Recuperando el tiempo perdido
No fue intencionado. De hecho, estaba convencido de que aún necesitaría unos cuantos meses más para volver a ser algo parecido a la persona que fui.
Alivio de luto
No fue intencionado. De hecho, estaba convencido de que aún necesitaría unos cuantos meses más para volver a ser algo parecido a la persona que fui.
Quizá la sauna de vapor de aquel hotel no fuera la mejor, pero era mi preferida. Había sido la primera que había conocido cuando llegué, pero tras mi matrimonio no había vuelto a pisar la sauna ni el hotel. Hasta aquella fría mañana de febrero en que me dejé llevar por un impulso inesperado. Dejaba atrás mi matrimonio, mi divorcio, mi vida de los últimos diez años.
Al abrir la puerta sentí el familiar y casi olvidado golpe de calor húmedo contra mi cara y busqué entre la penumbra vaporosa un lugar en la bancada de madera donde dejarme caer. A las once de la mañana de un día laborable no suele estar concurrida y esa había sido la razón definitiva para animarme a volver a aquel lugar de recuerdos agridulces. Sin embargo, conforme mis ojos se aclimataban a la semioscuridad pude percibir a través de la nube de vapor una figura sentada frente a mí. Al principio solo fui capaz de adivinar una forma difusa, voluminosa y oscura, y el resplandor blanquecino de una toalla.
Parecía dormido, o al menos tenía los ojos cerrados, recostado contra la madera con la cabeza ligeramente inclinada hacia atrás. Los fornidos brazos apoyados a lo largo del respaldo dejaban a la vista unas axilas cubiertas de negrísimos caracolillos apelmazados por la humedad. La gran barriga, redonda y firme, y las dos tetas prietas de pezones oscuros y respingones estaban tapizadas de pelo negro, pegado a la piel brillante de sudor. Ajustada bajo la barriga llevaba una toalla que le cubría el comienzo de unos muslos gruesos como columnas. La toalla caía entre las piernas semiabiertas formando una especie de toldillo que ocultaba sus partes íntimas, y fue en ese momento, imaginando casi sin querer lo que se escondía bajo esa toalla, cuando me dí cuenta de que tenía una erección como no había experimentado en muchísimo tiempo.
Una polla como la mía tenía muchas ventajas, claro, pero también algunos inconvenientes: cuando se ponía contenta era muy difícil de ocultar. Tuve que recolocarme en el asiento, casi avergonzado por lo inesperado de la situación, intentando por todos los medios disimular el bulto entre mis piernas. El crujir de maderas despertó al oso, que al incorporarse ligeramente pareció descubrir de pronto que no estaba solo. Sonrió bajo su poblada y negra barba y se desperezó estremeciendo todas sus carnes. Se limpió con las manos el sudor de la cara y la calva, pasó los dedos por la espesa mata de vello del pecho y recorrió todo el arco de su barriga, dejando un rastro de remolinos empapados sobre la piel. Y de pronto, con un movimiento brusco aunque aparentemente inocente, separó las piernas tensando la toalla y dejando a la vista el rincón oculto. No pude evitar clavar los ojos en sus dos grandiosos huevos, descansando plácidamente sobre el asiento, y en el pene relajado pero robusto que surgía entre la espesura negra de su pubis carnoso. Las piernas se cerraron de nuevo y volví a la realidad. Estaba en la sauna de un hotel mirando descaradamente las partes íntimas de un desconocido, probablemente un hombre de negocios de paso por la ciudad, que ahora me miraba fijamente, serio, casi diría que enfadado. Y lo peor de todo, yo tenía una erección que por mucho que lo intentaba no había forma de ocultar bajo la minúscula toalla. Tenía que salir de allí.
Antes de poder hacer siquiera ademán de incorporarme, el osazo se puso en pie exhibiendo toda su humanidad peluda y redonda. Me quedé petrificado, intentando no mirar pero sin poder evitarlo, admirando las curvas brillantes de sudor y vapor, las gotas resbalando entre el pelo y la piel, mientras el hombre se dirigía hacia la salida con pasos retumbantes. Abrió la puerta y me dispuse a decir adiós a la visión más excitante que había cruzado por mi vida vida en los últimos años. Pero el osazo asomó la cabeza, miró a ambos lados y volvió a cerrar la puerta. Se dirigió entonces a la estufa y vertió un cazo de agua sobre las piedras calientes, provocando una bocanada de vapor que enseguida inundó todo el espacio.
