Redencion IX

La única ventaja que tenía es que John nunca hacía alardes. Mantenía el saloon en calma solo con la oscura energía que emitía su presencia, pero ¿Qué pasaría si perdía el conocimiento o se ponía a temblar o a retorcerse de dolor en medio de todos los presentes? Era un jugada muy arriesgada.

Madame Suzanne

En cuanto el doctor se hubo ido llamó a las chicas una a una, evitando despertar a Gunnar o a las sirvientas y las reunió en la planta baja con el pistolero aun inconsciente sobre la mesa. No se anduvo con rodeos. No hacía falta contarles como estaba la situación. Todas estaban al corriente de los intentos del coronel por comprar el saloon a Suzanne y siempre habían agradecido que su jefa y amiga las protegiese, así que se mostraron unánimes a la hora de aprobar la ayuda que le estaba proporcionando al forastero.

Suzanne sonrió aliviada y manteniendo una calma aparente, les aseguró de que todo se arreglaría. A continuación Betsy y Corina, ayudadas por las demás, levantaron el cuerpo inerte del pistolero y lo llevaron escaleras arriba hasta su habitación donde lo depositaron con toda la delicadeza que  pudieron. John no recuperó la consciencia en ningún momento. Se quedó inerte sobre la cama, respirando con facilidad, pero sin hacer ni un solo movimiento. Suzanne se sentó un rato en el sofá orejero, al lado de la ventana, donde habitualmente se sentaba a leer en sus ratos libres y vigiló su sueño mientras las chicas limpiaban hasta el último rastro de sangre en la planta baja.

Cuando terminaron, las chicas se retiraron a descansar. Todo tenía que ser como siempre y debían estar frescas y lozanas para atender a sus clientes al día siguiente. Solo ella se quedó despierta, vigilando al forastero. No es que creyese demasiado en Dios. En su vida había sido testigo de su inexistencia o al menos de una inconfundible mala baba, pero se sentía tan impotente que solo se le ocurrió rezar. Cuando terminó su oración y separó las manos se fijó en ellas. Aun tenían costras de sangre seca.

Después de echar un nuevo vistazo a John y asegurarse de que no le faltaba de nada, cogió una lámpara y se acercó a la jofaina que tenía junto con un espejo en una esquina de la habitación y que utilizaba para lavarse todas las mañanas. Cogió el jarrón que había al lado y vertió agua en ella. Se enjabono la manos y se las frotó con fuerza, pero la sangre seca se obstinaba en agarrase a sus uñas. Se frotó con desesperación como si borrando aquellas manchas acabase con todos sus problemas. Sus manos ya estaban limpias, pero en su mente aun tenía la sangre del forastero en ellas. ¿Cuál sería la siguiente? —se preguntó sin parar de frotar— ¿La sangre de Gunnar? ¿La de una de las chicas? Frotó y frotó mientras dejaba por fin que las lágrimas corriesen libremente por sus mejillas.

Cuando finalmente se calmó, se lavó la cara eliminando los restos de rímel corrido de su cara y volvió a acercarse al Forastero.

John dormía apaciblemente. Tenía el rostro pálido por la pérdida de sangre. Le parecía tan frágil que no podía creer que aquel hombre fuese el tipo duro que se sentaba todos los días en el saloon, manteniéndolo en calma con solo una mirada. Sin poder evitarlo las lágrimas volvieron a fluir. A los pies  del lecho del hombre, arrodillada al lado de la cama, las dejó correr libremente y rezó de nuevo con un fervor solo comparable al que había empleado en el orfanato cuando le pedía a aquel Dios sordo e inmisericorde que le diese una mamá y un papá. Rezó para que aquel desconocido al que amaba cada vez más, y que era su única salida a aquella imposible situación, se recuperara.

Cuando las oraciones se secaron en su mente y las lágrimas en su cara, se tumbó en la cama, al lado de John, que parecía descansar plácidamente. Con delicadeza lo arropó con la colcha y se dispuso a dormir un rato.

—Por favor, no te mueras. —susurró antes de quedarse dormida.

