Redención VI

—Esta es una ciudad de pecado. —continuó sin dar tregua a los allí reunidos— El diablo campa por aquí a sus anchas. El diablo del oro, el diablo de la corrupción, el diablo de la fornicación...

Cordelia Jenkins

La señora Jenkins tuvo que tragarse una mueca de disgusto al ver aparecer a aquella meretriz en el umbral de su establecimiento y sonreírle mientras la observaba intentando inútilmente sacar defectos a aquel cuerpo joven y voluptuoso y al vestido de seda verde que le sentaba como una segunda piel.

—Buenos días, señora Jenkins. —saludó la joven cerrando su sombrilla y permitiéndole a la vieja harpía observar un rostro bello de tez pálida, con unas pocas pecas recorriendo sus pómulos.—Va a ser un día caluroso

—Como el infierno, señorita Holt. —dijo la mujer intentando recordarle a la joven que eso era lo que le esperaba tras una vida dominada por la vileza y la lujuria.—¿Qué le trae por aquí?

—Me preguntaba si han llegado los encajes que encargué. —respondió la joven echando un vistazo a la mercancía y cogiendo un poco de fruta y unos caramelos para sus chicas.

—Lo siento, aun no han llegado, —dijo Cordelia a pesar de que le habían llegado hacia casi una semana— pero estoy segura de que no tardaran.

—Está bien. No corre prisa. —repuso la joven paseándose por el almacén y curioseando entre el género.

Como siempre, Cordelia no le quitó ojo. Observó cómo las manos finas y suaves con las uñas largas y pintadas de dolor rosa acariciaban y sopesaban, eligiendo unas cosas y descartando otras. Unas manos que no se habían roto jamás una uña realizando un trabajo honesto.

La joven levantó la cabeza y la pilló mirándola fijamente. Sonrió y Cordelia, para evitar el apuro, comenzó a hablarle de las bonanzas de aquella simiente de maíz que la joven inspeccionaba con curiosidad, a pesar de que sabía perfectamente que no iba a comprarla.

Un golpe en la parte trasera las sobresaltó. Un "perdón" surgió de las profundidades de la tienda mientras la tendera fruncía el ceño.

—Es Mike. Está preparando a los hombres de Davenport.

—¿Se sabe algo? —preguntó Suzanne sin  poder ocultar un ligero escalofrío.

—Poca cosa. Mi Mike dice que, por la habilidad que mostró el asesino con el cuchillo, no deberíamos descartar a los indios...

—¡Que indios ni que cojones! —exclamó Davenport con voz estentórea mientras entraba en la tienda como un huracán— El culpable de todo esto es ese maldito forastero que acoges bajo tu techo. —añadió señalando a Suzanne con su dedo índice y provocando un nuevo escalofrío en la joven.

—Strange pasó toda la noche en una de mis habitaciones del saloon, con Xiaomei. —intentó  defenderle Suzanne y de paso a sí misma.

—Sí, puede ser verdad o puede que una de tus asquerosas furcias este mintiendo para defenderle. Que no me entere de que ninguna de tus chicas está ayudando a esa alimaña o no voy a ser tener misericordia con ellas.

Después de la funesta advertencia hizo una ligera inclinación de cabeza y desapareció tras el mostrador para hablar con el médico.

Sin poder evitar el placer de ver el terror en los ojos de aquella joven prostituta, Cordelia empaquetó con habilidad  las compras de la joven y la despidió diciéndole que solo era el cabreo del momento y que si realmente habían sido los indios, ella no tenía nada que temer mientras en su interior se regocijaba. Davenport no era un hombre al que se podía manejar solo con un chocho y cabreado era un enemigo muy peligroso. Aquella puta estaba metida en un serio problema.

Madame Suzanne

Aquella situación se estaba volviendo explosiva. El coronel jamás la había amenazado directamente y temía que utilizase aquel incidente para intentar hacerse con su saloon por la fuerza.

Si de algo estaba segura era de que el forastero se había cargado a los dos hombres de Davenport. No sabía cómo ni por qué, lo que le ponía a ella en una situación extremadamente delicada. Tenía a John de su lado pero, ¿Podía fiarse de su lealtad o escaparía como un conejo a la primera señal de peligro?

