Redencion VIII

—Adelante, doctor. Sálveme o máteme. Usted decide. —dijo John con voz ebria.

Cuarta parte: Hijo de perra enfermo, hijo de perra eterno.

Madame Suzanne

La conmoción en el pueblo le despertó cerca de las dos de la mañana. Poniendo un chal sobre sus hombros para combatir el frío nocturno, se acercó al lugar del incendio. La edificación ardía por los cuatro costados y los vecinos, dándola por perdida, se esforzaban por evitar que las llamas se extendiesen a los edificios colindantes.

Miró hacia su izquierda, hacia la figura de Davenport, recortada por  las llamas, rígida y pensativa. Dio una patada al suelo con rabia y se giró dispuesto a volver a casa. Al hacerlo sus miradas se cruzaron, el odio que destilaba la del coronel era inconfundible. Suzanne dudó en acercarse un instante y decirle que no tenía nada que ver con todo aquello, pero el miedo era tan intenso que se quedó allí congelada, como una estatua, iluminada por el resplandor de las llamas.

Volvió al saloon pensativa, con la mirada baja, intentado imaginar cómo se vengaría el Coronel, porque estaba segura de que no dejaría que aquello quedara así.

Entró decidida a olvidar todo aquello y poder descansar un poco, pero una sorpresa le estaba esperando. Sentado en una de las mesas el forastero estaba bebiendo whisky a morro de la botella y empapando de sangre una sábana que tenía anudada entorno a la cintura.

Afortunadamente nadie se había enterado. Su cerebro trabajaba a toda velocidad mientras se acercaba corriendo al forastero.

—Dios mío, ¿Qué ha pasado? —preguntó.

—Será mejor que no lo sepas. Así no tendrás que mentir. —respondió él apretando los dientes en un gesto de dolor y dando un nuevo trago a la botella.

—Pero necesitas ayuda, déjame ver. —dijo  levantando el trozo de lienzo para poder examinar  la herida.

En cuanto vio el agujero y la sangre manando por él, se dio cuenta de la gravedad de la herida y el mundo se le cayó encima. Después de todo, John era humano. Aunque sobreviviera a aquellas heridas, a Davenport no le costaría demasiado encargarse de él en cuanto se enterase de su estado.

—Es solo un rasguño...

—¿Un rasguño? Un rasguño es lo que me hago recogiendo los vasos rotos después de una pelea. Esto es una herida de bala. Si no te la cose alguien, te desangrarás y eso sin tener en cuenta la infección. —respondió ella más enfadada de lo que creía porque aquel idiota se hubiese dejado agujerear de aquella manera.

—¿Y qué vas a hacer? ¿Vas a coserme tu la herida? Porque si lo hace cualquier otro habitante de este pueblo al día siguiente seré hombre muerto.

—Se que Perdición no es un pueblo modelo, pero aun queda gente decente en él. —dijo volviendo a colocar la sábana en su sitio y poniéndose de  el chal otra vez para salir de nuevo a la calle.

Cuando volvió, el fuego aun no estaba del todo controlado y casi todo el pueblo estaba reunido. Buscó entre la gente y no tardó en encontrarle. En el fondo Mike Jenkins era un buen tipo y hacía lo que podía por colaborar aunque con su torpe corpachón no fuese mucho.

Se acercó a la cadena de manos que llevaba cubos de agua hasta las llamas y sin dejar de observarlo comenzó a pasar cubos a las manos siguientes esperando el momento adecuado.

El trabajo era tan pesado como repetitivo. Poco habituada a aquellos esfuerzos pronto tuvo las manos en carne viva y los hombros ardiéndole por el esfuerzo. Afortunadamente el trabajo en equipo poco a poco fue empezando a dar fruto. Las llamas empezaban a  aplacarse siendo sustituidas por espesas nubes de vapor, aunque a Suzanne le parecía que no lo suficientemente rápido. Ella estaba allí, sin poder hacer nada, esperando a que las cosas se calmasen mientras el forastero se desangraba poco a poco en su saloon.

