Recibiendo mi merecido(7)Un vendedor sinvergüenza

Me gustaba el ambiente de los mercados callejeros. La mayoría de las veces no compraba nada; otras, me comía unos churros con crema; y otras veces -corrijo- la única, me comí los churros y eché un polvo de muerte con un vendedor sinvergüenza.

Este relato forma parte de una serie. Podéis encontrar los anteriores en

Sexo con maduros

o

No Consentido

; sin embargo, no es imprescindible porque cada historia tiene hilo propio.

Poco a poco, recuperaba un mínimo de sensatez y ya no me exponía a peligrosas situaciones de abuso, pero no podía dejar de pensar en maduros. Aparte del provecho carnal, el beneficio que me daban era mínimo; por no decir, negativo. Sacaba notas pésimas y la amenaza de mi padre se cumplió. Me retiró la paga para el piso compartido.

A mis diecinueve cumplidos, volvía a mi habitación de niña, suspirando por que aplicaran la pena de muerte o cayera una plaga bíblica sobre los machos mayores de cuarenta y así poder liberarme del deseo por sus carnes; mi perdición, en resumen. Mi conducta coincidía con todas las descritas en manuales de alerta y prevención de consumo de drogas, y mis padres se preguntaban qué tóxico era mi vicio.

No salía en pandilla ni atisbaban novio alguno como hubiera sido normal a mi edad, y lo más inquietante: recibía llamadas con registro de voz adulta y masculina en el fijo. Me excusaba con que eran profesores interesados en encauzar mis estudios, y en parte no mentía; pues esos tipos, que no eran profesores en sentido estricto pero sí experimentados docentes, me enseñaban y yo practicaba con ellos todo lo que podía.

-¿Es que no hay profesoras en las aulas? -preguntaba mi madre con la mosca tras la oreja pasándome el auricular.

-Como si lo fueran, mamá. La mayoría son gays, recuerda que estoy en Bellas Artes. ¿Qué esperabas? -respondía explotando el tópico de la forma más ruin y mezquina.

-Entonces serás una mariliendre de cuidado, porque con las llamadas que recibes... -contestaba ella con sarcasmo, alejándose por el pasillo.

Nada hacía por sacarles de la confusión. Poco había de tierno y aniñado en mi cuarto, exceptuando algún muñeco o peluche; ni atrevido ni trágico como sería normal en una leonera juvenil. Parecía la guarida de una cinéfila retro; con carteles de galanes antiguos con sombrero y cigarrillo en los labios; actrices zorronas con la mirada turbia como si acabaran de recibir su merecido; y un ex chico Bond con el torso desnudo y acercándose a los cincuenta, al que dedicaba las pajas más sabrosas. Esas fotos de actores maduros convivían en decadente armonía con las muñecas y plantígrados de peluche, restos de mi infancia pasada.

Durante mi tiempo libre, paseaba con mis faldas más cortas y mis escotes más profundos por el sector inmobiliario para levantar el ánimo propio, de albañiles y empleados. O me perdía en mercados callejeros, el presupuesto no alcanzaba para lujos después de que mi padre me aplicara los recortes.

Aprovechaba para hacer fotos, captar toda esa vida que discurría a mi lado; encuadres sencillos pero ricos en matices que luego trataba en el laboratorio de la Facultad. Nunca llevaba más de una cámara, el entorno era inseguro y siempre había carreras por algún motivo, desde robos hasta peleas.

Aquel día fui sin cámara para buscar bisutería o algo que me prendara, lo suficientemente inútil como para considerarlo un capricho o lo suficientemente útil como para considerarlo comestible. Acostumbraba a caer en lo segundo, con medio kilo de churros en la mano para meterlos en las caderas como hacen los camellos en la giba con el agua de un oasis.

Los deseos se cumplieron entre aromas de fritanga, un cuarto de hora después, con un churro relleno de crema pastelera en la boca y unos cuantos esperando en al retaguardia, esa bolsa de papel pringosa de aceite, versión del corredor de la muerte para churros calentitos.

-¡SI TU MARIDO NO EMPINA, PONTE MIS TANGAS, CATALINA!! -oí ese vozarrón ronco a mis espaldas que partía el aire como el claxon de un camión.

