Reconstrucción

Fue entonces cuando vi que quizás algo no funcionaba, como el anterior sábado, cuando después de dos semanas sin intimar, yo me vestí con la transparencia que tanto le gusta pero él puso una excusa y quiso dormir.

Me levanté, apilé los dos platos y los dos vasos y los llevé a la cocina. Marcos no se movió, no me siguió con su botella de vino y la mía de cerveza, y las sobras de pan y fruta. Ni siquiera lo reunió todo en un rincón de la mesa, como hacía a veces. No me importó demasiado. De hecho, entonces, todavía no me había dado cuenta de aquel silencio. Había sido un día largo también para él, y sin embargo al llegar a casa me había encontrado la cena hecha, la mesa puesta y el beso de bienvenida, esas pequeñas rutinas que nos transmiten que hemos aterrizado en un lugar seguro y conocido. Me había quitado el vestido y puesto una camiseta y habíamos cenado tranquilos mirando las últimas de las noticias.

En la cocina, incluso, Marcos había hecho limpieza, y de la nevera habían desaparecido aquellas sobras de arroz que ninguno de los dos había tenido ganas de comerse los últimos tres días.

Al volver al salón lo vi ya en el sofá, con los pies sobre la mesita y cambiando de canal de forma aleatoria. Los jueves no hacían nada que nos gustara, así que yo siempre acababa proponiendo ver una película que como se había hecho tarde nunca acabábamos escogiendo. A veces, en ese punto, Marcos salía a correr y yo aprovechaba para leer un poco o para llamar a mi madre para que me informara de nuevos enredos familiares, que por otra parte, eran siempre los mismos. Sin embargo, esa noche hacía mucho calor. La ventana estaba abierta, pero el aire era una balsa húmeda y cálida, y el patio interior un paisaje de ventanas abiertas a través de las cuales se podían espiar otras vidas, vecinos que se asomaban con el torso desnudo en busca de una mínima brisa que les permitiera dormir mejor.

Terminé de recoger y dejé todo en el fregadero. No limpié. Sólo me mojé las manos bajo el grifo y me refresqué el rostro. Al secarme sentí que el paño olía a verduras a la plancha.

En el salón, Marcos había apagado la luz principal, y hojeaba una de mis revistas sólo con la claridad de la lámpara pequeña. En la televisión había un programa de borrachos y playas.

"¿Ponemos el aire?", pregunté recogiéndome el pelo en una coleta.

Él levantó la mirada y repasó de manera vaga la ventana y el aire acondicionado.

"Si quieres", dijo con cierta desgana. "De todos modos me parece que me acostaré pronto…", y volvió a los vestidos de famosas y las fiestas de alta sociedad.

"¿No irás a correr?"

Él pasó un par de hojas, como si realmente estuviera mirando las fotografías que tenía delante. Negó con la cabeza, y se acomodó ligeramente a su rincón.

"Incluso los pantalones cortos me dan calor", añadió finalmente, como enfadado.

Yo puse los brazos en jarra, dudando sobre qué hacer, y localizando con la mirada el mando del aire, al lado de la televisión, pero finalmente cogí sólo mi móvil del estante y me dejé caer en la otra esquina del sofá.

Nos quedamos así unos minutos. En silencio, con la televisión como acompañamiento de fondo. Marcos abandonó una revista, y cogió otra, que era de abril o marzo, y yo pensé que quizás tenía que hacer limpieza de algunos ejemplares.

El patio interior se llenó de los maullidos de una efímera pelea de gatos, pero que propició que el músico joven del edificio de enfrente se asomara a curiosear desde la ventana de su cocina. Respetuoso con el vecindario, nunca tocaba su violonchelo pasadas las nueve. Echó una ojeada curiosa al patio que pareció no dar resultado, y aunque estaba lejos, me dio la impresión de que antes de volver a dentro miró hacia nuestra ventana. Eso me descolocó, porque el músico era guapo, y una vez al cruzarnos en la panadería me reconoció y hablamos de las quejas de una abuela sorda que vivía en el último piso. Reímos, y ahora si coincidíamos tendiendo la ropa nos saludábamos. Aunque Marcos de esto, no sabía nada.

