Recuerdos de la primera vez (parte1)

¿Qué tiene la primera vez que no se puede olvidar? Mi primera vez fue distinta, y al igual que mis amigos, si quieres ser testigo de mi experiencia tendrás que tener paciencia e ir descubriendo poco a poco los acontecimientos que cambiaron mi vida.

Recordar antes de empezar que todo autor/a desea leer los comentarios que han suscitado sus escritos después del esfuerzo invertido. ;)

Recuerdos de la primera vez (parte1)

Londres, 26 de junio de 2016.

—Joder tío, una de las cosas que más echo de menos de España es la comida. Estoy harto de sándwiches, pescado frito y galletas de avena y mantequilla.

Los tres reímos ante ese espontáneo comentario de Jose, mientras moja una de esas galletas en la humeante taza de té con leche que hay frente a él.

—Si solo fuera la comida... –contesta Marcos, desmenuzando la galleta con los dedos y retirando así, las menudas pasas que la decoran– Yo echo de menos a las mujeres, aquí son frías como vigas de acero.

Volvemos a reír, sintiéndonos identificados con su argumento.

—Pero aquí estamos –enfatizo alzando mi taza y cogiendo una galleta del plato–, tomando el consabido té con pastas y follando con mujeres que se asemejan a vigas de acero.

Mis amigos asienten resignados, aceptando la cruda realidad.

—Lo único que me consuela es que cuando llegue a España pienso recuperar el tiempo perdido, perderme en una playa a orillas del mediterráneo, con una cerveza en la mano, una tapa de calamares y una hermosa mujer morena haciendo topless a mi lado –prosigue Jose con la boca llena.

—Ese es el sueño de todo hombre –le secunda Marcos–, Todavía recuerdo como llevaba a mi novia de juventud a la playa y follábamos en el agua, disimulando para que nadie nos pillara.

—En el agua, ¿eh? –asiente Jose– Me lo apunto. Aunque eso no es nada comparado con lo que hice yo, ¿sabéis que mi primera vez fue en los vestuarios de una piscina pública?

—No jodas –dije arqueando las cejas.

—Fue con Carolina Hurtado, la tía más gorda del instituto, pero estaba necesitada, así que le di su dosis de carne en barra; soy todo un semental, ya me conocéis.

Dejo de comer para carcajear a gusto.

—Mira que eres bruto –comento asestando el segundo bocado a mi galleta con sabor a alpiste.

Jose se encoje de hombros y da un pequeño sorbito al té, alzando al mismo tiempo su dedo meñique.

—Pero como veis me he refinado con la edad, ahora destilo clase por todos los poros de mi piel.

Marcos niega risueño con la cabeza.

—Tú no destilas clase por cada poro de tu piel –procede sin dejar de mirarle–, lo que destilas es un extraño efluvio a coliflor hervida.

Los tres rompemos a reír a mandíbula batiente, la gente del local nos mira por el volumen de nuestras carcajadas, pero no nos importa; los españoles siempre estamos dando la nota.

—Di lo que quieras, pero mi efluvio, como tú lo llamas, no me impide irme a la cama con cualquier mujer que me proponga. Aunque ahora no quiero entrar en eso, me gustaría saber cuál fue vuestra primera vez, ¿dónde lo hicisteis?

—Puffff... Hace tanto tiempo que ya ni lo recuerdo... –dice Marcos emitiendo un largo suspiro– Creo que fue con mi vecina, en el rellano de la escalera. Recuerdo que se parecía a Ana Torroja cuando era cantante de Mecano, ¿os acordáis cómo cantaba Maquíllate ? Siempre me ha puesto cachondo.

Ante su comentario no podemos refrenar una nueva carcajada.

—Ana Torroja... –suspiro con incredulidad– Lo tuyo no tiene nombre.

—Di lo que quieras, Ana tiene su morbo y lo sabes. Por cierto, Leo, ¿cuál fue tu primera vez?

Emito un bufido mientras me recuesto en el respaldo de la silla en actitud cansada.

—No creo que esté preparado para hablar de eso, me temo que os sorprendería demasiado mi primera vez...

—¿En serio? ¿Crees que somos impresionables? ¡Vamos, tío, dinos! –espeta Marcos con impaciencia.

—Pues mi primera vez fue... fue... distinta...

—¡No seas cabrón! ¡Habla de una maldita vez, joder! –me increpa Jose; no soporta el misterio y conociendo su debilidad, me encanta picarle.

—Está bien, está bien... os lo explicaré, pero lo haré a mi manera, exponiendo las cosas en su contexto, en lugar de revelaros la sorpresa del final.

