Recuperando el tiempo perdido

Reme es una mujer madura que decide dar un giro importante a una vida que hasta el momento ha sido sobradamente convencional.

El móvil vibró sobre la mesita. Reme lo ignoró y siguió intentando alojar los veintiún centímetros de carne en sus fauces, de tal modo que su boca iba segregando babas sistemáticamente al querer acaparar la magnitud del chaval. Una cosa era pretenderlo, y la otra lograrlo, y estaba claro que, por mucho empeño que pusiera, era una proeza impracticable, con lo cual, tras el infructuoso esfuerzo decidió relajar sus mandíbulas y seguir lengüeteando la cabeza morada. Minutos después, un potente y sonoro chorro de leche explosionó en sus labios. Reme abrió la boca y le aplicó enérgicos meneos al cipote hasta que el joven vació sus reservas, después lo miró a los ojos, cerró la boca y se tragó su esencia. El muchacho, con la cara descompuesta por el placer articuló una gozosa sonrisa.

—Menuda mamada, Reme, —manifestó, mientras recuperaba el resuello.

Ella lo tomó como un cumplido, pues el hecho de complacer al yogurín le congratulaba, sin mencionar el placer que el joven le dispensaba cada lunes, después de dejar a sus dos nietos en el colegio. Era una rutina que venía ya cumpliendo rigurosamente durante dos meses y no se la saltaba aunque lloviera, nevara o cayeran chuzos de punta. Con sesenta años era el mejor sexo del que había disfrutado jamás. Ni siquiera el de sus años mozos podía comparársele. Una adolescencia marcada por convicciones de unos padres demasiado conservadores, un noviazgo reducido a poco más que besos y alguna que otra caricia más allá de lo permitido, y por último, un marido moralista y sobradamente convencional, fueron excesivas trabas para poder explayarse en el disfrute durante años.

Diego era uno de los dos inquilinos del piso de abajo. Lo compartía con otro compañero de facultad para que el alquiler resultase más asequible a los padres. Paralelamente, ejercía de vivienda, lugar de estudio, punto de encuentro y picadero, de tal modo que cada lunes se saltaba unas clases que no le interesaban y atendía a la casera que le exprimía la leche como ninguna niñata con las que follaba. Su morfología distaba mucho de la de una top model, ahora bien, sus abundantes carnes todavía conservaban las sugerentes curvas como para que Diego se deleitara con su culazo y dos joyas dignas de una corona.

El compañero de Diego estaba en la facultad a esas horas, y el marido de Reme salía de buena mañana con el camión de reparto para regresar por la tarde, en tanto que ella acompañaba a los nietos al colegio, disponiendo del resto de la mañana para deleitarse con el joven que la encumbraba a las más altas cimas del deleite, y después de más de dos horas del mejor sexo, subía a su piso, cogía sus cosas y regresaba con la sonrisa puesta a recoger a los niños, esperando anhelante la siguiente semana.

Reme se incorporó, cruzó la pierna por encima de Diego y lo montó, a continuación se apoderó del miembro morcillón, le dio unos meneos para endurecerlo y se lo introdujo con cierta dificultad, dada su flacidez. Sin soltarlo de la base inició una lenta cabalgada notando como ganaba firmeza en su interior hasta sentirlo completamente rígido, luego aceleró el ritmo progresivamente con movimientos pélvicos que se intensificaban por momentos.

El muchacho se apoderó de las tetas de la madura apretándolas con firmeza, —como si quisiera ordeñarlas—, seguidamente introdujo la cabeza en el canal, quien sabe si para perderse en él o para no dejar ningún recoveco por lamer. Luego pasó a sorber y mordisquear los pezones, mientras ella saltaba alegremente sobre una polla impregnada de sus caldos.

Los gemidos de Reme se acentuaron en cantidad, intensidad y volumen en busca del segundo orgasmo de la mañana, pero el teléfono volvió a vibrar y le hizo perder la concentración, y con ello, el clímax se escabulló como una sombra entre la niebla. Despotricó por lo bajo y reemprendió la cabalgada en busca de su placer sin que el móvil dejase de importunar.

—¿Quieres contestar? —le preguntó Diego.

—No, —respondió tajante.

—Puede que sea tu marido, —añadió.

—Que le den… ¡Fóllame! —le exigió dándose la vuelta y colocándose a cuatro patas.

