Reencuentros en la tercera fase

Tras las indecisiones, tras los problemas, llega una tercera Fase en la que los sentimientos ganan terreno. La felicidad se puede alcanzar si tienes el valor de superar los miedos que te atormentan.

La duración aproximada del siguiente relato oscila entre 50 a 60 minutos

El tibio sol, de una mañana de principios de primavera, caldeaba las ya de por sí sonrosadas mejillas de Elena. Había postergado aquella visita durante más de un mes. Se habían agotado las excusas y debía dar aquel paso. Los días lluviosos fueron el primer pretexto; las fiestas patronales, con sus monumentos, sus procesiones y su pólvora por todas partes, también sirvieron para justificar la demora.

Externamente no se podía apreciar ningún síntoma de nerviosismo. La madura elegancia en el porte, el sereno semblante, el paso firme sobre el pavimento, tan solo el rubor de su rostro y la inquietud de los dedos jugueteando con el bolso denotaban cierta ansiedad.

Cruzó la plaza del mercado, encaminándose a la fachada principal de la Lonja de la Seda. La mujer rememoraba su juventud mientras observaba las veintiocho gárgolas del edificio gótico, a cuál más satírica e indecorosa.

Con paso cauteloso por el irregular firme rodeó el majestuoso edificio cuatrocentista en dirección a la fachada posterior. Cuando tras un par de callejas desembocó en la pequeña plaza de la Compañía, un mar de recuerdos la embargó. Allí transcurrió el que debía haber sido el día más feliz de su vida, del que luego se arrepentiría durante muchos años.

De la central de las tres puertas que presidían la fachada principal del monumental templo había salido, hacía veinticinco años, blanca y radiante. Aún podía recordar la sobrecogedora melodía del gran órgano Cabanilles tocando la marcha nupcial, mientras una lluvia de arroz y pétalos de rosa la recibían en el exterior.

Fue rodeando la iglesia del Sagrado Corazón de Jesús con paso vacilante. En el gran edificio adosado a esta se veían todas las puertas principales cerradas. No localizó la entrada hasta que no se halló en la fachada posterior de la construcción. Un sencillo letrero sobre una modesta puerta rezaba: Casa Profesa de la Compañía de Jesús.

El sonrojo de sus mejillas se había intensificado en los últimos metros recorridos. Sentía una leve sequedad en la garganta a causa de la emoción que le embargaba. "¿Me recordará después de treinta años?", se preguntó Elena por enésima vez, al tiempo que ascendía serenamente por la escalera de acceso. "No puede haberme olvidado", se dijo extrayendo algo de aplomo de algún recóndito lugar.

Buenos días señora –saludó un joven tras una ventanilla adjunta a una gran puerta de roble.

Buenos días. Desearía ver al padre Arteaga –respondió la mujer con creciente inseguridad.

La visita de quién debo anunciar al padre contador –respondió sonriente el joven.

Elena desconocía la ocupación actual de su viejo amigo. Un trabajo como contable se le antojaba demasiado tranquilo para alguien tan inquieto. Desconocía si los jesuitas se jubilaban, pero a tenor de la información recién adquirida, parecía que no fuera así.

Soy… –"¿Quién diablos era?, ¿su ahijada?, ¿su alumna?, ¿su amiga?", se preguntó la mujer, meditando la respuesta– una antigua alumna. Desearía darle una sorpresa al padre. No creo que me reconozca después de tantos años, pero aún así…

Aguarde aquí, por favor –el joven volvió a sonreír de aquella manera tan agradable.

Tras unos minutos,

en los que los nervios de Elena se intensificaron, retornó el joven conserje acompañado de un hombre de gesto adusto.

Si es tan amable de acompañar al padre Damián, él le mostrará el camino hacia la tesorería.

Por aquí –dijo por todo saludo el recién llegado.

El silencio era sepulcral en aquellos amplios pasillos. Tan solo se escuchaba el taconeo de los zapatos de Elena sobre las baldosas. Todos los corredores eran semejantes. Todos con escasa o nula decoración, todos carentes de objetos y personas. El edificio transmitía solemnidad y sosiego por los cuatro costados.

Tras ascender por unas escaleras de servicio, se encontraron ante una puerta entreabierta. El padre Damián se deslizó en el interior de la estancia indicando a Elena que aguardase. Segundos después, el hombre retornó dejando la puerta abierta tras de sí.

Pase –indicó al tiempo que se desplazaba a un lado para franquear el vano.

Tuvo que inspirar profundamente para armarse de valor. La decoración del despacho era tan espartana y anacrónica como la del resto del edificio. Las miradas no tardaron en enfrentarse. Curiosa y divertida la de él, insegura y temerosa la de ella.

El padre Arteaga parecía una reinterpretación del arqueólogo aventurero. Vestía ropa informal más semejante a un uniforme de campaña que a la propia de un sacerdote. Se había dejado crecer el ahora níveo cabello, atándolo en una cola tras su nuca. Una recortada barba perfilaba su labio superior y su mentón. Elena no lo hubiera reconocido de habérselo cruzado casualmente por la calle. Cuando se alzó como un resorte, la mujer pudo apreciar que el maduro jesuita conservaba aún un cuerpo atlético impropio de sus sesenta y cinco años.

La Mare de Deu. Vaya sorpresa –el hombre recorrió a grandes zancadas los escasos metros que le separaban de ella. El abrazo fue enérgico, propio de la vitalidad que emanaba de quien lo iniciaba. Ella, aturdida, se dejó rodear por aquellos brazos que incluso llegaron a alzarla ligeramente del suelo.

Javier había dudado en un inicio, cuando aquella elegante mujer se adentró en su despacho. Tras su retorno, no habían sido muchas las visitas que había recibido. Un par de padres, compañeros suyos en el colegio hogar y aquella guapa mujer. En el momento que fijó su mirada en aquellos ojos glaucos supo sin temor a errar de quién se trataba. Llevaba un mes aguardando aquel encuentro.

Per l'amor de Deu. Estás hecha toda una mujercita –el padre había cesado en su abrazo, alejando de sí a la mujer lo suficiente para verla en toda su plenitud.

¿Mujercita? –Elena, ante aquellas palabras de condescendencia, no pudo reprimir una carcajada– ¿Cincuenta años te parecen adecuados para diminutivos?

Pero si aparentas treinta y pocos. Estás en la flor de la vida.

Claro, qué vas a decir tú que me sacas quince años.

De repente pasó un ángel. El silencio se hizo en el reducido despacho y ambos se miraron fijamente. El segundo abrazo fue más afectivo y menos efusivo. Javier acariciaba la media melena castaña de Elena. Ella, al borde de las lágrimas, se aferraba con todas sus fuerzas a la espalda masculina.

Te he echado mucho de menos estos años…

Yo también a ti, pequeña –respondió él, acomodando la cabeza femenina en su hombro.

Ha sido todo muy complejo sin tu ayuda.

Shhh, no digas tonterías. Te has sabido dirigir muy bien en la vida. Y lo más importante, tienes el pelo libre de piojos.

La carcajada fue simultánea en los dos amigos. A la memoria de ella acudieron aquellos momentos felices donde el padre Arteaga la sostenía en su regazo peinándola exhaustivamente con la liendrera.

Ella se separó de él, secándose disimuladamente las incipientes lágrimas. Durante aquellos treinta años se habían sucedido acontecimientos cruciales en su vida. Sucesos en los que aquel hombre, que era como su padre, no había estado presente.

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Cuando Elena contaba con ocho años de edad falleció el padre Romualdo. El director del colegio hogar era además el tutor legal de todos los muchachos incluida ella. El padre Telesforo, nuevo responsable, debía pasar a asumir aquel compromiso. La niña estuvo un mes pataleando, llorando, incluso amenazó con la posibilidad de comenzar una huelga de hambre si el novicio Javier no era su tutor. Aquello contravenía todas las normas establecidas. El joven ni siquiera estaba ordenado por lo cual no podía asumir aquella responsabilidad a pesar de sus veintitrés años. Aquel alto joven le había curado los rascones en las rodillas, se había preocupado por bañarla y adecentarla, la había consolado cuando se sentía sola y le leyó cuentos para dormir. Era todo lo que la chiquilla había soñado tener algún día, cuando sus compañeros de clase no internos, le hablaban de lo que era tener madre y padre.

Tras muchas deliberaciones y ante el sufrimiento de la nena decidieron consultar al Provincial de Zaragoza. Era la última autoridad antes de acudir al General de la Orden. Haciendo gala de gran comprensión y humanidad, aquel anciano hombre, al que Elena no conocía ni jamás conoció, decidió hacer realidad el sueño de aquella cría testaruda.

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No todo ha sido coser y cantar en estos años. Ha habido momentos muy duros.

Me llegaron algunas noticias. Algunos padres se ponían en contacto conmigo de tanto en tanto –el hombre mostró un semblante grave–. Allí había mucha gente que me necesitaba. Me hubiera encantado apoyarte en momentos tan difíciles, pero no era posible regresar.

No te culpes. Tú mismo lo dijiste cuando cumplí la mayoría de edad: "Ahora tienes todas las herramientas que se necesitan para afrontar una vida digna". Lo que pasó es que no las supe utilizar. Me diste cuanto podías, jamás tendría la desvergüenza de exigirte nada más.