Volví al móvil.

En el correo, Juan, mi compañero, me acababa de enviar la canción que había olvidado pasarme en la oficina. "Ya sabes cómo soy de despistado." No abrí el enlace. Le escribí un simple "gracias" y pasé a dar un vistazo a mis redes, y sentí una ligera incomodidad, porque en la red todo el mundo parece feliz y seguro, sin duda más feliz y seguro de lo que tú te sientes en ese momento.

"Mira, Helena se casa", dije viendo el anuncio entre exclamaciones y sonrisas.

"¿Qué Helena?"

"La que trabajó conmigo el verano pasado", aclaré.

"No durará", cortó Marcos sin levantar la mirada de la revista.

Fue entonces cuando vi que quizás algo no funcionaba, como el anterior sábado, cuando después de dos semanas sin intimar, yo me vestí con la transparencia que tanto le gusta pero él puso una excusa y quiso dormir.

"Si no la conoces…", dije repasando sus fotos en diagonal, más interesada en ver la reacción de Marcos, las formas bruscas y esa manera de hacer cosas que en realidad no hacía. En casi todas las parejas, llega el momento en que son más importantes los silencios que las palabras. Todo lo que no decimos, que nos guardamos, que no confiamos en el otro, dice más de nosotros que las fórmulas de rutina. Y aunque Marcos nunca había sido demasiado expresivo, la tensión de sus movimientos, su posición erguida sobre el sofá, lo delataba. "¿Estás bien?"

Él pasó un par de páginas, y a duras penas me miró por el rabillo del ojo.

"Sí, claro, ¿no?"

"Tú sabrás."

"Es el calor", concluyó cerrando la revista y dejándola caer sobre la mesita. Suspiró, y por un instante me pareció que buscaba el mando a distancia, pero enseguida desistió.

Otro mensaje llegó a mi móvil. Otro correo de Juan. Otra canción: "Y esta, de regalo ;-)" Tampoco la abrí.

"Estoy cansado. Creo que iré a ducharme y a dormir", dijo con la mirada perdida.

"¿Ha pasado algo?", insistí.

"No, de verdad que no", y se levantó y me dejó sola.

En la televisión una pareja de ancianos contaban sus paseos matinales por la playa de Benidorm. Iban desde hacía diez años.

Lo encontré desnudándose en el baño, quedándose sólo con calzoncillos. Debía haber ganado un par de kilos desde el invierno, pero tenía todavía una buena silueta. Quizás mejor, incluso, dado que a mí nunca me habían gustado los hombres demasiado delgados.

Me di cuenta que tenía un pequeño hematoma en el lado izquierdo. Era intenso y reciente.

"¿Qué pasa, Marcos?"

"¿Quieres ducharte tú primero?", me respondió con la mirada baja, avergonzado o temeroso.

"Va… ¿cómo te has hecho eso del costado?"

Confuso, miró al espejo, y pareció no entender… como si descubriera por primera vez aquella herida. Se apoyó en el lavabo.

Yo empezaba a estar nerviosa, y en aquel baño al aire se había espesado aún más, como niebla transparente. Me pareció que temblaba.

"Te han… te han visto con otro", balbuceó finalmente. "Te han visto de la mano de otro entrando en una casa."

Me quedé paralizada.

"Me lo dijeron el otro día. Hace casi una semana… Pero…"

"¿Quién te ha dicho eso?", pregunté estupefacta.

"Y esta tarde he ido a la puerta de tu trabajo. He ido, y he estado esperando que salieras para seguirte… para seguirte, porque eso es lo que tenemos los parados, tiempo para seguir a las novias que nos ponen los cuernos", tragó saliva y continuó. "Y después de una hora allí, en silencio, imaginándote con él, los mensajes que le envías, las bromas privadas… Casi me he vuelto loco y me he tenido que ir."

