Redención III
He visto salir al forastero... dijo la mujer mientras cogía un cepillo y probaba las cerdas antes de darse por satisfecha y ponerlo sobre el mostrador. ¡Oh! Sí. No tiene un aspecto tranquilizador que digamos. Esos ojos grises que parece que te atraviesan como cuchillos y ha comprado munición suficiente para matar a todos los habitantes de esta ciudad dos veces...
Madame Suzanne
El forastero se pasó en la habitación follando a Betsy y bebiendo Whisky casi veinticuatro horas seguidas. Cuando finalmente bajó por las escaleras, limpio y afeitado, parecía otro hombre. Suzanne no pudo evitar un ramalazo de envidia al ver la cara de satisfacción que ponía Betsy mientras bajaba las escaleras tras él.
Inmediatamente sintió la necesidad de exhibirse ante él y aunque era un poco pronto para el espectáculo diario y no había demasiada gente, le dijo a Gunnar que le sustituyese un rato tras la barra y se dirigió al escenario con su vestido de seda verde esmeralda.
John se cruzó con ella lanzándole una mirada fugaz y continuó en dirección a la barra donde pidió una cerveza. Cuando se subió al escenario el hombre le daba la espalda aparentemente concentrado en su bebida.
Con una sonrisa, Suzanne se subió a las tablas y haciendo una señal a la pequeña orquesta formada por un violín y la pianola, comenzó a cantar una melodía de origen irlandés. Con satisfacción vio como el hombre se daba la vuelta y la observaba con una mirada indescifrable. Adelantó una pierna que asomó por la raja del vestido que le llegaba a la cadera. Los presentes silbaron y vitorearon, observando y deseando tocar aquella pierna esbelta y pálida adornada con una provocativa liga profusamente bordada, pero ella no les hizo caso y siguió cantando, fijando su mirada en el forastero, intentando penetrar en su alma con la melodía.
Cuando terminó la canción, un coro de aplausos la obligó a apartar su mirada del forastero y responder con una graciosa inclinación. A pesar de que todos sabían que su cuerpo no estaba en venta, algunos de los presentes lo intentaron, ofreciéndole incluso una bolsa de pepitas de oro.
Suzanne saludó a unos y rechazó amablemente las invitaciones de otros mientras se volvía a colocar tras la barra.
—Buenas noches, forastero. Me imagino que ha encontrado todo a su gusto, ya que no ha salido de su habitación en casi un día.
—Ha estado todo perfecto, muchas gracias. Y llámame John, por favor. —replicó el forastero mirándola por fin a los ojos.
—¿Una copa? Invita la casa.—dijo la joven sacando una botella con un líquido transparente y dos pequeños vasos.
—¿Tequila? ¿Por qué no? —respondió él echándose el contenido del vaso al coleto de un trago a la vez que la mujer.
Ambos hicieron un mismo gesto y los ojos volvieron a contactar haciendo que Philips, uno de los hombres de Davenport, que estaba tomando whisky en una de las mesas, se fijara y se acercara a la barra con un gesto poco amigable.
—¿Y qué te trae por aquí? —preguntó Suzanne.
—¿Eso, que le trae por aquí, amigo? —añadió el hombre de Davenport.
—Quizás esos ojos verdes, quién sabe... —respondió él ignorando al entrometido.
—No pretendo ofenderle, amigo, —interrumpió Philips de nuevo, apoyando las manos en las cachas de sus revólveres— pero esta señorita es la novia del coronel. Así que le sugiero que coja sus cosas y siga su camino... amigo.
John Strange
—Sí, ya veo que está totalmente enamorada. —dijo John al ver como la madame ponía los ojos en blanco—¿Cuándo es la boda? ¿Cuál es el menú? ¿Necesitáis a alguien que entretenga al personal? Soy muy bueno con los malabares.
—No sé quién se cree que es, amigo, pero no le conviene enfadar al coronel Davenport. Este pueblo y todo lo que contiene son de su propiedad.
—Ajá. —dijo encendiendo un fósforo en la rasposa mejilla de Philips y acercando la llama a su cigarrillo— Me doy por enterado, ahora vete a lamerle la polla a tu jodido coronel.
—¡Puto cabrón! Yo mismo te voy a... —dijo el hombre echando la mano a su revólver.
El silencio se había apoderado del saloon y todos observaron como John sacaba el Colt como un relámpago y lo apoyaba en la sien de aquel paleto, amartillando el arma antes de que pudiese terminar de sacar el arma de su pistolera.