El muchacho admiró boquiabierto las insinuantes posaderas completamente a su merced. Se acercó con la verga en la mano y la deslizó en la gelatinosa raja hasta que su pelvis topó con sus nalgas. Aun gimiendo de gusto, la madura le reclamó más contundencia con acompasados movimientos de caderas. El joven se dio por aludido y aumentó el ritmo de la cópula, con lo que un sonoro chapoteo acompañó a los jadeos de los dos amantes. El teléfono vibró de nuevo y se unió a la sinfonía, añadiendo un nuevo acorde discordante que Reme trató de ignorar hasta que las vibraciones provocaron que el aparato se precipitara al suelo. Finalmente dejó de sonar cuando el impacto hizo saltar la tapa y la batería. Ni siquiera entonces le prestó atención, lo único que le interesaba en ese momento era la verga que amartillaba su coño con persistencia y se le clavaba hasta el tuétano.

Diego extrajo el miembro y se oyó un sonoro pedo, a continuación lo alojó entre las nalgas, después cogió cada una de ellas y lo aprisionó deslizándolo repetidas veces por la regata.

—No me tortures y métemela, cabrón, —le recriminó.

El muchacho sonrió sabedor del placer que le daba a su casera, y no puso ninguna objeción para acatar su orden, ahora bien, no lo hizo al pie de la letra. Posó el glande en el ano y presionó ligeramente. Reme se quejó y emitió un leve grito. Era la primera vez que el pequeño orificio recibía la visita de un invitado. Nunca antes había considerado practicar el sexo anal, y menos con un huésped de semejante calibre. Sintió una punzada de dolor cuando presionó, y con cada centímetro que se adentraba en su interior el tormento se incrementaba.

—¡Para!... que me haces daño, —se quejó.

—Me estabas pidiendo polla, Reme. No me vengas ahora con remilgos, —le reprochó obviando sus quejas.

—Pero no por ahí, —gritó sabedora de que no iba a detenerse y por esta razón  apretó los dientes y aguantó estoicamente a la tuneladora que pretendía abrirse camino en sus esfínteres. Cogió la almohada y la mordió con saña, hundiendo la cabeza en ella durante un breve periodo de tiempo hasta que un liviano placer asomó dispuesto a mitigar el suplicio. El joven sacó la verga del ano y la madura experimentó cierto alivio, pero sólo por un instante. A continuación, su empotrador escupió reiteradas veces en el miembro y se esparció la saliva para lubricarlo. Sintió el impacto de otro escupitajo en el ano y se la volvió a ensartar de forma lenta, pero sin pausas. Reme gritó de nuevo, a su vez, —cuando Diego empezó a percutir—, un singular placer se asoció con el tormento, en espera de que éste último fuese remitiendo, por lo que asomó un indicio de goce con la enculada que el niñato le estaba dando, de tal manera que pronto sus quejas transmutaron en gemidos placenteros.

—No me digas que no te gusta, Reme, —articuló resoplando como un toro.

—Me has roto el culo, cabrón, —se defendió.

—Si quieres te la saco…

—Ahora ya me has abierto en canal. ¡No pares!

El sonido de unas fuertes nalgadas resonó en la habitación y Reme culeó a ambos lados disfrutando de la sodomía. Las nalgadas resonaron con más fuerza y el placer se intensificó. Diego la cogió del pelo a modo de riendas mientras la cabalgaba, y con la otra mano siguió atizándole hasta dejarle la nalga en carne viva. La mujer deslizó sus dedos por debajo para alcanzar su clítoris a fin de incrementar el goce, entonces, el esquivo orgasmo regresó con renovadas fuerzas haciéndola gemir de gusto en una mezcla de placeres de distinta índole. El joven semental la acompañó en su orgasmo finalizando ambos al unísono, y en unos últimos golpes de riñón depositó los rezagados restos de su simiente en los esfínteres de Reme. Después quitó el tapón y se dejó caer a un lado sudado y extenuado.

Reme se quedó tendida boca abajo completamente satisfecha, aunque un poco dolorida.

—¿Qué me dices? —preguntó él, orgulloso de su papel como semental.

No podía negar que lo había disfrutado, pese al suplicio inicial.

—Casi me rompes el culo.

—Pero ha merecido la pena, ¿no?

—Sí, —le respondió acompañando su respuesta con un beso afectuoso.

—No me digas que no merezco un descuento en el alquiler.

—En verdad te lo mereces, cariño, pero mi marido se daría cuenta, sin mencionar el hecho de que eso significaría que estaría pagándote por este momento, —le hizo saber al mismo tiempo que le pellizcaba la mejilla.

—Pero a ti te encanta, Reme.

—¿Acaso a ti no? —añadió ella.

—Por supuesto, —tuvo que admitir. Para él también era un sexo de diez.

Ella le sonrió y se levantó para lavarse. Cuando se sentó en el bidet unas punzadas en su esfínter le recordaron los excesos.

