Redencion VII

Con un súbito deseo de borrar aquella sonrisa metió dos dedos en su boca y la exploró profundamente metiéndolos y sacándolos mientras ella los lamía y los chupaba. Cuando los sacó estaban impregnados de una gruesa capa de saliva que extendió sobre sus pechos antes de encajar la polla entre ellos.

Gunnar Samuelson

¿Cómo coños Suzanne no se daba cuenta de que aquel hombre sería la causa de su perdición? Con el corazón roto vio como aquel hombre se alejaba insensible, dejando a su jefa en un mar de dudas. Apretó los dientes mientras veía como Suzanne tiraba su sombrero al suelo e incapaz mantenerse en silencio un segundo más, le sirvió otro trago e intentó abrirle los ojos.

—Señorita Holt, sé que no es asunto mío, pero ese hombre no es bueno. No la merece. Líbrese de él. No nos causará nada más que problemas. Si cabrea a Davenport no dudará en aplastarla como a una mosca.

Suzanne apuró el vaso de un trago, aun con la mirada fija en las escaleras y se tomó un respiro antes de contestar:

—Quizás tengas razón, Gunnar. Puede que esté equivocada, pero eso mismo me dijeron cuando monté este negocio por mi cuenta y cuando decidí instalarme en este pueblo y no me ha ido tan mal. Siempre he confiado en mi instinto, y mi instinto me dice que ese hombre es el único que puede mantener a Davenport alejado de mí. —respondió ella— De todas maneras de lo que estoy segura es de que efectivamente esto no es asunto tuyo.

La última frase se clavó en él como un puñal. Solo quería ayudar. Solo quería evitar que el coronel la matase como había matado a Lucas. Aquella mujer era una perra desagradecida. Intentado encajar aquel golpe sin que se le notase, se esforzó en mantener su cara impasible y se retiró a su habitación.

John Strange

¿Qué coños estaba haciendo? La ventaja que tenía sobre Davenport es que él no tenía nada que perder. Todo lo que apreciaba en este mundo se lo había arrebatado aquel cabrón, pero si se enamoraba sería de nuevo vulnerable. Gracias al Diablo, la visión de aquel cabello rojo cayendo sobre los hombros de Suzanne, despertó en él recuerdos de su mujer y le devolvió a la realidad.

Aquella mujer era otra furcia más. No le importaba lo que le pasase. No importaba lo que le sucediese a aquel jodido pueblo. Mientras el coronel y sus hombres acabasen todos muertos, el pueblo entero podía irse al infierno.

Subió las escaleras y pegó un largo trago a una de las botellas mientras que con la  mano libre llamaba a la habitación de Corina.

—¡Vaya! Parece que hoy toca fiesta. ¿Pero no crees que te pasas un poco con el alcohol, cariño? —preguntó Corina a modo de saludo.

Sin responder, empujó  a la puta dentro de su habitación y dejando las botellas en el suelo se abalanzó sobre ella.

Corina era una de las putas más guapas de Suzanne, con un pelo fino, rubio y lacio que le llegaba un poco por debajo de los hombros, unos ojos grandes y azules como el mar y un rostro angelical que le recordaba un poco al de la dueña del saloon. Sus piernas eran largas y esbeltas, sus caderas generosas y su pechos exuberantes le daban una forma de reloj de arena irresistible que ella no dudaba, como el resto de sus compañeras en exagerar apretándose el corsé al máximo.

Además tenía fama de ser la más viciosa de todas y aquella tarde necesitaba ser odioso y repugnante. Antes de que la puta pudiese incorporarse, le quitó las enaguas y separándole las piernas le metió la polla de un golpe.

—¿Estás hambriento, vaquero? —preguntó Corina confundiendo su ansia por olvidar a Suzanne con  su deseo por ella.

John no respondió y agarrando a la mujer por las caderas comenzó  a follarla con dureza haciendo temblar la cama con cada embate.

La joven pronto estuvo gritando y pidiéndole que le diera más y más fuerte mientras se soltaba la parte superior del corsé mostrándole unas tetas gruesas y pálidas con los pezones rosados y las areolas del tamaño de un dólar de plata.

El forastero se inclinó y chupó y mordió aquellos enormes y blando pechos dejando redondos chupetones en la delicada piel de la mujer y obligándola a alternar los gemidos de placer y los gritos de dolor.

Corina apenas tardó un par de minutos más en correrse; la joven se estremeció de arriba abajo y pegó un grito salvaje con sus piernas temblando descontroladamente.