—Adelante, saca un milímetro más ese hierro de su funda y esparciré tus sesos por la barra. —siseó entre dientes, apretando un poco más el arma contra la cabeza de Philips.
Philips no hizo caso e intentó sacar el arma. John, que no quería un muerto delante de testigos, por muy favorables que estos fuesen, con la mano libre le sacudió un puñetazo en la barbilla, haciendo que aquel hijo de perra golpease la barra con la cabeza y cayese en el suelo como un saco.
Mientras aquel rufián intentaba despejarse, John se agachó y le cogió la pistolera dejándola sobre la barra.
—Guárdasela hasta que se le haya pasado la mona, —le dijo a Suzanne vaciando el revólver y la canana de balas—no quiero que se dispare en un pie por accidente.
Madame Suzanne
Aquel hombre no paraba de sorprenderla. Jamás había visto un hombre tan rápido desenfundando. Ni siquiera Gunnar lo vio venir que se levantó dispuesto a echar al forastero hasta que ella lo paró con un gesto. Regodeándose, observó como Philips se acariciaba la mandíbula dolorida e intentaba incorporarse con las piernas aun temblorosas. El forastero no le dedicó ni una mirada siquiera mientras el hombre de Davenport, ayudado por Gunnar salía del local tambaleándose, humillado ante toda la parroquia.
John le pidió un whisky poniendo un par de monedas sobre el mostrador y cogió el vaso indiferente ante el suceso que acaba de ocurrir y a la atención que había suscitado.
—A esta ronda estas invitado, forastero. —dijo ella— Hacia tiempo que no veía salir a un hombre del coronel con el rabo entre las piernas.
—Cuando un perro sarnoso me gruñe yo lo pateo. —dijo encogiéndose de hombros y sirviéndose un nuevo trago.
—La verdad es que hace poco me ha quedado un puesto de vigilante vacante. Ya sabes, ayudar a Gunnar a deshacer peleas, proteger a las chicas y atender de vez en cuando la barra. He pensado que si decides quedarte por aquí, podrías trabajar para mí.
—Cama, Whisky y una furcia cuando me apetezca... —dijo John mirando lujurioso el fino cuello y el pálido busto que asomaba por el escote de Suzanne— ... y diez dólares a la semana.
Aquel tipo no era barato y por la cara que había puesto Betsy, sabía que habría revuelo en el prostíbulo, pero no tenía elección, necesitaba a alguien que la ayudase a contrarrestar el poder de Davenport y estaba convencida de que no encontraría a nadie mejor en cientos de millas a la redonda.
—Está bien, —refunfuñó ella alargando la mano— trato hecho.
John le agarró la mano con suavidad, el contacto fue electrizante, ambos sintieron como los pelos de sus brazos se erizaban y se miraron de nuevo a los ojos. Se le pasó por la cabeza mantenerle agarrado y llevarle a su habitación, pero no parecía una actitud ni inteligente ni profesional. John pareció sentir lo mismo porque dejó de sonreír como si acabara de evocar una serie de tristes recuerdos y apartó la mano, sustituyendo la suya por una botella de Whisky. Con una inclinación de cabeza cogió una silla y se sentó en un rincón desde el que podía vigilar la totalidad del local con aquellos inquietantes ojos grises.
El resto de la noche transcurrió con tranquilidad. Los parroquianos, testigos del suceso con Philips, se comportaron anormalmente bien y no hubo problemas, ni en la barra ni en las habitaciones. John se dedicó a observar sentado, quieto como una estatua, solo interrumpiendo su inmovilidad para tomar un trago de la botella de bourbon.
Cuando el último cliente abandonó el saloon, ayudó a recoger las mesas y colocar los taburetes sobre la barra para que un par de criadas negras limpiasen el suelo y con una nueva inclinación de sombrero se retiró a su habitación.
Gunnar Samuelson
Todo el mundo creía que era un bruto sin sentimientos, pero la gente se equivocaba. Si se había atrevido a desafiar al coronel trabajando para Suzanne, era porque aquella mujer le fascinaba. Ahora que Lucas había desaparecido del mapa, creía que el sería la mano derecha de la madame y quizás con el tiempo ella le conociese un poco más y descubriese que no solo era un montón de músculos.
Pero aquel forastero había llegado y lo había jodido todo. Todo el mundo creía que él era tonto, pero había captado perfectamente el juego de miradas que había intercambiado con Suzanne y luego había montado la escenita con el hombre de Davenport.
Y Suzanne, en vez de pensar en las consecuencias, no lo había echado al momento, sino que lo había contratado y le pagaba casi el doble que a él.