John Strange

La luz que entraba por la ventana le despertó. Por la forma en la que entraba el sol debía estar ya alto en el cielo. Trató de incorporarse pero un dolor lacerante, que irradió de su vientre y se extendió por todo su cuerpo, le paralizó, así que optó por mirar a su alrededor para averiguar dónde demonios estaba.

Lo último que recordaba era haber entrado en el saloon tambaleándose y haberse desplomado en una silla con la sábana de aquel tipo enrollada entorno a su cintura. El resto eran todo una serie de imágenes aisladas. Recordaba la cara de Suzanne mirándole con preocupación; al doctor quitándole la botella de Whisky para dar un par de tragos y por último un dolor desgarrador en sus entrañas antes de desmayarse.

Miró de nuevo a su alrededor. Estaba en una habitación, probablemente de una de las prostitutas, pero era algo distinta de las otras en las que había estado. Todo era más bonito, más personal. Además de la habitación, a través de una puerta entornada pudo ver un pequeño recibidor con una mesa redonda y un par de sillas.

La cama era cómoda y acogedora, no era la típica cama robusta diseñada para aguantar las duros juegos horizontales que se daban en la habitación de una prostituta.

Al girar de nuevo la vista hacia la luz vio la ventana cubierta con alegres visillos y con un cómodo y baqueteado sillón orejero al lado.

Cuando Suzanne entró en la habitación con una bandeja no le costó imaginar que aquella era su habitación.

—Veo que has despertado. ¿Qué tal te encuentras? —preguntó ella abriendo contraventanas y permitiendo que la luz bañase la estancia.

—Como si una manada de bisontes se hubiese paseado sobre mis tripas. —respondió con voz rasposa.

John guiño los ojos deslumbrado mientras la joven se atareaba en servir una taza de café y untarle un par de tostadas.

—¿Cuánto tiempo he dormido? —preguntó intentando incorporarse.

—Algo menos de doce horas. —respondió Suzanne mientras le ayudaba a sentarse y ponía un par de almohadones en su espalda para que estuviese más cómodo.

No tenía ningún hambre, pero sabía que la herida era grave y necesitaba energía para recuperarse, así que poco a poco dio cuenta de todo lo que había encima de la bandeja.

El café pareció revivirle un tanto y se sintió un poco más animado aunque la herida no dejase de escocerle.

A continuación la mujer le obligó a tumbarse de nuevo y le curó las heridas tal y como el doctor Jenkins le había indicado. Las cicatrices estaban hinchadas y enrojecidas, pero lo único que podía hacer era limpiar y vendar las heridas lo mejor que podía. A continuación cogió una pequeña botella con láudano y se dispuso a darle una cucharada para calmarle el dolor.

—No, no quiero esa mierda. Solo tomaré un poco antes de levantarme.

—Jenkins dijo que no debes moverte de aquí en dos o tres días, hasta que estemos seguro de que la herida esté cerrada.

—Si no bajo ahí esta tarde, y estoy en el sitio de siempre, Davenport se enterará y sospechará algo. Me ayudaréis a bajar y a ocupar el sitio de siempre y entonces tomaré una cucharada de ese mejunje para aguantar el dolor. Ahora déjame descansar un par de horas.

Madame Suzanne

Salió de la habitación con los restos del desayuno y bajó las escaleras pensando que a pesar de ser una mala idea, John tenía razón. Estaba segura de que aquella noche aparecerían los hombres de Davenport y si notaban su ausencia, inmediatamente sospecharían. ¿Pero sería capaz el forastero de engañarles y hacerles creer que estaba en plena forma? No tendría más remedio que averiguarlo.

La única ventaja que tenía es que John nunca hacía alardes. Mantenía el saloon en calma solo con la oscura energía que emitía su presencia, pero ¿Qué pasaría si perdía el conocimiento o se ponía a temblar o a retorcerse de dolor en medio de todos los presentes? Era un jugada muy arriesgada.

Cada vez que imaginaba lo que podía pasar un escalofrío recorría su espalda. Sabía de sobra como se las gastaba Davenport y no se hacía ilusiones.

