Recuerdos de la niñez

m/F, incesto.

Mi niñez estuvo marcada por la vida en común con mi madre. Mi padre dejó a mi madre cuando se enteró de que estaba embarazada y yo nunca llegué a conocerle; ni siquiera tenía ganas de hacerlo. Mamá tenía veintitrés años cuando me tuvo y durante tres años vivimos en casa de mis abuelos, que se hicieron cargo de mi madre hasta que pudo costearse un alquiler y pudo independizarse.

Durante varios años, mamá me dejó en una guardería cercana a casa mientras ella trabajaba en un supermercado y luego se pasaba el resto del día cuidando de mí concienzudamente. Era, sin duda, una madre abnegada y le costaba dejarme en una guardería, pero afortunadamente eso período fue corto y muy pronto entré en párvulos y me integré en la dinámica de las clases organizadas.

Los años fueron pasando y, cuando tenía unos diez, mamá ya me dejaba solo en casa para poder ella salir algunas noches. No sé muy bien a dónde iba, pero recuerdo con gran nitidez lo que vi en varias ocasiones a altas horas de la madrugada. Al estar mi dormitorio comunicado con el de mamá por una pequeña ventana (el piso era uno de ésos antiguos que tienen cosas raras como ésa), yo podía mirar a su habitación si retiraba con cuidado la cortina que la tapaba.

La primera vez que lo hice fue una noche de otoño en que me desperté sobre las cuatro de la madrugada. Probablemente, lo que me despertaron fueron los golpes del cabecero de la cama de matrimonio de mamá, pero no puedo estar seguro completamente. El caso es que me asomé con mucho sigilo a la ventana y vi una de esas imágenes que se quedan grabadas para siempre en la memoria. Mamá estaba a cuatro patas sobre la cama, completamente desnuda y con el culo en pompa, y un hombre bastante más joven que ella, también desnudo, estaba embistiéndola desde atrás. Mamá tenía el pelo dislocado y sus tetas (muy grandes) pingaban bajo su cuerpo y se balanceaban de delante hacia atrás. El joven, según pude ver, estaba metiéndole la polla (me pareció gigante en comparación con la mía de niño) entre las nalgas y parecían estar disfrutando por la expresión de sus caras. Vi sólo un minuto de su acto, porque me asusté y me metí en la cama por mierdo a que me vieran. Sólo unos pocos sabrán lo que se siente de ver cómo alguien posee a su madre desnuda y la hace gozar, es una especie de complejo de Edipo elevado al cubo. Me impactó tanto que no pude conciliar el sueño aquella noche.

Quizá lo que más me chocó fue ver a mi madre tan normal como siempre preparando el desayuno la mañana siguiente. Llevaba puesto un camisón y su expresión era alegre y desenfadada. Me trató como de costumbre, con mucho cariño y mimo, pero yo no dejaba de recordar lo que había visto la noche anterior y me preguntaba si le dolería el sitio por el que le habían estado metiendo aquella polla. Pero no podía saber nada ni hablar con ella de aquello, porque sabía ya instintivamente a los diez años que de aquello no se debía hablar. Algo falso, quizá, pero así era al menos en la sociedad española en aquellos años ochenta.

Poco a poco, pasaron las semanas y los meses y fui aprendiendo más sobre sexualidad, sobre todo debido a aquel primer encuentro súbito con el sexo. Lo que entendí, ya con once años, fue que el hombre metía su polla empinada entre las piernas de la mujer, en ese sitio con pelo, echaba un líquido y la mujer podía quedarse embarazada. Fue muy somera la información a la que tuve acceso (porque entonces no sabía muy bien dónde buscar), pero fue suficiente para preguntarme por qué mi madre no se había quedado embarazada aquella vez. Supuse que a veces no funcionaba o que simplemente aquel joven no le echó su líquido dentro.

La segunda vez que vi a mamá en una situación comprometida llegó casi un año después de la primera. Sucedió de forma similar, es decir, me desperté en mitad de la noche y oí ruidos extraños en la habitación contigua, de modo que retiré un poco la cortina (movimiento que no podía advertirse desde donde estaba mamá al estar mi dormitorio a oscuras totalmente) y la vi de nuevo desnuda, pero esta vez tumbada boca arriba sobre la cama, con las rodillas flexionadas y las piernas separadas y un joven encima de ella haciendo las delicias de sus partes más íntimas. No era el mismo joven de la otra vez, sino uno incluso menor. Aunque a mí me parecía mayor por aquel entonces, años después comprendí que aquel cuerpo debía haber correspondido a un chico de unos diecinueve o veinte años, delgado y nada musculoso. Recuerdo que me quedé más tiempo mirando cómo su culo bajaba y subía entre los muslos de mamá y cómo ella yacía allí inexpresiva, recibiendo las arremetidas del muchacho, en cuya cara sí se podía leer el entusiasmo del principiante. Creo que mamá no gozó mucho aquella vez.