Tardaron otras dos horas. Cuando ya pensaba que no lo lograrían nunca, el fuego finalmente quedó extinguido y los exhaustos ciudadanos de perdición fueron desfilando en dirección a sus casas.

Como esperaba el doctor se dirigió con su maletín  hacia las víctimas que estaban esparcidas alrededor del edificio, buscando vanamente algún signo de vida entre las figuras tumbadas en la calle.

Cuando se dirigió a la parte trasera  le siguió, procurando no llamar la atención y una vez estuvo convencida de que nadie les veía se acercó a él.

—Yo que usted no me molestaría. Sabe de sobra que esos hombres están muertos.

Mike  Jenkins levantó la cabeza con gesto cansado. Tenía la cara manchada de polvo y hollín que se habían mezclado con el sudor que corría abundantemente por su cara formando una especie de mascara que ocultaba su facciones.

—Parece cansado, quizás tenga algo para suavizar su garganta en el saloon. Venga conmigo.

Afortunadamente cuando había alcohol de por medio, Jenkins no era difícil de convencer y le siguió como un corderito.

Mike Jenkins

Cuando entró en el saloon enseguida se dio cuenta de que aquella mujer le había metido en un follón. El forastero estaba sentado en una silla con el cuerpo desmadejado, evidentemente inconsciente por la pérdida de sangre que empapaba el vendaje improvisado se había hecho con un pedazo de sábana.

—Lo siento, —dijo la madame— pero temía que si te decía la verdad no vinieses.

—Y tienes toda la razón. —dijo acercándose al pistolero.

En cuanto el médico rozó la sábana para ver la herida. El forastero se despertó y antes de que Jenkins pudiese parpadear tenía el cañón de un Colt pegado a su sien. Durante un instante pensó que su vida había acabado y se imaginó a su mujer poniendo cara de censura al ver por primera vez su cadáver, pero Suzanne estuvo rápida y con gesto suave, pero firme obligó a John a apartar el arma.

—Ya que estás despierto, ¿Por qué no te tumbas aquí y me ahorras el trabajo de arrastrarte? —dijo poniendo su maletín sobre una silla mientras la madame juntaba dos mesas.

Ayudado por la joven, el pistolero se acercó y se desplomó sobre la pulida superficie de madera sin soltar la botella de whisky de la que apenas quedaba ya un tercio. El médico abrió su maletín y sacó tijeras, bisturíes, pinzas vasculares y extractores.

Dándole el resto del instrumental a Suzanne para que lo sumergiese en agua hirviendo, cogió unas tijeras y empezó a cortarle el improvisado vendaje y la camisa al forastero.

—No es necesario, jefe. Es una camisa de seis dólares, puedo quitármela. —susurró John intentando salvar su prenda a pesar de que era consciente de que apenas tenía fuerzas ni para soltar un botón.

—No diga tonterías, aun no se ha inventado un jabón lo suficientemente fuerte para quitar esa mancha de sangre. Estese quieto y déjeme hacer.

Ajustándose las gafas al puente de la nariz, el doctor Jenkins limpió la herida con unos lienzos limpios que le había dado la madame. Cuando quitó la sangre coagulada pudo ver una herida de bala en el lado derecho del vientre del forastero unos centímetros por debajo de las costillas. De la herida manaba un leve, pero constante hilo de sangre.

Con la ayuda de Suzanne, giró el cuerpo del pistolero. Había tenido suerte, la bala había salido por la espalda dejando una herida en forma de estrella. Mientras la madame sujetaba al hombre, él procedió  a limpiar la herida tal como había hecho con la parte delantera y la tapó con un trozo de gasa impregnada en yodo, ignorando los insultos con que le cubría el forastero.

—Has tenido suerte, vaquero. —dijo Jenkins arrancando la botella de las manos de John para echar un buen trago— Tres dedos más arriba y tendrías el hígado destrozado. No podría hacer nada por ti a parte de ver como agonizabas durante un par de horas. De todas maneras la bala debe haber tocado una vena importante porque no paras de sangrar. Tendré que abrir un poco la herida y buscar el vaso afectado para suturarlo.

