Recibiendo mi merecido (8) Del sexólogo vicioso

Ese doctor era el más reputado especialista en desarreglos sexuales. Yo acudí a él con la esperanza de quitarme de los maduros, ese vicio que no daba tregua a mi cuerpo.

-Mamá, ¿tan difícil resulta entender que eso fue un accidente y que le puede pasar a cualquiera? Le pasó a él, no por tener sesenta tacos, sino por echarme dos polvos seguidos sin hacer la digestión previa.

Hablábamos de Fermín que con dos platos de fabada metidos entre pecho y espalda, hipotensó fatalmente, fibrilando entre mis tetas. Al final todo acabó en un susto, pero mis padres tomaron cartas en el asunto después del lamentable suceso. Follábamos a diario en una pensión cuando volvía de clase y la cosa se fue de las manos con la consecuente movida sanitaria y policial. Se disgustaron pensando que me había metido a puta, y aunque yo insistiera en que lo nuestro era puro sexo -decirles que era amor hubiese sido peor y los hubiera matado allí mismo- decidieron que mi cerebro necesitaba unos arreglos.

-¡No me hables así! -gritaba mi madre mientras sacaba un pañuelo del bolso para secarse el llanto-. No te conozco. Hablas como una puta de esquina y no como mi hija. ¿Dónde está? ¡Devuélvemela! ¡Tú no eres ella!

Buena pregunta si la hubiera formulado el padre Karras y no la histérica de mi madre, una experimentada teatrera. Tampoco lo sabía yo. Lo de las dos viagras que había tomado Fermín sí lo sabía, pero me lo callé de momento.

Mi madre no quería yernos que le sacaran diez años de ventaja, y menos alguien como él, un bombero con el sueldo base que ya no estaba para calendarios aunque a mí me encantara. Lo que en treinta años de servicio no consiguieron el fuego, el humo, el agua y el resto de desastres naturales, lo habían logrado la fabada y mi persona. Me sentía siniestro total aunque intentara convencerme de lo contrario. Por eso cedí ante la presión de mis padres y acudí a la consulta del doctor Walter Arnaldo Comín, reconocido psiquiatra y sexólogo.

Entiendo que un bote de Prozac no fuera suficiente para enderezar mi conducta, y que si no quería acabar deambulando por los geriátricos como acosadora de seniles debía confiar en su eminencia. Pero no tenía claro el porqué mi terapeuta debía ser como él: maduro, alto, elegante, extremadamente atractivo, sonrisa agradable, pelo canoso partido con raya al lado y oliendo a esa feromona de macho alfa que sólo se encuentra en botes de perfume de más de cien euros; y que yo tuviera que sentarme ante él, sesión tras sesión, mientras me fileteaba los sesos hasta llegar a la raíz del problema.

En esa época, el doctor Comín era el más reputado especialista en desarreglos sexuales, pero ¿llevaban a los alcohólicos a curarse a los bares de copas, o a los drogadictos a los puntos de tráfico y venta al pormenor de sustancias ilegales? Entonces..., ¿por qué me ponían la tentación tan cerca?

Era la primera sesión y el doctor exponía ante mí el famoso test de Rorschach, el de las manchas. Yo creía que esas cosas, como la máquina de la verdad, por ejemplo, sólo existía en las películas para detectar a los pervertidos psicópatas o en los programas de TV para que los pseudofamosos alimentaran sus cuentas bancarias a base de degradarse ante la audiencia. Pero no. El doctor desplegaba las láminas con el aire misterioso y triunfante de un jugador sacando su mejor carta. Sus dedos largos, cuidados con manicura perfecta, conducían mi atención a esas manchas donde la gente sensata ve moscardones y murciélagos.

Pero ese no era mi caso. Ahí veía yo a Manolo, el gitano que me folló en el mercado con su soberbia verga. En la siguiente lámina, mi coño tras ser desvirgado por el conductor del bus en el capítulo 1º. En la tercera, el viejo cano y el viejo calvo dándome por delante y la trasera. Ensartada por el pepino y el padre de mi mejor amiga veía en esas formas simétricas; pero yo contestaba, púdicamente, que eran jarros de flores y lamparones de grasa tras plegar una bolsa de churros .

-¿Seguro? -insistía él.