Pasaron de nuevo muchas semanas y fui poco a poco enterándome bien de todo lo relacionado con el sexo, o al menos de los mitos que sobre él circulaban entre los chicos del colegio. La mitad eran exagerados y directamente falsos, pero yo fui aprendiendo más y más sobre las prácticas sexuales que había. Sin embargo, nunca habló nadie de lo que hacían sus padres o de si habían visto a sus madres desnudas o follando con otros tíos.

Cuando llegué a los doce años empecé a masturbarme. Aquel nuevo descubrimiento me fascinó tanto como a cualquier preadolescente y me pasaba horas entregado a esa práctica tan placentera y a la vez tan solitaria. Una consecuencia lógica y casi predecible del comienzo de mis sesiones masturbatorias fue que empecé a buscar material con el que excitarme y, claro, uno de ellos fue la famosa ventana que comunicaba mi habitación con la de mi madre. Hacía mucho que no veía nada por ella, pero a partir de entonces traté de permanecer despierto hasta muy tarde los fines de semana para intentar sorprender a mi madre con alguien en la cama. Desgraciadamente, tuve muy poco éxito, ya que solía volver a casa sola y sólo para dormir.

Por suerte, una noche de invierno en la que mamá seguramente cambió su coche por su dormitorio debido al intenso frío de Madrid, conseguí lo que había estado deseando. Alrededor de las dos de la madrugada oí que pasaba por el pasillo muy sigilosamente y susurrándole a alguien que estuviera callado. El corazón empezó a latirme con fuerza y tuve una erección casi automática. Mi afán por ver qué sucedía en el dormitorio de mamá me había llevado a estudiar cuidadosamente la tela de la cortina que tapaba la ventana y así descubrí que había zonas en las que la tela estaba algo raída y que permitían mirar a través de ella sin necesidad de descorrer la cortina. Así fue como pude ver que mamá entraba en su cuarto con un chico joven igual que el segundo que yo había visto, que no debía llegar a los veinte años. Los dos empezaron a desnudarse casi de inmediato, mamá mostrándole sus grandes tetas y su espesa mata de pelo negro y el chico su cuerpo delgado y atlético y su erecto miembro de considerable tamaño, y al poco estuvieron en la cama copulando como cerdos. Mamá se puso aquella vez encima del muchacho y empezó a cabalgar sobre él, haciendo que sus tetas botaran y que el chico casi no pudiera aguantar su placer.  Me la meneé mientras veía aquello y recuerdo que me corrí casi en seguida, antes incluso que el muchacho que, dicho sea de paso, aguantó más bien poco y dejó a mi madre bastante insatisfecha.

Aquella noche tuvo una significación especial porque fue el detonante que me hizo espiar a mi madre casi todas las noches. La veía desnudarse para ponerse el camisón y, en ocasiones, incluso masturbarse, aunque yo con doce años no sabía que era eso lo que estaba haciendo. Ni que decir tiene que yo me masturbaba también mientras la miraba y que cada vez estaba más enganchado a aquel vicio.

Curiosamente, cuando cumplí los trece años, mamá dejó de verse en casa con chicos e incluso dejó de salir con tanta frecuencia los fines de semana. Poco a poco, aquellas prolongadas veladas fuera se hicieron menos numerosas hasta quedar reducidas a auténticas rarezas. Mamá se limitaba a ir a su trabajo y a pasar en casa su tiempo, cuidando de sus plantas o leyendo, su mayor pasión. A mí me asombraba aquel cambio, porque no es que no se acostara con nadie en casa, es que no se acostaba con nadie, porque no salía apenas y, si lo hacía, era conmigo y para ir de compras.

Pasaron dos años muy lentamente, como siempre pasan durante la adolescencia y me encontré con quince años, ya con la estatura definitiva y con mi cuerpo casi totalmente desarrollado. Afortunadamente para mí, una de las partes que más se desarrolló fue mi miembro, que rozaba los veinte centímetros y que contaba con un grosor sensiblemente superior al habitual. En lo que a mis conocimientos sobre sexo se refiere, había aprendido ya todo, aunque no había puesto nada en práctica. Yo no era un joven muy sociable y, aunque tenía varios buenos amigos con los que pasaba muy buenos ratos, no tenía mucho éxito con las chicas. No es que fuese feo (al contrario, mi aspecto, modestias aparte, era bastante atractivo), sino que de algún modo rehuía los compromisos sociales y prefería pasar mi tiempo en casa con mis cosas, especialmente mi ordenador.