Con la mujer indefensa, John se apartó unos instantes para observarla. Ella, consciente de su belleza, se retorció exhibiéndose con lascivia, agarrándose los pechos  temblorosos y abriendo su piernas para mostrarle su pubis y su sexo cubiertos por una fina capa de vello rubio, impregnado de sudor y flujos.

John permaneció de pie, impasible, con su miembro erecto apuntando a la prostituta. Esta sonrió y se acercó arrodillándose frente a él. Con exquisito cuidado, como si se tratase del más preciado manjar, cogió la polla entre sus largos dedos y lamió la punta con suavidad antes de metérsela en la boca.

Hundió las manos en el cabello rubio de la joven y comenzó a acompañar sus chupetones con el vaivén de sus caderas, introduciendo su miembro cada vez más profundamente en su garganta hasta encajarlo en el fondo.

Corina abrió la boca todo lo que pudo y mantuvo obediente la polla en el fondo de su garganta hasta que la falta de aire le obligó a separarse entre toses y arcadas. La prostituta recogió los gruesos hilos de saliva que colgaban de su barbilla para embadurnar la polla de John y comenzar a meter y sacar aquel miembro de su boca tan rápido como podía.

John sintió la boca y la lengua de la mujer haciendo diabluras con su polla mientras le clavaba las uñas en el vientre hasta que, a punto de correrse, se apartó.

La cara de la joven era ahora la viva imagen del lujuria con los ojos ansiosos, la respiración acelerada y la boca semiabierta en una sonrisa de la que caía un grueso hilo de saliva que caía entre sus pechos.

Con un súbito deseo de borrar aquella sonrisa metió dos dedos en su boca y la exploró profundamente metiéndolos y sacándolos mientras ella los lamía y los chupaba. Cuando los sacó estaban impregnados de una gruesa capa de saliva que extendió sobre sus pechos antes de encajar la polla entre ellos.

Corina sonrió y apretó los jugosos pechos contra su polla dejando que empujase entre ellos y lamiendo el glande cada vez que asomaba por la parte superior.

Dándole la mano, la ayudó a levantarse y le dio la vuelta obligando a la prostituta a ponerse a  cuatro patas en el borde de la cama.

Acarició las piernas y los muslos de la joven y tras un par de cachetes cogió las nalgas con ambas manos, se las separó y enterró su boca en el tumultuoso sexo de Corina.

La joven gimió e inclinó el torso para facilitarle la tarea. Cuando comenzó a gemir, John fue desplazándose hacia el delicado agujero de su culo. La chica pegó un ligero grito de placer cuando la lengua de John penetró en su interior calentando y humedeciendo su esfínter.

—¡Hay que ver qué tipo más travieso! —exclamó la puta volviendo la cabeza y mostrándole una fila de dientes pequeños y blancos como perlas en una amplia sonrisa.

Poco a poco y con la ayuda de sus dedos fue dilatando el ojete de la joven mientras esta gemía y le suplicaba que le follase el culo de una vez.

Separando un poco más las piernas de la mujer, se cogió el rabo y con él presionó con firmeza contra el pequeño orificio hasta que este finalmente cedió y permitió que John  enterrase miembro hasta el fondo de aquel delicioso culo.

Corina soltó un quejido y mordió las sábanas con fuerza mientras John se movía con suavidad dentro de ella.

Poco a poco las entrañas de la joven fueron adaptándose a aquel cuerpo cálido y duro que les invadía y el dolor fue dejando paso a un oscuro placer. Al percibirlo, John agarró a la mujer por las caderas y comenzó a sodomizarla con más fuerza, disfrutando de aquel conducto cálido y palpitante.

Entre gemidos, Corina se irguió y cogiendo una de las manos de John  la guio hasta su pubis. Sin dejar de penetrarla le acaricio el clítoris y la vulva haciendo que sus gemidos se intensificaran hasta que un nuevo orgasmo la derrumbó. John aprovechó para darle dos salvajes y últimos empujones antes de tumbarla boca arriba y correrse sobre su cara.

Corina recibió aquella lluvia pegajosa y caliente con una sonrisa, jugueteando con el semen y metiéndoselo en la boca hasta que no quedo nada. John se derrumbó a su lado y encendió un cigarrillo.

—¡Buf! Hacía tiempo que no me follaban tan duro. Me encanta correrme cuando me dan por el culo es tan... pecaminoso. —dijo Corina sonriendo y robándole una calada.

John no dijo nada y al terminar el cigarrillo se levantó y cogiendo las botellas se dirigió  a la puerta.