Jose niega con la cabeza y mira a Marcos fijamente.

—Odio a este cabronazo, ¡siempre nos hace lo mismo!

Marcos se echa a reír y añade:

—¡Venga, habla! que nos tienes en ascuas.

Cojo aire y recorro el techo con la mirada, adentrándome al mismo tiempo en los recuerdos de mi mente. Una vez logro poner en orden todos los sucesos omitiendo la impaciencia de mis amigos, procedo con la explicación:

—Siempre recordaré el 21 de agosto de 2002  porque fue, sin lugar a dudas, el día más especial de mi vida.

—¡¿No puedes ir al grano de una maldita vez?! Solo queremos saber con quién y dónde, no creo que haga falta una explicación al detalle.

—Lo haré a mi manera, así que si queréis saberlo, tendréis que esperar.

—Estoy por levantarme e irme –comenta enojado Jose, y no puedo ocultar la risa por su reacción.

—¡Cállate tío! –le reprende Marcos– Yo quiero oírlo.

Jose suspira y vuelve a relajarse en su asiento, no sin antes cruzar los brazos sobre el pecho en señal de paciente espera. Inevitablemente vuelvo a reír; pienso hacerle sufrir al máximo.

—Como decía, jamás olvidaré el 21 de agosto de 2002.

»Ese verano mi madre alquiló una caravana en un camping cerca del mar. Vivíamos en el interior, y debido a problemas económicos, no habíamos tenido muchas posibilidades de salir de la ciudad, y mucho memos de pisar la arena, aspirar el característico olor a salitre del mar y descansar bajo el sol del mediterráneo, dejando que la piel adquiera ese saludable tono bronceado que muchos de mis compañeros de instituto lucían en septiembre.

Además, por aquel entonces, era un muchacho terco y algo deprimido, un adolescente con problemas con las chicas, que lo último que pensaba era en pasar un verano con su madre y su hermano pequeño, alejado de sus amigos, su consola y su música. Las vacaciones en familia no eran lo mío, las odiaba con todas mis fuerzas y siempre buscaba pretextos para no ir; sin embargo, ese verano no pude escaparme.

—Lo vamos a pasar estupendamente, ya lo veréis, estaremos a cinco metros del mar y también hay piscinas de agua salada. ¡Ah! y pistas de voleibol, ¿os he dicho alguna vez que de niña jugaba? Y no se me daba nada mal, es cuestión de técnica y agilidad, veréis...

—¡Por el amor de Dios, mamá! ¿Quieres dejarlo ya? ¡Maldita sea! ¿A quién le importa los juegos que estaban de moda en la época jurásica? —espeté con toda mi ira, todavía no me había resignado a aceptar la realidad de mi circunstancia, seguía cabreado por haber dejado todo mi mundo atrás para seguirla en sus ideales fantasiosos de lo que se suponía que era una familia perfecta, de esas que van de vacaciones juntos y lo hacen todo juntos.

Mi madre redujo la velocidad del vehículo y dejó de mirar la carretera para prestarme toda su atención. Sus ojos azules se clavaron en los míos de forma inquisitiva, y eso me heló la sangre.

—Te he dicho que no digas palabrotas delante de tu hermano pequeño.

—¡Maldita sea no es una palabrota! –protesté por rebeldía– Si hubiese querido decir una, la hubiera dicho.

—¡No hables así! —Dijo elevando la voz –Lo hago lo mejor que sé, ¿vale? He estado todo el año ahorrando para esto y no quiero que lo estropees como haces siempre.

—No te preocupes mami, a mí me gusta la playa –comentó mi hermano, derrochando su habitual dosis de peloteo.

Mi madre le sonrió por el espejo retrovisor.

—¡Claro que sí mi vida! La playa es lo mejor que hay.

—Jodido enano de mierda... –murmuré por lo bajo, escurriéndome ligeramente en el asiento del copiloto hasta que la sonora colleja de mi madre me hizo despertar de golpe.

—Te he oído –me advirtió señalándome con el dedo índice.

La miré con un odio inmenso. No la soportaba, en realidad no me gustaba nada de ella. Era un desastre total: siempre se olvidaba de los acontecimientos importantes, no era capaz de callarse ni un maldito segundo del día, tendía a revolotear constantemente a mi alrededor y a meterse en mi vida a la fuerza, y por si eso fuera poco, cocinaba de pena. Mi madre era una de esas mujeres que se habían quedado preñadas demasiado jóvenes y todo se les hacía cuesta arriba.