-Segurísimo, doctor -respondía-. Bueno, rectifico. Ahí veo la cabeza de un reno con las astas desplegadas, quizá porque se acerca Navidad y estoy condicionada

Recogió las láminas, y las sacudió sobre la mesa con un golpe seco.

-¿Seguro que no has visto a Papá Noel, también? -preguntó mirándome con frustración y con un destello de rabia contenida en los ojos.

¡Claro que lo había visto...! El expresidiario que me dejó tan a gusto en el capítulo 3º, pero callé como muerta y no le dije nada de eso.

Tras apartar las láminas, la mesa quedó al descubierto con su desnudez perfecta. Y cuando digo desnudez, lo digo tal como suena. Era de cristal transparente sobre caballetes que imitaban hierro viejo, no se si por minimalismo estético o por tener el cuerpo entero del paciente a la vista y ver sus reacciones más secretas. Sabía que era su cobaya, pero pocas cobayas tenían un talle cómo el mio, ateniéndome al parámetro cobaya, se entiende. Con 19 años, tenía el cuerpo menos peludo que ellas y, sin ser alta, lucía buen culo y buenas tetas, escondidas bajo ropa mínima. Acostumbraba a llevar tacones para disimular la talla baja, mi talón de Aquiles. Eso realzaba el culo, que el cabello cubría más que la falda, convertida en un cinturón de tela cuando me sentaba.

Crucé las piernas lentamente como la Stone en Instinto Básico, y entonces supe que el doctor Comín no era gay ni nada que se le pareciera, y tuve el presentimiento de que mis posibilidades de curación eran escasas en sus manos. De nuevo volví a cruzarlas en sentido inverso para asegurarme de que los cheques de mi padre no caerían en saco roto y confirmé mis argumentos de que aquello acabaría en fracaso. Él también confirmó los suyos luciéndolos tras la bragueta con el vigor de un mazo bien dotado sin problemas de impotencia

Cruzó las piernas como lo había hecho yo, para disimular la protuberancia manifiesta, y en ese momento lamentó -estoy segura- no disponer de una mesa clásica con su tablero opaco.

-¿Tuviste alguna experiencia de pequeña que relaciones con tu conducta, Julia?

-¿Se refiere a abusos o cosas de esas?

-Exacto.

-Pues no, que yo recuerde.

-La prueba de las manchas no ha aportado nada concluyente aparte de una discreta obsesión churrrera. Desnúdate, por favor.

-¿Qué? -pregunté por lo inesperado de la sugerencia.

-Sí, que te desnudes. No olvides que soy médico y preciso hacerte un examen físico. También deberías pasarte mañana por el laboratorio para hacerte una analítica. En ayunas, acuérdate.

Hablaba con dureza como quien marca distancias, inseguro de si mismo y de sus reacciones. Hizo una llamada interna, tras la que apareció Susana, la recepcionista, que también parecía ejercer de enfermera. Susana preparó una camilla tapizada de cuero negro sobre la que extendió una sábana. Cuando se marchó empecé a desnudarme.

-¿Tomas drogas? -preguntó el doctor.

-Nada, ni fumo.

-¿Alcohol?

-Ni olerlo. Sólo el licor que encuentro en los bombones, que sino, ni eso. ¿Los zapatos también? -pregunté con pesadumbre sabiendo que mi talla bajaría diez centímetros.

-Por supuesto, y lo dejas todo allí -dijo señalando una percha y una silla que había en un rincón.

-¿Las bragas?

-También, cómo no.

Deslicé mis braguitas piernas abajo y las colgué de la percha. Ya sólo quedaba el pellejo.

-Siéntate en la camilla -ordenó mientras se colocaba el estetoscopio y se acercaba con él en la mano. Obedecí encaramándome en la camilla con un pequeño salto que hizo vibrar mis ubres..

Le dio vaho al aparato para quitarle el frío y me lo aplicó en el pliegue. No fue suficiente porque di un respingo al sentir el contacto metálico. Al ritmo de «respira, no respires» acarició mi piel; rodeando las tetas, unas veces; apretando sobre ellas, otras. El estetoscopio se caldeaba mecido por mi respiración, la calidez de mis mamas y el ardor de mis pezones que erectaban.

Tras el reconocimiento de rigor, me mandó subirme a la camilla a cuatro patas. Ahí quedé esperando, como una perrita amaestrada a punto de saltar por el aro mientras él preparaba los monitores adjuntos y me ponía sensores repartidos por el cuerpo. En mi trasera, oí el flop-flop de los guantes de látex al ponérselos.