Bueno, creo que este no es el mejor sitio para un reencuentro. ¿Qué te parece si quedamos y nos tomamos unas cervezas? –la culpabilidad había retornado al alma de Javier. Hacía quince años había estado a punto de abandonarlo todo y regresar a España cuando se enteró del accidentado divorcio de Elena. Si alguien en el mundo no se merecía que la abandonasen por una joven de 18 años era su pequeña. Las ganas de regresar eran muchas pero la magnitud del proyecto emprendido en el alto Perú hacía imposible el cambio de director. Tuvo que sufrir en silencio por su querida amiga durante demasiado tiempo, sin poder estar a su lado.

Al principio todo fue sencillo. Elena terminó magisterio con notas lo suficientemente buenas como para que se le pudiera empujar un poquito. Nadie mejor que ella para ocupar una de las vacantes en el colegio de la Compañía en la ciudad. Había sido alumna de aquel centro desde primaria hasta el último curso de instituto. También había residido allí hasta que con catorce años se trasladó a uno de los pisos tutelados. Conocía a la perfección los principios rectores y docentes de los jesuitas.

Los antiguos compañeros del padre Arteaga en el colegio le habían informado puntualmente de las evoluciones de su antigua protegida. Así pudo conocer su buen hacer en la educación, su matrimonio con un compañero del centro, su maternidad… Fue aquella noticia la que más le trastornó. Trató de dilucidar si aquella natalidad le convertía en abuelo. Precisamente, la ambigüedad de los sentimientos hacia Elena le había hecho huir hasta América. Se obligó a no pensar en aquello que tanto le había trastornado en un pasado. Las ingentes tareas por llevar a cabo en la misión dejaban poco tiempo libre para atormentarse con ideas peregrinas.

¿Os permiten quedar a tomar cervezas con mujeres?

No es una cárcel. El compromiso va por dentro –respondió Javier mostrando una amplia sonrisa.

No me gustaría agobiarte, pero tengo tantas cosas que contarte y me gustaría tanto escuchar tus historias…

Bueno. Mañana por la tarde tengo ejercicios espirituales, pero el sábado podríamos quedar a comer, claro si invitas tú.

Elena estaba al tanto de la importancia de los ejercicios espirituales para su tutor. Siempre había salido reforzado de ellos, según decía él. Era una forma de encontrar a Dios en cualquier lugar, en cualquier acción. Ella no había encontrado jamás a aquel Dios del que le hablaban. Para ella solo había existido algo parecido en la figura de aquel joven que le sujetaba el pañuelo y le instaba a sonarse los mocos.

Quedar al día siguiente de unos ejercicios será estupendo. Te pillaré más conciliador y tolerante.

¿Insinúas que no soy tolerante? –bromeó Javier sin separar sus manos protectoras de los hombros de la mujer.

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El viernes Elena estuvo nerviosa durante toda la mañana. Las clases se le hicieron interminables y los alumnos insoportables.

En casa, durante la comida, continuaba abstraída. Apenas podía seguir el hilo de lo que su hijo le contaba.

¿Pero qué te pasa?, estás atontada hoy –preguntó el joven mientras se volvía a servir una ración de spaghetti a la carbonara.

Nada… estoy perfectamente… –respondió una Elena meditabunda.

Claro y voy yo y me lo creo. Venga desembucha que nos conocemos.

Durante los últimos quince años, a raíz del divorcio, su hijo Xavi había sido todo su mundo. Siempre había temido mimarlo en exceso, pero lo cierto es que en el fondo debía reconocerse que no se le había dado nada mal educar a aquel mocetón.

Ayer estuve visitando a un antiguo amigo. Verle me removió cosas que estaban enterradas desde hacía mucho tiempo. Cosas de vieja, que nos entra la nostalgia cuando recordamos nuestra adolescencia.

Mama, si te gusta échale un pinchito. No te comas la cabeza –respondió el joven al tiempo que rebañaba con pan los restos de comida del plato.

Deja de abarrer, que parece que pases hambre. Además tú no me des consejos sentimentales que muchas amigas, muchas amigas pero ninguna novia.

Mama, joder, que yo hablaba de un polvete. ¿Qué tiene que ver eso con las novias?

Por toda respuesta, ella bufó dirigiéndose a la cocina con los platos sucios. Xavi era quien cocinaba y ella debía poner y quitar la mesa. "¿Siento algún tipo de atracción sexual hacia Javier?", se preguntó la madura mujer, reconociéndose a sí misma que las reacciones que había sentido el día anterior requerían de una explicación. "Por supuesto que me pasé toda la adolescencia enamorada de aquel guapo treintañero, pero ahora somos adultos. Por lo menos yo no tengo la cabeza llena de pájaros como con quince años", determinó una Elena algo más calmada.

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El sábado, Elena se despertó una hora antes de que sonara el despertador. Sentía en la boca del estómago ese cosquilleo propio de cuando se avecinaba un largo viaje a una región desconocida, tenía lugar alguna de sus escasas citas románticas o se había presentado a un examen importante.

Hacía más de seis meses que no montaba en bicicleta, el invierno no era el mejor momento para los deportes al aire libre. Cuando se quiso dar cuenta, ya estaba vestida con la ropa adecuada. Un vaso de zumo de manzana y en segundos estaba enganchando los calapiés y dando las primeras pedaladas para salir del garaje de la casa unifamiliar.

Treinta kilómetros después, su mente se encontraba más confundida que al principio de iniciar su ruta preferida. "¿Se removerán hoy tantas sensaciones como el jueves?, ¿Por qué no estuvo cuando lo necesitaba?, ¿Lo sigo queriendo como un padre o hay algo más?", cada pregunta derivaba en nuevas cuestiones que no tenían fácil respuesta. Sus sentimientos fluctuaban entre la adoración que retornaba del pasado, la decepción de aquella segunda fase de su vida en la que tanto lo había necesitado y el desconcierto de la relación que devenía en la actualidad.

El almohadillado del culote de ciclista no había evitado que se quedara dolorida toda la zona de la entrepierna. "Me hago vieja. Mañana tendré agujetas hasta en las pestañas", reflexionó mientras se pegaba una ducha rápida. "¡No tan vieja!", se dijo enjabonando sus aún tersos senos. Un suave cosquilleo en la entrepierna precipitó la imagen de Javier en su mente. Una enérgica negación con la cabeza y un aclarado con agua helada la devolvieron a la serenidad. Sus pensamientos, mientras el líquido arrastraba los restos de jabón, habían alternado entre reconocer de forma objetiva el gran atractivo de aquel maduro hombre y sentirse tremendamente sucia por aquellos pensamientos.

Su piel no era la misma que cuando contaba con treinta años menos. Requería de cuidados constantes para permanecer suave y lustrosa. Sentada sobre la tapa del inodoro y con un pie apoyado sobre el bidé, comenzó a untar con delicadeza la densa crema por toda la longitud de su pierna. De nuevo, aquellas mariposas en el estómago la asediaban. Tras terminar de embadurnar la segunda pierna, deshizo el nudo que ceñía la toalla por debajo de sus axilas. Era el momento de hidratar sus pechos y su vientre y se duplicaron las sensaciones que aquel millar de hormigas producían en su ánimo. Las manos pasaron de extender la crema por la superficie de los senos a amasar estos con sensualidad.

De nuevo la imagen de aquel maduro aventurero. Volvió a agitar violentamente la cabeza, pero en esta ocasión no fue para alejar pensamientos impuros sino para desterrar cualquier remordimiento de conciencia. La mano izquierda redobló su trabajo, masajeando alternativamente ambos pechos. La mano diestra descendió, acariciando la suave curvatura de su tripa hasta rozar los primeros vellos del monte de Venus.

Desconocía cuánto tiempo hacía desde su último orgasmo, pero estaba segura de que muchísimo. Si este había sido producido por un amante, entonces la cosa se remontaba a cinco años atrás.

Con decisión, dos dedos comenzaron a acariciar los labios mayores sin precisar nada más para elevar la libido de Elena. Aquel sutil roce y la imagen del maduro hombre fueron cuanto necesitó para precipitarse a las puertas de un suave orgasmo. Fue introducir uno de sus dedos en busca del endurecido botón y por fin llegó la tan ansiada liberación. Dulcemente la cubrió como una ola de los pies a la cabeza. Cerró los ojos e intentó prolongar las sensaciones experimentadas como si saborease el intenso regusto que un buen vino deja en el paladar.

Se vistió de forma casual. No conocía suficientemente bien al Javier de la actualidad, pero la impresión que se llevó en su reencuentro era la de una persona informal. Observó en el gran espejo del dormitorio la estilizada figura que le confería el pantalón tejano elástico. Podía presumir a su edad de tan solo tener algo de tripilla y unas ligeras cartucheras. Admiró su busto cubierto por un fino sostén de encaje. "Parece mentira lo que mejoran cuando están bien sujetas", meditó girándose a un lado y otro valorativamente. Se enfundó un ajustado jersey que gracias a su oscura tonalidad berenjena, estilizaba su cuerpo. Maquillaje el justo para parecer arreglada sin mostrarse coqueta.

El resultado final fue de su agrado. Una mujer madura que no ocultaba su edad con falsos artificios. Una informalidad no carente de cierta elegancia y un nudo en la boca del estómago que no favorecía demasiado al conjunto. "¿Percibirá mi nerviosismo?", se preguntó aferrando el bolso del perchero y pegándose el último vistazo en el espejo del recibidor.