Recuerdo escenas, momentos de mi vida en los que tuve que aprender a sobrevivir solo, de hecho recuerdo haber preparado los biberones de mi hermano porque a mi madre se le olvidaba las horas de las tomas, o haberlo prevenido del fuego, alejado del agua y evitado que bebiera legía por error, en resumen, desde muy joven tuve que responsabilizarme de cosas que no eran apropiadas para un niño de mi edad.

Me giré para mirarla, volvía a hablar de cuando era joven y yo sentía como si mi cabeza estuviera a punto de estallar. En ocasiones me preguntaba cómo hubiera sido mi infancia con un padre, alguien que la ayudara a hacerse cargo de nosotros. Posiblemente hubiese sido más feliz, hubiese crecido más despreocupado y hubiese tenido un modelo de referencia, pero no, nuestro padre huyó al ver lo que se le avecinaba, y lo cierto es que no se lo reprocho; fue un hombre listo.

—¡Aquí está! –exclamó mi madre entrando en la caravana; seguidamente, extendió los brazos y dio una vuelta sobre su propio eje, como si fuera una de esas bailarinas dentro de una cajita de música.

—¿Vamos a dormir aquí? –pregunté escéptico.

—¡Sí! Ya sé que es un poco... como lo diría... rústico. Pero lo vamos a pasar genial –confirmó ilusionada.

—¿Llamas rústico a una caravana oxidada, con cortinas comidas por el sol, manchas incalificables en las paredes y tres camas juntas en una esquila de la única habitación? –pregunté alarmado, señalando la inmundicia que nos rodeaba.

—¡Es maravilloso! Aunque bueno –se llevó un dedo a los labios a modo reflexivo–, supongo que vamos a pasar poco tiempo aquí, mi idea es que estemos en la playa todo lo que podamos.

Se giró hacia una pequeña puerta que había en la parte más alejada, una puerta diminuta, que con suerte, cabía un duende. Examinó rápidamente lo que había en el interior y cerró con premura.

—¡Uy! jajaja –rió con nerviosismo– ahí está el baño. Será mejor que vayamos fuera, hace un día estupendo.

—Un momento... –dije tras captar las reacciones nerviosas de su rostro– Me dirigí con rapidez a esa puerta diminuta y la abrí. – ¡Mamaaaaaá! –chillé con todas mis fuerzas al ver ese pozo infecto al que había llamado baño, pero ella ya estaba fuera con mi hermano, desoyendo mi protesta.

En ese momento sentí el desasosiego, la desesperación y la rabia por todo lo que tendría que aguantar las próximas semanas. Me entraron ganas de llorar y no tuve fuerzas para reprimir las lágrimas, que descendían rápidamente por mi mejilla, mientras veía, a través de la cortina gastada de la ventana que había sobre el fregadero, como mi hermano jugaba despreocupado persiguiendo a mi madre por la arena. Yo no era capaz de relajarme, no solo cogeríamos chiches por estar ahí, lo más probable era que también contrajéramos enfermedades propias del tercer mundo, y ella no era capaz de verlo, o si lo hacía, le daba igual.

—Bien, muy interesante este pasaje de tu pasado –interrumpe Jose con cara de mala leche–, pero llevas veinte minutos y todavía no ha salido ni una maldita chica en tu historia.

Me echo a reír de su impaciencia.

—¿No quieres que siga, Jose? Si lo prefieres hablamos de otra cosa, de la liga de futbol por ejemplo o...

—¡No le hagas caso! –me interrumpe Marcos– En realidad le intriga tu historia, pero jamás lo admitirá, por mí sigue, me está gustando.

—Bien, pues si no hay ninguna objeción más –procedo mirando a Jose, que aprieta los labios convirtiéndolos en una fina línea–, continuaré con mi relato:

»Mi madre se empeñaba por todos los medios en hacerme reaccionar, quería que venciera todos los miedos y las vergüenzas de juventud que sentía por aquella época y reaccionara, pero yo era incapaz de ver sus esfuerzos, estaba centrado en mi propio sufrimiento y no aceptaba ninguno de sus consejos: antes muerto que hacerle caso, ése era mi lema.

—¡Vamos Leo! Sal fuera un rato, el sol te vendrá bien, estás muy pálido.

—No, gracias –dije pasando la página del periódico de octubre de mil novecientos noventa y cuatro que había encontrado olvidado en el fondo de un cajón.

No me resignaba a salir, no quería que nadie me viese con ella, me avergonzaba su vitalidad y sus esfuerzos por relacionarse con todo el mundo, así que los primeros días los pasé en la oscuridad de esa caravana mugrienta, escuchando de lejos el murmullo del mar y contando, como un preso en su celda, los días que faltaban para regresar a casa.

