Reencuentro con la perra pródiga (I)
Hacía tiempo que no veía a Paula. Ni siquiera ya vivíamos en la misma ciudad. Nuestra relación de pareja había muerto, pero seguía siendo mi amiga y mi confidente. Me pidió pasar un fin de semana juntos y no podía defraudarla.
I.- Una proposición indecente
Hacía tiempo que no veía a Paula. Ni siquiera ya vivíamos en la misma ciudad. Manteníamos una buena amistad y hablábamos a menudo. No había semana que no nos mandásemos algún correo, pero la distancia nos impedía vernos lo que queríamos. Que lo nuestro no cuajase nunca fue impedimento para que fuésemos más que amigos, confidentes.
En uno de sus correos me decía "el mes que viene me gustaría ir a verte. ¿Cuándo te iría bien?". Como no sabía exactamente el significado de esa frase, no le respondí. Así que cuando volvimos a hablar, le interrogué por sus intenciones.
Me dijo que quería pasar un fin de semana conmigo. Y que yo marcase la fecha. Aplacé la respuesta alegando que tenía que cuadrar mi agenda. Mandé varios emails e hice algunas llamadas y cuando supe cuando se iba a celebrar una fiesta organizada por una pareja de amigos míos, le indiqué la fecha sin aclararle el motivo.
Conozco bien a Paula y creo que sé lo que busca, pese a todo, le pedí confirmación. "Recordar viejos tiempos. Ser tu esclava todo el fin de semana." Esto, que con otras mujeres podría ser un sueño hecho realidad, con Paula era todo un reto. Tenía que sorprenderla, innovar, preparar una gran cantidad de actividades para no darle tregua desde que llegase el viernes hasta que se fuese el lunes.
Aunque hiciese ver que me ceía a mi el dominio esos días, lo que realmente estaba haciendo era esclavizarme a mi. Desde el momento que aceptaba el reto hasta que le dejase en la estación, debía sintonizar mi cuerpo, mis juguetes, mi imaginación, mi creatividad y mis contactos en una coreografía diseñada especialmente para su placer.
Nuna me han asustado los retos y cuando el objetivo es satisfacer a una mujer como Paula, no sólo no me asustaba sino que me motivaba más. Así que me puse a preparar ese fin de semana.
Durante esas cinco semanas fui mandándole correos con las normas: "vendrás en el tren sin bragas", "no puedes traer pantalones", "tu coño tiene que estar perfectamente depilado", "comerás y beberás todo lo que yo te ordene y sólo lo que yo te mande. Esto no se ciñe sólo a alimentos, sino también a fluidos, corporales, y a las partes del cuerpo de hombres y mujeres que yo te indique", "si te presto a otras personas, las obedecerás como a mi mismo"... Cada uno de esos mensajes era respondido por Paula con total libertad. Opinaba y matizaba y yo, de esa manera iba viendo en todo momento el efecto que cada orden causaba en ella.
También recordamos las palabras que usábamos en nuestras sesiones: "verde" para indicar que todo iba bien. "Ambar" o "amarillo" para pedir que cambiásemos de práctica y "rojo" para acabar la sesión. Me recordó también una norma que ella había añadido años atrás: decirme "cabrón" para que fuese más duro. Así que si le estaba azotando las nalgas y la preguntaba "¿de qué color era Rocinante?" y Paula me respondía "verde, cabrón" era porque quería que le golpease más fuerte.
Llegó el día y yo le esperaba en la estación de riguroso negro: gafas de sol, camisa de manga larga, pantalón tejano negro y zapatos a juego. Sólo el rectángulo plateado de la hebilla de mi pantalón rompía la uniformidad monocromo. Bajó Paula del tren con unas estilizadoras sandalias de tacón alto, medias negras y falda oscura con apertura en el muslo iquierdo a juego con la chaqueta, camisa blanca y, tal como le había ordenado, un fular al cuello. El maquillaje nude con un ligerísimo toque de azul en los párpados realzaba su mirada.
Se acercó a besarme los labios y giré la cara para que me besase la mejilla mientras metí mi mano bajo su chaqueta. Cuando comprobé que no llevaba ropa interior y que lo que cubría eran medias y no pantys le premié con un beso en los labios.
Salimos de la estación y fuimos a tomar un zumo. Al entrar en la cafetería le dije "ve al baño y póntelo" entregándole una bolsa que contenía un collar de perra y un huevo vibrador cuyo mando a distancia guardaba en mi bolsillo. Al salir del baño accioné el mando y noté como sentía un escalofrío. Sonreí. Tomamos los zumos y fuimos a cenar.
Tanto en la cena como en el trayecto fui activando el huevo cuando me apetecía. Me divierte ver su cara de viciosa y el sufrimiento de no poder gemir como quisiera. De camino a casa pasamos cerca de un parque. Con tono inocente le pregunté de qué color son sus bragas. Paula, insolente, respondió "no llevo, cabrón", por lo que entramos en el parque y nos sentamos en un banco enfrente a otro en el que cuatro chavales estaban de botellón.
"Levántate la falda y mastúrbate" le ordené. Mientras lo hacía uno de los chicos se dio cuenta y miraba furtivamente. Me acerqué a ellos y les invité a acercarse. Cuando Paula se vio rodeada por mi y por cuatro veinteañeros comenzó a masturbarse con mayor frenesí. "Chúpate un dedo y métetelo en el culo". Cuando lo hizo me puse detrás de ella y le separé la chaqueta para sobarle los pechos.
Viendo que esos tíos se limitaban a mirar y que preferían disfrutar de los porros y la cerveza que de una mamada, cuando Paula tuvo su segundo orgasmo, le dije que se pusiera bien la ropa que nos íbamos. Yendo hacia casa bromeamos sobre cómo había decaído la lascivia de los universitarios.
Ya en mi calle, antes de subir a casa paramos en un bar para tomar un café y seguir jugando con el vibrador. Como ya sólo quedaban dos personas más, pedí otros cafés para hacer tiempo. Se fueron y le dije al dueño del bar, un chino amiguete mío, que bajase la persiana, que le ayudábamos a limpiar.
Cerró al público y sacó un cepillo y un recogedor. se lo di a Paula para que barriese mientras el chino preparaba el cubo y la fregona. "Quítate la falda, no te la vayas a manchar" Le indiqué al chino que se sentase junto a mi para verla mientras limpiaba y me ofreció una cerveza. "No, un agua con gas, que luego tengo que estar al 100% para follarme a esta zorra".
Se sentó a mi lado y le expliqué lo que la perrita llevaba en las entrañas. Él estuvo jugando con el mando a distancia y cuando bromeé sobre el bulto de su pantalón sacó su ridículo micropene amarillo y se masturbó. Paula limpió los restos de la virilidad asiática derramados sobre la mesa, recogió todo y nos subimos a casa.
En mi dormitorio pasé revista a la ropa que llevaba en el maletín. Todo correcto. Después me burlé de que ni los cuatro tíos del parque ni el chino le hubiesen siquiera tocado. "Que afortunada eres de tenerme aquí". "Sí" respondió austeramente. Le crucé la cara de una bofetada. "Sí, Amo, soy una perra afortunada".