El público coreó la gracia, y yo sonreí, pensando en todos esos anuncios paridos por publicistas. ¿Para qué mensajes subliminales habiendo reclamos tan directos?

-¡VENGA, MARÍAS..., LO TENGO TODO PARA HIGOS Y SANDÍAS!! -atronó de nuevo "garganta profunda".

La campaña surtía efecto, y yo no pude resistirme a la llamada del consumo. Me acerqué a la riada de mujeres y me abrí paso entre ellas. Lo hice por el lateral izquierdo pues era de allí de donde salían los rugidos. El negocio era grande pero de estructura sencilla: bragas, tangas, fajas, bañadores, picardías, sujetadores de todas las tallas y colores, desde lo más moderno a lo antiguo, mezclado con total anarquía sobre unos tableros de aglomerado. Las medias, material sensible, no estaban al alcance de las fieras, sino que colgaban del toldo para evitar desgarros y carreras. Tras ellas, unas chicas de estética caló con el clásico pelo largo y tirante servían a las clientas que no atendían más turno que el codazo de la vecina en el estómago.

Al lado, el que imaginé su padre. Un tipo recio de formas, cuarentón, morenazo, vello rizado asomando por el cuello de la camisa, con un competente paquete entre unas piernas arqueadas como si hubiese montado mucho. Emanaba tranquilidad con su cigarro puro en la boca y sólo hinchaba pecho y vibraba la papada cuando tenía que soltar un berrido. Absolutamente primitivo como un ciervo macho alentando a las hembras en celo; siendo, en este caso, un celo consumista, y las hembras no se fueran con el coño lleno sino con el monedero vacío.

Ni me di cuenta de lo que hacía yo, con el churro aceitoso en una mano mientras, con la otra, revolvía el amasijo de confección y blondas; cuando oí esas palabras que me arrancaron un respingo:

-¿Dónde vas criatura con el churro pringando? ¡Me pondrás la mercancía perdida.! ¿Quieres eso? ¿Será posible, la niña? ¿Te crees que por ser pobres somos cochinos? Anda, ven -prosiguió en tono condescendiente, agarrándome la bolsa de churros.

Y con toda naturalidad, tomó el dedo gordo de mi mano derecha entre los suyos y lo acercó para hundirlo entre mis labios. La familiar regañina me pilló tan desprevenida que no hice nada por resistirme.

-Anda, chúpalo, asííííí, asííííí... -decía empujándolo en el interior de mi boca para sumergirlo en la saliva.

Chupaba aturdida, sin creerme lo que hacía, y él retiró el dedo pulgar para sustituirlo por el índice. Era cierto, estaban aceitosos y el azúcar se diluía en mi saliva. Tenía su cara próxima, que ahora podía ver con detalle. Su escaso pelo moreno, peinado hacia atrás se entreveraba con las canas y el propio cuero cabelludo que lucía, brillante, los estragos de la tetosterona. Contrastaba con la frondosidad de sus patillas que le llegaban hasta el mentón. Las cejas, igual de pobladas y, bajo ellas, unos ojos negros intensos y duros prometían hacerme pagar muy caro la osadía de espolvorear azúcar donde no debía. La nariz algo hundida secuela de alguna trifulca, junto a un corte en la mejilla con orígenes aparentemente similares. Resumiendo: una belleza cautiva de los estragos vividos. Un aliento espeso, saturado de tabaco, salía de una boca que sonreía contradiciendo su mirada hosca.

Las clientas reían con mi humillación pública y más que se rieron cuando sacó del bolsillo un pañuelo pegajoso de vete a saber qué fluidos. Después del lavado, quería secarme los dedos con él.

-¡Suélteme y ni se le ocurra acercarme eso..., vale ya! -grité por fin, reaccionando y a la espera de ser defendida por alguien... Pero ¿por quién en esa jungla?

Él me aferraba con su mano de hierro para acercar la mía a su boca. Ahí sí cruzó la barrera tolerable, y yo tiré de mi mano con todas mis fuerzas e hice muecas para simular un asco que no sentía; pero el reiteró en su conducta, abriéndola con la otra mano y apartándome los dedos. Inaudito. Lo introdujo entre sus labios calientes mirándome con lascivia. Sentí su lengua en la yema, trazando círculos como un caliente panadizo. Un escalofrío de morbo me recorrió entera.