Su instinto le decía que el forastero tenía cuentas pendientes con aquel hombre y en sus ojos fríos y grises podía ver una determinación que la atemorizaba, pero Davenport tenía veintidós... Bueno, ahora veinte hombres. No sabía si aquel hombre solo, por muy hábil que fuera, sería capaz de acabar con el tirano.

El sudor comenzó a correr por su pecho y sus muslos humedeciendo su cuerpo, entorpeciendo sus movimientos dentro del pesado y caluroso vestido y sofocándola. El calor había sido intenso ese día y no dudaba que también lo sería durante la noche. Se acercó a la herrería del pueblo y descansó un rato a la sombra.

Dentro se escuchaba el rítmico martillear del herrero y los relinchos casuales de los caballos del establo que tenía detrás para guardar los animales que le habían traído para ser errados o de visitantes que no tenían donde guarecerlos.

En aquel lugar debía estar el caballo de Strange. Sin saber muy bien por qué, entró en el establo dominada por la curiosidad.

—Hola, señorita Holt. —dijo el mozo que dejó de cepillar un gran caballo de tiro para saludarla—  ¿Puedo ayudarla en algo?

—¡Oh! Nada. Solo quería asegurarme que no le falta de nada al caballo del forastero.

—Está perfectamente, puede verlo usted misma —dijo señalando uno de los boxes.

—La mujer se acercó y miró por la parte superior de la puerta. El caballo piafó y sacó la cabeza, con las orejas echadas hacia atrás dispuesto a atacar.

—Tenga cuidado, en un bicho muy...

—¿Cabrón?

—Iba a decir temperamental, pero ese adjetivo también vale.

Mientras tanto el caballo la estaba olfateando justo donde su mano había rozado la mano de John hacia un rato, relajándose visiblemente.

—Hola, chico. —dijo ella acariciando el sensible hocico del animal—¿Sabes que eres un animal magnífico?

El caballo piafó y sacudió la cabeza, pero buscó de nuevo la mano de la joven. Entretanto el muchacho había sacado una manzana de un tonel y se la había alargado a la joven para que se la ofreciera al animal.

Ojalá tú amo comiese igual que tú de mi mano. —pensó mientras dejaba que el animal mordisquease la jugosa fruta.

—Vaya parece que le cae bien. Ojalá me pasase a mí. Cada vez que tengo que darle de comer o beber, me hace sudar  fijando en mí esos ojos furiosos.

Suzanne acarició de nuevo su sensible hocico, pensando para sí misma que nunca había visto un caballo tan parecido a su amo, oscuro, fuerte, y de temperamento tormentoso. Sin saber muy bien si se refería al caballo o al amo se preguntó si alguna vez sería capaz de cabalgar a aquel semental.

Tras darle las gracias y una moneda de propina al mozo, salió de nuevo al caluroso ambiente exterior y se dirigió al saloon apurando el paso.

Cuando entró, Strange, que ya había ocupado su puesto, se levantó y le ayudó con los paquetes. Sin que ella dijese nada, fue tras la barra y le sirvió una limonada fresca.

Suzanne cogió el vaso agradecida y apartándose un mechón húmedo que tenía pegado a la frente, inclinó la cabeza hacia atrás y de varios tragos vació el recipiente, consciente de que John observaba su cuello y su escote moverse mientras lo hacía.

—Acabo de encontrarme con Davenport. —dijo ella posando el vaso en la barra— Esta hecho una furia y te culpa de todo. Yo que tú, cuidaría mis espaldas.

—No te preocupes por mí. —dijo el hombre sin cambiar la mortecina expresión de sus ojos— Sé arreglármelas solo.

—No solo tú me preocupas. Soy responsable de un negocio y tampoco quiero que les pase nada a mis chicas.

—Tranquila ese hombre no os hará nada. Os necesita para mantener el pueblo tranquilo. Además yo no me moveré de aquí.

La respuesta del forastero le confortó y le inquietó a la vez. Le había visto en acción y aquel hombre era rápido como una serpiente de cascabel, pero estaba casi segura de que si él no hubiese aparecido en su vida se las hubiese arreglado para lidiar ella sola con el coronel, al menos por un tiempo.

John lavó el vaso, lo colocó en un estante y se volvió a su sitio. Ella lo siguió con la vista admirando sus pasos seguros y tranquilos y por su puesto la forma en que su culo llenaba los raídos vaqueros.