¡Me marcho, No te levantes muy tarde! –gritó a todo pulmón antes de girar el pomo de la puerta que descendía hacia el garaje. Una especie de gruñido animal fue toda la respuesta que recibió desde el piso superior.

Mientras conducía por las amplias avenidas que le llevarían a la zona de la playa, pensaba en que no le habría costado nada recoger al padre en la casa Profesa. "Posiblemente le apetezca ir dando un paseo. Siempre ha sido muy de ir andando a todas partes", se dijo Elena frenando el utilitario en un semáforo.

Su mente comenzó a divagar recordando la primera vez que en la casa puente él le enseñó a cocinar paella. Aunque ella cumplía la mayoría de edad en Marzo, habían esperado hasta que terminara el instituto para enviarla a aquella nueva vivienda. Un reducidísimo número de mayores de edad de las cinco casas de acogida terminaba en el piso puente. Además de buen comportamiento, se debía demostrar un correcto rendimiento en los estudios. De lo contrario, el plan de acogida de los jesuitas habría llegado a su fin. Era hora de comenzar una nueva vida en solitario sin la ayuda de los padres.

Cuando Elena fue a vivir a la última residencia de la Compañía, tres chicos y cuatro chicas vivían ya allí. Todos universitarios menos uno que terminaba al año siguiente la formación profesional. Ningún jesuita viviría con ellos. Debían romper el último eslabón que les mantenía anclados a sus anteriores tutores.

Ya en el piso de acogida, de los catorce a los dieciocho años, Elena se había mostrado como una espantosa cocinera. Javier intentó enseñarle de mil maneras diferentes pero el resultado siempre era igual de desastroso. Aunque ya no cuidaba de ellos, el padre solía pasar a saludar a sus antiguos tutelados una vez por semana. En cada una de sus visitas al piso puente volvía a insistir una y otra vez en que aprendiese a preparar alguna cosa que fuera comestible. Quique, otro antiguo residente del piso dirigido por el padre Arteaga y el propio Javier, disfrutaban de lo lindo observando las involuciones de las técnicas culinarias de la joven.

"Aquellos fueron los dos años más felices de mi vida", rememoró la mujer. La facultad era un mundo nuevo para ella. La convivencia en el piso era dura pero tolerable y lo mejor era que entre Javier y ella ya no parecía existir aquella relación padre e hija.

Salían una vez a la semana, no siempre el mismo día, no siempre al mismo lugar. En ocasiones iban los miércoles por la tarde al cine, otras veces acudían a teterías del centro a conversar sobre novelas. Pero sin duda alguna, los mejores momentos eran los que pasaban, los domingos por la tarde, caminando sin rumbo por los jardines del Turia.

Durante aquellas tardes, tumbados en el césped o paseando bajo las pinadas, Elena había llegado a pensar que eran almas gemelas, que nada ni nadie podría separarlos nunca. Por supuesto que conocía los votos que había tomado Javier, pero se hacía castillos en el aire con su caballero andante y su dama en apuros. Todo fue maravilloso hasta aquel desafortunado día, en que él desapareció sin decir adiós.

El sonido de un claxon la devolvió a la realidad. Insertó la primera marcha e intentó apartar aquellos recuerdos del pasado que no le ayudarían a guardar la compostura delante de su amigo.

Llego diez minutos antes y ya estás aguardándome. Eres todo un caballero –saludó Elena cuando se hubo acercado a la mesa en la cual esperaba solitario Javier.

Seré un antiguo, pero ver a toda una dama esperando sola en un restaurante no es de mi agrado –intentó bromear el hombre, a pesar de que su amiga sabía que lo decía completamente en serio.

Vienes muy moderno y muy guapo, si se me permite piropear a un sacerdote –aduló la mujer observando el jersey de rayas y los tejanos del hombre.

Ja, ja, ja. Era la única ropa que no quiso ninguno de los otros padres. Solo los novicios más jóvenes me disputan alguna prenda de las que recibimos como dádiva.

Ya me extrañaba que tú llevases un jersey de Pedro del Hierro.

Bueno, no conozco el nombre del antiguo propietario. Se lo agradezco por igual se llame Pedro o Pascual –ambos sonrieron por la broma.

He encargado una paella para dos. Espero que te siga gustando el arroz.

Por supuesto, siempre que no lo prepares tú. Mare de Deu, La que montaste en el piso puente con aquel experimento de paella.

Ambos se miraron y se carcajearon a gusto. Elena no pudo evitar sonrojarse cuando a su memoria retornaron los momentos en que él la rodeaba con sus brazos para indicarle cómo dar la vuelta a una tortilla de patatas o cuando la aferraba de la cintura para alejarla del peligro de una inminente salpicadura de aceite.

Pasamos momentos felices… –susurró entre las últimas carcajadas. Pensaba que Javier no habría oído sus palabras pero él estaba más atento de lo que ella imaginaba. La mujer creyó ver nostalgia en los ojos del maduro hombre. "¿Expresará lo mismo mi propia mirada?", se preguntó Elena. "Debo parar en mis elucubraciones. Me estoy liando yo sola y acabaré por joderlo todo como siempre", se obligó a cambiar de pensamiento.

Bueno, ¿qué tal va la vida de profesora y madre?

Durante poco más de una hora, ambos intercambiaron información sobre sus recientes actividades. Elena habló sobre el colegio y sobre los estudios de ingeniería de su hijo. Javier narró someramente las características generales de los proyectos de Nicaragua primero y de Perú después.

¿Así que tu hijo se llama Xavier?

Bueno, lo bautizamos como Javier, pero ya sabes… al final se quedó con Xavi –las palabras de Elena fueron respondidas por una intensa mirada del hombre–. Sí, fue en tu memoria. Sé que los nombres no transmiten el carácter pero…

El padre sentía un nudo en su garganta. Tuvo que beber agua en varias ocasiones antes de poder hablar. En Nicaragua, como adjunto a la dirección del proyecto educativo, habían puesto su nombre a varios niños de los que nacieron durante sus ocho años de estancia. Muchos más niños fueron bautizados como Javier o Francisco Javier en Perú. En todos y cada uno de ellos, la noticia le había llenado de emoción, pero lo que sentía en su corazón en aquel instante no tenía nada que ver con lo que había experimentado en aquellas ocasiones.

No sé qué decir. Debería ser humilde y reconocer que no merezco tanto aprecio, pero debo ser sincero. Me emociona tremendamente el homenaje. Xavier…

Elena vio reflejada en los ojos del hombre la intensa emoción que sentía. Las palabras podían engañar pero aquella mirada de gratitud transmitía todo cuanto la mujer necesitaba. Por fin su inquietud sexual se mitigó y dio paso a un hondo y sincero afecto. "Quiero a este hombre. No sé si lo quiero bien o no, pero lo quiero profundamente", pensó al tiempo que, impulsivamente, estiraba su mano hasta cubrir con ella el dorso de la del hombre.

Al sentir la tibieza de la mano femenina, un escalofrío recorrió la espalda de Javier. Desde hacía treinta años, el contacto con una mujer no le había generado la menor ansiedad. Todas las sombras regresaron de nuevo. Todos los fantasmas que le hicieron salir corriendo. Entonces había sido un crío. Había huido de la tentación en vez de afrontarla. Ahora debía comportarse como una persona madura.

Eres muy buena con este pobre anciano. Buenas nuevas así rejuvenecen mi viejo corazón –reprimiendo los iniciales deseos de retirar bruscamente la mano, se armó de valor y posó su mano libre sobre la de su amiga. Solía tomar las manos de alguien entre las suyas cuando deseaba transmitir afecto.

¿Anciano? No me hagas reír –aquel súbito cambio de actitud sorprendió a Elena. Hasta aquel instante había visto a un hombre en plenitud de condiciones, alguien tremendamente vivaz.

No todos los días descubres que tienes un nieto de veinte años –la actitud paternal frente a Elena siempre le había ayudado a alejar la femineidad de la otrora jovencita.

¿Confías en mí? –preguntó la mujer cambiando de tercio y realizando la pregunta que más repetía en la infancia.

Cuántas veces me hacías la misma pregunta. Confiar confío, pero no me comprometeré a nada hasta que no me digas qué maquinas. Te conozco demasiado bien y parece que en algunas cosas no has cambiado nada. No me fío de ti ni un pelo.

Bueno. Estaba pensando en… en que un corte de pelo y un tinte no te vendría nada mal.

Esa faceta tuya sí la desconocía. De jovencita eras muy descuidada con todo lo estético. Siempre con tus sudaderas viejas y tus tejanos rotos.

¿Y ahora?, ¿cómo me veo? –la coquetería había sido involuntaria. No sabía bien cómo habían salido aquellas palabras de su boca pero conocía perfectamente la intención que perseguía.

¿Quieres que te regale los oídos? Pobre piropo el que pueda lanzar un viejo consagrado al ascetismo –Javier había entrado en el juego. Tampoco él era capaz de saber muy bien el porqué. Tal vez el vino, tal vez los recuerdos del pasado o ganas de seguir un inocente juego.

Pues perdona que te diga, pero por muy religioso que seas se te ve muy bien. Ya les gustaría a muchos de cuarenta años… Con respecto a lo de tu castidad, imagino que no te impedirá decir cosas bonitas a una mujer.

El sonrojo del padre Arteaga comenzó a ser visible hasta para Elena. Entre los dos se habían metido en un callejón sin salida. Ahora sí retiró sus manos de la de su amiga. Intentó, sin resultado, que el movimiento no fuese demasiado enérgico.