Al regresar vio al joven tumbado en la cama y dispuesto de nuevo haciendo gala de una erección desproporcionada, mientras su mano subía y bajaba del cimbrel. Reme lo contempló y se relamió el labio superior admirando al efebo que tenía a su disposición cuantas veces quisiera, no obstante, ella precisaba de una tregua antes de reanudar la batalla.

Al acercarse a la cama pisó la tapa del móvil que había ignorado hasta el momento y confió en que no se hubiese roto. Puso la batería, después la tapa y lo encendió, introdujo su contraseña y saltaron cuatro mensajes de texto notificando las cuatro llamadas perdidas de su marido y pensó que debía llamarle por si había habido algún contratiempo en el viaje, pero antes se sentó en la cama y respiró profundamente hasta serenarse.

Diego le cogió la mano y la posó en su polla erecta al mismo tiempo que sonreía ante una situación que para él era hasta graciosa, si bien, añadía el acicate del morbo, ya de por sí manifiesto. Reme le devolvió la sonrisa sin soltar la polla. Pulsó el icono de llamada y a los pocos segundos escuchó la voz de su marido.

—¿Pasa algo? —le preguntó sin dejar de masturbar al joven.

—Nada. ¿dónde estás? —preguntó él.

—En casa, —mintió.

—Como no cogías el teléfono…

—Estaba secándome el pelo. No lo habré oído, cariño, —se justificó guiñándole un ojo a Diego sin dejar de mecer el falo.

—Las últimas llamadas me advertían de que estabas fuera de cobertura o con el teléfono no operativo.

—Pues no lo sé. Habrá un problema de señal. ¿Qué quieres que te diga? —añadió.

—¿Puedes hacerme un favor?

—Claro, dime, —respondió con naturalidad.

—En el escritorio hay una factura que me urge para hacer una entrega. Necesito que me digas el número.

Reme soltó el miembro erecto y se incorporó rápidamente para vestirse. Él muchacho siguió masturbándose mientras contemplaba su nerviosismo, intuyendo que tendría que terminar la fiesta solo.

—Dame unos minutos y enseguida te lo digo.

—Está bien. Espero.

— Cuelga. Yo te llamo en unos minutos.

—No. Te espero que voy conduciendo.

—Ok. Te pongo en manos libres.

Reme echó un fugaz e infructuoso vistazo en busca de sus bragas y prescindió de ellas. A continuación se puso la falda, el sujetador, el suéter, y por último se calzó los zapatos para despedirse en un silencioso gesto con el cual le comunicaba a Diego que regresaba en breve. Salió por la puerta y subió por las escaleras para ir más rápido.

—¿Vas a decirme el número o qué? —preguntó impaciente.

—Ya voy, ya voy. No seas impaciente, protestó al tiempo que abría la puerta. Después se apresuró por el largo pasillo en dirección al escritorio.

—¿Dónde está? —preguntó antes de entrar en el estudio y escuchándose ella misma a través del móvil, lo cual le ocasionó cierta perplejidad que se resolvió cuando entró en la estancia. Su esposo la esperaba sentado, con sonrisa ladina y teléfono en mano.

—En el primer cajón de la mesa, —contestó señalándoselo, mientras ella quedaba petrificada.

Reme enmudeció y, aunque, aparentemente aún no sabía nada de su adulterio, resultaba evidente que había mentido de forma desvergonzada.

—¿Qué haces aquí? —preguntó como si fuese él el infractor —por estar allí—, y no ella.

—Estoy en mi casa, —respondió.

—¿Y a qué ha venido todo ese cuento de la factura?

—Permíteme hacer un poco de teatro, aunque no logre, ni de lejos, acercarme a tu maestría, pero no te preocupes, no voy a escandalizarme, ni a embarcarme en una gresca. Ha sido tu elección y la respeto.

—¿Qué estás diciendo? —preguntó haciéndose la ingenua.

—No hace falta que disimules. Sé que te follas a nuestro inquilino. Este es el tercer lunes que llevo observándote, pero quería estar completamente seguro antes de tomar una decisión. Hoy ya te he visto entrar de forma descarada después de dejar a los niños, incluso desde aquí se escuchaban tus lujuriosos gritos.

Reme quedó traspuesta. Cualquier excusa que intentara resultaría estéril e infundada.

—Sólo dime una cosa. ¿Por qué?

Reme procesó la pregunta e intentó meditar la respuesta. En el fondo sabía que sus motivos justificaban sus actos, pero se decantó por el silencio.

—¡Responde! Creo que merezco al menos eso, —le exigió, y al ver que continuaba con su mutismo cambió de tercio.

—Encima con un joven que bien podría ser tu hijo, —dijo con desdén. —¿Por qué? —volvió a insistir.

—No quieras saberlo, —replicó por fin.