Mamá no había cambiado mucho, seguía saliendo poco y mastubándose con regularidad, aunque ya casi nunca lo hacía sobre su cama, sino en la ducha. Esto lo supuse porque tardaba más en salir de ella y porque era obvio que no tenía ningún compañero sexual. Su relación conmigo seguía siendo óptima. Mamá se preocupaba mucho por mí y siempre procuraba que yo le expusiera mis problemas e inquietudes, aunque, claro está, rara vez le hablaba de mis problemas reales, de mis dudas más secretas.

Recuerdo que una mañana de primavera, cuando contaba, como he dicho, con quince años, yo estaba solo en casa, porque mamá estaba trabajando y nosotros habíamos tenido el día libre porque iban a cambiar a marchas forzadas la instalación de fontanería del instituto. Me levanté tarde (a eso de las once) y desayuné. Luego, no apeteciéndome salir, decidí ducharme, así que cogí ropa limpia de mi armario y luego me desnudé en mi cuarto. Pasé después al cuarto de baño y me duché. Cuando acabé, no me vestí y decidí ir así a la cocina a echar la ropa sucia a una cesta que teníamos para ella. Así, paseándome por la casa desnudo y con mi gran rabo semierecto fue como mamá me vio. Inexplicablemente estaba allí y me topé con ella de frente, quedándome mudo. Su expresión era de sorpresa y se fijó durante largo rato en mi más que generosa virilidad. Cuando reaccioné, me cubrí y corrí a mi cuarto, donde me vestí y me quedé sentado sin saber con qué cara salir.

“Toc, toc”, oí mientras meditaba sentado al borde de mi cama.

-¿Se puede? –preguntó mi madre desde el pasillo.

-Sí –le dije.

Mamá entró en mi cuarto, ni seria ni divertida, y se quedó mirándome allí de pie junto a mí.

-¿Qué hacías andando por la casa desnudo? –me preguntó con un tono algo seco.

-Pues... no sé, simplemente iba a poner la ropa en la cesta –le contesté.

-Es verdad, pero es que me ha sorprendido mucho verte desnudo. No sabía que hubieras crecido tanto.

-Pero si me estás viendo todos los días...

-Me refiero a tu... cosita –especificó, haciendo que me sonrojara.

Uno de esos silencios incómodos siguió a aquel primer tramo de nuestra conversación.

-Se te ha puesto muy grande, no es nada que te deba dar vergüenza –me dijo para intentar aliviar la tensión de la situación.

-Su... supongo, no sé –dije yo, muy cortado.

-Mucho más grande que la mayoría de los hombres, ¿eh?

-¿En serio?

-Sí, desde luego. La vedad es que no me acostumbraré nunca a la idea de que te estás haciendo mayor –suspiró.

-Tampoco soy tan mayor –me defendí.

-No, pero desde luego ya eres un hombre hecho y derecho en algunas cosas –dijo sonriendo y señalando mi entrepierna, que estaba abultada debido a una erección que había tenido con aquella halagadora conversación.

Yo esbocé una sonrisa también.

-En fin, creo que voy a ir al supermercado. No te lo había dicho todavía, pero hoy nos han dado el resto del día libre porque están restaurando la instalación eléctrica y no vamos a poder utilizar los ordenadores. ¡Qué casualidad!, los dos tenemos día libre por razones parecidas, ¿eh? –comentó.

-Yo me quedaré aquí, ¿o necesitas que te ayude con la compra?

-No, sólo voy a traer un par de cosas, no hace falta. Vuelvo en media hora, ¿vale?

-Muy bien –dije.

-Hasta luego. Ah, si llama tu abuela, dile que esta tarde irá a verla la tía Josefa, que está en la ciudad.

-Vale.

-Bueno, hasta ahora.

Mamá salió de casa y yo me dejé caer en el sofá del salón aliviado. ¡Qué mal rato había pasado! Me había halagado mucho que me dijera que la tenía grande, tanto que se me había empinado por el morbo, pero tampoco le di demasiada importancia al suceso, aunque parezca increíble. No me pareció tampoco excesivamente raro hablar con mi madre de aquello, pero mis hormonas habían reaccionado, cosa bastante normal a aquella edad.