-No te inquietes. Relájate -dijo mientras tanteaba mi vulva.

Introdujo un dedo y, como si estuviera embalsado esperando la intrusión, el flujo chorreó por mis muslos.

-¿Siempre estás así de húmeda? -preguntó aparentando sorpresa.

-Siempre. De día y de noche, y empapo el colchón cuando duermo... Aaaaay... -gemí como si eso fuera la desgracia más tremenda.

Tenía uno de sus largos dedos moviéndose en circular, buscando el foco del problema. Encontró mi botoncito y le dio sin tregua mientras yo segregaba flujos. Los monitores confirmaban que mi ardorosa enfermedad no era cuento. Di un respingo al notar el frío del gel y la incorporación de otro dedo. Pero se me pasó el susto rápido con la fricción, arqueándome cual serpiente y poniendo el culo en pompa, agradecida de sus profesionales toques...

-Aiiishhh..., aiiishhh..., aaaaahhh.... -suspiraba sin entender porque añadía lubricante si yo ya estaba jugosa en extremo...

-¿Debo interpretar que esos gemidos son de placer, Julia? En ese caso, ¿podrías describírmelos?

-Ohhhh..., me siento penetrada como...

-¿Cómo una perra en celo?

-Oh, doctor, lo tenía en la punta de la lengua -gemí incontenible, tras lo que me puse a sollozar y a culear inquieta-. Lo siento, lo siento mucho..., ¿qué va a pensar de mí...?, pero es que me hace perder el control con eso que me está haciendo, doctor...

-Jjajajajajaja..., así me gusta, Julia, que te sueltes. De eso se trata. Ya me parecían engañosos los resultados del test y que lo que decías de las manchas eran monsergas. No hay como el test del doctor Comín -dijo tras darme unos cachetes en el culo que me supieron a gloria para que me estuviera quieta mientras decía sin sacarme la otra mano del coño y sin parar de moverla:

-¿Y ahora que sientes?

-Dolor..., gusto..., dolor gustoso..., escozor rabioso y un placer que..., oooohhhsíííííísigaaaaa..., eso..., eso... Me encanta que me azoten, me encanta sentirme usada por... Aaaaaaaay, doctor, no sé por qué le digo eso...

-¿Por un hombre maduro?

-Aaaaaaaayyyyysííííííí..., qué mejor que eso...

Ya estaba más que dilatada por sus dedos cuando noté que me abría el ano. Me daba rabia su prepotencia y que se avanzara a mis pensamientos, ¿qué era eso del test del doctor Comín?, ¿qué se creía el gilipuertas? En fin, debía resignarme a su experiencia.

-¿Te gusta?

-Ooooohhh..., sííííííí..., me vuelve loca, doctooooorrrrr... -contesté muy a mi pesar sintiendo esos dedos llevarme al cielo o al infierno según la óptica o moral con que se mire.

Movía hábilmente los cuatro dedos en el coño; y el pulgar, en el ano. Exploraba mis puntos calientes y yo respondía con creces a -lo que yo imaginé- sus peores diagnósticos. También respondían los monitores con las constantes desbocadas.

-¿Te sientes más clitoriana que vaginal? -peguntó el doctor Comín- o ¿quizás más anal?

-Me siento..., no sé que contestarle a eso. Si una cosa me gusta, más me gusta la siguiente... ¡Ooohhh..., oooooohhhh...,oooooooooohhh..., no pare por favor..., doctor..., sííííííí...!

-Jajajajajajajajj -rió ante mi espontaneidad juvenil-. Dijiste que te encantaba sentirte usada...

-Oooohhhsíííííííí..., como una...

-¿Cómo una perra en celo, igual que dijiste antes? ¿No encuentras denigrante ponerte a la altura de las perras?

-Lo dijo usted doctor, yo sólo lo confirme. ¡Ooohhh..., oooooohhh..., oooooooooooohhh..., qué me corroooooo...., qué me corrroooooo toda enteraaaaa... Denígreme un poco más, por favor, doctor...!