La oleada de resquemor casi lo ahogó. Hubiese querido machacar la cara de aquel cabrón hasta romperse los nudillos, pero lo había visto actuar y era un tipo peligroso así que prefirió mantenerse inmutable, consciente de que el coronel se encargaría de él. Lo único que esperaba es que Davenport no se llevase a Suzanne por delante de paso.
Segunda parte : Día nuevo, cadáver nuevo
John Strange
El día amaneció tan espléndido como podía esperar. El sol brillaba con fuerza, colándose entre las rendijas de los postigos e iluminando la habitación con su fulgor. Betsy ronroneaba a su lado y apretaba su cuerpo desnudo contra él, tratando de incitarle para que la follara, pero tenía cosas que hacer, así que la despidió con dos sonoros cachetes.
La puta salió corriendo de la habitación indignada y con las manos de John dolorosamente marcadas en sus nalgas.
Tras desayunar unas gachas que le sirvió Big Mama, la cocinera, lo primero que hizo fue visitar a Viejo Cabrón y asegurarse de que todo estaba en orden. Satisfecho tras ver al caballo bien almohazado se dirigió al almacén.
La tienda estaba más limpia y ordenaba de lo que esperaba, con los sacos de harina y los víveres a un lado, las herramientas en el frente y las armas y el licor detrás del mostrador. La mujer que le miraba con desconfianza desde el mostrador debía tener unos cincuenta años, llevaba el pelo gris en un apretado moño y estaba seca como un sarmiento. Sus ojos, aumentados por unas gafas metálicas y su nariz larga y puntiaguda le recordaron a un ave rapaz.
—Buenos, días. ¿Qué desea? —preguntó la mujer con una mirada escrutadora.
—Necesito dos cajas de munición del cuarenta y cinco y una caja de cigarrillos, —respondió él mientras observaba a su alrededor con aire desenvuelto.
La corneja posó su pedido sobre el mostrador mientras él ponía unas monedas sobre la pulida madera. La mujer sacó un lápiz de detrás de su oreja y comenzó a hacer la cuenta sobre un papel de estraza cuando un tipo grande como un armario ropero entró ruidosamente en el almacén.
—Hola, Cordelia —saludó el hombre cogiendo una manzana del un barril y dándole un mordisco— ¿Cómo va el negocio, vieja harpía?
La mujer le miró con inquina, pero no dijo nada. John siguió a lo suyo, ignorándolo a pesar de que el hombre tenía fija su mirada en él.
—¿Qué quieres, Rusty? —le preguntó la mujer con voz agria.
—Oh, nada. En realidad venía por el forastero. —respondió el hombre señalándole con el corazón de la manzana.
—¿Por mí? —preguntó John inocentemente, fingiendo que no sabía que el tipo era uno de los hombres de Davenport.
—Sí, por usted. Si no tiene inconveniente, me gustaría que me acompañase a ver al coronel.
—¿Y si lo tengo?
—Tendría que llevarle a rastras y eso no le gustaría ni a usted ni a mí. Seamos educados y no hagamos de esto un drama.
John asintió y recogiendo su paquete y la vuelta, se acercó a Rusty, dándole a entender que no le iba a dar problemas.
—¡Eh! ¡Que son diez centavos por la manzana! —dijo la mujer indignada.
Rusty le lanzó una moneda y se dio la vuelta precediendo a John camino del despacho de Davenport.
Cordelia
La mujer recogió la moneda al vuelo y la metió en el cajón refunfuñando. Estaba harta de aquellos bárbaros pretenciosos que se paseaban por el pueblo como si fuese suyo. Observó alejarse al forastero, preguntándose para qué demonios querría tanta munición y por qué había llamado la atención del coronel tan pronto.
Su fino olfato le dijo que aquello solo podía significar problemas. Esperaba que aquello no le afectase, bastante tenía con ocuparse de la tienda y atender a gorrones y loros presuntuosos que se paseaban con enormes pepitas de oro que vendían a Davenport y cuyo beneficios gastaban en alcohol y mujeres antes de acordarse que le debían dinero. Y Mike se obstinaba en atender a todo el mundo, tuviese dinero o no.
Ella no merecía aquello, merecía vivir en una bonita casa, que diablos, en un casa enorme, como la de Davenport, con un par de sirvientes negros con librea. Dios no era justo, le daba todo a prostitutas y forajidos y a las personas como ella, trabajadoras y devotas, solo le enviaba más trabajos.
—Hola, Marge. —saludó a la mujer que entraba en ese momento en su establecimiento.
—Buenos días, querida. ¿Qué tal?
—Bien, bien. El maldito lumbago parece que ya está pasando.