Posó la bandeja sobre la barra y la limpió con las manos temblorosas antes de entregársela a Big Mama para que la guardase. El saloon vacio y silencioso siempre le había parecido un poco amenazador. Solo cuando estaba lleno y el whisky y el sexo corrían como un torrente se sentía verdaderamente cómoda en él.

Pasó por enésima vez un trapo por la pulida madera de la barra y sus pensamientos volvieron a la difícil noche que la esperaba. No tardó en llegar a la conclusión de que necesitaba un plan de emergencia, por si el pistolero sufría una crisis. Necesitaba tener la atención de todos los presentes mientras alguna de las chicas ayudaba al forastero.

Poco a poco fue formándose un plan en su mente. No era muy sutil, pero estaba segura de que por lo menos durante unos minutos se las arreglaría para alejar todas las miradas de John, esperaba que por el tiempo suficiente.

Coronel Davenport

—¡Malditos gilipollas! ¡Os dije que mantuvieseis los ojos bien abiertos! ¿Y vosotros qué hacéis? Emborracharos como idiotas y dormir la mona mientras ese hijo puta hace una barbacoa bajo vuestros culos. Te mataría si no fuese porque necesito hasta el último de vosotros.

John les había pillado con los pantalones bajados. De la docena de de hombres que dormían en el cuartel, solo había logrado escapar aquel idiota que apestaba a pollo quemado. Solo le quedaban seis hombres. La idea de entrar a saco en el salón y cargarse a ese cabrón había quedado totalmente descartada.

—Lo siento, señor. Sanders estaba vigilando. No sé cómo demonios ha podido pasar. —respondió el hombre con el sudor corriéndole  abundantemente por las sienes y haciendo profundos surcos en el hollín.

—¡Si tú no lo sabes yo te lo diré! —rugió Davenport haciendo temblar los cristales del despacho— Sanders, al igual que todos vosotros, pandilla de borrachos inútiles, estaría durmiendo la mona en la silla con el rifle en el regazo. Probablemente, si no lo hubiese matado es hijo de perra, se hubiese pegado un tiro en la cara.

—Anda, lárgate. No me sirves de nada. No quiero volver a ver tu jeta. A partir de ahora harás las guardias en el tejado de la mansión. Y que no se te ocurra quedarte dormido, porque te juro que te despellejo como a una ardilla con mis propias manos. —dijo el coronel dando un puñetazo en la mesa que retumbó en el despacho como un cañonazo.

Solo la forma que tuvo de encogerse el hombre y salir tan rápida y silenciosamente como pudo reconfortó ligeramente a Davenport. Cada vez se estaba más cabreado, aquella situación se le estaba yendo de las manos. A gritos llamó a Rusty. Su lugarteniente apareció casi al instante. Su rostro pétreo, con aquella boca que parecía una cicatriz y los ojos pequeños y oscuros que revelaban un fidelidad absoluta hacia su amo, le tranquilizaron un tanto.

—¿Has organizado las nuevas guardias?  —inquirió el coronel mientras invitaba a su subordinado a sentarse.

—Sí, hemos reforzado la vigilancia tres hombres vigilan y otros tres descansan con la ropa puesta y el Colt debajo de la almohada. De ser necesario estarán en la puerta de tu despacho preparados en menos de treinta segundos, jefe. Lo he comprobado varias veces. Esta vez ese cabrón no nos pillará desprevenidos.

—Eso espero, —replicó el coronel haciendo patente su mal humor con el tono de su voz— ¿Sabéis algo del forastero?

—De momento nada, señor. Tengo apostado un hombre a la puerta del saloon, pero no ha salido. Quizás alguno de nuestros hombres lo haya herido.

—O quizás haya decidido que lo más prudente es no asomar el hocico hasta que las cosas se calmen un poco. —apuntó Davenport pensativo— Quiero que vayas al saloon. Sin burradas. Solo quiero que te asegures de que el forastero está vigilando el local como siempre. Si notas algo raro, toma nota, pero no hagas nada. ¿Entendido? No quiero más sorpresas. El próximo golpe lo daremos nosotros y será el último.