Cuando regresó, mamá traía un par de bolsas del supermercado. Había comprado las cuatro o cinco cosas más habituales que comíamos (filetes, verduras, alguna fruta, etc.) y poco más. No hablamos de lo que había sucedido antes y seguimos con el día con total normalidad, aunque a mí no se me quitaba de la cabeza.

A la hora de cenar, mamá se metió en la cocina y preparó unos exquisitos filetes de pollo con verdura y nos los comimos en la mesa de la cocina. Durante la cena, mamá no se refirió al incidente de la mañana, simplemente de cosas banales, como el fregado tan grande que había que hacer por la mañana y lo mucho que necesitaba una ducha. Terminada la cena, mamá se fue a su dormitorio a coger una toalla y yo me senté en el salón a ver la tele mientras me tomaba un plátano de postre. Al poco, mamá apareció en el salón con un par de toallas en la mano.

-¿Quieres que compartamos la ducha? –me preguntó a la ligera. Yo me quedé algo confuso.

-¿Qué? –le pregunté-. ¿Una ducha?

-Sí. Como yo ya te he visto desnudo, no hay ya nada que esconder, ¿no? –me explicó.

Yo le di vueltas a la cabeza, que ya de por sí me daba vueltas con aquella proposición. ¡Mi madre queriendo que me duchara con ella! En cierto modo, tenía sentido lo que decía, porque ya me había visto desnudo y no había tabúes por mi parte, pero... ¿y ella? ¿No le importaba que yo la viese desnuda?

-Pero... ¿a ti te da igual que yo te vea? –quise saber.

-Verás, yo soy tu madre y no creo que haya mucho que esconder, ¿no? Además, ya sabes cómo es una mujer desnuda, ¿no? ¿Qué importa? El caso es que es más divertido ducharse, sobre todo desde que se estropeó la radio y no la puedo escuchar en el baño. Voy a tener que comprar otra.

-Bueno, pues vale... nos duchamos juntos.

Debo admitir que estaba muy avergonzado en aquella situación, pero ¿qué remedio? Aparte de que me producía morbo e interés ver a mi madre desnuda de cerca, me parecía razonable la explicación y el razonamiento que me había dado, así que no tenía motivos para negarme a ducharme con ella. Me limité a coger de mi cuarto una toalla y ya está, porque no necesitaba ropa limpia al haberme duchado por la mañana y no haber ido a ninguna parte en todo el día.

Cuando entré en el cuarto de baño, mamá ya estaba en ropa interior, que era de color negro. Sus tetas eran grandísimas y ya algo caídas por la edad, pero no demasiado. Tenía un poco de barriga y su complexión era algo rellena, pero sus curvas eran aún más que provocativas. Sus bragas eran relativamente pequeñas y no evitaban que algunos de los pelos de su entrepierna se salieran por los lados. Mamá era muy atractiva, y no lo digo porque fuera mi madre.

-¿No te vas desnudando? –me preguntó cuando vio que llevaba un rato mirándola.

-Eh... sí, perdona.

Mamá sonrió y se desabrochó el sujetador, que apenas podía sostener sus grandes pechos. Éstos quedaron libres y en toda su gloria ante mis ávidos ojos de adolescente, con sus extensas areolas y sus pezones rosados del tamaño de guisantes. Eran realmente grandes aquellas tetas y además tenían una forma muy agradable, nada separadas y no muy caídas. Me agradaron más incluso que cuando las había visto por la ventana.

-¿Qué te parecen? –me preguntó mamá-. Pues de aquí chupaste tú para alimentarte –añadió sonriendo.

-Son grandes... –le dije admirado.

-En esta familia parece que todo es a lo grande, ¿a que sí?

-Eso parece.

Mamá sonrió otra vez y luego se dio la vuelta para regular la temperatura del agua de la bañera e, inclinada hacia delante, se bajó las bragas, poniendo el culo en pompa hacia mí y haciendo que casi me reventaran los pantalones por culpa de mi erección. Luego se dio la vuelta y pude ver de cerca su espeso triángulo negro.

-Bueno, y de aquí saliste –me dijo señalándoselo y sin dejar de sonreír.

Yo me quedé mirando sus encantos.

-¿No me enseñas esa pistola tan grande que tienes o qué? Anda que como te pongas tímido ahora...

-Si no es timidez... –quise argumentar.

-¡Y tanto que lo es! Pero si soy tu madre, tontorrón...