Aquellas palabras detuvieron el tiempo.

"¿Quién te ha dicho eso?", insistí.

Y entonces, de repente, Marcos se transformó.

"¡Qué más da!", gritó golpeando el lavabo. Y me miró a través del espejo, y quien me miraba no era el Marcos que yo conocía y con quien hacía tres años que vivía, el Marcos paciente, el Marcos a veces inmaduro y un poco manazas… Quien me miraba era otro. Un desconocido. Y sentí miedo. "¡He esperado desde el sábado! Desde el sábado para que me dijeras algo… ¡Y has estado callada como una puta! ¡Tratándome como un estúpido!"

Sentí como mis pulsaciones se aceleraban.

"¡Dime quién te ha dicho eso!"

Él continuaba apoyado en el lavabo, pero de pronto se enderezó y me dio la espalda. Respiró un par de veces. Yo seguía paralizada en el umbral del baño. Un aviso agitó de nuevo en mi móvil, y aunque resonó en toda la ciudad él pareció no oírlo.

"Te pusiste como una fiera por aquel beso que le di a Olga", dijo, "me dijiste de todo, me amenazaste… Y sin embargo fui yo quien te lo quiso decir, quien vino a contarte lo que había, a pedirte perdón… y ahora tú me sales con esto ", dijo en voz más baja, pero igualmente ruda, como si hablara entre dientes. "Cómo me tengo que poner, qué se supone que tengo que hacer. Incluso me abofeteaste, ¿lo recuerdas?"

Se volvió, y en efecto apretaba la mandíbula con fuerza y su rostro era una colección de ángulos y venas que nunca había visto. No respondí.

"¡Quiero que me digas cuánto tiempo llevas mintiéndome!", y subrayó aquellas palabras con el índice erguido como una advertencia. Estaba sudoroso, y la humedad se le reflejaba en todo el cuerpo en tensión. "¡Quiero que me digas cuánto tiempo llevas follándote a ese cualquiera!"

"¿Y si te lo digo me creerás?, ¿o creerás antes a la fulana que ha ido corriendo a contarte con quién me ve?" Una luz interna me alumbró. "¿Es ella quien te ha hecho la marca del costado? ¿Dónde has ido, Marcos? ¿Dónde has ido después de esperarme en el trabajo?"

Y entonces, de manera inesperada, alzó la mano, dura, amenazante, dispuesta a descargar toda su fuerza sobre mí. El aire se había cargado de tensión, y cualquier chispa amenazaba con quemarlo todo. Y curiosamente, como con los eventos inminentes e inevitables, fue entonces cuando el miedo desapareció, el tiempo se contrajo, y esperé mi destino.

Contuve la respiración. Vi de nuevo su hematoma. Pero el destino no llegó. Su mano se mantuvo en alto unos instantes, y después, todavía con la sangre en los ojos, la dejó caer a cámara lenta, acercándola a mi mejilla y acariciándome con la impericia de una bestia, como el monstruo que descubre de repente la belleza de su presa.

Algo se rompía dentro de mí, y me inundó el miedo y la rabia… y sin embargo, yo me dejaba hacer, porque en esos instantes de luz, me sentí entregada. Marcos (o lo que había de él en aquella mirada) continuaba acariciándome con fuerza, hasta que me adentró el pulgar en la boca.

"Voy a follarte", murmuró. "Voy a follarte…"

Aquellas palabras sonaron como una dulce advertencia, a la que yo respondí incluyendo los labios y lamiendo el dedo. Hacía sabor a tierra salada, de deseo ahogado y urgente. Gusto de dominio y mentira. Éramos dos desconocidos tres años después.

Sólo después de recrearse en él unos instantes mirándome a las pupilas, lentamente, recuperó su libertad.