Con un gesto despidió a Rusty, que salió del despacho asegurándole que cumpliría con sus instrucciones al pie de la letra. Esperaba que así fuese. Ahora necesitaba hasta el último hombre que le quedaba, antes de que pudiese contratar a más.

Estaba claro que había subestimado a aquel hijo de mala madre , pero no volvería a pasar. Esta vez era él el que tenía un plan y aquella sabandija lo pagaría muy caro, así como todos los que lo habían ayudado.

Mike y el sheriff Donegan

El olor a carne socarrada era tan intenso que incluso con los pañuelos tapando su rostro no pudieron evitar las nauseas. Jenkins y "tuerto" Donegan se acercaron a los rescoldos humeantes, intentando buscar restos de los hombres de Davenport. A parte de los cinco que murieron fuera a balazos, dos de ellos, que dormían la mona en la parte trasera, habían muerto intoxicados por el humo y estaban casi intactos, pero del resto solo quedaron los huesos que acabaron todos juntos en un saco.

—Creo que primero se cargó al del porche. —dijo el sheriff señalando el cadáver que aun permanecía sentado con un charco de sangre en su regazo— Luego lanzó algo por las ventanas para incendiar el edificio y terminó practicando el tiro al blanco con los pocos que lograron escapar.

—Una puntería perfecta, por cierto. —añadió Jenkins señalando las cabezas reventadas y los torsos agujereados justo a la altura del corazón.

—¿Sigue pensando que puede ser obra de los indios? —preguntó Donegan sin esperar respuesta— Todo el mundo sospecha quién ha sido, Davenport estará hecho una furia y tarde o temprano esto se va a convertir en un baño de sangre.

—¿Vas a hacer algo por evitarlo? —preguntó Mike para disimular e indicando a sus ayudantes que acercasen la carreta.

—¿Qué quieres que haga? ¿Intentar detener al forastero y recibir un balazo? ¿Intentar convencer a Davenport de que debe dejar el pueblo y me pegue un balazo después de despellejarme como un conejo? No te equivoques, ni Davenport me ha puesto aquí para inmiscuirse en sus asuntos, ni yo no acepté este trabajo pensando en sacrificar mi vida por la chusma que habita este agujero.

El médico se encogió de hombros y ayudó a sus hombres a subir los cuerpos a la carreta. Si la gente seguía muriendo con esa frecuencia, tendría que acabar enterrando los cuerpos envueltos en el papel que usaba su mujer para empaquetar los pedidos. Solo esperaba haber acertado al remendar a aquel hijo de perra o no sabía si sería capaz de cargar con una culpa semejante.

Mientras resoplaba y sudaba bajo un sol inclemente, se preguntó qué razones podía tener el forastero para meterse con Davenport. En su opinión era una misión suicida. Hasta ahora los había pillado desprevenidos, pero aun le quedaban al coronel suficientes hombres para acabar con John Strange y además ahora estaba herido. Esperaba que el forastero tuviese un buen plan, porque estaba seguro de que  esta vez Davenport lo tendría y no le gustaría estar en el pellejo del forastero.

Donegan miró la pila de cadáveres y el saco con los restos carbonizados que ocupaban la caja de la carreta y un súbito temor le invadió. Esta vez el coronel no solo se lo haría pagar al forastero, todo el pueblo tendría que rendir cuentas ante él.

—Tengo en la oficina un bourbon de Kentucky de doce años. Lo reservaba para una ocasión especial, pero me parece que será mejor emborracharse antes de que este pueblo se vaya al diablo. —dijo Donegan rodeando al médico por los hombros.

—De acuerdo, va a ser un día muy duro, —Jenkins era incapaz de rechazar una invitación semejante— pero será mejor acompañarlo con algo, yo también tengo un poco de cecina ahumada de primera calidad, traída del este, nada de mula vieja.  Nos vemos en quince minutos en tu oficina.