Perdona si te he incomodado. El vino, que hace decir tonterías –intentó excusarse Elena.

Tranquila, antes también nos pasaba. Había tanta amistad que era difícil no olvidar el lugar que cada uno ocupábamos.

Sí. No hay que olvidar nunca dónde está cada uno –el tono de voz de la mujer reflejaba lo mucho que aquellas palabras le habían herido–. El problema es que yo nunca he sabido cuál es mi lugar en tu vida.

Discúlpame ahora tú a mí –Javier estuvo a punto de confesarle la verdad. Finalmente, decidió que ninguno de los dos se merecía recibir más dolor–. Siempre te he querido como una hermana pequeña, como una amiga, como una ahijada. En ocasiones tenía que hacer un verdadero esfuerzo para poderte reñir, para castigarte. Debía recordar que mi misión en el piso era la de educaros. No es que no sintiera un profundo afecto por todos, pero me debía al compromiso de educaros por encima del cariño que os tuviera.

"¿A todos?, serás capullo. Me pasé toda la adolescencia queriéndote en silencio y tú cabrón, nos querías a todos", el dolor había hecho que Elena se pusiera inmediatamente en guardia. No tenía quince años y no se iba a dejar amedrentar tan fácilmente.

¿Nos querías a todos por igual? Yo pensaba que tenías algún favorito –atacó la mujer buscando acorralar al padre Arteaga.

Ahora no te es suficiente con que te regalen los oídos ¿no?, ¿también vas a obligarme a decir lo que quieres oír? –contraatacó el hombre– A cada uno de vosotros os presté las atenciones que requeríais. Os quise mucho a todos por igual. Ahora, si resulta que disfrutas violentándome… te diré lo que gustes –no había encontrado ninguna salida a la arremetida de Elena. Aquello había llegado demasiado lejos y, con la ayuda del vino, corrían riesgo de decirse cosas que podrían causar un daño irreparable.

Lo siento. Creo que no ha sido una buena idea intentar retomar la amistad que tuvimos. Por lo visto no la recordamos de igual manera. Si algún día deseas quedar como amigos, sin recordarme que tan solo fui la huerfanita que tuviste a tu cargo, llámame.

La situación era extremadamente incómoda. Elena gesticulaba demandando la cuenta. Obviamente, no se podía marchar hasta no haber pagado. Javier, haciendo un alarde de contención, se alzó dignamente dispuesto a abandonar el local. Cuando se encontró de pie, miró fijamente a su amiga como si desease decirle alguna cosa.

Si estás pensando en posar tu manaza en mi cabeza y bendecirme o algo de eso, vete al carajo.

El hombre introdujo las manos en los bolsillos del tejano y giró dando la espalda a Elena. Realmente, su intención había sido la de posar una mano en el hombro de la mujer y rogar por ella en silencio. Ahora veía que una acción tan impersonal habría vuelto a herir a quien quería proteger de todo daño. Un gran peso sobre las espaldas acompañó al hombre que cabizbajo abandonaba el restaurante.

----*

¡Mamáaa!

Es Marina, que si quedáis, que tiene un amigo que está deseando conocerte.

¿Se puede saber qué hablabas tú con Marina durante un cuarto de hora? –cuando Elena vio que su hijo se lanzaba sobre el sofá con el teléfono en la mano, jamás imaginó que la llamada fuera para ella. ¿Qué tenía que hablar su hijo con su amiga?

»

Hola Marina. ¿De qué hablabais tú y mi hijo?

»

Sí, claro. De nada importante y seguro que era de algo que no me atañe a mí, ¿no?

»

No me cambies de tema, y no, no me apetece salir hoy.

»

Sé perfectamente cuánto tiempo llevo sin salir. No necesito que me lleves la agenda.

»

Marina, de verdad te agradezco todos los esfuerzos, pero me encuentro bien. No necesito que nos vayamos al Caribe, no necesito apuntarme a los Singles ni que me presentes a tu compañero de trabajo.

»

Marina!, eso es muy íntimo –"lo cierto es que llevo dos meses sin tocarme, desde aquella mañana", Elena no estaba dispuesta a sincerarse hasta tal punto con su amiga.

Colgó el teléfono y se dirigió al sofá. La actividad de los sábados por la tarde se limitaba a ver películas sobre dramas sociales y familiares, los cuales se acababan resolviendo a consecuencia del amor. El de un padre, el de una madre, el de unos amantes. “Siempre el jodido amor por todas partes”, pensó la mujer. Plan fantástico para un tormentoso día de finales de primavera.

----*

El joven emergió de la boca del metro situada junto a la estación de trenes. Aunque tenía carnet de conducir, su madre no le dejaba el coche salvo en ocasiones excepcionales. Caminó unos metros hasta una coqueta cafetería. Una voluptuosa rubia, vestida de fucsia, aguardaba en una de las mesas más alejadas de la puerta.

Qué lástima que no nos hayamos conocido antes. Si llego a saber que mi madre tiene amigas tan guapas le habría robado la agenda.

Con esos ojazos no se puede negar que eres hijo de Elena. Lo que no sé es de quién has heredado ese desparpajo. De tu madre no, seguro –respondió Marina plantando dos besos cerca de las comisuras de los labios del muchacho.

Vaya, y encima simpática. Con lo que me gustan a mí las rubias simpáticas.

¡Oye!, ¿tú has venido a ayudar a tu madre o a ligarme? –preguntó la mujer haciendo un mohín coqueto.

Pues no sabía que ambas cosas fueran incompatibles.

Pero si podría ser tu madre –afirmó ella, aguardando una contestación halagadora.

Vamos, pero si tú debes ser por lo menos quince años más joven que mi madre.

Pues solo cinco, pero se agradece el cumplido –las miradas de Marina iban cargadas de intencionalidad–. Vamos al tema, ¿has conseguido los recibos?

Por mí, si vamos directamente al tema, fenomenal. Lo típico suele ser conversar un poco antes pero no me cierro a nada. Si quieres tema vamos allá. Vale, vale, capto el mensaje –la intensidad de la mirada femenina hizo desistir a Xavi de sus intenciones románticas y cambió de tema radicalmente–. Los recibos exactamente no. Mi madre es poco acumuladora y tira todos esos papeles. Me registré con sus datos en la web de la empresa de telefonía. Con lo de la factura electrónica he podido imprimir el desglose de las llamadas de Abril –el joven extrajo un papel del interior de su chaqueta, extendiéndolo sobre la mesa.

¿Este número de móvil sabes de quién es? Llamó cada dos o tres días –preguntó Marina posando una esmaltada uña bajo el número indicado.

Ese no cuenta, es mi teléfono. Aquí hay otros tres que se repitieron varias veces. Todas líneas fijas.

Marina extrajo su terminal del interior de su bolso. Sin dilación, marcó el primero de los tres números indicados por Xavi.

Este no creo que nos sirva. Es de Amnistía Internacional, el número de la centralita. A lo mejor su amigo trabaja allí, luego lo vemos –comentó Marina mientras volvía a marcar en su móvil–. El colegio, me ha contestado el conserje.

El tema de sus compañeros ya lo investigué yo. Solo tiene amistad con una tal Amparo. Hablé con ella y dice que no se relacionó con ningún profesor en Febrero ni en Marzo.

En el tercero me ha contestado un chico muy simpático y me ha dicho que era la Casa Profesa o algo así. Me ha dado vergüenza preguntarle qué leches era eso –dijo mientras se limpiaba una gota de café de sus carnosos labios.

Te la iba a limpiar yo. No me has dado tiempo.

¿Cómo me la ibas a limpiar? –preguntó la mujer acercando mucho el rostro al del muchacho.

Hay varias técnicas, pero mi preferida es esta… –el joven acercó su propia boca a la de Marina y haciendo que aflorara su lengua, intentó lamer el labio inferior de la mujer. Ella, anticipando el movimiento de Xavi, retiró velozmente el rostro.

Me… me voy… a tener que andar con cuidado contigo. Vaya con el niño –la mujer había enrojecido visiblemente ante la osada acción del hijo de su amiga.

Si te parece bien podríamos ir a tu casa. Podemos investigar eso de la casa esa en internet –el joven disparó seguro de que la bala daría en el objetivo.

No sería muy adecuado que una mujer mayor lleve a jovencitos a su piso. Los vecinos podrían hablar.

Podemos ir a mi casa, pero a lo mejor a mi madre no le parece buena idea que investiguemos sus llamadas recibidas –dijo Xavi sonriendo de manera seductora, al tiempo que extendía la mano hacia Marina–. Además, no pareces de esas a las que les importa la opinión de los vecinos.

Vale, pero lo miramos y te marchas. No quiero líos.

A una cola me invitarás ¿no?

----*

El padre Damián, ayudante del contable de la Casa Profesa, se deslizó dentro del despacho con su acostumbrado sigilo. Javier Arteaga, con cara de frustración, daba suaves golpecitos a un vetusto ordenador personal.

Alguien desea verle, padre –dijo en voz baja el circunspecto religioso.

Bien, hágale pasar –respondió con indiferencia mientras aporreaba con insistencia las teclas de la computadora.

Un joven alto, completamente desconocido para Javier, entró en el reducido despacho. Arteaga supo, nada más mirarle a los ojos, de quién se trataba. Aquel azul verdoso era inconfundible.

