Redescubriendo los placeres de autocomplacencia 2
La masturbación se ha convertido en parte fundamental de mi vida, más allá de las frías relaciones con mi marido.
Con el tiempo, la masturbación se ha acomodado en mi día a día. No pierdo la ocasión en que mis manos bajen por mi cuerpo recorriendo mis duros pezones y mi entrepierna, ante los jadeos que ello me produce. No recordaba muy bien los orgasmos que me producía cuando todavía era una chiquilla, pero los de ahora, ya más cerca de los cincuenta de que de los cuarenta, son prodigiosos. Alguna vez, había oído ese dicho que decía: hay polvos que son como pajas y hay pajas que son como polvos. Pues yo creo que se estaba cumpliendo en mí. Las últimas relaciones que había tenido con mi marido David, no solo no llegaba hasta el final, sino que encima le notaba falta de ganas por disfrutar los dos juntos. En cambio, mis encuentros en solitario estaban consiguiendo en mí perder la noción del tiempo y quedar exhausta. Como anhelaba aquella fogosidad de los primeros años en los que me sometía en cualquier parte de la casa y se moría por hacerme la mujer más dichosa del universo. Es verdad que, en esa edad, estábamos hasta arriba de testosterona y no hacía falta mucho para encender la chispa de la pasión. Pero ahora con mi edad, seguía necesitando sofocar mi libido sexual.
La almohada se estaba convirtiendo en mi mejor amante. Solo ver la cama deshecha y ella encima, hacía erizarme. Ese día, todavía llevaba el pijama puesto. Una camiseta de tirantes blanca y un pantalón azul celeste. Desde la ventada de la cocina, observaba como mi marido, con mis hijos, arrancaba el coche y se perdía por el final de la calle, con destino al instituto y luego a su trabajo. Un cosquilleo excitante recorrió mi cuerpo, causado por mis pensamientos picantes. Me gusta empezar despacito y suave cuando sé que estoy sola en casa, que no me pueden pillar. Ni siquiera acabé de recoger los restos del desayuno. Varias veces había rozado mi entrepierna ardiente, que me pedía deseo. Dejé todo y subí rápidamente las escaleras, al primer piso, donde tenemos nuestra habitación. Entré y cerré decidida. Disfruté viendo en el espejo de enfrente, como me bajaba los pantalones y los dejaba a un lado. A continuación, hacía lo propio con la parte de arriba. Mis pechos quedaron libres, con mis pezones duros desde hacía rato ya.
Con decisión, subí a la cama y abrí mis piernas para arrodillarme encima del almohadón. Respiré profundó y le abracé. Se identificaba perfectamente el perfume de últimamente usaba mi marido. Mi grado de excitación no hacía otra cosa que subir. Sutiles movimientos surgieron de mi pelvis, chocando mis braguitas contra la parte donde yo solía poner la cabeza cuando dormía. A mi mente, invadieron imágenes de como en otras ocasiones, en esa misma posición, secuestraba el cuerpo de David, mientras esperaba impaciente, la sensación de su polla buscando mi interior. Así estuve durante unos minutos, embistiendo mis caderas sobre la cama, al tiempo que mordía como loca la tela. Mis gemidos se hacían cada vez más consistentes.
Me reestablecí, pero sin dejar libre la almohada. Era como si estuviera montada a caballo. Comprobé metiendo la mano derecha en mis bragas y sí, me notaba totalmente empapada. El susurro de las yemas de los dedos en mi clítoris, provocó un nuevo escalofrío en mi cuerpo. Llegué a un punto en el que no podía sacar la mano. Mis juguetones dedos, prosiguieron su andadura por los labios mayores y luego menores. No recuerdo cual fue el primer dedo en perderse por mi agujero, pero me hizo el elevar el jadeo enérgicamente.
Enseguida, mi mano tomó las funciones de un miembro masculino y elevó el movimiento. La otra, buscaba incesante mis calientes pechos y mis puntiagudos pezones. Desde el espejo de enfrente, observaba excitada las caricias en mi pecho y los movimientos hacia delante y hacia atrás, a lo largo de la almohada, primero sensualmente despacio y luego profundamente alocados. En esta situación, mirándome fijamente a los ojos, con la boca abierta jadeante, me corrí en pocos segundos. Un intenso orgasmo me sacudió desde lo más profundo de mi ser, hasta caer satisfecha en la cama.
Tras unos minutos sin apenas inmutarme de la posición que me había dejado el primer orgasmo, me recuperé tímidamente. De mi sexo todavía emanaba una fogosidad imperante de autosatisfacción. Echada sobre el almohadón, levanté el cuerpo justo para desprenderme de las bragas. Ni siquiera me había dado cuenta que todavía las llevaba puestas. Mi mano se reactivó en las inmediaciones de mi coño empapado, al tiempo que mis caderas volvían a moverse hacia delante y hacia atrás sobre éste. Mis gemidos reaparecían de nuevo, cada vez más fuertes, hasta el límite de dejar que invadiera toda la casa, sin temor a ser escuchada. Me desmelené completamente, con el culo casi en pompa y la cabeza hundida entre las sábanas. No veía el momento de parar, buscaba incesante sentir un nuevo orgasmo que me dejara exhausta. Gemí y gemí intensamente ante el ímpetu de mis movimientos provocativos, sintiendo que mi clítoris ardía y mis dedos por detrás penetraban al ritmo de mis acometidas. Me derretía a cada segundo que pasaba sometida a la masturbación, dejándome llevar hasta el paraíso. De repente, sufrí un par de espasmos consecutivos, antesala de un inminente final explosivo. Me moría de ganas de sentirlo en cada centímetro de mi piel. Manteniendo el ritmo, me ahogué en mis propios jadeos, experimentando una descarga eléctrica en mi entrepierna y haciéndome temblar de placer. Exhalé el último aliento antes de desfallecer rendida y entregada al deseo del segundo orgasmo.
Soplé fuerte y me reestablecí. Busqué mi vista a través del espejo y me contemplé a mí misma. Ahí estaba yo, desnuda sobre la cama, cubriendo el rostro mi cabello moreno y revuelto, como si de un manicomio saliese. Me lo hice hacia atrás y en mi tez, comprobé las rojeces de mi calentura. Un largo tiempo me quedé observándome, conforme volvía a la normalidad, los movimientos de mi abdomen.
En cuestión de minutos, liberé por fin al almohadón de mis deseos y me levanté algo desorientada. Tocaba ya volver a la normalidad, a la de ama de casa, a la de buena madre y buena esposa. Pero sin olvidar ese lado sensual que me invade y me posee como una posesa en el mundo de la lujuria y el deseo. Una gran mancha en la tela del almohadón, donde había restregado mi coño ferozmente, resumía muy bien lo que había pasado en la habitación. También me decía, que tenía que poner una lavadora para borrar las huellas del delito. Sentí el toque de horas en el reloj de abajo, había perdido la noción del tiempo. Apresuradamente saqué algo de ropa para vestirme y bajé a terminar de recoger los restos del desayuno. Es verdad que con dos excitantes orgasmos mañaneros, se afronta el día con una felicidad especial, lo digo por experiencia.