Pero el empeño de mi madre por hacer que saliera no cesaba, y fue con una de sus estridentes llamadas que decidí salir para ver qué pasaba.

—¡Leo, ven, corre! –gritó.

Caminé a paso ligero, bordeando la caravana hasta llegar a la parte de atrás, y ahí estaba, aunque para mi desgracia no se encontraba sola.

—Mira Leo, quiero presentarte a estas dos chicas, Diana y María. Están de vacaciones y son de tu edad.

Me puse rojo al instante. Eran dos hermanas guapísimas. Sus cuerpos delgados y torneados, cubiertos únicamente por un diminuto biquini turquesa que resaltaba sus atributos femeninos me dejaban sin aire en los pulmones, además, lucían una envidiable piel morena que no podía dejar de mirar. Caminé despacio, con la cabeza gacha e intentando por todos los medios que no se me notara la vergüenza, sabía que ahora que me habían visto no podía huir, pero tener que conocer a esas chicas en presencia de mi madre era muy humillante.

—Hola, Leo –dijo una de ellas– Me llamo María, tu madre nos estaba hablando de ti.

No sabía si reír o llorar ante esa afirmación, no obstante, cogí aire y me acerqué a las chicas para darles dos besos.

—Bueno, no hagáis mucho caso de lo que diga... tiende a exagerar.

—¡Oh, vamos, Leo! Solo les he dicho la verdad, que eres guapísimo y algo cabezota porque no quieres salir de la caravana.

Joder, era peor de lo que pensaba y ya no tenía arreglo. Si había alguna posibilidad de tener una vida normal dentro de ese "proyecto de vacaciones familiares" acababa de chafarlo como la concha de un caracol al interponerse en su camino tras un día de lluvia.

—Sí, jajaja –las dos chicas rieron al unísono– la verdad es que tiene razón, eres muy guapo.

Fulminé a mi madre con la mirada, pero ella se limitó a sonreír y decir:

—Bueno, os dejo, voy a bañar a tu hermano.

Esa era su especialidad: encender el fuego y huir dejándome solo frente a las llamas.

Las chicas intentaron entablar conversación conmigo, se interesaron por mis aficiones, por la ciudad de la que venía... pero fue inútil. No sé si alguna vez os habéis sentido así, impotente, avergonzado, forzado por querer mejorar lo inmejorable, intentando interpretar un papel para tapar mis innumerables defectos. Pero todo esfuerzo fue en vano, pues la realidad era que yo no era un chico guapo, ni interesante, y mucho menos simpático. A mis quince años era el típico muchacho reservado y enfadado con el mundo. Físicamente había dado muchos cambios, pero tenía la sensación de que mi cuerpo desproporcionado se había desarrollado por partes. Por aquella época llevaba el pelo largo, a la altura de las orejas y de color castaño claro. Mis ojos marrones eran algo grandes para mi rostro y mis facciones empezaban a definirse, pero aún carecía de barba, por lo que seguía manteniendo un aspecto aniñado. Mi cuerpo, en cambio, era alto, ancho de espalda y bastante definido para no ser un chico deportista, aunque en contrapunto mis piernas seguían estando demasiado flacas, por lo que contrastaban con mis pies, que eran desmesuradamente grandes. Como os podéis imaginar yo me veía como un monstruo, muy distinto a todos mis ídolos masculinos de aquella época, en cambio, para mi madre siempre he sido el niño más guapo del mundo, cómo no, pero ella también decía lo mismo de Mig Jagger, y entre nosotros, Mig Jagger no sé hasta qué punto se puede considerar un sex simbol...

Todas esas inseguridades hacían que me viera como el crío más infeliz sobre la faz de la tierra: nada se me daba bien, no tenía una familia convencional, era desafortunado en casi cualquier área, y encima, me consideraba poco agraciado, en consecuencia era muy tímido y retraído.

Después de parecer un completo gilipollas frente a esas esculturales morenas, regresé a la caravana y cerré la puerta dando un enorme portazo. Mi madre había iniciado una guerra de almohadas con mi hermano justo antes de que irrumpiera irascible y rojo, con ganas de iniciar una acalorada discusión con quien se me pusiera por delante.

—Que sea la última vez que me haces una cosas así, ¡cómo se te ocurre dejarme en ridículo! Eso es algo que haces siempre, ¿y sabes una cosa? ¡No lo soporto, para ser precisos no te soporto a ti!