Usted dirá, joven –comenzó el religioso marcando la distancia.

Xavi aguardó de pie, observando fijamente al padre Arteaga. Tras unos segundos, esbozó un leve gesto de asentimiento como si no le desagradara lo que veía. Sin que nadie le invitara, se decidió a tomar asiento.

Verá, creo que usted es íntimo amigo de mi madre. Pelo castaño en media melenita, mediana edad, ojos azul verdosos y responde al nombre de Elena.

Conozco a su madre desde hace cuarenta y cinco años. Primero cuidé de ella, luego la eduqué, más tarde fuimos amigos y luego estuvimos muchos años separados.

¿Y ahora?

Ahora, parece que hubiera sido mejor que no retomara nuestra amistad. Creo que la he herido.

Por lo menos es sincero. ¿Tiene pensado hacer algo?

Mire hijo, Dios nos dice que nos amemos los unos a los otros. Es el motor que mueve las grandes obras, obras que están por encima de las personas, de los sentimientos individuales. Cuando uno decide servir a Dios, también se compromete a servir a sus hijos y para Él, todos somos igual de importantes.

Bonito discurso. No comprendo bien por qué la dedicación a su Dios es excluyente con dedicarle algo de tiempo a mi madre, si realmente la quiere como así creo.

Tengo en gran estima a su madre y estaría encantado de dedicarle todo el tiempo que pudiera. Dentro de la comunidad cristiana todos intentamos hacer que los demás se sientan a gusto –Javier intentaba por todos los medios protegerse de sus propios sentimientos.

Veo que voy a tener que hablar más clarito. Ustedes tienden a hablar con circunloquios y así no llegamos a ninguna parte –Xavi comenzaba a impacientarse con aquel esquivo individuo. En un primer instante, su apariencia le había resultado agradable y había pensado inocentemente que todo saldría bien. Ahora, ante aquella terquedad, deseaba que hubiera sido Marina la que estuviera allí–. Mi madre le quiere. Pero no le quiere como a un asesor espiritual, no. Tampoco le quiere como a un padre ni como a un hermano. No, le quiere como a un hombre. ¿Sabe lo que eso significa? Besos, abrazos, mimos. Esas cosas que hacemos la gente que no somos tan rectos ni tan puros como ustedes.

Javier esperaba el ataque del joven, aunque no hubiera pensado nunca que este fuera tan directo ni tan brusco. Requirió de unos segundos para idear una estrategia que le permitiera huir de aquella situación tan incómoda.

Me aflige tremendamente que su madre haya malinterpretado mis desvelos y mis atenciones para con ella. Por supuesto que la tengo en gran estima, pero un religioso quiere a todos y cada una de las personas a las que sirve –la noticia de que su pequeña lo amaba le noqueó. Ignoraba si era una percepción de aquel joven o realmente el corazón de Elena latía por él, y el suyo, ¿latía por ella?

Pensé que mi madre me habría puesto el nombre de alguien con un par de pelotas, pero veo que tan solo sabe huir y esconder la cabeza. Si no siente lo mismo por mi madre, dígaselo y no enrede con su servilismo. Si le corresponde, tiene un marrón importante por delante. Tan solo espero que tenga valor para lo que deba o desee hacer.

Xavi se alzó de la silla, dispuesto a marcharse por donde había venido. Dos meses de investigación junto a Marina para intentar descubrir quién era el amor de Elena. Un mes más para saber cuanto pudieron, de la relación que habían mantenido en el pasado Javier y Elena. Aquel verano de trabajo en equipo, había sido sumamente agradable para Marina y Xavi aunque nunca perdieron de vista el objetivo principal. Ahora el joven veía tirado a la basura todo el trabajo previo.

Escucha, Xavier. Llevo treinta años preguntándome qué siento por Elena. Créeme que para una persona consagrada a los demás no es fácil dar respuesta a estos sentimientos.

Mire, conozco a mi madre perfectamente. Sé que si le hubiera dicho que no sentía lo mismo por ella, no estaría dolida. Si mi padre le hubiera dicho que no la deseaba, que no la quería, no hubiera sido un problema. Que la engañen es lo que le duele. Dígale lo que realmente siente, pero no intente mentirle. Si la quiere como ella le quiere, no le diga chorradas del estilo que me ha dicho a mí porque la joderá y ya está bastante jodida. Sea franco y no se oculte.

Javier se quedó meditabundo después de que la puerta se cerrara. “Necesito unos ejercicios espirituales. La mentira no conduce a ninguna parte, pero, ¿cómo decir la verdad cuando esta no se conoce? ¿Y si se conoce? ¿Es mejor dañar al prójimo, al que se desea proteger de todo perjuicio, u

o

cultarle la dolorosa verdad?”, los pensamientos del padre fluctuaban entre el civismo más mundano y los dogmas más elevados.

----*

Aún no me creo que me hayas invitado a cenar –dijo Elena, tomando asiento en una de las mesas del lujoso restaurante.

Ya te lo he dicho. Era un cupón de Internet y si no traía a nadie se me caducaba. Además, ¿tan raro resulta que quiera invitar a cenar a la madre más guapa del mundo?

Si en los postres no me piensas pedir que te compre el coche, lo cierto que sí resultará raro.

La cena discurrió de manera exquisita. Elena se sorprendió por la capacidad de conversar de su hijo. No solo resultaba simpático y ocurrente sino que también era una persona empática y comprensiva. Hablaron de la facultad, del trabajo de ella, de sus respectivas amistades, de viajes y de pequeñas trivialidades del día a día entre ambos. Elena veía por primera vez a su pequeño niño como todo un hombre y un hombre muy simpático.

Por cierto, me gustaría que me contases qué os lleváis entre manos Marina y tú –solicitó Elena, al tiempo que un plato con profiteroles era depositado frente a ella.

Nada raro, solo somos amantes.

Elena miró atónita a su hijo. El envaramiento inicial dejó paso a una sonrisa insinuada y después a una amplia carcajada. Las risas de Elena cesaron cuando advirtió que la mirada de su hijo continuaba clavada en ella de manera impertérrita.

¿Me lo estás diciendo en serio? –preguntó ella tragando saliva con dificultad.

¿Hay algún problema?

Bueno… pues… lo cierto… hay una diferencia de edad… además es mi amiga…

Sí, soy consciente de la diferencia de edad. De momento tan solo somos amantes. Si llegásemos a enamorarnos imagino que la diferencia de edad no tendría demasiada importancia. Con respecto a que sea tu amiga, no veo el menor inconveniente.

Elena pensaba a toda velocidad, intentando encontrar un motivo contundente por el que aquellos dos no pudieran ser amantes. ¿Demasiado joven Xavi?, ¿Debía centrarse en los estudios?, ¿era mejor que saliera con chicas de su edad?

¿Cuánto tiempo lleváis? –fue lo único que atinó a preguntar.

Algo más de tres meses. Pregunta cuanto desees. No tengo reparos en hablarte sobre mi vida amorosa. Confiamos el uno en el otro ¿no? –preguntó con un inconfundible tono de sarcasmo.

¿Insinúas algo? –a Elena las palabras de su hijo le despertaron cierto resquemor. Demasiado tarde pensó que no debería haber hecho aquella pregunta.

No insinúo nada. Imagino que no es fácil hablar a un hijo de tus amoríos. Tienes todo el derecho a seguir viéndome como a tu pequeño niño, pero me hubiera gustado mucho que compartieras conmigo tus inquietudes sentimentales.

Bueno, aquello ya pasó. Fue un momento de debilidad –Elena esperaba poder zanjar la cuestión sin dar mayores explicaciones.

Treinta años enamorada del mismo hombre. Para ser un momento de debilidad ha durado demasiado.

No comprendo de qué me hablas –dijo ella intentando mostrarse tranquila e indiferente.

Pues te hablo mamá, de cierto cura jesuita. Tipo simpático aunque un poco cagón.

Voy… voy un momento al baño –las alarmas se encendieron todas al mismo tiempo. Elena buscaba desesperada una salida que no encontraba. Aquello tan solo sería postergar lo inevitable pero lo necesitaba.

Disculpa si te he violentado. Estábamos preocupados por ti y decidimos investigar un poco –dijo Xavi aferrando la mano de su madre antes de que esta huyera al aseo.

¿Estábamos?

Marina y yo. Así es como nos conocimos y comenzó lo nuestro. No queremos juzgaros a ninguno de los dos, tan solo queremos que seas feliz, sola o acompañada, pero no queremos verte como los últimos meses.

Bueno… ahora que lo sabes… entenderás que no era fácil de contar… –Elena había inspirado con fuerza para afrontar aquel complejo trance.

¿Por qué?, ¿Porque os lleváis quince años?, ¿Porque ha hecho un voto

de castidad?, o porque sois como críos que no os sinceráis y os decís de una vez lo que sentís.

Posiblemente tengas razón. Deberíamos haber sido más sinceros el uno con el otro. Ahora ya es tarde. En ocasiones, buscando protegerte, levantas un muro tan alto que te aterra salir al exterior.

¡Por favor mamá! Eres una mujer adulta, has peleado durante toda tu vida para salir adelante sin tener a nadie que te facilitara las cosas. Sin padres, sin abuelos, sin hermanos, sin un marido que te respetara y sabes, siempre me he sentido orgulloso de ti porque jamás te rendiste.

Para qué necesito yo más hombre que tú –dijo Elena besando tiernamente la mejilla de su hijo.