Intenté controlarme por todos los medios, entrecerrando los ojos para aparentar que dormitaba, con las piernas cruzadas tratando de ocultar mi polla ingobernable. Pero cuando la toalla del osazo resbaló, casi a cámara lenta, descubriendo poco a poco un hermoso trasero de nalgas redondas y prietos tapizados de pelo oscuro, no pude soportarlo y tuve que descruzar las piernas para liberar la presión en mis huevos y dejar respirar mi polla palpitante. Sin volverse, el osazo se agachó lentamente en busca de su toalla, y yo me encontré a menos de un metro de mi cara el culazo húmedo en todo su esplendor y, un poco más abajo, dos hermosos huevos colgando dentro de su saco.
No pude evitarlo. Tampoco lo pensé. Mi brazo decidió por sí mismo y se movió hacia delante. Mi mano se abrió y acogió en su palma los testículos en su tierno envoltorio, sopesándolos entre sus dedos, disfrutando de su tacto viscoso y cálido. De pronto tomé conciencia de lo que estaba haciendo y aparté la mano azorado, pero enseguida me percaté de que al osazo no solo no le había molestado mi atrevimiento, sino que mantenía la misma posición agachada y ni siquiera se había preocupado de recoger la toalla del suelo. Por si quedaba alguna duda, el oso alargó sus manazas y clavó los dedos en sus nalgas, separándolas con fuerza y dejando a la vista un tornado de pelo negro y, en el centro, un hermoso agujero rosáceo que parecía estar diciendo cómeme. Y eso es justo lo que hize . Sin detenerme a pensar, sin ser consciente de que en el momento en que penetraba con mi lengua ansiosa el húmedo y cálido agujero estaba dejando atrás para siempre la etapa más sombría y triste de su vida.
Un gemido ronco y complacido recibió el primer embiste de mi lengua. Siguieron más gemidos, muchos más, mientras yo, de rodillas, lamía la raja de arriba abajo, frenéticamente, poseído por el deseo acumulado, alargando la lengua para llegar al fondo de aquel culazo sin fondo, sintiendo la caricia de los pelos en mis labios, en la cara hundida entre aquellas dos masas de carne. Me agarré a los muslos para profundizar más, deslicé una mano hasta el escroto colgante y después hurgué en busca del miembro. Lo encontré muy diferente de la fugaz visión bajo la toalla. Mi mano se topó con una polla gruesa y dura, tan erecta como la mía, más corta pero más gorda, y palpando descubrí que su capullo estaba pidiendo que una mano salvadora lo sacase a la luz por fin. Masajeé adelante y atrás, una sola vez, con cuidado. Un gemido grave y largo me confirmó que iba por buen camino, y entonces moví la mano con energía, cada vez más rápido conforme los gemidos aumentaban en intensidad al ritmo de mi lengua frenética en el centro del huracán peludo.
De pronto, el hombre se incorporó y pude admirar desde mi posición la amplia espalda cubierta de vello rizado. Y cuando el osazo se dio la vuelta me encontré a un palmo de mi cara con la polla gruesa y henchida de venas que acababa de tener en la mano. Frustrando mi impulso de engullirla, el osazo me miró desde lo alto de su barriga y me indicó que me pusiera en pie. Antes de darme cuenta tenía la lengua del oso recorriendo todos los rincones de mi boca, enredándose con mi propia lengua. Sentí sus manazas recorriendo mi espalda, agarrándome el culo, subiendo hasta la nuca para atraerme contra su boca desesperada. Abracé el corpachón húmedo sintiendo el vello resbalar entre mis dedos. Podía notar mi polla desesperadamente hinchada restregándose con la del oso, mi pelvis moviéndose con empellones involuntarios que chocaban contra el colchón peludo de su ingle.
El oso abandonó mi boca y bajó hasta mis pezones. Lamió primero, mordisqueó ligeramente después. Siguió bajando, recorriendo con su lengua mi vientre plano, el ombligo sutil rodeado de pelo castaño, el caminito piloso hasta toparse con mi polla exultante. La cogió con las dos manos como calibrando su longitud, miró hacia arriba buscando mis ojos. Sacó la lengua, rozó apenas la uretra enrojecida y volvió a mirarme. Y sin dejar de mirare a los ojos, desafiante, la engulló de un solo golpe hasta enterrar la nariz entre el suave vello de mi pubis.