—He visto salir al forastero... —dijo la mujer mientras cogía un cepillo y probaba las cerdas antes de darse por satisfecha y ponerlo sobre el mostrador.
—¡Oh! Sí. No tiene un aspecto tranquilizador que digamos. Esos ojos grises que parece que te atraviesan como cuchillos y ha comprado munición suficiente para matar a todos los habitantes de esta ciudad dos veces... —dijo Cordelia bajando la voz y dándole un tono conspiratorio.
—¿No te has enterado de lo que pasó anoche? —le preguntó su vecina reventando por contarle las últimas noticias del pueblo— Freddy me dijo que esa furcia del saloon lo ha empleado y Philips ya tuvo un encontronazo con él del que no salió muy bien parado...
John Strange
La mansión de Davenport parecía el palacio de un gobernador en pequeño, con dos columnas de estilo griego aguantando el espacioso porche de la entrada. Rusty subió la escalinata seguido del forastero y entró por la puerta, vigilada por dos hombres armados hasta los dientes.
El interior era fresco y luminoso. Los muebles eran de caoba de la mejor calidad y eran constantemente bruñidos por un ejército de sirvientes. Fue precisamente uno de ellos, vestido con una impecable librea, el que tomó el relevo a Rusty, después de que este le desarmara y lo llevó por un largo pasillo hasta el despacho de Davenport.
El hombre le estaba esperando, sentado tras un pesado escritorio de teca digno de un rey. Davenport se levantó, debía medir casi un metro noventa, era calvo y lucia un abundante mostacho un poco pasado de moda, que evidentemente cuidaba con solicitud. Vestía un traje hecho a medida y del bolsillo de su chaleco emergía una gruesa leontina de oro.
—Buenos días. —dijo fijando sus ojos pequeños y oscuros en John— Me complace que haya aceptado mi invitación. ¿Un coñac?
—Por supuesto —respondió sentándose tranquilamente y encendiendo un cigarrillo.
—Tengo entendido que ha tenido un encontronazo con uno de mis hombres. —empezó el hombre alargándole una copa y sentándose.
—Bueno, me temo que hubo una pequeña confusión. Espero que su hombre no saliera malparado.
—Nada grave. Aun le bailan un par de dientes, pero sobrevivirá. Philips tiende ser un poco vehemente a la hora de defender lo que cree que son mis intereses y a veces se pasa. —dijo Davenport con tono melifluo— Espero que lo perdones.
—Respecto a mí no hay nada que perdonar. —respondió John saboreando el añejo licor.
—Perfecto, veo que es un hombre razonable. Lo que me lleva a hacerle una pregunta si me lo permite.
—Adelante, dispare.
—A pesar de que Philips es un idiota, es difícil sorprenderle y por lo que he oído se manejó brillantemente sin tener que derramar una gota de sangre. Eso es una cualidad que raramente se ve por estos lares. Si piensa quedarse una temporada en este lugar, me gustaría que valorase trabajar para mí. Siempre estoy necesitado de hombres resueltos e inteligentes que protejan mis intereses...
—Es una oferta muy tentadora, pero me temo que debo rechazarla. Lo siento mucho, señor Davenport, pero ya estoy contratado. La señorita Suzanne tenía una vacante y he aceptado el puesto.
—Oh, bueno, no se preocupe, yo lo arreglaré con ella. Además yo le pagaré el doble y no tendrá que acostarse tan tarde por la noche. —dijo con una sonrisa cómplice.
—Muchas gracias, coronel. No crea que no estimo su oferta, pero la verdad es que me encuentro bastante bien en el saloon y además la dueña me paga en especie... ya me entiende. Y una puta nueva cada noche libre de gastos es una oferta difícil de rechazar. —replicó John apurando la copa— Ahora, si no desea nada más, tengo algunos recados que hacer.
—Desde luego, —dijo Davenport levantándose y estrechándole la mano— De todas maneras piénselo, la oferta sigue en pie.
John se despidió y salió del despacho mientras el hombre que dejaba a sus espaldas sopesaba si aquel forastero era solo un gilipollas más o una amenaza real.
Acompañado por el sirviente deshizo el camino, de vuelta a la calle. Aprovechó para escudriñar cada rincón de la mansión, determinado los mejores lugares para cubrirse y la cantidad de hombres dedicados a la protección personal de Davenport.