Dicho aquello, me bajé los pantalones y me quité la camiseta que había llevado puesta. Mi cuerpo era aún de complexión media entre la de un niño y la de un hombre, pero fibrosa y sólida. Luego me bajé los calzoncillos, que habían mostrado un bulto casi tan obsceno como la desnudez misma, y mi flamante pene de casi veinte centímetros quedó al descubierto, empinado como nunca y con el glande fuera completamente, amoratado y reluciente. Mamá no dejaba de mirármelo, asombrada incluso más que por la mañana.

-Desde luego, es enorme... Sobre todo para tu edad y tu cuerpo –señaló. Yo ni dije nada.

Mamá se metió en la bañera, con sus tetas balanceándose de un lado a otro de la forma más lasciva que jamás he visto, y yo me metí también, detrás de ella, que me daba la espalda. Tengo que decir que fue realmente excitante estar allí, en aquella posición, con el culo de mamá a apenas veinte centímetros de mi robusta erección.

Lo peor, sin embargo, estaba por llegar, porque mamá se inclinó hacia delante para graduar de nuevo la temperatura y, casualmente, mi polla quedó alojaba en la raja de su amplio culo, entre sus nalgas.

-¡Huy!, perdona, que te doy sin querer –dijo mamá, pero sin retirarse del todo.

-S...sí –tartamudeé yo.

Mamá se puso derecha de nuevo y se dio la vuelta, mirándome ahora de frente.

-¿Sabes lo que podía haber pasado cuando ha pasado eso? –me preguntó con expresión pícara.

-¿A qué te refieres exactamente? –le pregunté yo sin saber con total exactitud a qué se refería, aunque casi seguro.

-Pues a donde has puesto tu minga. ¿Sabes lo que podía haber pasado, no?

-Sí.

-¿Te han dado ganas de empujar? –me preguntó.

-S... sí, perdona –le dije.

-Oh, no te disculpes, cielo... Es totalmente normal, ése es el sitio donde va tu cosita y es lógico que te entraran ganas de empujar. Además, ¿sabes?, yo te hubiera dejado que la metieras –me dijo con ese tono materno tan tranquilizador.

-Pero... ¿dónde? –le pregunté casi por hacerme el tonto y forzarla a decir algo subido de tono.

-Pues en mi chochito, que ahí es donde encaja tu minga. No me digas que no sabes esas cosas porque no me lo creo –me dijo sonriendo.

-Sí –sonreí yo también.

Los dos nos quedamos mirándonos durante un tiempo.

-Me hubiera apetecido empujarla y meterla –confesé.

-Pues si quieres, todavía estás a tiempo. Hace muchísimo tiempo que nadie me hace eso, y menos que me metan una tan grande.

-Me gustaría.

Mamá me guiñó un ojo, se dio la vuelta y se inclinó hacia delante poniendo su culo en pompa.

-Venga, cielo, métemela despacio en el chocho.

Siguiendo sus deseos, me acerqué a su culo y coloqué mi rabo entre sus nalgas. Con una mano, mamá guió mi polla a la entrada de su vagina y empujé. De improviso me encontré dentro de su estrecho y cálido coño, que sujetaba mi grueso miembro con vigor y se acomodaba a él. Como cualquier novato, al principio no sabía muy bien qué hacer, pero mamá se movió hacia atrás y hacia delante y fui cogiendo el ritmo hasta embestirla yo a ella. Mamá jadeó y gimió en voz baja mientras sentía la invasión de mi gran polla y yo disfrutaba del calor y la humedad de su vagina, que ya se había dilatado lo suficiente para alojar mi miembro.

Allí, mientras arremetía contra el culo de mi madre con las manos en sus caderas y sus tetas colgaban bajo su cuerpo, recordé las veces que la había visto follar con otros y me di cuenta de que nunca había gemido como en aquel momento. Estaba gozando realmente y prueba de ello fue que se corrió a los cinco minutos, algo de lo que un hombre debería siempre sentirse orgulloso. Y no sólo se corrió aquella vez, sino dos más en los diez minutos siguientes, tras los cuales yo mismo me corrí. Eyaculé, sin poderlo remediar, dentro de mi madre, regando su vagina con mi fértil esperma hasta rebosar. Cuando saqué mi polla, los dos estábamos relajados y satisfechos, aunque mi rabo seguía empalmado incluso después de correrme.

-Me encanta cómo entra en mi chocho... –me dijo con voz ronca.

Al poco, estábamos de nuevo follando.