La respuesta de mi madre fue clara: se mantuvo inmóvil en el centro de la habitación, alzó el cojín que tenía entre las manos y lo arrojó con fuerza sobre mi cara. Transcurridos unos segundos ella y mi hermano rieron al unísono de mi cara desubicada.

—No te pongas tan serio, hijo, que se te pone cara de ciruela, ya lo sabes.

Volvió a reír, y me fui cabreado hacia la otra punta, para ser exactos, me distancié dos metros; no había mucho espacio para poder esconderme en esa caravanucha.

Jose y Marcos rompieron a reír, quebrando la quietud.

—¡Qué razón tenía la mujer! –exclama Jose sin dejar de reír– Claro que no supo ver que la cara de ciruela la llevas de serie, no solo cuando te enfadas.

Aprieto la sonrisa y pregunto mirando a mis dos amigos:

—¿Queréis que siga?

—¡Claro! –se afana en responder Marcos– Estoy deseando que llegues a la parte en la que te acuestas con esas dos hermanas, vaya suerte la tuya, la primera vez y fue un trío.

Me echo a reír.

—Es poco creíble –niega Jose con la cabeza–, ¿Cómo va a tener tanta suerte un pajillero granudo de quince años? ¡Ni en sus mejores sueños! Creo que nos está metiendo una trola.

—Bueno –me encojo de hombros–, podéis pensar lo que queráis, aunque que yo sepa todavía no sabéis cómo fue mi primera vez, ni con quién.

—¿No fue con una de esas morenas o con ambas?

Me encogí de hombros.

—¿Sigo?

Jose emite un largo suspiro y alza la mano en mi dirección.

—¡Qué remedio! Continúa, anda, tú no te cortes...

Rio una vez más de sus caras de intriga y continuo con la explicación:

»Pasaron los días, el calor no hacía más que aumentar y más dentro de esas cuatro paredes de hojalata, que amenazaban con caerse a pedazos a la menor oportunidad. Retiré con la mano el sudor de mi frente mientras lamentaba, una vez más, mi continua mala suerte.

Mi madre entró poco después, acalorada, suspirando y abanicándose con la mano, como si con ese gesto pudiese hacer descender drásticamente varios grados la temperatura. Pero ni mi pasividad, ni el calor le impidieron seguir insistiendo para que fuera a la playa y hablara con esas dos chicas, que desde que habían conocido a la alcahueta de mi madre, paseaban en biquini delante de mi caravana todas las tardes.

—¿Hoy tampoco vas a salir? –dijo mi madre, caminando de aquí para allá.

—Sabes que no. No insistas –dije sin apenas mirarla.

—¿Por qué, Leo? ¿Por qué no sales a hablar con ellas? Son muy guapas.

—No quiero.

Mi madre suspiró y se sentó frente a mí, al tenerla tan cerca no tuve más remedio que alzar la mirada. Llevaba un holgado vestidito playero blanco que se había colocado encima de de su biquini mojado de color rojo, por lo que se trasparentaba y se adhería a sus pechos redondos y firmes. Dejando a un lado su pesada actitud, debía reconocer que era una mujer hermosa para su edad. Su pelo largo y ondulado caía con sinuosidad sobre sus hombros y llegaba casi al pecho, era dorado y de textura sedosa. A veces me sorprendía a mí mismo mirándolo fijamente, reteniendo en mi memoria cada destello de luz que desprendía. Su mirada felina y clara, me había dejado sin argumentos para rebatir más de una vez, y sus labios... ¡uf! mejor no continúo, solo basta con decir que era la parte de su cuerpo que más llamaba mi atención, así como esa pequeña manía suya de morderse continuamente el labio inferior cuando tramaba algo. Nos separaban diecisiete años, sí, pero recuerdo que en ocasiones la miraba y parecía mucho más joven.

Mi madre suspiró y se levantó de la silla de un salto, se dirigió hacia la nevera y examinó detenidamente su interior. No pude evitar fijarme en su redondo trasero, prieto y firme, moviéndose levemente de derecha a izquierda mientras rebuscaba algo entre los estantes.

Agité bruscamente la cabeza al tiempo que reproducía una mueca de asco e incredulidad a la vez. ¿Qué me estaba pasando?

En cuanto mi madre regresó frente a mí, no pude evitar mirar nuevamente hacia sus pechos mojados, sus pezones endurecidos me bloquearon por completo y me costó un mundo apartar la mirada de ellos. Abrió con parsimonia la lata de cerveza que había encontrado, y se sentó con brusquedad sobre la silla.