A pesar de los sonidos guturales, de las arcadas que el miembro le producía al profundizar en su esófago, parecía disfrutar manteniendo la polla en su boca casi hasta el ahogo para dejarla salir después con un profundo suspiro de su cara enrojecida. Yo me estremecía con intensos escalofríos. Sentí que necesitaba tomar el control. Agarré la cabezota del oso y la apartó de mi rabo. Le obligué a mirarme a los ojos y sin una palabra le hice saber que ahora yo estaba al mando. El oso se relamía y abría la boca intentando sin éxito volver a acoger la polla en su interior, pero yo la movía frente a su cara, golpeándole las mejillas, permitiéndole apenas rozarla con los labios. Hasta que con un rápido movimiento de pelvis se la metí hasta la nuez y la mantuve allí hasta que los ruidos guturales sonaron a peligro de ahogamiento. Cuando la saqué el osazo me miró con un hilo de baba colgando de la comisura y una sonrisa de agradecimiento.
Volví a metérsela hasta el fondo, una y otra vez, y cuando ya no pude más, cuando supe que si volvía a follarle la garganta escupiría todo el semen acumulado durante meses, levanté al oso del suelo y lo tumbé boca arriba en uno de los bancos. Me lancé sobre él y lo besé con ganas, mordí sus pezones agarrando con fuerza las tetas peludas, entre gemidos arrebatados del osazo sudoroso que me clavaba las uñas en la espalda y me abrazaba las caderas con sus poderosas piernas. Me incorporé mirándole a los ojos y alcé una de las piernas hasta su hombro. Luego la otra. Miré hacia abajo, a la hendidura oscura bajo los huevos, y dejéque mi capullo buscara el camino hacia el agujero húmedo. No tardó en encontrarlo pero la resistencia era mayor de la esperada. El osazo hizo una mueca de dolor y relajé el ataque. Ninguno de los dos estaba dispuesto a frustrar el perfecto desenlace del encuentro y el oso separó sus nalgas para facilitar la penetración. Escupí sobre mi polla y me abrí camino con tacto, lentamente, observando la expresión de su cara, y cuando la mueca de dolor se transformó en otra de placer, cuando la boca se abrió y los ojos como platos miraron al techo extasiados, mi polla desapareció en toda su longitud dentro del culazo del oso, que lo agradeció con un gemido largo y profundo seguido de un suspiro de intensísimo placer.
Sabía que no podría aguantar mucho así que me moví lentamente, saboreando cada empellón, sintiendo la presión de la carne en torno a mi miembro, admirando el paisaje peludo ante mis ojos, la barriga redonda entre los muslos alzados, las tetas duras de pezones enhiestos, la mueca de placer tras la barba húmeda. Agarrésu polla gruesa y durísima y sentí el líquido viscoso que goteaba en su extremo. Sincronicé los movimientos de mi pelvis con los de mi mano y conforme el ritmo de los movimientos aumentaba, también lo hacían las respiraciones de ambos. Tras unos fabulosos minutos los empellones se volvieron frenéticos, golpeando con fuerza pelvis contra pelvis, salpicando sudor en cada golpe, y vencido ante los movimientos frenéticos de mi mano, el oso soltó un estruendoso gruñido y su polla disparó una enorme bocanada de leche que fue a parar a la alfombra peluda de su pecho, seguida de varios chorros más que inundaron su barriga y su pubis. En un rápido movimiento saqué la polla de su culo y disparé un potente chorro que, dibujando un arco en el aire, fue a parar a su cara extasiada.
Los gemidos y suspiros resonaban aún entre las paredes del cubículo cuando me dejé caer sobre su barriga resbaladiza, derrotados los dos, empapados de fluidos comunes. Durante varios minutos permanecieron así, abrazados en silencio, recuperando el resuello. Tras un rato alcé la cabeza de su mullido colchón de pelo y le dije a la barba sonriente y salpicada de semen:
—Gracias.
—Gracias a ti. —Contestó la barba.
Al salir del hotel y sentir contra su cara el golpetazo del invierno supe en lo más profundo que acababa de iniciar una nueva etapa en mi vida. No podría olvidar a mi mujer, mi matrimonio, todo aquello que habíamos compartido en esos años juntos, felices al principio, no tanto al final. Pero caminando con paso rápido hacia mi apartamento tomé una decisión: había llegado el momento de quitarse el luto emocional que me había acompañado y volver disfrutar de todo aquello que siempre había deseado y había ocultado.