En ese momento se dio cuenta de que hacia una eternidad que no echaba un polvo.

Reverendo Blame

En aquel lugar dejado de la mano de Dios, los muertos se enterraban lo antes posible. El calor hacia que en pocas horas la corrupción hiciese presa en ellos y no permitía una vigilia adecuada.

El cementerio estaba en una colina, a media milla al oeste del pueblo. Era un pequeño recinto de tierra estéril y pedregosa, apenas delimitado por un pequeño vallado de madera que impedía a las alimañas acercarse y escavar al pie de las cruces que señalaban la presencia de los finados. Los que tenían suerte, descansaban bajo una modesta cruz de hierro forjado con una imagen o el nombre del ocupante de la tumba, los que no la tenían, su lugar de  reposo final estaba marcado por dos trozos de madera apenas desbastados y unidos por un punta oxidada o un trozo de cuerda carcomida.

Los dos hombres de Davenport yacían en sendos ataúdes de madera, al lado de sus correspondientes agujeros, en el atestado cementerio de Redención. El coronel y todos sus hombres echaron un último vistazo a los finados y los hombres de Jenkins cerraron la tapa mientras él se preparaba para darles una despedida adecuada.

Todo el pueblo se había dado cita en el funeral. Nadie se atrevería a afrentar a Davenport ausentándose. Las bateas dejaron de separar barro y oro, el saloon y el almacén cerraron y todos los habitantes del pueblo se presentaron de riguroso luto en el cementerio, fingiendo que no se alegraban de la muerte de  aquellos dos facinerosos.

Cuando miraba a la gente allí reunida, se daba cuenta de lo lejos que quedaba Boston. Ahora sus sermones no trataban de conmover y exhortar como antes, si no que lo único que podía hacer con aquella caterva era atemorizarlos y amenazarlos con el fuego eterno.

Entre todos ellos, vestido con el uniforme de gala de coronel de La Unión, imponiéndose a todos con su corpulencia, estaba el coronel Davenport, mirándoles altanero, con el ceño fruncido y su cara contraída en un gesto de furia.

Sus charreteras doradas y su sable, probablemente teñido con la sangre de innumerables victimas, intimidaba a los habitantes del pueblo, pero no a él. Miró un instante a su hijo, atento en primera fila a sus palabras y carraspeando ligeramente para llamar la atención de los presentes, comenzó su sermón.

—Queridos conciudadanos, estamos aquí para despedir a Philips y a Jackson. Todos los conocíamos, eran grandes camaradas y grandes amigos, vivieron juntos la guerra de secesión y sufrieron juntos sus penalidades... y juntos aprendieron que el asesinato y el crimen podían ser rentables. —comenzó mirando fijamente a Davenport que no apartó su mirada.

—Pero no os equivoquéis, hermanos, el crimen y la violencia pueden ser rentables en este mundo pero tienen consecuencias... ¡Quién a hierro mata, a hierro muere! La violencia solo engendra más violencia y puede convertir una población en un infierno y a los habitantes que miran a otro lado mientras el crimen campa a sus anchas, los condena a un infierno no solo en vida, sino también tras la muerte. —dijo mirando esta vez al sheriff y luego al resto de los comparecientes.

—Nada de lo que diga en su favor servirá para salvar estas dos almas pecadoras. El infierno les espera para que den cuenta de todos los males que han causado en este mundo. ¡Dios no perdona a los asesinos ni a los impíos y tampoco a aquellos que los amparan y los disculpan!

—Esta es una ciudad de pecado. —continuó sin dar tregua a los allí reunidos— El diablo campa por aquí a sus anchas. El diablo del oro, el diablo de la corrupción, el diablo de la fornicación... —dijo fijando la vista en la joven dueña del saloon—Pero al igual que Dios, en su infinita sabiduría, puede salvar y redimir los pecados de estos hombres, esta ciudad aun puede salvarse. Pero debemos dar una giro de ciento ochenta grados a nuestras vidas, debemos arrepentirnos y devolver la dignidad a esta ciudad. Y  recordad que por muchas riquezas que atesoremos en este mundo, ninguna nos librará de la más dura de las sentencias en el juicio final.