John Strange

Cuando Suzanne vino a buscarle,  le pareció que habían pasado apenas unos segundos desde que había cerrado los ojos. Se sentía cansado y apático. Ya había pasado por todo aquello y sabía que aquellos eran los primeros signos de la infección.

No sabía si estaba ya febril, pero encontró a la madame especialmente hermosa aquella tarde. Parecía haberse maquillado con más cuidado que de costumbre y llevaba un precioso vestido de seda color índigo, con los hombros al aire, que se estrechaba de modo imposible en la cintura y tenía una raja en un lateral que le llegaba hasta la cadera. Sus manos estaban cubiertas por unos guantes de encaje del mismo color que le llegaban casi hasta los codos y tenía su hermosa cabellera llameante recogida en un elaborado moño.

En aquel momento deseo estar en cualquier otro sitio, solo con ella.... No, no. Era un error. Apretando los dientes y con la ayuda del dolor, consiguió volver a centrarse en su objetivo.

Sin prisa comió un emparedado de carne y bebió media cerveza. La comida pareció reconfortarle un tanto y una infusión de corteza de sauce le ayudó a aplacar un tanto las punzadas de dolor.

Tras un par de minutos aparecieron todas las chicas que amorosamente le ayudaron a levantarse y ponerse la ropa. Lo peor fue cuando le ayudaron a bajar las escaleras. Gunnar lo hubiese hecho con más facilidad, pero al parecer Suzanne no se fiaba demasiado de que mantuviese la boca cerrada y le había mandado a hacer unos recados para mantenerle totalmente en la inopia.

A pesar de la media cucharada de Láudano que había aceptado esta vez, cada escalón era una tortura. Cuando llegó abajo y finalmente le sentaron en su silla. Su frente estaba cubierta de un sudor frío, la herida le palpitaba dolorosamente y se sentía mareado.

Suspiró aliviado cuando su cuerpo descansó en el rígido asiento. Un buen trago de Whisky le ayudó a reponerse y el láudano poco a poco hizo efecto hasta convertir el dolor en una sorda incomodidad.

Pidió un cigarrillo, pero Suzanne se lo prohibió terminantemente y le dio un palillo para mantenerse ocupado.

—Ahora, atadme a la silla. —dijo poniéndose tan recto como pudo.

—¿Cómo? ¿Para qué demonios...? —preguntó Betsy sorprendida.

— Si pierdo el conocimiento, al menos no me caeré de ella.

Suzanne se alejó un momento y volvió con unas cinchas de cuero con las que ató al pistolero por el torso y luego le puso el chaleco por encima y  para terminar de disimular la atadura, tapó el respaldo de la silla con una vieja manta india.

Finalmente se arrodilló para asegurase de que no había sangre en el apósito. John, desde arriba, miró el escote de la joven y se perdió en aquellos senos pálidos y redondos y en el profundo canalillo que había entre ellos, haciendo que la sangre corriese más rápido por sus venas por unos momentos.

—Esto me recuerda una lección que aprendí de niña en el orfanato. —dijo Suzanne mientras terminaba de colocar la manta— Las monjas nos hablaron de un caballero medieval español muerto al que  ataron a la silla de su caballo para que participase por última vez en una batalla.

—Y yo que creía que era el primero. ¿Y cómo terminó la batalla?

—La ganó. —respondió ella mirándole con unos ojos llenos de determinación.

—Espero no tener que morir para ganar la mía. —dijo John inclinando el sombrero sobre la frente y poniendo la pierna encima de la mesa.

Dejó que la mujer se alejase y bajó la mano hasta las pistoleras. El tranquilizador tacto de las cachas de sus Colt le dieron un poco de confianza y se preparó para una noche que iba a ser muy larga.

Poco  a poco, en cuanto se puso el sol y las bateas dejaron de separar oro y cieno, el saloon empezó a llenarse. No dudaba de que alguno de los hombres de Davenport se acercaría para intercambiar unas palabras con él así que intentó mantenerse lo más despejado posible.