"Te has puesto cachondo imaginando como se la comía a otro", le dije. Y entonces sí, de golpe, en un instante, cargó el brazo y me dio una fuerte bofetada. Al principio no sentí nada. Como si la hubiera recibido otra persona. Después, sin embargo, el calor y el dolor en la mejilla. Su respiración entrecortada. Los instantes a la espera de la respuesta. Mi sonrisa. "Eres un cabrón." Y apenas habérselo dicho, me cogió con furia de la camiseta, y me besó. Un beso que buscaba en mi boca, en mis labios y mi lengua todas las certezas que ya nadie tenía. Yo entonces ya había decidido rendirme a lo que viniera, porque me sentía esa humedad capaz de convertir el dolor en placer y el placer en obligación.

Se separó un par de palmos de mí. También él parecía furioso y desconcertado, con los dientes apretados, ahora sentía su deseo. Decidí tirar del hilo.

"¿Qué? ¡Qué!", dije acariciándole el pecho. "¿Qué quieres ? ¿Quieres pegarme de nuevo?"

Él me agarró fuerte de la mandíbula y me arrastró con él hasta el corredor.

"¡Calla! ¡Cállate, puta!", Y me volvió a besar de manera apasionada, mientras con la otra mano me buscaba los pechos bajo la camiseta desnuda. Sus caricias intensas tenían el sabor de una necesidad que la piel no satisfacía. Tenía los pezones duros y me deshacía anticipando su embestida.

"Eres un cabrón que se pone caliente cuando sabe que su mujer se folla otro", le dije ya fuera de mí. Separó de nuevo, y de nuevo me pegó una bofetada. Igualmente fuerte, igualmente liberadora para él y para mí, no hizo más que incrementar el deseo. Volvió a tomarme por la mandíbula. Me cogió la camiseta por el cuello, y de una sacudida la desgarró de arriba abajo. Mis pechos se liberaron. Marcos me agarró el derecho con fuerza y ​​lo empezó a comer como un hambriento infectado de deseo.

"Uff…", suspiré.

"Voy a follarte por puta", dijo, y acto seguido terminó de romperme la camiseta, partiéndola literalmente en dos.

Busqué su boca y se la comí. No recordaba la última vez que había deseado tanto a mi hombre, los brazos conocidos, el cuerpo sobre el que puedes señalar todas las perfecciones. Me arrodillé. Los calzoncillos a duras penas podían contener su erección, lamí aquella presión por encima de la tela de abajo hacia arriba, y al llegar al final, la liberé. Escupí en la punta ya húmeda y porosa y empecé a acariciársela de manera suave. En ese juego de sombras en el que estábamos sumergidos, localicé sus ojos.

"¿También le la comías a él?", preguntó.

"¿Tú qué crees?"

"Pienso que te gusta mucho comer polla."

"Me encanta comerme una buena polla… Y lo hago muy bien, siempre se quedan satisfechos", y entonces él puso las manos sobre mi cabeza y acompañó mi movimiento. Sin dejar de mirarlo me engullí poco a poco su miembro. Nunca lo había sentido tan poderoso deslizándose entre mis labios, depositándose sobre una lengua que la saboreaba como el plato conocido al que han añadido un nuevo y misterioso ingrediente que lo mejora.

Empecé a comer de manera ávida, a veces acariciándole con fuerza sólo el glande, a veces buscando que entrara todo él dentro de la boca.

"Estás durísimo, cabrón", acerté a decir, en un momento, y al decirlo sirvió de nuevo como acicate, cogió mis manos, las levantó para sujetarlas contra la pared y comenzó a follarme con intensidad la boca, rebajándome como una puta barata.

Yo me sentía sucia y sometida, y eso hacía que tuviera las bragas todas empapadas y que anhelara sus embestidas.

Al cabo de unos segundos me soltó, momento que aproveché para separarme unos centímetros de su miembro, sin dejar de acariciarlo.