—Eso suena divertido. —dijo el pistolero cogiéndole de nuevo la botella y apurando lo que quedaba de un solo trago.

—Suzanne, dale  este trozo de madera para que muerda y sujétale por los hombros. —dijo el doctor cogiendo el bisturí y deseando tener diez años menos.

—Adelante, doctor. Sálveme o máteme. Usted decide. —dijo John con voz ebria.

Tal como esperaba, Suzanne no tuvo mucho trabajo. Tras abrir el primer corte, el dolor agotó la escasa resistencia que le quedaba al pistolero que se desmayó casi inmediatamente.

Desafortunadamente, desde que estaba en Perdición se había visto demasiadas veces en una situación semejante. En aquella ciudad violenta y sin ley era frecuente que las disputas, por estúpidas que fuesen, acabasen a tiros y cuchilladas. Las heridas de bala eran las peores. No solo por la destrucción que un arma de fuego podía causar sino porque la infección era casi segura y contra ella  no tenía prácticamente ningún arma más que la voluntad de vivir del paciente.

Nunca se había considerado buen cirujano, pero hacía lo que podía. Si lo fuese, estaría en alguna ciudad del este, como Boston y su mujer no la estaría martirizando constantemente por el dinero.  Enjugándose el sudor de la frente con el dorso de la mano utilizó unos separadores para abrir un poco más el campo de operaciones y empezó a limpiar con gasas la herida buscando el origen de la hemorragia.

Madame Suzanne

En cuanto el Doctor Jenkins abrió la herida creyó que también se desmayaría al igual que el forastero, pero no era por el dolor de John o por la visión de la sangre y las vísceras, sino por lo que aquella situación significaba. Estaba en el filo de la navaja. No tenía demasiada fe en aquel médico glotón y borrachín y sin embargo aquel hombre era su única posibilidad. Su vida y la de sus chicas dependían de que Jenkins lograse salvarle el pellejo al forastero.

Cuando John se desmayó, se acercó al doctor y le ayudó en todo lo que pudo, alargándole el material y limpiando la zona de sangre para que Jenkins pudiese encontrar el origen de la hemorragia. Tras unos minutos que a ella le parecieron horas, el hombre suspiró aliviado y con un instrumento que le pareció una mezcla entre una pinza y unas tijeras que luego supo que se llamaba hemostato, logró cortar la hemorragia por delante de la laceración de la vena. A continuación con un hilo extremadamente fino suturó la minúscula grieta.

Maravillada vio como Jenkins daba puntos diminutos y apretados hasta que se dio por satisfecho. A continuación soltó el hemostato y con satisfacción ambos pudieron ver que la sangre había dejado de manar casi por completo.

Aun así, la operación no había terminado. Mientras operaba el doctor le hablaba, aparentemente para mantener la concentración. Por lo que pudo entender estaba disertando sobre una nueva teoría que había publicado un tal Edelweiss o Semmelweiss en la que postulaba que el origen de las infecciones provenía de la suciedad de las manos o de los objetos en contacto con la herida, por eso había hervido su instrumental. A Suzanne le parecía algo absurdo, pero el doctor parecía estar convencido y aseguró que desde que tomaba precauciones, las muertes habían disminuido tras sus operaciones.

Aseguró que una vez cortada la hemorragia,  lo peor de aquellas heridas eran los diminutos hilos y trozos de ropa que quedaban por todo el trayecto de la bala y que eran el origen de las infecciones. Trabajando metódicamente y con rapidez, el doctor limpio las heridas de entrada y salida, procurando quitar todos los restos de suciedad y regándolas abundantemente con yodo.

Finalmente cerró las heridas. Sus manos temblaban por el prolongado esfuerzo y las puntadas no fueron tan cuidadosas, dejarían dos feas cicatrices que se unirían a las que ya lucía el forastero en su torso.

Tras poner unos apósitos y vendarle el vientre a John para que quedasen bien sujetos, el doctor se enjugó la frente y se derrumbó sobre la silla.