Casi sollozaba de vergüenza, por mi falta de control y por ser cómplice de una prueba tan extraña y poco profesional en apariencia. Su mano exprimía mis mucosas y yo exprimía su mano, me froté y refroté, culeé contra ella y empujé hasta el fondo, incontrolable, con el flop-flop del látex y echando en falta la piel desnuda de sus dedos. Chorreaba. ¿Aquello era una prueba médica? Aquello era una paja en toda regla. Cesó súbitamente y me dijo tras darme una colleja en la nalga:

-Acércate a la mesa, Julia.

-¿Puedo vestirme ya, doctor? -pregunté estupefacta por el súbito cambio de planes.

-La prueba aún no acabó. Es para que descanses.

¿Para qué? Yo no estaba cansada y hubiera culeado hasta la muerte. Puede que el agotado fuera él porque mi coño estaba ardiendo y pedía más jaleo. Lo miré y vi que se desplazaba hacia la mesa dándome la espalda escondiendo su grueso dedo acusador entre las piernas. Me calcé los zapatos de tacón para no sentir el tacto frío del suelo. Eso era más obsceno que la propia desnudez pero no lo hice a propósito. Al andar, mi coño hacía chup-chup y goteaba...

-Espera un momento -dijo al ver la inundación. Salió y volvió con una toalla que plegó sobre la silla a modo de cojín.

Gracias -contesté. Sus atenciones no merecían menos.

Aproveché la punta de la toalla para secarme la entrepierna, los muslos y los zapatos salpicados.

Él seguía con las piernas cruzadas bajo el cristal de la mesa pero se dirigió a mí para que desviara la atención a sus labios.

-Eres una chica extremadamente ardiente, sin duda. Nada anormal en la exploración anatómica, aparte de un aumentado pero saludable flujo vaginal que te permitirá gozar de tu sexo en cualquier momento. ¿Cuantas veces te masturbas al día, Julia?

-Pues no lo sé. Depende. A veces pierdo la cuenta.

-Si pierdes la cuenta serán muchas... Pongamos..., ¿cinco?

-Ponga cinco, o diez si quiere. Tampoco van a darme el Guiness por ello.

-¿Lo haces a pelo o con ayuda?

-¿Se refiere a vibradores y cosas de esas?

-Exacto.

-Ahora vivo con mis padres y me da corte tenerlos. Uso hortalizas que se presten a ello. Pepinos, zanahorias, lo que encuentre en la nevera.

-¿Y en que piensas, entonces?

-En maduros

-¿Siempre?

-Siempre.

-¿Y por qué crees que te excitan tanto?

-Qué voy a decirle, doctor. A los cuarentones los veo recios, con sus torsos velludos en su máximo esplendor. Encuentro sus calvicies incipientes muy varoniles, y con barba o perilla canosa... mmm..., ni le cuento. Los que pasan de sesenta me inspiran un cariño inmenso, me gusta fantasear con que soy la guinda del pastel, ese polvo del que se acordarán el resto de su existencia.

-¿Algo así cómo: «Quien ríe la última, ríe mejor»?

-Exacto, doctor-. Y para no parecer la militante de una caritativa ONG, proseguí-: Me gusta el empeño que le ponen, la entrega. También hay auténticos muermos, usted lo sabrá mejor como especialista. Otros conocen las trampas secretas, los mecanismos ocultos que abren la puerta de la lujuria a las mujeres.

-¿Quieres tratarte en serio, Julia?

-¿Y usted se siente capaz de hacerlo, doctor?

Tamborileó con los dedos sobre el cristal de la mesa mientras carraspeaba nervioso...

-Mira, te voy a decir algo, Julia. Eres una chica joven, guapa, sana que lo tiene todo o casi. No soy partidario de intentar cambiar las filias de la gente sin más argumento que el criterio social establecido. La fijación de las hembras jóvenes por los machos maduros no es algo tan extraño. En el apareamiento de cualquier especie, se buscan garantías para la futura supervivencia de las crías. Si el macho es joven, atractivo y fuerte, es garantía de genes sanos para la hembra, pero también es garantía de genes resistentes el que el macho haya llegado a viejo. Y el instinto, Julia, manda siempre. En ti puede que predomine lo segundo, y eso no te hace una enferma.

-Visto de esa manera me deja más tranquila -contesté con un suspiro, pero sin tener aún muy claro si le escuchaba a él, a Punset o a un experto en la cría de conejos.

-Otra cosa es que tú desees cambiar porque te sientes incómoda, angustiada o te canse nadar contracorriente. El psicoanálisis sería una opción pero requiere mucho tiempo.