-¡Suélteme o llamo a los guardias ahora mismo! -chillé forcejeando por puro instinto o por no llegar más lejos que él, si perdía los papeles.

¡Uuuuuuuuuuuhhh! -abuchearon las marujas-. ¡Cómo se pone la pija! Ya será para menos, niña... Anda, lárgate a tu barrio y no vuelvas, ¡burra!

Si él era peligroso, su harén de clientas lo era más; posiblemente matarían antes de que yo comprometiera a su suministrador de erotismo. Para ellas, ese tipo sería un ser superior; con sus productos, quizá consiguieran levantársela a sus maridos algún sábado noche si es que no había partido, o no estuvieran mal bebidos o bien chupados por alguna puta de esquina.

Me largué corriendo con lágrimas en los ojos. Llegué a casa sin poder borrar la escena de mi mente. Estaba cabreada con ese monstruo, feo, viejo y cabrón, por la humillación pública; pero más lo estaba conmigo al estar -joder- tan caliente por su culpa. Eso no había acabado y lo sentía entre mis piernas. Quería vengarme, pero no tenía claro cómo; aunque intuía que sería una venganza servida en plato frío. Quería vengarme porque me había seducido a pesar de las humillación sufrida.

Estaba sobre ese lecho de bragas y sujetadores, ofreciéndome voluptuosa a ese sinvergüenza de aspecto tan bruto. Él se sacaba la verga, fascinado; una verga de encargo que desbordaba la mano y que él pajeaba con gusto... «Te voy a follar, soputa», me decía con voz ruda, electrizándome toda. Yo me contorneaba sobre las prendas expuestas hasta que el corchete de un corsé me pellizcaba el espinazo...

-Venga, Julia, despierta..., que ya son las siete y media...

Era mi madre con su método más persuasivo para quitarme el sueño: los pellizcos en la espalda. ¿Sería bruta?

Lo decidí medio dormida. No iría a clase, tenía cuentas que ajustar en el mercado. Saqué mi ropa más perra del armario, una falda corta hasta la ingle cubriendo mi culo sin bragas, una camiseta ajustada de lycra -que más que tela era una sombra- marcando mis ubres suculentas hasta el color de los pezones y la esperanza de que nada me cayera al suelo y tuviera que agacharme antes de llegar al mercado. Nada de botas militares, pero sí unos buenos tacones con los que podía vaciar más de un ojo. Nada de adornos, ni pulseras ni pendientes ni collares; lo mio era la indumentaria bélica y, como en las grandes batallas, cualquier cosa que interfiriera en la acción estaba más que prescrita. Pinturas de guerra, por supuesto; pero más de seducción que de ataque, sensuales para dar confianza al enemigo.

Llegué al mercado sin tropiezos ni roturas y compré otro medio kilo de churros calentitos. Llegué a la parada, que parecía estar más tranquila. Allí seguía el bruto, en la misma esquina, como si no se hubiera ido en dos días. Le extendí la mano ofreciéndole la fritanga:

-Por favor -dije-. ¿Podría sostenérmelos mientras busco? No quiero que caiga azúcar ni migas sobre estas maravillas. Coma alguno si quiere mientras miro...

-Gracias -contestó abriendo la bolsa sin ningún reparo y extrayendo la fritura que se insertó en la boca a puñados.

No se acordaba del incidente o eso me pareció. Disimulaba quizás.

-¿Puedo ayudarla en algo más? -prosiguió entre dientes con sus churros colgando de la boca como si, manipulados por él, el azúcar y el aceite no fueran armas de destrucción masiva para la blonda y el encaje.

-No se preocupe, me apañaré sola. Esta mañana no sonó el despertador y salí con lo puesto...

-Pues no parece necesitar más, qué quiere que le diga... -contestó sintiendo su mirada en mi escote que oscilaba ante sus narices

-¿No está echando piedras sobre su propio tejado? -pregunté rebuscando, aparentemente interesada en sus productos.

-¡Manolo! -gritó una clienta desde la otra esquina-, ¿me trajiste la faja que te pedí?