Suzanne se apresuró a ir hasta la barra y cogió una botella de whisky y un vaso.

—Gracias, doctor. Ha hecho un trabajo excelente. —le alabó la madame.

—Solo he hecho lo que he podido, ahora todo está en las manos de Dios. Esperemos que la herida no se infecte.

Suzanne se sentó con él y sacó del escote un fajo de billetes.

—Tome, aquí hay cien dólares, espero que sea suficiente.

—¡Oh querida! Eso es demasiado y ni siquiera te puedo asegurar que el hombre vaya a salvarse.

—Cógelo, sin tu intervención John estaría muerto ahora mismo.

Mike Jenkins

Jenkins la miró un instante y luego decidió que aquellos cien dólares le irían de perlas. Con manos temblorosas vació el vaso de un trago y cogió el dinero que la mujer le ofrecía.

—Me gustaría pedirte un último favor.

—Sé lo que vas a pedirme. —le interrumpió— No te preocupes, pequeña. No le contaré a nadie lo que he hecho esta noche. Si Davenport se enterase de lo que he hecho hoy, mi vida valdría tanto como la del forastero.

—Gracias, doctor y siento haberle puesto en esta situación, pero no tenía alternativa. Sé que en este momento cree que le ha salvado la vida a otro ser despreciable más, pero yo tengo fe en este hombre, estoy convencida de que es el único que nos puede librar del yugo con el que el coronel ha sometido a esta ciudad.

—Cualquier otro médico en mi situación habría hecho lo mismo, estamos obligados por el mismo juramento. De todas formas, espero que tengas razón, hija, porque si no, se van a desatar en este pueblo todos los infiernos. —respondió tomando un último trago antes de levantarse— Ahora será mejor que me vaya antes de que amanezca.

La madame lo acompañó hasta la puerta y con piernas temblorosas tomó el camino a casa. Aquella noche había sido agotadora, primero carreando cubos de agua y luego aquella larga operación. Parecía que nunca iba a terminar. Y cuando llegase tendría que enfrentarse a la harpía de su mujer que no pararía de acosarle con preguntas para saber que había estado haciendo toda la noche. Por un momento tuvo la tentación de huir corriendo de aquella ciudad sin mirar atrás, pero nunca había sido un hombre valiente así que negando con la cabeza se dirigió arrastrando los pies hasta su casa.

Cordelia Jenkins

Su marido siempre había sido transparente para ella. Bastaba un vistazo para saber si su hombre estaba intentando mentirla. Así que cuando llegó, sucio y sudoroso, de inmediato supo que Mike había hecho algo más que apagar fuegos.

—Ni se te ocurra entrar en la cama con esa capa de mugre encima. Lávate y luego me contarás qué demonios has estado haciendo toda la noche.

Obediente, su marido se fue a la cocina. Cordelia pudo escuchar cómo su marido se lavaba con el agua que le había dejado en una tina. Le oyó resoplar y escupir agua fría durante un rato hasta que finalmente volvió al dormitorio con la cara lavada, aunque aun apestando a humo y también un poco a whisky.

—¿Dónde has estado toda la noche? Los vecinos han vuelto todos hace casi dos horas. —le preguntó ella antes de que su marido se hubiese desvestido siquiera.

—Pues en el lugar del incendio, ¿Dónde si no? Estuve buscando supervivientes entre las ruinas.

—¿Y encontraste a alguien?

—Todos muertos. Quien quiera que haya sido hizo bien su trabajo, no deben haber escapado más que un par de hombres de Davenport.

—Entonces, no atendiste a nadie.

—En efecto.

—Mike, eres un sucio mentiroso. —le espetó Cordelia indignada— Sin no has ayudado a nadie ¿Por qué tienes sangre aun debajo de las uñas? Y ese rostro cansado y los ojos inyectados en sangre no me engañan, has estado operando a alguien.

Satisfecha vio como el labio superior de su marido temblaba, sabía que estaba a punto de rendirse y contárselo todo, aunque la verdad es que no lo necesitaba ya que se podía imaginar lo que había pasado.