-¿Entonces?

-Nos quedaría la terapia conductista, una especie de coaching muy severo.

-Le agradecería que me hiciera partícipe del proyecto.

-Estímulos desagradables aplicados al paciente cuando él visualiza su parafilia, normalmente frente a alguna película pornográfica con el contenido que le afecta, y así la aborrezca por completo. Náuseas inducidas, vómitos provocados y severas descargas eléctricas es lo que se aplica a los sujetos. Ha funcionado muy bien con parafílicos peligrosos. En tu caso sería algo nuevo, experimental.

-Suena...

-¿Horrible?

-A castración química.

-Bueno, no exageres. Es duro, no te voy a mentir. Pero es lo único que nos queda para enderezar tu conducta. Podemos iniciarla ahora o puedes pensártelo unos días. Ya eres mayor de edad y tienes la última palabra. Si aceptas, Susana te dará los papeles de consentimiento para que los firmes.

-Me lo pensaré, doctor.

-Entonces ya puedes vestirte. Susana te atenderá a la salida.

Se levantó y me tendió la mano. Yo hice lo mismo y la toalla resbaló al suelo. Quedaba raro, desnuda, montada sobre esos tacones y él, con su traje de raya diplomática, impecable con la protuberancia levantada en su entrepierna. La disimulaba cuando las manos se lo permitían ya que no lo hacía la mesa transparente. Si sus ademanes imponían rectitud, su mirada era suplicante y tierna como el de un perro abandonado a su suerte. Dejé de ver al loquero controlador y vi al hombre desesperado por metérmela. Pero me soltó la mano y se fue presuroso por una puerta anexa a practicar eso que hacen los machos cuando no pueden o no se atreven a satisfacerse con las hembras que desean.

Yo me acerqué a la silla donde estaba la ropa pensando en eso que hacen las hembras cuando no pueden satisfacerse con los machos que les gustan y solté las bragas que tenía entre las manos. En una de las paredes colgaban los clásicos diplomas y la foto colectiva de carrera. También vi el juramento hipocrático, ese donde los médicos perjuran -de perjurio- no follarse a los pacientes. Lo descolgué para ponerlo sobre la mesa boca abajo y sobre él hice el juramento personal de eximirle de su promesa. Fui hasta la puerta por donde se había ido y llamé con los nudillos. Oí su voz delatoramente entrecortada tras la puerta.

-Habla con... Susana... si necesitas algo..., Julia...

-Antes hablé de los cuarentones y los sesentones, pero no de los que están en los cincuenta, y eso no sé si le interesa a Susana -dije tras abrir la puerta y sorprenderlo, atónito por mi intromisión desvergonzada.

La sorpresa no le bajó ni un ápice su erección sostenida a dos manos sobre la pila del lavabo. Su rica verga asomaba con su capullo granate, barnizado de jugos preseminales, liberada de la presión del pantalón, de las convenciones sociales y del juramento hipocrático.

-¿Y que vas a decirme de ellos? -preguntó sin soltarla como si fuera su más preciado tesoro.

-Que están muy ricos y que tienen lo mejor de los cuarentones y los que superan los sesenta... -dije acercándome a él tras cerrar la puerta y pasar el pestillo.

-O lo peor, quizás... -cuestionó dejando que mis manos alcanzaran su rostro que acaricié hasta llegar a su boca entreabierta.

-En eso tiene razón. En lo malos y traviesos, seguro. Me lo ha puesto muy difícil, doctor. Ha sido una terrible prueba, y lo peor, ya no se sí quiero curarme de mi adicción. Estoy hecha un mar de dudas.

También estaba hecha un mar de fluidos y alcancé su boca con mis labios que el se empeñaba en mantener sellados, refractario a mis besos. Pensé que quizá tuviera alitosis o pronunciado alguna promesa con trasfondo milagrero o era ese juramento aún vigente en su cabeza. Como el plan de ataque fallaba en el tramo superior, me bajé al tramo medio donde intenté desabrocharle la camisa con mis temblorosos dedos, pero él, de nuevo se resistió sumiéndome en la impotencia. El tramo inferior parecía el más desprotegido por estar ventilado y expuesto, y hasta ahí deslicé mis manos que llegaron a sus cojones prietos.