Cuando salió, el calor del mediodía le asaltó con fuerza, haciendo que se pusiese inmediatamente a sudar. Se ajustó los cinturones de las cartucheras y abrió y cerró los puños hasta hacer crujir los nudillos. Era la primera vez que hablaba con el coronel y había tenido que contenerse para no lanzarse al cuello de aquel hijo de perra y estrangularlo o morir en el intento. Lo bueno era que aquel cabrón no había oído hablar de un hombre que le perseguía allí donde iba y tampoco parecía conocerle.
En fin, ahora tenía tiempo. Aquel hijoputa no iba a ir a ningún sitio y podría planear detenidamente la muerte del Coronel y todos y cada uno de sus esbirros.
En aquel momento, con el sudor corriendo por su espalda, solo deseaba volver al saloon lo antes posible, comer algo y echar una larga siesta, pero antes tenía una cosa que hacer.
Aparentando vagabundear por la ciudad, se dedicó a examinar la mansión por todos los ángulos, observando con atención los hombres que vigilaban desde la azotea provistos de los mejores rifles que el dinero podía pagar.
A continuación, se dirigió al cuartel de los hombres del coronel. Estaba un poco alejado y no tenía visión directa de la entrada de la mansión, ya que en un principio había sido proyectado para ser un saloon y por lo tanto Davenport no lo quería demasiado cerca. Eso era una importante ventaja.
La otra era que allí lo hombres del coronel se emborrachaban y no hacían mucho por protegerse. Echó un vistazo por fuera. Acostumbrados a ser ellos los que causaban los problemas, no tenían a nadie vigilando. Ni siquiera se habían molestado en quitar el letrero del saloon. Asomó la cabeza por las puertas de doble batiente y haciéndose el despistado entró en el edificio.
—¡Eh! ¡Forastero! —le interpeló un hombre con acento de Nueva Orleans, sentado en una silla cerca de la barra, con una mujer india en el regazo— Supongo que no eres de aquí. Si no sabrías que este lugar tiene la entrada restringida.
—Oh, Lo siento, caballero. —dijo John con acento remilgado mientras se hacía una idea rápida de la distribución del local— Vi el cartel ahí fuera y pensé...
—Si quieres remojar el gaznate, hay un local a un par de manzanas a la derecha. Y ahora lárgate si no quieres que te patee el culo.
John se fue caminando de espaldas y haciendo un gesto tranquilizador con la mano mientras echaba una última ojeada. Salió del local y se dirigió al saloon de Suzanne mientras meditaba sobre la situación.
Estaba claro que allí Davenport y sus chicos se sentían totalmente seguros de tener el pueblo a su merced. La mansión de Davenport estaba un poco más vigilada, pero el local de sus esbirros apenas tenía protección. Si hubiese querido, hubiese tenido tiempo de meter tres balas en la frente de aquel gilipollas antes de que pudiese deshacerse de la puta Chiricahua y desenfundar.
En cuanto a la seguridad de Davenport era un poco más visible, pero los hombres tenían el aire aburrido y relajado de quién no ha tenido ninguna clase de problemas ni los espera.
—Hola, señor Strange. ¿Qué tal lo has pasado?—saludó Suzanne mientras comía un plato de chile al otro lado de la barra— ¿A que es un bonito pueblo?
—Yo no diría bonito. —respondía John encendiendo un cigarrillo y pidiendo a la cocinera otro plato para él— Interesante más bien, y también lo son sus gentes. Incluso he recibido una suculenta oferta de trabajo.
Suzanne interrumpió la improvisada comida solo un instante, lo suficiente para que John se diese cuenta y sonriese con ironía.
—No hace falta que te pregunte, ya se la respuesta. Ese hijo de perra nunca se cansa de hacerme la puñeta. ¿Vienes a hacer las maletas?
— ¿En tan poco estimas mi palabra? —respondió él aparentando estar ofendido— Para que los sepas, tengo mi corazoncito. Yo soy un tipo muy identificado con esta empresa...
John apartó la mirada del chile de ternera y miró a su jefa a los ojos largamente antes de deslizarlos por su cuello y fijarlos en el escote y en el profundo canalillo que separaba sus pechos.
—...Siempre que se me pague puntualmente todas las noches. —continuó fijando de nuevo en ella unos ojos hambrientos capaces de hacer estremecer a la hija de un predicador— Por cierto, si no tienes inconveniente, mándame a esa chinita de ojos grandes y gesto hosco cuando haya terminado esta noche, hoy tengo menos hambre.
—Betsy se va a enfadar. —dijo Suzanne sintiendo que ella también lo estaba.
—No te preocupes. —dijo el forastero terminando de tragar la última cucharada y calándose el sombrero antes de darse la vuelta y dirigirse a su habitación— Es una puta, lo entenderá.
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