—Por el olor a Whisky y a ese perfume que traes en la ropa solo puedes haber estado en el saloon. Solo esa puta descarada puede permitirse el precio de ese perfume francés. —dijo sin querer disimular su desprecio.

—Te imaginas cosas...

—¡No me mienta, señor Jenkins! No hace falta que me digas lo que ha pasado. Seguramente ese infierno lo ha desatado el forastero, que probablemente ha resultado herido. Esa furcia a recurrido a ti y tú como el gilipollas que eres, le has operado y de paso nos has metido en un buen lío.

La cara de Mike lo decía todo. El aire de resignación de sus ojos le dijo que había acertado de pleno. Estaba tan furiosa que no podía ni hablar. Todo lo que habían construido con sudor y sangre en aquella ciudad se iría al carajo en cuanto Davenport se enterase. Tenían que actuar rápido y contárselo todo al coronel antes de que fuese demasiado tarde y fuesen el blanco de su ira.

—Mañana mismo irás a ver a Davenport y le contarás todo lo que ha pasado. No podemos permitir que todo esto nos salpique. No ahora que por fin hemos encontrado un lugar al que podemos llamar hogar.

De repente, la cara de su marido se puso tensa y tras limpiarse las gafas detenidamente la miró con el gesto más serio que le había visto desde que estaban casados.

—Nadie irá a ver al coronel. Ni tú ni yo.

—Señor Jenkins, no te atrevas a llevarme la contraria, no...

—¡Silencio! Aunque no te hayas dado cuenta, yo soy el hombre de la casa y te digo que si dices una sola palabra de lo ocurrido esta noche, conocerás por fin la ira de tu marido.

—Es esa furcia. —escupió ella resentida— Esa bruja te ha hechizado.

—La única bruja sin corazón que hay aquí eres tú. —estalló el doctor— Este pueblo se está muriendo de un cáncer. Y ese cáncer es Davenport. Todo en este pueblo está impregnado de su maligna influencia y si hay alguien capaz de deshacerse de él y darnos la libertad, es ese forastero. Así que callaremos y esperaremos. Nadie me ha visto entrar ni salir del saloon. Así que no tienen porque enterarse.

—Pero... —intentó replicar Cordelia.

—Si se te ocurre decir una sola palabra de esto a NADIE. Te juro que hago las maletas y aquí te dejo. Quizás a ti te guste esta vida, pero yo no estoy dispuesto a dejar que Perdición se hunda en su propia miseria sin hacer nada para evitarlo.

—Seguro que esa puta ni siquiera te ha pagado por tus servicios. Un  par de tragos de whisky y unas palmaditas en la espalda y listo. —dijo ella en un último intento por ganar aquella discusión, al menos en parte.

—Eso es lo que te pierde querida, que crees que todo el mundo es como tú —dijo su marido lanzando los cien pavos encima de la colcha y saliendo de la habitación— Se me ha quitado el sueño, voy a leer algo a mi despacho.

Cordelia no sabía que pensar. Jamás había visto a su hombre tan enfadado. Mientras contaba el dinero no podía evitar tener sentimientos encontrados. Tenía un miedo terrible, pensando en lo que Davenport les haría si llegaba a enterarse de que habían ayudado al pistolero, pero por otra parte, por primera vez desde hacía mucho tiempo, estaba realmente orgullosa de su hombre.

Cien dólares, no estaba mal por dos horas de trabajo. Y podría ser mucho más cuando dejasen de tener que pagar la autorización de Davenport para poder ejercer sus actividades. Quizás su marido tuviese razón y conviniese mantener todo aquel incidente en secreto, aunque bajo ninguna circunstancia lo admitiría ante él. Metió el dinero dentro de unos viejos calcetines y cerró el cajón de la vieja cómoda de castaño que les había acompañado en todo su periplo  a lo largo del país.

Pasó la mano por la madera brillante por el uso. Recordaba el día que la compraron en aquella tienda de Charleston. Lo enamorada que estaba de aquel hombre inteligente y apuesto.  Justo después de colocarla en su flamante nueva casita, la primera antes de que gracias a la habilidad de su marido pudiese vivir en la mansión de sus sueños. Al menos ese era el plan antes de que todo se torciese.