—¿Cuál es el problema? ¿Por qué nunca te veo coquetear con otras chicas? ¿Por qué siempre estás enfadado, triste...? Dime, ¿por qué te comportas así?

Mi madre se dio cuenta de que mi mirada estaba perdida nuevamente en sus senos y se los miró; seguidamente, despegó con los dedos el playero blanco de su cuerpo y volvió a alzar la mirada.

—Contesta –insistió.

Suspiré avergonzado. Por alguna extraña razón me sentía vulnerable, tal vez por haber mirado a mi madre de ese modo, con ese descaro... No era propio de mí y estaba convencido de que la culpa era del puñetero calor y el aburrimiento que reinaba en ese lugar.

—No se me dan bien las chicas... –musité en apenas un susurro.

Mi madre asintió con la cabeza.

—Te gustan más los chicos, entonces –afirmó sin más.

—¡¿Qué?! –grité enervado– ¡Claro que no! ¡Joder mamá! –Me levanté de un salto– ¿Crees que soy maricón? ¿Realmente piensas eso?

—Tranquilízate, cielo, no estoy diciendo que lo seas, pero aunque fuese así yo jamás te lo reprocharía. Quiero que sepas que puedes abrirte a mí, contarme lo que te pasa.

Sus palabras me tranquilizaron un ápice y volví a sentarme.

—Los chicos no me van, ¿vale? Así que no vuelvas a insinuarlo.

—Está bien, ¿entonces?

Suspiré y cogí la lata de cerveza que reposaba sobre la mesa para darle un largo trago. Mi madre advirtió la necesidad en mi rostro y no me lo impidió. Permaneció impasible hasta que volví a depositarla en la mesa.

—Me da vergüenza hablar con las chicas, me veo... –me señalé con las manos– feo, soy.... no sé... yo...

—¿Cómo dices? –preguntó con los ojos desorbitados– ¿Feo? Yo no hago hijos feos, cariño, ¿me has visto bien? –se levantó, estirando su diminuto vestido y arrapándolo a su cuerpo para que pudiera apreciar todas sus curvas. El cuerpo de mi madre era francamente perfecto, ni un gramo de grasa, suave, inmaculado... físicamente no podía ponerle ningún defecto.

—Mamá, tú no lo entiendes... Todos mis amigos ya han... bueno... –hago un gesto de evasión las manos– Es complicado, las chicas tampoco me hacen demasiado caso que digamos, así que...

—Eso no es verdad. He visto como te miran algunas de tus amigas, pero tú no eres capaz de verlo, estás tan ofuscado en tus supuestos "defectos" –entrecomilla con los dedos– que no eres capaz de ver más allá. Eres tú quien las rehúye.

Mi madre cogió la lata de cerveza y se la llevó a sus suaves labios, que se entreabrieron para adaptarse a la obertura. Su cabeza se inclinó ligeramente hacia atrás y vi como el líquido descendía por el interior de su garganta. Una gota desviada resbaló de la comisura de sus labios y perfiló con asombrosa parsimonia su esculpida barbilla y su largo cuello, fundiéndose entre las diminutas gotas de sudor, hasta perderse entre su escote. Me vi obligado a cerrar la boca y tragar saliva. El calor estaba siendo realmente sofocante, sentía que mi cuerpo hervía literalmente y que en cualquier momento iba a sufrir una combustión instantánea y carbonizarme delante de ella, pero simplemente era incapaz de levantarme, mi mente estaba lejos ahora mismo, mi madre acaparaba toda mi atención. Hasta la fecha jamás me había atrevido a mirarla más allá del papel de progenitora, pues tampoco había tenido esa curiosidad. Tal vez fuese el clima, la desmedida humedad y la visión constante de las dos bellezas morenas que merodeaban cerca de la caravana, lo que me llevó a estar más excitado de lo habitual y ahora que mi madre, una mujer preciosa y sexy, estaba frente a mí, no podía apartar mi mirada, e incluso sentía la curiosidad de saber cómo sería su cuerpo sin las escasas prendas de ropa que la cubrían.

Ella alzó la mano, y con la punta de su dedo corazón secó sutilmente su labio inferior, despojándolo de restos de cerveza.

—Tienes que salir ahí fura y hablar con esas chicas que no hacen más que preguntar por ti –insistió, ignorando mis reacciones.

Negué con la cabeza.

—No puedo. Es superior a mí.

—Tu único problema es la falta de confianza en ti mismo.

Me encogí de hombros.

—En cualquier caso, es asunto mío.

—Pero yo puedo ayudarte, podría organizar una cena e invitar a...