-Perdone, pero ahora vuelvo -contestó Manolo que se desplazó hacia el otro extremo esparciando su carga letal de azúcar.

-Busqué y rebusqué entre aquel revoltijo y encontré un par de tanguitas, uno rojo y otro negro y un par de sujetadores dos tallas más pequeñas de la que yo preciso.

-¡Por favor, Manolo! -grité para llamar su atención.

Él se acercó.

-¿Dónde puedo probármelos? -pregunté.

Con un ademán, me invitó a que pasara a la "trastienda". El "probador" no era más que una letrina, tapizado su exterior con anuncios de marcas conocidas de ropa íntima, pero con los anagramas y logos borrados. El color de los carteles se desteñía al sol, y la carne de las modelos lucía un tono desmejorado próximo al azul cianótico. Habrían sacado el retrete o no entendía como podían moverse en su interior. Tres mujeres esperaban en la puerta con artículos en la mano.

-Uy, qué cola -gemí-, no me dará tiempo a probármelos.

-Puedes llevártelos si quieres -dijo tuteándome al verme de edad tan joven-. Lo cambio o te lo abono sin ningún problema.

Pero es que mañana me voy de viaje. ¡Ay qué pena, con lo bonitos que eran...! Sobre todo el rojo -suspiré mientras hacía ademán de devolverlos.

-Espera -contestó él viendo la venta escapársele.

Y tomando el último churro con una mano, y mi brazo con la otra, me arrastró a la trasera.

-¿A dónde me llevas? -pregunté casi gimiendo y devolviéndole el tuteo.

-A la furgoneta. No lo tengo por costumbre, pero por hacerte un favor...

Me salía el corazón por la boca mientras cruzábamos un descampado yermo y él no me soltó hasta llegar al aparcamiento. Abrió la puerta trasera de una furgoneta y me hizo montar en ella. Trastabillé al subirme y él me empujó por el culo. Sus manos, esas manos que habían apresado mis dedos dos días antes, estaban ahora en la piel de mis nalgas desnudas...

- P'arriba -dijo catapultándome con ellas.

El interior era relativamente espacioso y recibía usos de vivienda aparte de los intrínsecos del negocio. Olía a tigre y a tabaco, y en una esquina había un camastro recién usado con las sábanas removidas. También se veía un hornillo sobre una precaria encimera y unos cuantos platos sucios. El resto del espacio lo ocupaban cajas y fardos de confección. Dí un respingo al ver un engañoso maniquí tumbado en el suelo. El pelo le cubría la cara con aire trágico y llevaba unas braguitas negras bajadas hasta medio muslo. Quizá debiera contactar con maniquís abusados.com. En el techo había un pequeño tragaluz y, frente a mí, un espejo de cuerpo entero con una raja de lado a lado.

-Date prisa -dijo mientras apartaba a patadas los fardos que interferían-. Te espero fuera.

Me desnudé temblando y olí mis sobacos recién espolvoreados con desodorante para neutralizar ese aroma a macho rancio. Me puse el tanga rojo con el triangulito cubierto de blonda. Mi raja y el pubis recién rasurado traslucían, y la tira de tela se hundía en mi culo rozando peligrosamente mis labios vaginales y mi ano. Cogí el sujetador para ceñírmelo, dos tallas más pequeño.

-Por favor, Manolo, ¿puedes ayudarme con el cierre? Parece que el corchete trasero se suelta cuando intento abrochármelo -dije asomando la cabeza al exterior.

Manolo subió sin decir palabra para solucionar mi torpeza o la tara del producto.

-Me sabe mal provocarte tantas molestias -dije-, siempre voy al mercado con alguna amiga; pero, con tanta urgencia...

Siguió sin abrir boca mientras intentaba ajustarme el cierre. Sus manos rudas y calientes rozándome la espalda, el cierre perdiéndose entre sus dedos. Por fin lo prendió y tiró fuerte. Sentí su aliento rápido en el cogote filtrándose entre mi pelo. Los senos se resistían a ceñirse en esa talla tan pequeña; aplastados por la presión, unas veces; los pezones asomando rebeldes por arriba, otras. Yo intentaba esconderlos de nuevo con falso pudor, pero con tanta manipulación y roce los tenía como estacas.