—¿No me vas a dar ni un trago? —dijo la joven prostituta haciendo un mohín.

—Lo siento, pero voy a necesitar hasta la última gota...  y también necesitaré esto. —dijo cogiendo las enaguas y saliendo de la habitación.

La mujer rio y le dejó ir. John se fue directamente a su habitación y tras dejar las botellas y la prenda en el suelo, se dejó caer en la cama quedando casi inmediatamente dormido.

La imagen de su mujer y su hijo en medio de las llamas le obligaron a despertarse sobresaltado. Miró el reloj; las tres de la mañana. Era hora de ponerse en movimiento. Apresuradamente cogió las tres botellas que aun no había empezado y le pegó un largo trago a cada una para, a continuación, tras arrancar varios girones de tela de las enaguas de Corina y empaparlas en el bourbon, los introdujo en las botellas, dejando un extremo asomando fuera del recipiente.

La noche era oscura y sin luna, perfecta para sus planes. Avanzó en silencio por las calles, amparándose en la oscuridad, solo delatado por la brasa de su  cigarrillo. Cuando llegó frente al cuartel de los hombres del Coronel, se colocó tras la columna y sus ojos escrutaron la oscuridad.

Como esperaba ningún ruido emergía del edificio salvo el ronquido del hombre que hacía guardia sentado en una silla en el porche, justo al lado de la puerta con un rifle Winchester en el regazo. John dejó las botellas en el suelo y se acercó al hombre con el enorme cuchillo Bowie en una mano y un revólver en la otra.

Cuando aquel cabrón abrió los ojos, el cuchillo ya había entrado bajo su mandíbula y atravesando su boca se había clavado profundamente en su cerebro.

Mirando a ambos lados de la calle, John retorció un par de veces el cuchillo dentro de la herida y tras sacarlo, limpió la hoja en los pantalones del cadáver. Volvió a recoger las botellas y acercó la brasa del cigarrillo a los trapos empapados en whisky que prendieron inmediatamente. Con un gesto rápido, lanzó las botellas por distintas ventanas del primer y segundo piso y esperó a la puerta con los revólveres desenfundados.

En cuestión de segundos la llamas comenzaron a extenderse por el edificio y los gritos de sorpresa y dolor de los hombres llegaron claramente a sus oídos.

No sabía cuántos hombres quedarían dentro, pero los tres que intentaron salir por la puerta principal, antes de que el edificio se convirtiese en un infierno de fuego y humo, cayeron derribados por las balas de sus Colts.

Convencido de que nadie podía salir ya por la parte delantera, donde las llamas impedirían que nadie atravesase la puerta ni las ventanas, se dirigió a la parte trasera. Dos hombres más, medio cegados por el humo y tosiendo, salieron  por una de las ventanas traseras. Uno en calzoncillos y otro envuelto en una sábana.

John no tuvo misericordia y apuntó a los dos hombres que salía tambaleándose y boqueando. El primero desorientado y desarmado, solo preocupado de no tropezar con la larga sábana, cayó al primer disparo, pero el segundo había tenido los suficientes arrestos como para no salir desarmado y antes de que pudiese tumbarlo de un limpio disparo en la frente, tuvo el tiempo de levantar su colt y apretar el gatillo.

Fue un tiro apresurado, más con la intención de hacer huir al agresor que de querer realmente matarlo, pero fue un tiro afortunado y el forastero sintió como una aguja ardiente atravesaba limpiamente la parte derecha de su vientre.

El dolor lo paralizó por un instante, pero tras unos segundos su voluntad de venganza se impuso y con la mano derecha apretando el costado de su camisa, que se iba tiñendo de sangre, apretó los dientes y se acercó a los dos hombres para rematarlos.

A pesar de que ya estaban muertos disparó dos balas más al corazón de cada uno de aquellos canallas.

Los gritos de los vecinos, que empezaban a percibir el olor a quemado le alertaron y sin volverse para ver si escapaba alguien más, le quitó la sábana a uno de los cadáveres y usándola para contener la hemorragia y evitar así dejar un rastro comprometedor, se escurrió de nuevo entre las sombras, procurando no dejar ninguna pista mientras volvía camino del saloon.

La madrugada fue de locos, los gritos y las carreras  se escucharon durante el resto de la noche hasta que por fin, cerca del amanecer, los habitantes de Perdición consiguieron controlar el incendio sin que se extendiese más que a un granero colindante.

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*Un saludo y espero que disfrutéis de ella***