La noche transcurría con tranquilidad. La gente intentaba divertirse, pero era evidente que la sombra de Davenport y sus hombres muertos planeaba en el ambiente generando un clima de calma artificial. En cuanto Gunnar llegó de los recados que le había encomendado, Suzanne le ordenó que se quedase cerca de la puerta vigilando. Afortunadamente, nadie parecía darse cuenta de su estado y él procuraba mantenerse tan quieto como podía, conservando fuerzas y apretando los dientes cada vez que una punzada de dolor atravesaba su vientre. La verdad es que no esperaba que el matasanos hubiese sido tan hábil, aunque después de pensarlo bien llegó a la conclusión de que en una ciudad como aquella, lo normal era que tuviese más experiencia en arreglar cuerpos descalabrados que en curar resfriados.

Parecía que Davenport esta vez le había tomado más en serio. Alrededor de la media noche llego Rusty, su mano derecha. Todo el mundo dejó lo que estaba haciendo. Las partidas de póquer se interrumpieron. Los vasos volvieron a posarse sobre la barra, llenos aun. Las conversaciones picantes y los sobeteos se quedaron suspendidos. Todos miraron al recién llegado y luego al forastero. Todos sabían lo que había pasado aquella noche y todos sabían quién era el principal sospechoso. La tensión podía cortarse con un cuchillo.

Rusty, tras echar una mirada a su alrededor, atravesó la espesa cortina de humo de cigarrillo y se dirigió directamente hacia él.  Solo unos pocos clientes optaron por volver a sus ocupaciones. La mayoría siguieron al hombre de Davenport con la misma mirada con la que un perro de las praderas observa el paso de una serpiente de cascabel

John contuvo el impulso de volar la cabeza de aquel cabrón de un tiro e intentó parecer relajado, sin mover un músculo, esperando pacientemente a que Rusty se acercase. Aquel hijo de perra se sentó frente a él y le levantó el ala del sombrero.

Rápido como un relámpago, John sacó el revólver y lo apoyó bajó la barbilla.

—Este lugar no os pertenece. —siseó clavando su ojos grises en  aquel facineroso— Puedes sentarte y beber algo o disfrutar del espectáculo, pero si tocas un solo pelo a alguien, adornare la pared de este lugar con tus sesos.  Ahora quédate a tomar algo, o ve a chuparle la polla a tu amo, pero no se te ocurra volver a acercarte a menos de dos metros de mí.

El movimiento de John había sido cuidadosamente calculado. Al apoyar el cañón de su revólver en la barbilla y empujar ligeramente hacia arriba le había impedido a Rusty mirar directamente la cara de John y negándole la oportunidad de observar detenidamente la palidez de su rostro o sus marcadas ojeras.

Sin aflojar la presión, tiró del ala de su Stetson de nuevo hacia abajo, sin apresurarse, simulando disfrutar de la incómoda postura que Rusty se había visto obligado a adoptar. Cuando consideró que ya era suficiente, bajó el Colt poco a poco hasta apartarlo, dejando un circulo enrojecido allí donde el cañón había estado presionando la barbilla de aquel cabrón.

A continuación hizo girar el revólver  en su dedo índice varias veces hacia delante y hacia atrás antes de meterlo sin dificultad en la pistolera a pesar de estar sentado.

Aquella exhibición pareció convencer a Rusty, aunque no parecía estar dispuesto a huir de allí con el rabo entre las piernas. Con movimientos tranquilos, se dio la vuelta y dándole la espalda se dirigió a la barra  y pidió una botella de whisky.

Admiraba la sangre fría de aquel hijo de perra. Consciente de que no había nadie allí que no desease meterle un par de balas en el cuerpo les dio la espalda a todos, John incluido, para demostrar que no les tenía ningún miedo.

Tras beber el primer vaso, se dio la vuelta de manera que pudiese tener una buena panorámica de todo el local y siguió bebiendo y charlando ocasionalmente con el tipo que bebía a su lado, sin dejar de lanzar inquisitivas miradas en su dirección de vez en cuando.

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*Un saludo y espero que disfrutéis de ella***