Era el momento en que yo debía pedirle una talla mas grande; o él, ofrecérmela; pero nos callamos los dos, no enemigos sino cómplices, atrapados en ese morboso juego. La tira del tanga empapada y Manolo respirando cada vez más rápido. Dio un tirón fuerte e, irremediablemente, mis ubres saltaron sobre la tela roja, ganando la batalla, desafiantes, sin vergüenza, vibrantes, lujuriosos, deseosos de lengua y diente.

Cerré los ojos cuando sentí sus palmas en mis ubres.

-Esa es la talla que necesitas -me susurró entre dientes con la paciencia agotada- copa grande, la que más; ya ves que con esa no se escapa nada de carne.

-Aisshhh..., suéltame, cerdo... -contesté con voz trémula mientras sentía sus dedos apretar y levantarlos. Los estrujaba muy fuerte, alzándolos desafiantes, luego, los soltaba para que los pezones vibraran entre sus dedos.

-Aaaaayyyy... no me hagas esto, por favor... necesito otra talla -gemía yo intentando resistirme, recuperar el control y llevarlo a mi terreno.

Tenía su cuerpo pegado; y, como un lazarillo a un ciego, tomó una de mis manos entre la suya para acercarla al paquete. Palpé sus huevos y su chorizo erecto.

-Qué rico desayuno te espera, golosa -me dijo.

-Suéltame..., por favor -supliqué contradiciendo mis pensamientos y retirando la mano.

Lo estaba poniendo nervioso y me dio la vuelta para morrearme y así acallar mis súplicas. El calor reverberaba en la chapa del vehículo. Goterones de sudor caían por su frente mientras tomaba mi cabeza. Apretó su boca contra la mía. Me resistía, pero la mordedura de sus dientes me erizaba y tiraba de mis labios, frenéticamente. En sus ojos había la determinación de no parar ante nada mientras yo le daba paso en mi boca. Sudor y saliva se mezclaban mientras él apartaba la tira del tanga. Aquello que él rozaba se convertía en tierra quemada y donde yo perdía el control y la batalla. Acarició mi ano y mi vulva, donde enterró sus dedos con frenesí gustoso para meter y sacar en un fornicio táctil enloquecedor

-Slurrrps..., agghhsss..., mmm... -contestaba yo a su rica manipulación, con la boca sellada por la suya- mientras chorreaba mezclando mis fluidos con el sudor.

Él me apretaba más fuerte, sin abandonar la vigorosa paja. Arqueada, le levanté la camiseta para corresponder a su apretón y rozar mis pezones contra el vello de sus pectorales. Así estuve un rato gozando de ese sinvergüenza hasta que me dijo:

-Alíviame la hinchazón, puta. Creo que me picó un alacrán

Me agaché. Quería diagnosticar ese mal vibrante que levantaba el pantalón, y ahí estaba tras desabrocharlo. Picados por el escorpión de la lujuria, sus huevos eran dos bolas hinchadas que metí en mi boca para chuparles el veneno. Succionaba, tirando del pellejo hacia abajo, de uno en uno porque juntos no cabían en mi boca. El absceso, en lugar de mejorar, se extendía a la verga que ya era un mazo de carne chorreante de fluidos calientes de olor almizclado. Añadí a esos líquidos mi saliva espesa por la calentura y, tras unas buenas chupadas, de relamer su capullo y de reseguir durante un buen rato el sensible escalón que lo unía al mango; él tomó la iniciativa y la hundió hasta mi campanilla sin contemplaciones para follarme la boca. Una arcada me revolvió y forcejeé con él para soltarme...

-¡Basta ya! -grité sollozando

Yo seguía con esa rabia vengativa, sintiendo que esos no eran buenos resultados.

La misma mirada dura en sus ojos y la misma decisión en sus manos que me tomaron en volandas para sentarme sobre una caja. Yo reaccioné con rechazo más fingido que real, con manotazos y pateos en el aire. Me bajó el tanga definitivamente y se lanzó a mi entrepierna para neutralizarme a lengüetazos, y dejar mi coño nuevamente chorreante. Apartó la boca para hablarme y seguir con los dedos.

-Estás rabiosa, ¿verdad? Estás aquí pero no quisieras estar. Te da rabia que te de tanto gusto un viejo. Podría ser tu padre... ¿a que sí?