"¿Vas a follarme duro o lo tiene que hacer otro? ¿O ya has follado todo lo que tenías que follar esta tarde, cabrón?"

Él me cogió de los costados y casi me levantó al vuelo.

"¡No sabes nada!", dijo furioso. "¡Nada!"

"¡Tú tampoco tienes ni idea!"

Nos volvimos a besar. Su sexo rozaba mi vientre sudoroso e impaciente. Ansioso, lamió el cuello poniéndome la piel de gallina.

"Cómeme el coño", le supliqué. Él, en cambio, sordo a mis demandas, fuera de sí, me mordió. Un mordisco fuerte y contundente, a la altura de la clavícula. Yo grité, pero él me ignoró, se limitó a lamer de nuevo la misma zona, como aplicando su particular cuidado, y luego fue bajando a besos hasta arrodillarse delante de mí.

Me bajó las bragas de golpe, y empezó a comerme con hambre. Y sólo después de unos instantes empezó a ayudarse de un par de dedos, que entraban y salían de mí con la suavidad de un masaje. Yo resoplaba toda empapada en sudor.

"Hacía años que no estabas tan mojada", me dijo Marcos desde el suelo. "Te han abierto bien el higo estas semanas, ¡eh, zorra!"

"A mí me parece que quien ha estado practicando con otros coños ha sido tú, ¡cabrón!"

Yo sólo quería que no se parara, sólo quería continuar sintiendo sus dedos, su lengua dentro de mí, jugando con mi clítoris hinchado y húmedo. Ya no pensábamos, nuestros desafíos nos llevaban hasta el límite, y nuestros suspiros, y nuestros insultos escupidos en medio de la noche llenaban la casa y quién sabe si el patio de luces.

"¡Haz que me corra, hijo de puta, haz que me corra!", grité con la intención de que nos oyeran nuestros vecinos. Y Marcos, se amorró a mi sexo mientras continuaba adentrando un dedo y otro comenzaba a abrirme el culo.

Tenía las tetas inmensas, las acariciaba apreciando la forma. Intentaba lamerme los pezones durísimos, pero apenas conseguía rozarlos con la punta de la lengua. Me pellizqué. Me hice daño y me gustó.

Me corrí en la boca de Marcos. Fue una corrida larga y profunda entre convulsiones y un grito agudo que no quise ahogar. Las piernas empezaron a temblarme, y él no dejó de adentrarme los dedos mientras con la otra mano se aferraba a mi muslo.

Con los ojos cerrados, me faltaba el aire, como en una dulce tortura.

Y a continuación, cuando todavía no me había recuperado, lo oí de pie a mi lado.

"Y ahora…", me dijo al oído, sin dejarme descansar. "Ahora viene el castigo de verdad."

Me buscó la boca, me besó, y me llevó de la mano a nuestra habitación.

"Ponte a cuatro patas", me dijo bien empalmado.

"¿Qué vas a hacerme?", pregunté de manera retórica, porque sabía perfectamente qué quería.

"Lo que me de la gana ...", respondió. "Ponte a cuatro patas y levanta el culo."

Y yo obedecí, hundiendo mi rostro en la almohada, viendo de reojo como iba a mi mesita de noche, rebuscaba, y sacaba nuestro lubricante.

"¿Sabes qué voy a hacerte?", preguntó.

"Vas a follarme el culo", respondí. "Aunque te he dicho mil veces que me haces daño."

Se puso detrás de mí, me acarició, y segundos después y me dio una fuerte palmada que instintivamente hizo que me alejara. Pero Marcos me cogió con fuerza de las caderas, me acercó de nuevo a él acuñándome a centímetros de su polla.

"Yo no sé si el hijo de puta que te estás tirando te ha follado el culo. Lo que sí sé es que no te lo habrá follado como voy a hacerlo yo."