Calló unos instantes y observó a todos y cada uno de los presentes, intentando fulminarles con la mirada y transmitirles la trascendencia de sus palabras. Vio todo tipo de rostros, el despreció de Davenport y sus hombres, las miradas huidizas y nerviosas de la mayoría de los vecinos y las de vergüenza de los más piadosos.

—Ahora ruego una oración por las almas condenadas de estos hombres, para que Dios, en su infinita misericordia, les muestre el camino y salve  a estos hombres del fuego eterno.

Todos los presentes, menos el coronel, bajaron la cabeza y murmuraron unas últimas palabras en recuerdo de los finados. El reverendo Blame y el coronel Davenport cruzaron sus miradas. El odio que destilaban aquellas oscuras pupilas no le generaba ninguna duda, el discurso no le había gustado nada al coronel.

Estaba la gente a punto de abandonar el lugar cuando Davenport se adelantó y colocándose frente a ellos hizo un gesto para que todos le escucharan.

—Gracias por el sermón reverendo, lo tendré muy en cuenta en el futuro. —dijo de forma que a nadie le cupiese ninguna duda de la intención de sus palabras.

Coronel Davenport

Estaba indignado. ¿Quién se creía aquel reverendo para censurar su conducta ante todo el pueblo, justo cuando estaba enterrando a dos de sus hombres? Tomó nota atentamente con la idea de ajustar cuentas más tarde. En ese momento tenía asuntos más urgentes que resolver:

—Philips y Jackson eran mis hombres. No eran perfectos, lo reconozco, pero estaban a mis órdenes y como empleados míos, quién los ha atacado, me ha atacado directamente a mí. —dijo golpeándose el amplio pecho con su dedo índice— El doctor Jenkins especula con que todo esto ha sido obra de esos harapientos pieles rojas que viven a dos días de aquí, pero todos sabemos que esto es obra de uno de los habitantes de este pueblo que actuó en las sombras, a traición y cuando lo encuentre pienso agarrar a esa sabandija y hacerla sufrir hasta que me suplique que la mate. —dijo el coronel con voz ronca y profunda.

—Ese asesino actuó en el centro el pueblo. Alguno de vosotros tiene que haber visto algo. —continuó señalando con el dedo a los presentes— Ofrezco mil dólares a cualquiera que me pueda dar información por el asesinato de mis hombres. —añadió sacando un fajo de billetes y mostrándolo a los presentes para despertar la codicia de la gente— Y los daré con gusto. Pero si alguno de vosotros me miente u oculta al asesino, no tendré piedad con él. —continuó fulminando a Suzanne con la mirada— ¡La justicia en este pueblo soy yo! ¡Ni Dios, ni el mismo Lucifer, pueden quitarme ese privilegio!

Satisfecho, vio como la gente bajaba la mirada dócilmente mientras él los interrogaba con la suya uno a uno. Todos menos esa maldita puta, y aquel saco de músculos sueco y sin cerebro que parecía su sombra. Sabía que estaba aterrada, pero se mantenía firme, vestida con un ceñido traje de luto que le gustaría arrancar a mordiscos antes de violarla. No pudo por menos que admirar su frialdad mientras se preguntaba si el cabrón de Strange se la follaba.

—¿Y bien? ¿Alguien sabe algo?

—Lo único que sé, coronel, es que vi a Philips toda la tarde vigilando la entrada del saloon de Suzanne. —respondió el viejo Jewison.

Varios de los presentes asintieron y comentaron en voz baja la intervención del anciano, pero no añadieron nada más.

—Eso ya lo sé. Estaba allí porque yo se lo ordené. —replicó el coronel — ¿Algo más?

Nadie dijo nada más. Por los rostros atemorizados era evidente que ninguno de los presentes había visto nada. Si supiesen algo lo habrían contado todo. Contrariado, se giró y se alejó del cementerio sin ver como les enterradores ponían las ultimas paladas de tierra sobre los ataúdes de sus hombres.

A pesar de todo no importaba. Sabía perfectamente quién era el culpable. Ese hijo de perra había llegado hacia menos de tres días y ya había matado a dos de sus hombres. Aun no sabía si quería llamar su atención o dejar claro que no se podía jugar con él, pero lo que no sabía ese  John Strange es que  había cometido un error de cálculo. No permitiría que nadie socavase su autoridad y menos un vagabundo con un par de revólveres como único patrimonio.