Ahí sí hubo mejor respuesta, porque dejó que me agachara y extendiera la lengua por su gruesa cabeza. Dio un respingo, electrizado. Desde lo de Fermín que no lo hacía, y andaba tan faltada de palo... Para agravarlo, el doctor ponía esa cara de niño atrapado en falta que tanto me excita en los hombres.

-No deberías estar haciendo eso ... Eres una paciente...

-¿Y el pajazo que me ha dado en la consulta?... mmmmmm... -dije tras sacarme la verga de la boca para no mordérsela.

-Eso era una prueba médica. No te confundas, Julia.

-Y un cuerno -respondí sin poder contenerme.

Las murallas de Jericó caían por momentos y sellé mis palabra con un largo chupetón que le abrazó todo el capullo y lo babeó hasta el escaloncito del mango..., mmmmsluuurpppss...

-Grrrrrrrrsííiíiíííííí... -gruñó como un oso herido, poniéndose de puntillas y empujando hacia arriba para hundirla lo más posible en mi boca. Yo jugué a no dejarme, retirando la cabeza para ponerlo frenético pero él me tomó por el pelo para no dejar que actuara por mi cuenta. Metía y sacaba de mi boca, explorando recovecos y yo me dejaba hacer, succionando, relamiendo toda esa calentura que destilaba manteca caliente por la punta...

-Asííííí..., síííííí... -decía entre dientes. Se veía que era bueno en su oficio y que con media hora de consulta ya sabía como hundirme para siempre en esa droga que eran los hombres maduros. Lo que no alcanzaba a meter -que eran la mitad del mango y sus reventones cojones colorados como una granada abierta- yo me aplicaba en agitar con mi puño prieto, deslizándolo arriba y abajo con vehemencia. Parecía que cuanto más frotaba más se hinchaban los cojones y yo más me excitaba pensando que ahí se fabricaba la leche que me llenaría en su momento.

-Para un poco, que si sigues masturbándome y chupando de esa manera, me voy a correr en breve. Date la vuelta y agáchate -me ordenó.

Yo dejé la manipulación y obedecí poniendo el culo en pompa. Me lo cacheteó para subirme la calentura unos grados y para que mis labios vaginales reventaran de jugo. Se vengó de la chupada viciosa que le había propinado, y repiqueteó mi lengua en los pliegues y en la raja que se abrió para darle paso. Me tensaba la piel de las nalgas para que todos los orificios emergieran y allí escupía con saña. Luego extendía la saliva para acabar penetrándome poniendo hueca y dura la lengua. Así una y otra vez, del ano al coño y del coño al ano, para que ninguno tuviera celos.

-Aaaayyyy qué gusto -gemía por el placer que me daba y por pensar que aquello era el ensayo previo para metérmela.

-Asííííí..., mi putita, asííííí... como le gusta que le zorreen los viejos -me decía cuando daba relevo a su boca para suplirla por los dedos que trenzaban más deseo y ganas de que me follara por todos los agujeros.

Ya estaba en la antesala del cielo cuando se levantó en mi trasera y tanteó la entrada de mi cuerpo. Mis piernas temblaron sobre los precarios tacones cuando me la hundió en el ojete, llenándome el recto hasta el colon con su verga. Estuvo así un rato, gimiendo, gozando de la fusión de las dos carnes, de mi temblor indefenso. Sentía que no podía penetrarme más pero me sacó del engaño cuando, sosteniéndome por el coño, me alzó a pollazos liberándome del duro esfuerzo de mantenerme de pie. Así, empalada hasta el fondo, castañeando de dientes para hacer soportable ese dolor gustoso y tremendo, mi mirada perdida en su cara rabiosa reflejada en el espejo.

-Te gusta la vejación, ¿verdad zorra...? -preguntaba mientras su mano sobaba mis tetas con pasión y la otra agitaba mi cuerpo como una coctelera.

-Aaaayyyysííííí..., sigaaaaaa..., doctor. Qué bien lo hace y qué bien ha captado mis más íntimos sentimientos.

-¿Y que hay más vejatorio que ser follada así, contra natura, usando para el placer ese pozo de desechos? -me susurraba al oído convirtiendo sus palabras obscenas en el piropo más bello, su aliento caliente cosquilleándome mientras me apartaba el pelo a bocados...

-Mmmmmmm..., aaaaayyy qué rico...