En aquel tiempo era joven y hermosa tenía el pelo largo y negro y su cuerpo era esbelto, no seco  y descarnado como ahora.  Cerró los ojos un instante y se encontró de nuevo en Charleston. El verano era caluroso y opresivo allí. Pronto estuvo sudando por el esfuerzo que le supuso colocar la cómoda en el lugar exacto, ya que Mike había tenido que irse a atender una urgencia y no había podido ayudarla.

Cuando él llegó a casa la encontró con el camisón de algodón pegado al cuerpo por el sudor. Su marido  la vio parada, apoyada en la cómoda recuperando el aliento, con la fina tela de algodón revelando hasta la más insignificante de sus curvas.

La reacción de su marido fue fulgurante, acorralándola contra la cómoda, la abrazó y metió la mano bajo el camisón, tanteando sus muslos y su culo. A pesar de sus protestas, Mike fue subiendo con sus manos acariciando aquí, pellizcando allá, haciendo que todo su cuerpo se inflamase.

Criada en una rígida familia luterana, siempre le habían contado que el placer era la fuente del pecado,  así que su reacción ante las caricias de su marido siempre era un tanto titubeante al principio hasta que su hombre, con la sabiduría que le proporcionaban sus conocimientos médicos, hacían que se olvidase de todo y pecase.

Mike le quitó el camisón, lo lanzó lejos de ellos y se quedó parado, deleitándose en la observación de su cuerpo desnudo. Finalmente, tras unos momentos de incomodidad, ella se exhibió y acarició levemente el suave pelo rizado que cubría su pubis para excitarlo aun más.

Cuando su marido se deshizo de su ropa ya tenía la polla enhiesta. Se acercó con un ansia salvaje marcado en la cara y cogiéndola por la cintura la sentó con delicadeza sobre la cómoda, aquella misma cómoda que había  pulido todos los viernes con esmero hasta el presente y separándole las piernas con suavidad se apretó contra ella y la besó.

La joven Cordelia no pudo evitar un escalofrío de placer anticipado. Sintió la lengua de su marido en su boca y la polla rozando suavemente contra su pubis excitado. Incapaz de contenerle por más tiempo le recibió con un largo gemido. Su miembro ardiente la penetró inflamando todo su sexo a medida que profundizaba, obligándola expresar su placer por medio de un nuevo gemido.

En aquel momento todo lo que la habían enseñado sobre los demonios del placer se esfumó de su mente y se agarró con desesperación al culo de Mike con manos y piernas mientras él la arrastraba a los infiernos de la lascivia con lentos y profundos empujones de su pelvis.

Tirando de su pelo le obligó a levantar la cabeza y le besó. Fue un beso lúbrico y sucio, con abundante pelea de lenguas e intercambio de saliva. Y en cuanto Mike se despegó para tomarse un respiro le dirigió la boca a uno de sus pequeños pechos.

Siempre le había dado un poco de vergüenza su busto pequeño, pero la forma en que su marido lo envolvía,  chupando y arañando sus pezones con los dientes le hacía sentirse la mujer más hermosa y deseada.

Abriendo los ojos, obligó a separarse un poco a Mike, solo lo suficiente para ver maravillada como aquella estaca ardiendo entraba completamente hasta encajar a la perfección en su sexo una y otra vez.

Consciente del poder que ejercía sobre él, quiso ser mala y de un empujón lo separó, obligándole a quedarse estático a apenas un metro de distancia, mientras ella se acariciaba el pubis y le lanzaba miradas lujuriosas.

A pesar de la inexperiencia de su juventud y de que él era el único hombre con el que había yacido y con el que lo haría el resto de su vida, instintivamente supo lo que le gustaba. Mientras se mordía el labio, con sus dedos separó levemente los labios de su vulva revelando la entrada de su coño roja y húmeda, ardiendo de deseo.