—Mamá, por favor, no insistas... No quiero verme en ese tipo de situaciones, me abochornan. Esto que me pasa no se puede solucionar con una cena, necesito tiempo y... y eso, intimar con alguna que no me considere un patán –zanjé sin más–. Entonces puede que la próxima vez que me encuentre con unas chicas como esas, me atreva a decir algo más que monosílabos...

Mi madre clavó su mirada azul en mí, estudiando mis ojos como si pudieran ofrecerle más claridad que mis palabras.

—Eres como un pez que se muerde la cola, ¿lo sabías? No puedes ser tú mismo con las chicas hasta que hayas perdido tu virginidad, porque eso es lo que te avergüenza realmente, que tus amigos ya lo han hecho y tú no, por otra parte, no podrás perderla hasta que estés con una.

—Pues supongo que ya está todo dicho, moriré siendo virgen –bromeé con sarcasmo.

—¡Mira que eres idiota! –exclamó apretando una sonrisa– No tienes que darle tantas vueltas a eso, cuando sea el momento lo sabrás.

—Para ti es muy fácil, no sabes lo que es ser el centro de las burlas, ser el único de tus amigos que no ha estado con una mujer y las pocas veces que he intentado estar con alguna... bueno, ha sido catastrófico.

—Entonces, ¿cuál es tu plan?

—¿Mi plan? –le miré extrañado. –No tengo ningún plan, estas cosas no se planean, ¿sabes?

Mi madre asintió satisfecha y se levantó para vaciar los restos de cerveza en el fregadero. Me fijé una vez más en su perfecto culo, en sus muslos firmes... Sentí el latigazo de excitación recorriendo mi cuerpo y haciendo que mi miembro palpitara en el interior del pantalón. Estaba convencido que mantener esta conversación con mi madre era la causante de mi sofoco, pero eso dejó de importarme, estudiar sus eróticos movimientos se había convertido en mi principal objetivo.

—Bueno cielo, tú sabrás lo que haces –dijo dándose la vuelta, apoyándose contra el fregadero– voy a ver dónde está tu hermano, a diferencia de ti, él sí ha hecho amigos.

—Sssí, sí –me afané en contestar–, yo también debería irme a... –me levanté con torpeza– al baño –concluí avergonzado.

—¡Cielo santo! –la exclamación de mi madre hizo que mi tez se tornara pálida. Estudié la dirección en la que apuntaba su mirada y la seguí, constatando que se había detenido en la parte más vulnerable de mi anatomía y contra todo deseo, su visible erección delataba parte de mis deseos ocultos.

—¡Joder! –exclamé tapándome la entrepierna con las manos– No-no sé qué me ha pasado –tartamudeé como un idiota.

—No te preocupes, es algo normal, es solo que... –mi madre seguía mirándome, pese a que había cubierto mi entrepierna– no esperaba que este tema de conversación te provocara de esa manera...

—¡Quieres parar ya! –dije ofendido, poniendo todo el espacio que pude entre nosotros­­­– ¡La culpa es tuya! Vienes con ese vestido transparente y esos pezones apuntando en mi dirección mientras me hablas de chicas y sexo, ¿y pretendes que no tenga ninguna reacción?

—¡No! ¡Si encima voy a tener yo la culpa! –se quejó.

La miré con descaro.

—No me hagas hablar...

Nos quedamos en silencio unos angustiosos minutos en los que rezaba para bajar mi erección, pero simplemente, mi cuerpo iba por libre, desoyendo mi voluntad.

Mi madre deslizó los dedos por su larga melena, ignorando que ese tipo de gestos me provocaban aún más. Se acercó sin vacilar, contoneando sus caderas hasta cuadrarse frente a mí.

—Puedo ayudarte –procedió con tranquilidad, emitiendo un frágil suspiro–. Si eso es lo que realmente te preocupa, si piensas que haciendo eso se acabarán parte de tus problemas, puedo ayudarte.

Me quedé absorto, intentando dar sentido a sus palabras, pues no acababa de entender lo que trataba de decirme.

»Esta noche, cuando tu hermano duerma iré a la playa, estaré junto a las rocas. Puedes ir o quedarte aquí, pero pase lo que pase jamás hablaremos de esto con nadie. La decisión es únicamente tuya.

Se dio media vuelta y se fue acompañada de una ola de misterio, dejándome solo en la caravana, perplejo y lleno de dudas.

Confieso que en la actualidad sigo reviviendo ese momento como si fuera ayer, recuerdo cada palabra dicha, cada guiño, parpadeo... Jamás olvidaré la visión de mi madre esa tarde de agosto.