No contesté a ello.

-Te gustaría estar con quien debieras. Con un chico joven y guapo. Pero a ti no te ponen lo suficiente. No te va la piel lisa que no rasca, sino la curtida y rasposa. Dime que eso que digo es mentira, putilla.

-¿Acaso eres adivino? -contesté.

-No te gusta la torpeza de los críos; o se pasan o no atinan, ¿no es eso?

-Has dado en el clavo...

-Pues tengo tratamiento para esos remilgos -prosiguió-. Funciona con las adúlteras con reparos, cuando están «que si sí, que si no, que no le puedo hacer eso a mi marido», o con las buenas madres que tienen que ir a recoger a los peques. Desengáñate, estás aquí porque quieres que te folle, que sino estarías en macramé o puntillas. Pero te lo voy a poner más fácil

Y levantó mi cuerpo para dejarlo caer sobre la caja, violentamente. La tapa cedió y mi culo se hundió hasta un fondo blando que imagine de bragas. En ese cerco de cartón, mis tetas, atrapadas entre mi cuerpo y los muslos apuntaban hacia el aire como dos globos de feria, mis piernas pateaban. Gritaba, sollozaba y blandía mis puños, inútilmente. Él se apartó un momento y volvió con un cuchillo y cinta adhesiva...

-No, por favor, no me hagas daño, no..., no... -gemí pensando que me iba amordazar o a hacer algo peor.

Él, impasible a mis ruegos y sollozos, rodeó la caja con la cinta como los cercos de una barrica para que los envites no la partieran. Luego, tomó el cuchillo y con él rasgó el cartón. De nuevo sentí sus manos en mi vulva. Había perforado la caja.

-Vamos a intentarlo pues -dijo mientras hurgaba en mi vagina que ya era todo jugo desbordante.

Bajo la caja que me servía de prisión, había otra del mismo tamaño, por lo que sólo tuvo que arrodillarse para penetrarme y deslizar su verga hasta el fondo con un movimiento brusco que hizo contraer mi cuerpo dentro de los límites del cartón

-Aaaaaayyyyy... -gemí tomada de forma tan brutal en mi postura indefensa.

La tuvo ahí albergada, dejando que las dos carnes se fundieran con sus fluidos. Sentía su latido en mi interior. Metió las manos en la caja y apretó mis ubres, muy fuerte, mi sexo latió duro contrayéndose, envolviendo su verga con mi pulso, batiéndolo con mis jugos...

-Asííííí..., putita..., asííííí..., no necesito ni moverme, lo haces todo tú sola. Tu coño es como la boca de una serpiente, succionando mi verga como si fuera su presa, ¿crees que me voy a dejar?

-Aaaahhhh..., no lo sé -contesté esperando su decisión con deleite.

Entonces la sacó y la volvió a meter tan a fondo como pudo, sintiendo que iba a partirme con un dolor intenso y gustoso.

-Ten piedad de mí... -gemí esta vez, sin saber si podría soportar eso; pero, a la vez, sin querer que parara...

-¿Ahora quieres piedad y no tu merecido? -dijo con sarcasmo mientras la hundía de nuevo, con la misma dureza, con esa cabeza desgarradora que me hizo pensar en un garfio.

Siguió así un buen rato con esa follada con ruido a caja hueca y a frote de cinta y cartón, mis pezones torturados por su boca, arrancándome gemidos y súplicas que en mi boca sonaban falsas. Yo pateaba y estiraba las puntas de mis pies, pensando que si alcanzaba el techo del vehículo me sentiría menos vulnerable. Pero ¿lo quería de verdad? No, en absoluto.

Ya le tomaba tanto placer a ese dolor gustoso que intenté abrazarlo con las piernas y así sentir su vigor en la curva de mis muslos.

-No me hagas prisionero, ni lo intentes, no vas a ser tú quien va a pautar el dolor o el gusto. Deja las piernas caídas, muertas, a merced de mis envites -me advirtió.