-Sabes, Julia, no quiero que te cures de ese vicio -susurraba embistiéndome otra vez.

-Aaaaaagggghhhhh..., y yo no quiero curarme por nada...

-No quiero que los maduros del mundo se queden sin su hembra, esa putita zorrona que tanto gusto les da con su boca, su coño y su culito caliente -dijo mientras, sin sacármela, me llevaba hasta la taza del baño para ponerme en cuclillas sobre la tapa.

No me ofrecía la exclusiva, pero agradecí su generosas intenciones de compartirme con todos los maduros de la Tierra.

Siguió con movimientos más rápidos, golpes vigorosos de su mazo en mi ano que, recién penetrar ya retiraba, seguidos de otros lentos y profundos que parecían romperme toda y que yo no podía definir, empeñada en convertir mi dolor en su placer. Me aferraba al depósito para no caerme, soportando como podía esa deliciosa tortura. La mejilla contra el frío de las baldosas, incapaz de cerrar la boca de la que colgaba un hilo de baba, sintiendo su vigorosa y experimentada virilidad dentro de mí y hasta el tope de sus huevos.

No sé si existen los orgasmos anales como existen los vaginales y clitorianos. Pero sí sé que sentí mi ano aletear como una mariposa nocturna atrapada en el pincho de un cactus, mi recto frotándose contra esa carne intrusa como un exprimidor de naranjas, sintiendo unos espasmos de gusto increíbles que me hicieron soltar como posesa: un grito que el doctor amortiguó con sus manos; unas manos que intentaban calmarme y lo único que conseguían eran excitarme más si cabe.

-¡OOOOOOOHHHHHH SÍÍÍÍÍÍÍÍÍ...., OOOOOOOOHHHHH SÍÍÍÍÍÍÍ..., OOOOOOHHHHHH SÍÍÍÍÍÍÍÍÍ....!!! -voceaba tras morder esa mano que quería silenciarme.

-Intenta calmarte, por favor. Susana va a oírte -me susurraba al oído tras conseguir amordazarme con un puñado de papel higiénico que había metido en la boca.

El doctor conocía el fino oído de Susana porque, al poco, escuchamos su voz tras la puerta:

-¿Ocurre algo, doctor?

-Mmmmmmmm... -contestaba yo, a lo que el doctor puntualizaba-: Tranquila, Susana. La paciente, que entró en crisis, pero ya la tengo controlada.

-¿Quiere que le prepare algo? -preguntó la enfermera.

-La estoy pinchando y al poco le hará efecto el sedante. También le he mojado las sienes con agua fría. Gracias, Susana. La llamaré si la necesito.

Tras un tiempo prudencial me soltó:

-Venga, zorrita, apuremos y sin gritos o Susana llamará a los bomberos.

No pude evitar pensar en Fermín. Por culpa de ese bombero estaba yo encallada en ese baño. Estaba más cerca de agradecérselo que de lamentarlo y una oleada de ternura por él me invadió mientras el doctor volvía a la carga con furor como si la intromisión de Susana le hubiese exacerbado.

Se agarró al depósito a dos manos para empujar aún más duro. A mí me dio un nuevo calentón que arrastró su orgasmo. No sé si fue un descuido o a propósito, pero le dio al botón de la descarga. Tampoco sé si eso nos ayudó a licuar nuestros flujos como se hace con el chorrito del agua para incentivar la meada. Pero algo amortiguó nuestras voces mientras me llenaba con esa leche deseada desde que lo había masturbado, con unos buenos trallazos que inundaban con ardor desde el colon hasta el ano que aleteaba de gozo.

Hubo un silencio largo en el que seguimos abrazados, oyendo nuestro respirar acelerado y la cisterna llenarse de nuevo con un suave murmullo de agua. Así era mi sexo. Por mucho que descargara siempre habría nuevos flujos preparados.

Nos despedimos sabiendo que no volveríamos a vernos. Había quemado mis posibilidades durante la primera sesión: Exploración, diagnóstico, tratamiento y fracaso se habían sucedido a la velocidad de un espectáculo pirotécnico. Tendría que aceptarme como era, sin culpas ni remordimientos; también deberían hacerlo mis padres. Me encaminé al hospital. Fermín mejoraba muy rápido y pronto volvería al trabajo que mejor sabía hacer: Apagar fuegos con su manguera y sus manos.