflejo: sentía que su ceguera, sus ataduras, en realidad me correspondían a mí. Yo era ese cuerpo. Entenderlo y sentirme húmeda fue lo mismo. Rogelio nos miraba hipnotizado. Desapareció el amito y me dejó continuar.
Me quité sin pudor la blusa, la falda, el sostén. Quedé con la tanga y los ligueros. No me importó que Rogelio viera mi cuerpo. Sólo me importaba la chica. Me recosté a su lado. La abracé fuertemente. Su tibieza era mi consuelo. Sentí muchas ganas de llorar.
Nos besamos suavemente, apenas rozando los labios. No sufras, le decía. Te quiero, exageraba. Ella respiraba con agitación. Entrelazamos las piernas con delicadeza. Ella empezó a mover las caderas. Yo le acaricié el sexo con mis dedos. Rogelio le preguntaba si gozaba, pero dudo que escuchara nada. Apresurada me quité el calzón. Hubiera querido que me tocara, pero las esposas que lo impedían al mismo tiempo parecían entregarnos un mensaje: yo no estaba allí para que ella me complaciera. Yo estaba allí para complacerla a ella. Para consolarme a mí.
Mis pechos rozaban los suyos. Empezamos a gemir. Pero nuestro gemido era uno solo. Como si entre ella y yo fundiéramos a una sola persona. Como si el gemido fuera la única voz verdadera que nos daba identidad. Como si fuéramos átomos rotos por la discordia, que ahora podíamos unirnos, fundirnos, confundirnos. No me importaba saber quién era ella. Ella era yo.
La sentí estremecerse en un orgasmo pronto, muy pronto. Después, como si debiera pagar una deuda, empezó a bajar por mi cuerpo, hasta hundirse en mi mata pastosa, que latía sin control. Su lengua entre mi sexo me hizo gemir y arquear la espalda. Le acaricié el pelo. Me topé con el nudo de su venda. Lo intenté deshacer.
―No, no lo hagas ―advirtió Rogelio―. No puede mirar nada hasta que no lo decida yo.
―Rogelio, por favor, quiero verle los ojos.
La chica dejó de chuparme.
―Te suplico respeto para mi amo. Si él no quiere que te vea, tampoco quiero verte yo.
De inmediato me llegó el recuerdo de las veces que Rogelio quiso atarme, que nunca pudo hacerlo porque otro hombre, el hombre a quien yo pertenecía, jamás lo hubiera podido aceptar. Entonces me alejé de Rogelio y de su esclava. No conseguí el orgasmo. Pero lo que ambos me revelaron fue superior.
Retiré de mi a la chica. Bese sus labios, le di las gracias, le dije que la amaba. Mientras ella, extenuada, languidecía en la cama, yo me vestí aprisa, evitando la mirada de mi ex-amante. No sé cómo habrá sido mi convicción, que él no hizo nada para impedirlo. Una vez vestida me acerqué a él, lo abracé fuertemente.
―Tienes una chica encantadora.
Apuré mis pasos por el pasillo, por la estancia. Imaginé que la escena para ellos debió haber sido frustrante. Compadecí a la chica: seguro la golpearían por un final frustrante del que la única responsable era yo. Pero yo tenía urgencia de regresar a mi hogar. Preparar una buena cena, esperar dócilmente a que llegara mi hombre. Quería hincarme ante él, ofrecerle mi cuerpo, que hiciera lo que quisiera con él. A nadie más pertenecía. Y ese orgullo enardeció mis pezones.