Vale. Si estás dispuesta a compartirme con Marina, yo puedo hacer un esfuerzo. Tienes poco pecho para mi gusto, pero por ser mi madre haré una excepción. Además de culo no andas nada mal.

¡Capullo! –Elena golpeó suavemente el hombro de su hijo.

¿Le quieres mucho? –preguntó Xavi retomando una actitud más seria y confidencial.

Elena hacía tiempo que no lo pasaba tan bien. Entendía perfectamente que Marina se hubiera liado con su hijo. Se había convertido, sin ella darse cuenta, en un hombre encantador. Hablaron durante largas horas, en las que se mezclaron copas, risas y confesiones.

Una rejuvenecida vitalidad henchía el cuerpo de la madura mujer. Se sentía feliz. Había encontrado un amigo y se había quitado una pesada losa de encima. Llevaba treinta años guardando celosamente sus sentimientos. Jamás había abierto su corazón como lo había hecho aquella noche con su nuevo camarada. Los momentos de congoja etílica y de euforia descontrolada se sucedieron, aligerando a cada momento la pesada carga que durante tanto tiempo le había lastrado.

El alba les descubrió entrando en la vivienda unifamiliar. Xavi había bebido moderadamente y su fuerte constitución había ayudado para asimilar bastante bien el alcohol. El joven sujetaba de la cintura a una bamboleante Elena, la cual tenía serias dificultades para poder poner un pie detrás del otro.

Haciendo gala de caballerosidad, el joven tomó el cuerpo exánime de su madre en sus propios brazos y la subió hasta el dormitorio principal de la primera planta.

Con delicadeza, la recostó sobre el colchón mientras buscaba debajo de la almohada el veraniego pijama de su madre. Comenzó por despojarla de los finos pantys. A pesar del calor de mediados de septiembre, la gelidez de sus pies era increíble. Unas lentas friegas entibiaron la suave piel de estos.

Con el pantaloncito del pijama colocado, el joven retiró la blusa del laxo cuerpo. Debajo de esta, tan solo quedaba el negro sujetador de encaje. A Xavi le divertía cuidar a su madre como si fuera una niña pequeña.

Ahora era él quien desvestía a su madre, quien la arropaba para que durmiera la mona. “No tan niña”, pensó el muchacho observando los pechos recién liberados de su sostén. Con suma delicadeza, reclinó el cuerpo hasta apoyar su espalda sobre el colchón. Mientras preparaba la parte superior del pijama, el joven no pudo dejar de observar las tetas de su madre. “Para tener cincuenta tacos no están nada mal”, se dijo mientras, temeroso, posaba una mano tiernamente sobre la mórbida carne. No pudo evitar masajear levemente aquel seno sobre el que su rostro había descansado tantas veces tras ser amamantado. Con aquel pensamiento en la cabeza, Xavi se reclinó lentamente hasta posar sus labios sobre el sedoso pezón, el cual se endureció de inmediato. Con un creciente sentimiento de angustia, el joven alzó la boca dirigiéndose al rostro de su madre. Delicadamente, besó la frente de Elena, tras lo cual, colocó con premura el suéter del pijama.

Cuánto te quiero”, se dijo Xavi observando el plácido dormir de su madre. Desterrando la fugaz lujuria que le había dominado, introdujo a la mujer bajo el cobertor haciendo él lo mismo tras unos instantes. Hacía más de diez años que no dormían juntos. Había sido uno de los consuelos de Elena tras la separación y si entonces sirvió de algo, Xavi esperaba que ahora también la pudiera animar. Con esta idea en su mente, el joven abrazó por la espalda la cintura de su madre, cubriendo con su largo cuerpo la totalidad del dorso femenino.

----*

Hacía tiempo que Elena no se sentía tan radiante. La revelación de su nueva relación con su hijo y la paz interior que se había instalado en su corazón tras abrirlo de par en par, la tenían flotando. Tras aquella primera noche, la relación con Xavi se transformó poco a poco. Cada día eran más las veces que su hijo la llamaba para preocuparse por ella. Se sucedían las bromas y los mimos inocentes. Era como tener una pareja que la atendía y la cuidaba.

Elena decidió quedar con Marina para tratar el tema. No albergaba ningún tipo de rencor contra su amiga aunque distaba de asumir la relación como normal. Le tranquilizó sobremanera percibir que la actitud de Marina ante la relación era la misma que la de Xavi. Tan solo eran amantes y no deseaban mayores compromisos.

Eh, pues es un amante sensacional. Lástima que no puedas catarlo –dijo Marina tras uno de los comentarios de su amiga.

Serás bruta.

No, mujer, te lo digo totalmente enserio. Aunque ahora estés muy feliz con tu relación con Xavi, necesitas alguien que te coma tu cosita.

¡Marina!

¿No te apetece pasear de la mano de alguien?, ¿recibir sus caricias?, ¿afrontar el futuro junto a esa persona?, tía, lo tienes ahí. Tan solo debes echarle un par de ovarios y agarrarle de las pelotas.

¿Sinceramente?, me aterra.

Entiendo que ahora estés maravillosamente bien con tu hijo. No hace falta que me recuerdes que es un encanto, pero él no va a estar ahí toda la vida para ti. Además no te lo puedes tirar.

¡Marina!, no seas bruta –en el fondo Elena sabía que su amiga estaba en lo cierto. Aquellas semanas recibiendo el afecto de su hijo le habían dado la energía y la confianza para afrontar aquel difícil trance, debía dar aquel paso.

Vamos, no me digas que no merecería la pena intentarlo. Dormir abrazadita por alguien al que quieres, desayunar juntos, despertar con un beso, hacer el amor como si no hubiera un mañana. ¡Venga!, no lo pienses e inténtalo. Si no sale bien, le diremos a Xavi que te busque un amigo. No sabes la marcha que te da un chaval de veinte años.

----*

El mejor sitio posible para aquella cita era los Jardines del Turia. Tantas tardes de domingo paseando por sus ajardinadas veredas, sentados en su césped hablando de los más diversos temas. Elena se sorprendió cuando Javier propuso el lugar. Ella también lo había pensado, con la oculta intención de evocar aquellos años tan felices, pero no había esperado que fuera él el que tomase la iniciativa.

Javier estaba igual que casi hacía medio año. Tan solo su coleta había desaparecido, dejando lugar a un corte moderno y juvenil. Su cabello y su perilla seguían siendo completamente blancas, algo que en el fondo le gustaba a Elena.

Hola –saludó el hombre cuando se encontró a la altura de Elena–. Hoy eres tú quien esperas. Siento haber llegado tarde.

Soy yo quien ha llegado tarde –dijo Elena, comenzando a caminar en dirección al mar–. Concretamente treinta años tarde.

No comprendo –el padre Arteaga intentaba hacerse el ignorante.

Demasiado bien comprendes. Creo que ha llegado la hora de que seamos sinceros el uno con el otro.

Te escucho –dijo serenamente el hombre.

Quiero decirte lo que debería haberte dicho antes de que te fueras –Elena se detuvo y clavó sus ojos glaucos en los del hombre–. Te amo.

Yo…

Déjame continuar. Te amo y no como una amiga a un amigo, no como una hermana a su hermano mayor. Te amo como una mujer ama a un hombre. Con el secreto deseo de que un día me beses, me abraces, me hagas el amor –la voz de Elena se quebró, ante la aparición de las primeras lágrimas.

La mirada de la mujer descendió hasta fijarse en el suelo. Lo había dicho, le había costado trabajo pero por fin lo había hecho. Aguardó con miedo la respuesta de Javier, escuchando el retumbar de los latidos de su corazón. Ni siquiera se atrevía a mirarle a la cara.

¿Sabes? Lo mejor de ser ordenado es que el resto de tu vida queda pautada. No debes afrontar complejas decisiones, no debes pelear por la aceptación de la gente, ni siquiera por un trabajo. Sientes que todas las dificultades que entraña una vida las has dejado muy atrás –el padre comenzó a caminar lentamente, con la mirada fija en el frente, al tiempo que, por el rabillo del ojo, observaba cómo Elena se abrazaba a sí misma y le seguía.

Debe ser reconfortante. En ocasiones el simple hecho de vivir da miedo.

Sí, ese miedo es lo que intenté eliminar de mi camino. Podría ayudar a otros sin el pavor al fracaso, sin el sentimiento de abandono, pues tenía una nueva familia que estaría conmigo siempre –Javier cruzó un brazo por la espalda de Elena y apoyó una mano sobre el hombro continuando con la explicación–: Toda aquella tranquilidad se truncó cuando entraste en la universidad. De repente una nueva llamada de Dios se escuchaba en mi corazón. Dudé, dudé durante mucho tiempo. No sabía si el Señor quería que tomase aquella nueva senda o que continuara por el camino inicial. Todo me daba miedo. La certidumbre que me había proporcionado la orden se diluía y me sentí aterrado.

¿Qué senda? –preguntó Elena con los ojos vidriosos.

El camino del amor carnal, del matrimonio y la familia. Dudé mucho, Elena. En mi corazón nacieron terribles angustias. Debía seguir a Dios como hasta aquel momento o debía reconocer a mí mismo y a la sociedad el amor que sentía por ti.

¿Me querías? –preguntó ella deteniéndose al tiempo que se giraba hacia Javier con desconcierto en la mirada.