—¡Venga tío! –espeta Jose dando un puñetazo sobre la mesa; todos los presentes se giran en nuestra dirección– Si ya era poco creíble que te follaras a dos hermanas, ahora ya ni te cuento.

—¡Vaya! –continúa Marcos con los ojos abiertos como platos– ¿Te has follado a tu madre? –se echa a reír– Te acabas de convertir en mi ídolo.

Me encojo de hombros.

—Yo no he dicho nada, tú mismo has sacado tus propias conclusiones –comento en tono sosegado.

—¿Pero fue con tu madre o no? –pregunta Jose; la intriga le correo y no lo puede ocultar.

»Entonces me dio por pensar:

¿Esto era real? ¿Mi madre se está ofreciendo para intentar ayudarme? Jamás entendí los fuertes valores que le impulsaron a hacer lo que hizo, ni se los pregunté ni se los cuestiono, solo sé que mi cabeza empezó a pensar en los pros y contras de esa propuesta. Muchas veces me había quedado absorto contemplando a mi madre, viendo como se maquillaba frete al espejo antes de una cita, como se quitaba el sujetador por debajo de la camiseta cuando le molestaba, ignorando cómo sus pechos se movían al caminar... cosas que para cualquier otra persona pasan desapercibidas, pero por alguna razón, para mí mi madre siempre estuvo presente en mis sueños y parte de mis fantasías, aunque no lo quisiera reconocer. Creo que parte de mi rabia hacia ella era por ese motivo, porque me gustaba demasiado y luchaba a toda costa para que eso no fuese así, estaba convencido que esa atracción era algo sucio y antinatural, pero simplemente, no podía evitarlo.

Siempre supe que ella sospechaba algo de los sentimientos contradictorios que se fraguaban en mi interior, pero ese día de verano descubrió todo cuanto había estado callando, y por primera vez, tenía la oportunidad de satisfacer uno de mis deseos. La última palabra la tenía yo, y la pregunta era si realmente era capaz de hacer ese sueño realidad o me echaría atrás, tal y como había ocurrido con todas las chicas con las que alguna vez había intentado intimar.

Estuve pensando durante toda la cena, prácticamente no me atreví a mirarla a la cara. Solo escuchaba como hablaba con mi hermano, le contaba historias mientras él la miraba embelesado, con inocencia. Por un momento me recordó a mí, ¿en qué momento pasé de mirarla como a una madre buena y cariñosa y pasé a verla como una mujer terriblemente sexual? Jamás lo supe.

Al caer la noche, me revolví inquieto en la cama. Mi hermano hacía horas que dormía y mi madre estaba en la playa, como había prometido. Tragué saliva y me levanté, caminé un par de metros y miré a través de la ventana. La luna llena se reflejaba en el mar, su resplandor dorado bañaba el paisaje, destacando las pequeñas dunas y las robustas rocas. Percibí incluso la silueta de mi madre en la lejanía, la silueta hermosa de una mujer contemplando el horizonte mientras su pelo se movía por una ligera brisa.

Me bastó saber que ella estaba ahí y que sería capaz de hacer cualquier cosa por mí, incluso lo más insospechado, para intentar que fuese feliz, ayudándome a vencer mis propios miedos. En resumen, me bastó verla para saber lo mucho que me quería.

Regresé a la cama y me arropé con las sábanas perpetuando en mi rostro una inquebrantable sonrisa.

«Gracias mamá».

—¡Menudo pedazo de cabronazo! ¡¿No va el tío y nos enreda?!

Jose no sale de su asombro, parece exaltado con mi relato.

—¿En serio no te reuniste con ella? –pregunta Marcos decepcionado.

—Bueno, ese fue el final de mi historia, pero como en todo final hay dos versiones, ¿qué hubiese pasado si hubiese acudido al encuentro? –miro el reloj de mi muñeca– La segunda parte os la contaré mañana si no os importa, tengo que ir a trabajar.

—¡No me jodas, tío! –protestan mis dos amigos al unísono– Dinos quién fue antes de irte.

—Lo siento, chicos –dejo el dinero sobre la mesa mientras me pongo en pie–, lo mejor está por venir, pero no será hoy. Quedamos mañana a la misma hora y si os apetece continúo con mi historia.

—Ni sueñes que voy venir mañana, tengo un compromiso ineludible –espeta Jose.

—Bien, pues hasta la próxima –digo sin más.

—Yo si estaré –se afana en contestar Marcos—, así que ni se te ocurra faltar.

Asiento complacido y me acerco a la salida; mañana acudirán, sé que quieren un desenlace y no cesarán en su empeño de conseguirlo.