Reencuentro (2)

Los días siguientes hubo mucho trabajo. Apenas tenía tiempo para acordarme de lo que había ocurrido, pero cuando eso pasaba, mi excitación llegaba a límites que nunca antes recordaba tan fuertes

Esa noche no me acompañó al hotel.

Los días siguientes hubo mucho trabajo. Apenas tenía tiempo para acordarme de lo que había ocurrido, pero cuando eso pasaba, mi excitación llegaba a límites que nunca antes recordaba tan fuertes.

Sólo quedaban un par de días para que terminásemos el trabajo en la ciudad. Yo no había vuelto a saber nada de Juan desde aquel día, y temía que no volvería a verlo. Un día, estaba arrodillada en el suelo terminando de hacer unos ajustes a uno de los ordenadores que habíamos instalado, cuando un compañero de trabajo me indicó que había alguien en la puerta que me buscaba.

  • ¿Tienes descanso para el café o algo así? – me preguntó Juan.

Lo tenía, y salí con él a una cafetería cercana. Sólo mirarle me ponía a mil.

  • No puedo creer que te vayas a ir ya. He intentado no buscarte. Sólo te pido una cosa. Estos días que te quedan... Sé mía, sólo mía. Después terminarás tu trabajo en la ciudad y no creo que nos veamos más. Me lo debes, Sara.

No pude negarme. Asentí con la cabeza mientras sonreía.

  • Por cierto, ¿eres una monja?

Entonces miré mi ropa. Evidentemente, un pantalón y un jersey de cuello alto no es lo más sexy del mundo.

  • No sabía que vendrías, me puse cómoda.

  • Tienes que volver al trabajo. Pero ahora mismo vas al baño, te quitas la ropa interior y me la das, así me aseguraré de que sientas el resto del día lo perrita que eres.

Volví del baño con el tanga y el sujetador en el bolso. Se lo entregué, y lo guardó.

  • Como sabía que aceptarías, he enviado a tu habitación de hotel la ropa que quiero que lleves esta noche, pasaré a buscarte a las 9. Y no lo olvides, me has dicho que serías mía.

La excitación de mi cuerpo era obvia, y mis pezones erectos se notaban incluso por fuera de mi jersey. Pasé el resto del día trabajando como pude, sin quitarme de la cabeza lo que me esperaría esa noche.

Al llegar al hotel, la recepcionista me entregó un paquete. Me moría por abrirlo, pero subí y me di una ducha primero. Me gustan las sorpresas, y esperé al momento de vestirme para ver qué había preparado Juan.

Cuando abrí la caja me encontré una falda de cuadros pequeñísima, una camisa blanca a la que le faltaban los tres botones de arriba, unas medias y unos zapatos. Había olvidado las veces que me había pedido que me vistiera de colegiala para él. No había ropa interior. Cuando me puse la falda vi que a la más mínima inclinación se me veía todo. La camisa transparentaba visiblemente mis pechos. Un coletero, las medias y los calcetines completaban la vestimenta.

Me puse el abrigo y bajé a la calle a esperar. A las 9 en punto su coche paró delante de mí y me senté en el asiento del acompañante.

  • ¿Yo te he dejado ese abrigo en el paquete? ¿Entras así sin más en el coche de tu dueño?

Me quedé paralizada, no supe contestar. Inmediatamente me quité el abrigo y lo puse en el asiento de atrás, me acerqué hacia él e intenté darle un beso en los labios.

  • No es eso lo que tienes que besar cuando me veas.

Bajé mi cabeza y besé su entrepierna. Me senté bien y él introdujo su mano bajo la falda y después bajo la camisa. Cuando comprobó que todo estaba correcto, me dio un beso en los labios. Arrancó el coche y vi que salíamos de la ciudad.

  • Ni se te ocurra juntar las piernas. Véndate los ojos con este pañuelo, y las manos a la espalda, sin rechistar.

Bajó la ventanilla del coche. Hacía frío, y notaba cómo se metía el aire casi congelado por mi camisa y bajo mi falda. El trayecto duró casi tres cuartos de hora. Noté curvas, rectas, más curvas en la carretera. Y entonces detuvo el coche.

Permanecí sin moverme durante un buen rato. Entonces abrió mi puerta, me quitó el cinturón de seguridad y me pidió que bajase del coche. Noté tierra bajo mis zapatos. Pasó la correa de aquella otra noche alrededor de mi cuello, y tiró de la cadena.

  • Aquí - , dijo.

Subió los brazos, ató las manos a una cuerda y la ató a algo que había por encima de mi cabeza. Entonces me cogió de la cintura, me mordisqueó el cuello, y me quitó la venda. Como suponía, me había atado a la rama de un árbol. Estábamos junto a un río al que habíamos ido alguna vez cuando éramos pareja. Se puso delante de mí, se alejó unos pasos, me miró y dijo:

  • Ahora sí eres mía.

Continuará