Claro que te quería. Pensaba en ti a todas horas. Deseaba crear una familia contigo –el abrazo del hombre se hizo más intenso, logrando que Elena apoyara su cabeza sobre su pecho.

¿Y?

Mis superiores me aconsejaron que no lo hiciera. Lo pensé durante mucho tiempo y llegué a la conclusión

de

que tenían razón. Con la decisión tomada, no tuve valor para permanecer cerca de ti, por lo que huí lejos buscando el olvido.

¿Tenían razón? –un susurro se escuchó amortiguado por el pecho del sacerdote. Elena se refugiaba en el protector abrazo como una niña asustada.

Sí, Elena. Yo te había educado, te había cuidado, había sido tu padre y tu madre. Nunca podríamos tener una relación en igualdad de condiciones. Yo había sido el único hombre importante en tu vida. Debía darte libertad para que afrontases tu propio futuro. ¿Qué tipo de matrimonio hubiéramos sido?, ¿Habrías sido capaz de mirarme con objetividad? Emocionalmente hubiera sido como si un padre se casara con su hija.

Comprendo, me jode pero comprendo.

Y ahora ya ves. Aquella primera fase queda ya muy lejos, Apenas nos conocemos. Han pasado muchos años y hemos cambiado profundamente. ¿Te sigo queriendo? Pienso que siempre lo haré, aunque creo que me he hecho demasiado viejo para cambiar mis manías, demasiado celoso de mí mismo para darme profundamente a alguien.

Y por supuesto no tienes intención ni ganas de intentarlo –dijo Elena, separando su cabeza del pecho del padre Arteaga.

Cuando algo no se conoce es más sencillo dominar la tentación y continuar con las rutinas de siempre.

Claro, claro, no vaya a ser que algo haga tambalearse esos muros que has construido a tu alrededor.

No discutamos, Elena, por favor. Tengo miedo, mucho más miedo del que puedas imaginar.

Realmente, Elena vio el miedo reflejado en los ojos del hombre. Estaba indefenso ante aquella situación novedosa para él. “No lo entiendo. Si realmente me sigue queriendo, si desea algo, ¿por qué no da el último paso?”, se preguntaba la mujer comenzando a irritarse. Lentamente, muy lentamente, como si emergiera de las profundidades de su consciencia, la luz se fue haciendo en la abotargada mente de Elena. “¡Es un niño!, por más que sea muy sabio, por más que haya dirigido grandes grupos de personas, por más que tenga sesenta y cinco años, ¡es un niño! Está esperando que yo tire de él.”, se dijo la mujer, admitiendo la revelación.

Creo que deberíamos hablar de esto en un lugar más acogedor –dijo Elena, tras besar tiernamente la encallecida mano que le había estado sujetando el hombro.

Sin esperar respuesta del padre, aferró la mano con la suya y tiró de él hacia su propio coche. Javier observaba, entre divertido y atemorizado, las maniobras de Elena. Realmente deseaba intentarlo. Había hablado con Dios y a Él también le había parecido buena idea. Aguardaría, si todo salía bien, el final de sus días disfrutando del mayor don que su Señor le podía ofrecer: el amor. Había disfrutado de muchísima felicidad durante toda su vida pero ahora cabía trocar aquel afecto al prójimo, a las buenas obras, en un amor hacia quien le había aguardado con tanta paciencia.

Elena conducía con la vista fija en la carretera, mordiéndose el labio inferior. Debía calmar el millar de mariposas que revoloteaban en su estómago. Debía mantener la cabeza fría para que nada fallase y Javier se pudiera asustar. Aparcó delante de la entrada a la casa. No quería perder tiempo guardando el coche en el garaje.

Cuando ambos se encontraron en el comedor, se miraron sin saber muy bien qué hacer. Elena fue la que dio el primer paso, abriendo los brazos como una oferta amistosa. No tardó en Acercarse el padre Arteaga. Él la apretó contra su pecho, permitiendo que ambos cuerpos se uniesen en un fuerte lazo, que hubiera aguardado muchos años para cerrarse en torno a ellos.

Javier acarició el cabello de ella, imaginando que era una caricia apropiada. Elena, más osada, acarició la afeitada mejilla de él, mientras podía sentir los fuertes latidos de aquel corazón, por el que había suspirado tanto tiempo. Tras su mano llegaron sus labios que besaron dulcemente la suave piel. La boca delineó la quijada y el barbado mentón.

Él ni siquiera respiraba, anticipando lo que proseguiría tras su barbilla. Los cautelosos labios de Elena ascendieron delicadamente hasta alcanzar la boca. Rodearon esta, cubriendo de rápidos y ligeros besos todo el esponjoso vello que circundaba sus labios. Javier se sentía petrificado, su cuerpo no respondía y su mente estaba abotargada.

La mujer aguardó pacientemente hasta que él, tímidamente, respondió a las caricias. Elena ofreció su propia boca al tiempo que buscaba ansiosa la del hombre. Ambas se encontraron y se degustaron. Los labios se acoplaron como si estuvieran hechos los unos para los otros. La lengua femenina investigó en el interior de la calidez masculina. Javier no tardó en adquirir destreza en aquel húmedo juego. Al poco tiempo, se desenvolvía como pez en el agua dentro de la boca de Elena. Parecía que hubiera esperado una eternidad para poner en práctica aquellos conocimientos innatos.

Cientos de sensaciones diferentes se alternaban rápidamente en los cuerpos y en las almas de los dos enamorados. Temor, ansiedad, deseo, amor, inseguridad. Las manos que se habían limitado a cerrar el lazo entre los dos, comenzaron un lento baile por los cuerpos ajenos. Las de ella, bajo el suéter masculino, acariciaban la fornida espalda, sintiendo bajo la yema de sus dedos aquella cálida y tersa piel. Las manos de Javier acariciaban igualmente la espalda de Elena aunque él lo hacía por encima de la ropa. Tuvo que ser la propia Elena, quien aferrando una mano del padre, la llevara a su propio trasero.

Puede tocar cuanto desee, padre. Soy toda entera para usted –aquel tratamiento formal hizo reír al hombre que a pesar de todo no soltaba la nalga que tenía aferrada.

No se parece demasiado a aquel trasero que enjabonaba cuando tenías ocho años –el padre amasaba lentamente el glúteo que tenía entre sus dedos, perdiendo poco a poco los iniciales reparos.

Si desea enjabonarme, yo por mí encantada –Elena desabrochó sus pantalones, forzando a que el jesuita introdujera su mano bajo la prenda.

Los nervios de Javier estaban al borde del colapso. Todo aquello le parecía tan irreal y al mismo tiempo tan rotundamente cierto. Percibía la sedosidad de las bragas de Elena en las yemas de sus dedos, pero aquellas manos no parecían suyas. Eran de otra persona que él no conocía aún, pero a la cual no le iba a cerrar las puertas. Los labios y las lenguas continuaban danzando acompasadamente. Las manos de ella estiraron del jersey hasta dejar desnudo el torso del padre. Ahora los labios descendieron hacia la nuez de Adán. Dedicaron atenciones a las clavículas y de nuevo al cuello. Cada nuevo beso era más cálido que el anterior, cada nuevo lametón era más lúbrico que el precedente y cada nuevo mordisco era más apasionado que el previo.

Con torpeza y timidez, Javier tiró del suéter de Elena hacia arriba. El jesuita no demostraba mucha pericia desnudando a una mujer, por lo que ella tuvo que ayudar en la tarea.

Retrocedió un paso para que él pudiera observarla a placer. Su busto quedaba tan solo cubierto por un fino sujetador blanco, en el que se translucían los erectos pezones. Tras unos instantes en los que el padre Arteaga parecía abducido, ella misma aferró la mano del hombre llevándola sobre su seno izquierdo.

--¿Lo sientes?

Es… es gracioso… pero nunca hubiera imaginado que fuera tan… tan…

¿Agradable? –Terminó interrogativamente la frase de su extutor, al tiempo que deslizaba el sostén brazos abajo mostrando sus tetas en completa desnudez–. Toca los pezones. Ya verás cómo

son muy agradecidos.

El hombre seguía las instrucciones de Elena como si fuera un autómata o como si estuviera en trance. Torpemente, con las yemas de los índices, rozó cada una de las sensibles guindas de aquellos suculentos pasteles.

Así no. Déjame que te enseñe –corrigió ella con tono maternal.

Hizo que el hombre sujetase los pechos con las palmas y los cuatro dedos. Luego indicó cómo debía rotar y presionar los pezones con sus pulgares. Habilidoso y despierto como era, Javier no tardó en dominar la técnica, arrancando tenues suspiros de los labios de Elena. Ella se dedicaba en aquellos momentos a acariciar la creciente entrepierna masculina. Podía sentir en sus dedos y en la palma de su mano cómo la virilidad crecía constantemente. Percibía a través del pantalón la fuerza y el poder de aquella herramienta.

Con ágiles dedos, Elena desabrochó el pantalón del hombre, permitiendo que este se deslizara hasta sus rodillas. Pudo palpar más claramente la dureza de aquella carne palpitante.

Bonitos calzoncillos –dijo Elena, observando los boxer con dibujos de Bart Simpson.

Sí… –fue todo lo que atinó a pronunciar el absorto religioso, mientras sentía que el vacío de su estómago se acumulaba en su entrepierna.