Y para dar énfasis a sus palabras me taladró con su mirada y yo cerré los ojos, no por miedo a lo que pudiera hacerme sino por temor a que no lo hiciera. Él siguió con su follada ruda que rozaba todo lo excitable en mi coño, mi botoncito y todo el abcedario de puntos empezando por el G, hasta que perdí el control de nuevo, arrastrada por otro incontenible calentón que me llevó a atraparlo cruzando mis piernas sobre sus hombros olvidando sus avisos.

Resopló, exasperado, y abandonó mi cuerpo retirando su verga empapada. Abrí los ojos y lo vi de pie frente a mí, mirándome con esa dureza que hasta el momento, más que disciplinarme, me excitaba, señalándome con su verga, acusándome de no dejar someter mi cuerpo a su viril disciplina.

-Deberías estarme agradecida -dijo- Ya no tendrás que decidir como responder al sufrimiento o al goce, si retorciéndote o pateando como niña consentida. Tu rabia, tu conciencia, tus prejuicios ya no son ningún estorbo, ni para mí ni para ti, ya no eres más que un trozo de carne metido en una caja.

Tenía razón. Podía abandonarme del todo. Cualquier movimiento suponía responsabilidad y decisión por pequeño que fuera y, entonces, aunque pareciese contradictorio, me había liberado de ello. Dejarme hacer hasta donde él quisiera, de eso se trataba...

Con la humedad del sexo, el cartón se ablandaba y el agujero se hacía más grande, amoldándose a la curva de mis nalgas. Se inclinó sobre mis partes regadas y les aplicó boca y lengua, no para darme más gusto, que me lo daba y muy intenso; sino para que se hincharan y sobresalieran con la excitación, y así poder morder y tirar de mis labios con saña. Luego los pellizcaba y vejaba con los dedos que se perdían en el interior de los orificios anhelantes. Yo llevaba tan delicioso calvario en silencio, hasta que me penetró de nuevo y ahí sí no pude contenerme de gusto y grité:

-Sííííí... sííííí... -cómo lo echaba en falta y sólo hace unos minutos...

-Es lo que os pasa a las putas -me contestó- siempre fantaseando con tener el coño lleno.

Él sacaba y metía en mi vagina de forma despiadada y yo lubricaba el pasaje con mis flujos calientes. Me había convertido en un trozo de carne usada por maduros, mi sublime fantasía; pero él seguía con esa desazón manifiesta. Quería más.

Sentía sus dedos, uno, dos, tres, cuatro, abriéndome el esfínter, y ese placer doloroso me invadió poco a poco, venciéndome. La cabeza de su verga partió mi ano con saña, la hundió hasta el fondo. No gemí, sollocé ni supliqué. No dije nada, sólo le sostuve la mirada. Frente a mí, me sonreía con su rictus sardónico. Era dueño absoluto de mis sensaciones y sentiría lo que él quisiera dentro de esa caja.

Estallé en silencio, mis ojos desorbitados, mi cuerpo sin poder convulsionar, tensado por el cartón y la cinta, hasta el límite. Fue tan largo como callado.

Se alzó frente a mí, escupiendo su leche sobre mi cuerpo.

-Toma, soputa, toma, sííííííí... -resopló desencajado-. Imagina lo que quieras. Veneno de alacrán o crema pastelera de esos churros que tanto te deleitan. Toma..., toma..., tomaaaaaaa... -seguía sin parar de chorrear, pies puntillas, amenazadoramente arqueado como si fuera a desplomarse sobre mí, mirándome con ese odio que sólo da el gusto extremo, sacudiendo la verga con vigor para que nada quedara dentro.

-Abrí la boca para recibirla, saqué la lengua. Tragué lo que alcancé, y lo que no, me lo froté por los pechos. Me relamí con gusto mientras la extendía por el pubis donde agonizaba mi orgasmo frenético.

Él se tumbó en la cama para recuperar el resuello. Al rato, se levantó para cortar la caja y liberarme.

Mi carne se desparramó junto a montones de bragas; algunas blancas, nuevas, impolutas; otras, manchadas por el frenesí del sexo. Me vestí rápido y salí antes de que volvieran mi rabia, mi culpa y mi vergüenza. No compré nada, por supuesto. Ya llevaba pechos, pubis, nalgas y muslos cubiertos con su leche. Secada al calor, pronto sería como el nácar más fino, el mejor diseño para una puta como yo que se rendía al primer acoso.