Volvió a pegarme una buena palmada. Me escupió en el agujero, y luego sentí como me lo acariciaba con un dedo húmedo, dibujando su contorno.

"Por favor, Marcos…", imploré. "No te pases…"

Su dedo comenzó a entrar y salir, y otra fuerte palmada me encendió aún más la piel. Acto seguido, se inclinó sobre mi espalda.

"¡Cierra la boca, perra!", me dijo al oído. Y eso me gustó.

Se enderezó, sacó el dedo, y enseguida sentí la punta de su miembro a las puertas del agujero.

"Aquí la tienes", dijo. Y sin solución de continuidad la sentí dentro, muy dentro. Presionando mis esfínteres, tensionando mi espalda, partiéndome en dos.

Yo solté un grito abierto y descarnado, pero Marcos no se apiadó de mí. La dejó dentro de mí unos instantes, acariciándome de nuevo con las dos manos el contorno de las nalgas, los muslos, la médula espinal…

Yo me relajé poco a poco, el sudor se filtraba por cada poro de mi piel. Marcos la sacó, lentamente, dejándome sentir cada centímetro de su polla. Y cuando ya estaba a punto de salir, volvió a entrar. Mi dolor fue disminuyendo, mientras sus jadeos crecían.

"¿Tengo mejor culo que el de tu fulana?", dije llevándome una mano a la entrepierna, que continuaba caliente y latiendo.

Marcos gruñía con cada embestida.

"Seguro que es una zorra que ni sabe follarte bien", grité. Ya sólo sentía placer entre su polla y mis dedos, que me los empecé a clavar para sentirme bien llena.

Me pegó un par de palmadas más el culo, que lo tenía encendido.

Me volví, su cara era puro deseo, a punto de estallar. Me escupió en la espalda. Yo sonreí.

"Es la última vez que me engañas, ¿me oyes? ¿Te ha quedado claro?", y embistió tan fuerte que me volvió a hacer daño.

"¡Córrete dentro! ¡Préñame el culo!"

Y entonces me cogió de las caderas, apretó fuerte, y con un resoplido sentí su calor en las entrañas.


Cuando desperté, Marcos aún dormía abrazado a mí, y a fuera comenzaba a amanecer de manera perezosa. Aún desnudos, la mínima brisa de la madrugada había hecho que nos cubriéramos con la sábana. Todo el cuerpo me pesaba, como si alguien me hubiera esculpido en piedra en esa posición, pero tenía ganas de ir al baño, y sabía que no me volvería a dormir si no lo hacía. Con cuidado, lentamente, me deshice de los brazos de Marcos, que se volvió hacia el otro lado con un par de inspiraciones profundas que enseguida se normalizaron. A pesar de la oscuridad, redescubrí su marca en las costillas.

A mí, me costó levantarme. No sólo por el peso, sino también por el dolor difuso que surgió de algunas partes de mi cuerpo. Tardé tres o cuatro pasos hasta que volví a caminar. En el baño, sobre el banco, había la ropa sucia de Marcos. Me miré en el espejo, y descubrí la marca de unos dientes en mi cuello. La acaricié con el índice. No me asustó. Meé, y me pregunté en qué otras partes de mi cuerpo surgirían marcas y señales. Me limpié con papel higiénico, mojé mis manos, y fui hacia la cocina. Mientras bebía miré al patio. Todo callaba, y la ventana del músico había quedado abierta toda la noche.

Al volver hacia la habitación, un parpadeo llamó mi atención. Sólo después de unos instantes localicé mi móvil, ya casi sin batería encima del sofá. Fui a cogerlo. Juan me había enviado un par de correos con un par más de canciones y lo que parecía ser la invitación a un futuro concierto, copa o paseo. No aceptaría. Como no había aceptado las otras insinuaciones y sugerencias que me habían hecho en los últimos años otros compañeros, amigos y exnovios solitarios.

Ahora sólo hacía falta que Marcos dejara de ver la fulana que la había enredado. O no.