Cuando terminase con él, ajustaría también cuentas con Suzanne y el reverendo Blame. Se habían acabado las buenas maneras. Se apoderaría del saloon y de aquellas putas por la fuerza. Haría esclava a Suzanne, la follaría y la sodomizaría, dejaría que todos sus hombres se la pasasen por la piedra y luego le pegaría un tiro. Al reverendo lo compraría y si no aceptaba la plata, tendría que tragarse el plomo.

Subió al caballo, orgulloso de poder aun hacerlo sin ayuda de nadie a sus casi sesenta años y al paso se dirigió  a su casa. Tenía que planear sus próximos movimientos, había tiempo hasta que el forastero hiciese su siguiente movimiento...

O eso creía.

Madame Suzanne

A pesar del intenso calor vespertino, un sudor frío recorría su espalda. No cabía ninguna duda de a quién había dirigido el coronel sus amenazas. Tenía la sensación de haber apostado su vida y  sin tener siquiera una mano decente. Gunnar pareció darse cuenta de su debilidad y le ofreció su brazo para que se apoyase en él, pero ella lo rechazó con un gesto y aparentando firmeza se alejó del cementerio.

El Saloon estaba desierto. Sus chicas estaban escondidas en sus habitaciones con distintos grados de miedo mientras John estaba en su silla sentado, con el ala del sombrero tapándole los ojos, el cigarrillo en la boca y la botella de whisky en el suelo, a su lado.

Suzanne fue directamente a la barra y se sirvió un vaso de bourbon que bebió de un trago. Casi sin respirar. Gunnar se lo volvió a llenar y ella lo apuró de nuevo.

—No sé si has tenido algo que ver con todo este lío, pero Davenport va a por ti. —dijo la joven por fin un poco más tranquila.

John levantó el ala del sombrero y la miró un instante, pero no dijo nada.

—¿Es que no vas a decir nada? ¿Sabes que solo por estar tú aquí, Davenport me ha amenazado directamente?

—¿Quieres que me vaya? —preguntó él de nuevo observando la columna de humo de su cigarrillo subir hacia el techo.

Suzanne lo pensó un instante y el miedo estuvo a punto de paralizarla. Aunque quisiese, ya era demasiado tarde. Estaba segura de que Davenport ya había cambiado de estrategia con respecto a ella y el forastero solo era una excusa. Si John se fuese nada cambiaría y su intuición insistía tercamente en que ese hombre era el que había estado buscando toda su vida.

—No, por supuesto que no quiero que te vayas. Primero porque nadie ha demostrado que hayas sido tú. Segundo porque Davenport no se va a detener aunque tu desaparezcas y tercero...

—Sí, ¿Cuál es el tercer motivo? —dijo Strange  acercándose a la barra, poniéndose frente a ella y sonriendo socarronamente.

—Yo...

Aquellos ojos grises la miraron con tal intensidad que todas sus ideas se esfumaron y se encontró tartamudeando. Suzanne cerró sus labios sintiendo como la intensidad de la mirada de John hacía que todo su cuerpo despertara. Sus labios se acercaron desde ambos lados de la barra con una lentitud torturante. La distancia entre ellos fue disminuyendo.

Incómoda con el sombrero, se lo quitó dejando que una cascada de pelo rojo cayese sobre sus hombros. En ese momento los ojos de John cambiaron, durante un instante pareció que se anegaban en lágrimas para a continuación congelarse convirtiéndose en la mirada fría y muerta de siempre.

Suzanne se sintió entre triste y desesperada. Aquel hombre era tan evasivo como el humo de su cigarro. Cada vez que creía tenerlo, se esfumaba como un fantasma...

—Creo que hoy no va a atreverse nadie a salir de casa. Así que si no me necesitas...

Sin pedir permiso cogió cuatro botellas de bourbon y se las llevó escaleras arriba, seguramente a buscar una de sus putas para pasar la noche. Suzanne le observó pugnando por controlar las lágrimas de frustración.

—La tercera es porque te quiero, maldito gilipollas —susurró la joven mientras tiraba el sombrero con furia contra el suelo.

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*Un saludo y espero que disfrutéis de ella***