Elena se acercó de nuevo a su ansiado amor. Retornó a los besos en el cuello, en las clavículas, en los hombros. Descendió, cubriendo con su boca los diminutos pezones masculinos y el lampiño pecho. Javier acariciaba lentamente la media melena de la mujer, sin saber muy bien qué más hacer con las manos.

Al mismo tiempo que la boca alcanzaba el aún plano vientre, las hábiles manos aferraron el elástico de los boxer, haciendo descender estos muslos abajo. El jesuita no pudo reprimir un escalofrío de pudor. Era la primera vez que mostraba sus genitales a una mujer. Elena descendió lentamente, introduciendo su lúbrica lengua en el ombligo. Continuó camino, delineando la línea alba hasta llegar al ensortijado pubis.

Vaya. Aquí abajo no tienes ni una cana –se rió la mujer acuclillada delante de la entrepierna del hombre.

Con una mano, agarró el tallo estirando ligeramente de la piel de este. El prepucio se retrajo mostrando la purpúrea cabeza del glande más apetecible del mundo para Elena.

Un súbito cosquilleo recorrió la espalda de Javier cuando sintió sobre su miembro las resbaladizas atenciones de la boca de Elena. Ella observaba divertida las múltiples reacciones del hombre. Su tórax se hinchaba a intervalos rápidos buscando aire con desesperación. Sus ojos desorbitados pugnaban por abandonar las cuencas y su boca entreabierta era la viva estampa del desconcierto.

No pudo saborear mucho tiempo aquella dura carne. Elena temía que sus atenciones desembocaran en una temprana explosión. Con deliberada lentitud, recorrió el camino inverso al que le había conducido hasta el miembro masculino. Besó aquella sorprendida boca, la cual no dudó en cerrarse sobre los empapados labios de Elena.

¿Ya tienes elementos para juzgar? –preguntó coqueta mientras enlazaba los brazos tras la nuca del hombre.

Aquellas sensaciones se habían representado muchas noches en su enfermiza mente. ¿Cómo sería tocarla?, ¿cómo besarla? Cada película romántica, cada novela, le evocaba a aquella joven que había dejado abandonada en España.

Por toda respuesta, él tragó saliva ruidosamente. La presión de los senos desnudos sobre su pecho le estaba produciendo unos calores que lo tenían aturdido, incluso era capaz de sentir en su propia piel los pétreos pezones de su querida Elena. Ella volvió a tomar la iniciativa, aferrando la mano del hombre y encaminándose hacia el gran sofá que presidía el salón. Hizo que el religioso se sentase sobre el mullido sillón a la espera de que ella decidiera qué venía a continuación.

El pantalón de Elena ya estaba desabrochado, por lo que deslizarlo por sus muslos fue rápido y sencillo. Unas suaves braguitas era cuanta vestimenta portaba la mujer sobre su cuerpo.

El último paso lo debe dar usted, padre. Yo me planto aquí. Si considera que sobra algo de ropa quítela usted –la sonrisa pícara de Elena iluminaba su alegre rostro.

Las indecisas manos se acercaron trémulas hasta la carne de las caderas. Acariciaron con dedos torpes todo el contorno del elástico de la prenda íntima. Los dedos de la mujer jugueteaban traviesos con las orejas y la nuca del atormentado jesuita. Finalmente, tras una intensa inhalación, los dedos se engarfiaron en la goma de las braguitas, estirando de estas hasta lograr que descendieran por los muslos. Frente a la mirada de Javier se mostró impúdicamente el triángulo, de rizado vello, que servía de unión entre los dos muslos. No era la primera entrepierna femenina que veía, pero sí la primera en vivo y en directo de una mujer adulta. Cuántas veces había visto a aquella chiquilla desnuda, sin pensar en que de mayor se convertiría en su tormento. Con delicadeza, las yemas de los dedos acariciaron el tupido terciopelo del pubis. Rodearon los labios mayores como si inspeccionaran la zona.

¿Confías en mí? –preguntó tiernamente Elena.

¿Cuántas veces me habrás preguntado lo mismo?

Y tú siempre respondías lo mismo. “No me fío de ti ni un pelo” –La mujer había tomado asiento a horcajadas sobre los muslos del hombre.

Confío tanto que te doy todo cuanto soy –respondió Javier bordeando con un dedo el rostro de Elena.

Ella, intentando controlar sus emociones se abrazó al hombre ocultando sus vidriosos ojos de la mirada de él. Al poco tiempo, para quitar dramatismo a la situación, mordió juguetona el índice que le acariciaba, aprovechando para succionarlo con lascivia. Sin soltar su presa rodeó el cuello del padre con un brazo mientras el otro se adentraba entre los vientres. Con un ligero impulso de las rodillas y la ayuda de la precisa mano, el glande apuntó certeramente a la entrada de la cálida gruta.

Elena se dejó caer con toda la lentitud que la fuerza de sus piernas le permitió. Mirando fijamente los oscuros ojos de Javier, observaba las reacciones que cada milímetro de penetración provocaba en el aturdido hombre. Finalmente, la deliciosa tortura llegó a su final y las nalgas de la mujer reposaron sobre las caderas masculinas.

¡Te tengo dentro de mí! –gritó Elena al tiempo que agarraba las orejas del jesuita plantándole un sonoro beso en la boca.

La alegría y alborozo de la mujer se contagiaron al hombre que rio con ganas ante la efusiva reacción de ella. Las sensaciones experimentadas por Javier no se parecían a nada que hubiera vivido antes. Por supuesto que había tenido sueños húmedos, pero ni siquiera en aquellos había sentido algo similar. La emoción de estar dentro del cuerpo de su amada era indescriptible. Nunca en su larga vida había sentido algo con tanta intensidad. Aquel era el mayor regalo que había recibido del Señor.

La cadenciosa elevación de las caderas femeninas despertaba cientos de sensaciones desconocidas para el inmaculado cuerpo del jesuita. Este reaccionaba de manera autónoma como si no requiriera de las órdenes de su propietario. Las manos masajeaban las nalgas femeninas como si fuera algo a lo que estaban completamente acostumbradas. La boca, ávida de besos, buscaba los labios femeninos como si en tan poco tiempo ya se hubiera vuelto adicta al néctar destilado por aquellos.

La calidez que envolvía su miembro le transportaba a cada roce a cotas de placer inimaginables para el hombre. Tantos años aguardando, recibían en aquel instante su anhelada recompensa.

Repentinamente, el cuerpo de Elena se crispó por completo. Su vientre se tensó, los brazos atenazaron con fuerza el cuello masculino y de lo más profundo de su garganta brotó un gemido de liberación. Treinta años de espera se condensaron en el orgasmo más brutal que hubiera sentido jamás.

Javier, ante aquella manifestación de placer, no pudo retener más el suyo propio y se dejó llevar, alcanzando la gloria. Le abrumaron las desconocidas sensaciones puramente físicas. El calor emanado por la piel de Elena, el abrigo de la húmeda gruta femenina, la lubricidad y ardor de los besos. Lo que más profundamente penetró en el alma del maduro sacerdote fueron las sensaciones observadas en su querida niña. El suave jadeo de su garganta, la mirada vidriosa, el rubor de las mejillas, la intensidad de los abrazos femeninos, le llevaron al convencimiento de que aquella era la máxima expresión del amor entre dos personas.

Las intensas emociones vividas en las últimas horas habían quebrado la resistencia física y mental de la pareja. Elena, recostada sobre el hombro masculino, acariciaba perezosamente la mejilla del hombre. Él deslizaba su mano a lo largo de la espalda de la mujer, desde la nuca de su esbelto cuello hasta las rotundas nalgas que descansaban ahora sobre su propio regazo.

Una repentina humedad en su hombro alertó al padre Arteaga. Con delicadeza, alzó el rostro de Elena sujetándola del mentón. Aquellos singulares ojos glaucos se veían acuosos. Una sucesión de lágrimas recorrían raudas los pómulos en dirección a la barbilla.

No te preocupes. Ya sabes que soy muy llorona –se justificó la mujer, sorbiéndose sonoramente los mocos.

Toda la infancia enseñándote a sonarte los mocos para que no sorbieras y seguimos igual.

Es que tienes que cuidar de mí, si no me descentro y olvido todo lo que me enseñaste.

Pasó un ángel. El silencio se hizo en el salón durante un largo instante. Las miradas transmitían sin palabras cuanto se podían decir dos personas que se amaban. No había lugar para el reproche, para el pasado. Habían aguardado treinta años pero por fin, en aquella tercera fase de sus vidas, estaban juntos.

Te quiero –dijeron los dos al unísono.

La sonrisa fue inmediata por la casualidad de haber hablado a un tiempo. Una dulce laxitud les envolvió. Ella volvió a apoyar la cabeza sobre el hombro de él. Javier cerró los ojos y rememoró el sinfín de emociones y sensaciones experimentadas en las últimas horas. A sus sesenta y cinco años, se sentía más vivo de lo que se había sentido en toda su larga vida.

En aquella postura se los encontró un Xavi que por segundos pudo abortar un grito de saludo a su madre. Con sigilo, desanduvo los pasos dados y volvió a cerrar cuidadosamente la puerta del domicilio. Acababa de ver a su madre, completamente desnuda, montada a horcajadas sobre aquel jesuita y, lo más peculiar de todo, es que una profunda emoción le embargaba. Deseaba tanto ver feliz a su madre. Dibujando una amplia sonrisa, reflexionó sobre lo complejo que podía llegar a ser algo tan sencillo como el amor.