Mike hizo el amago de acercarse de nuevo, pero ella se lo impidió. Con un movimiento felino se bajó de la cómoda y le dio la espalda. Apoyando las manos en la madera del sólido mueble, se puso de puntillas y separando ligeramente las piernas esperó.

Su sorpresa fue tremenda cuando en vez de sentir la polla de su hombre resbalar en su interior notó como la boca de Mike envolvía su sexo entero, y empujaba hasta hacer que sus pies despegaran del suelo. El placer fue tan intenso que el demonio del orgasmo la asaltó cuando la lengua de Mike entró en su coño y saboreó los flujos que rebosaban de él y caían entre sus muslos haciéndole deliciosas cosquillas.

Sin darle descanso, siguió acariciando y lamiendo, mordisqueando y chupando hasta que tuvo que suplicarle que la follase. Una sensación contradictoria de apremio y alivio la envolvió cuando finalmente el pene de Mike entró profundamente en sus entrañas. Gritó de placer, se agarró con desesperación a la cómoda y arañó el papel pintado mientras su marido, agarrado a su culo la penetraba con una violencia inusitada. Casi agotado, Mike se tomó un respiro y la agarró por el vientre apretando su cuerpo contra él. La sensación de intimidad de aquel gesto la lleno de gozó y en aquel momento, pobre de ella, pensó que aquello sería así para siempre.

Cuando finalmente se separaron y él volvió a empujar dentro de ella,  ahora con mas suavidad, cerró los ojos para sentir. Sintió el sudor de su hombre corriendo por su espalda y sintió la respiración agitada de él en su oreja. Poco a poco sus movimientos se hicieron más rápidos y sus jadeos más fuertes hasta que con un bramido eyaculó inundando su sexo con su semilla.

El calor del semen y las suaves caricias de su marido hicieron que ella no tardase en correrse por segunda vez. A punto de derrumbarse Mike la cogió en brazos y la llevó hasta la cama donde se tumbaron abrazados hasta quedarse dormidos.

Con una sacudida se libro de aquellos recuerdos. Aquellos tiempos estaban llenos de retos y esperanzas, pero luego, no sabía muy bien cuando, todo se torció. Bueno lo sabía muy bien. Tras un par de años intentándolo consiguió quedarse encinta, pero el embarazo estuvo plagado de complicaciones casi desde un principio y a pesar de que su marido hizo lo que pudo el niño nació muerto y algo se debió romperse en su interior que ya no volvió a quedarse embarazada.

A pesar de que sabía que era la voluntad de Dios y de que estaba cometiendo una injusticia, ella le echó la culpa, necesitaba echarle la culpa a alguien y él era el único que estaba allí. No se lo hacía saber claramente, pero una y otra vez se lo recordaba con alusiones o expresiones ambiguas y malintencionadas. Así, poco a poco, el fuego de su amor fue sustituido por el alcohol y el rencor.  Luego una noche una operación fácil se complicó y la mente embotada por el alcohol de su marido no supo reaccionar a tiempo. Allí empezó un vía crucis de borracheras y peleas, siempre mudándose de un pueblo mísero a otro peor, huyendo de la vergüenza y el deshonor hasta acabar en Perdición.

Ahora era una mujer de mediana edad sin alegrías ni esperanzas, pero tenía que reconocer que no tenía nada que perder. Le costaba admitirlo, pero su marido tenía razón, aquel pueblo no le debía nada a aquella hiena y probablemente la única manera de que creciera y se civilizara era que aquel hijo de perra desapareciese. Y su marido lo había visto y no había dudado un momento en luchar por el bien del pueblo.

Apretando los puños ahogó su orgullo y se dirigió al despacho. Mike dormitaba sentado en el cómodo sillón de cuero con un libro de medicina en el regazo. Cordelia se acercó y besó su despejada frente un instante antes de salir sigilosamente de la estancia.

Mike no se movió, simulando seguir dormido, pero estaba muy despierto y en el fondo de su alma pensó que aun quedaba una chispa de bondad en aquel seco corazón. Puede que no todo estuviese perdido.

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*Un saludo y espero que disfrutéis de ella***