Recibiendo mi merecido (6) Vejación de sor Amelia
Mi tía se llamaba Amelia y era monja. Pero no descubrí su verdadera realidad hasta que encontré esa carta tan clarificadora para mí. Ya no era la única oveja negra de la familia.
Estaba confusa. De nuevo en casa de mis padres y de vuelta del trabajo de verano, pensaba en como podía haber gozado con tanto abuso por parte de los viejos; Remigio, el bobo; y Paco, el dueño del caballo semental. No había parte de mí que no agradeciera ese trato desconsiderado y fantaseaba todo el tiempo con las perrerías de las que había sido objeto, masturbándome una y otra vez, sin sosiego.
En mi adolescencia, la idea de haber sido adoptada me torturaba en los momentos más bajos. Pensaba que era una obsesión absurda pues tenía un parecido físico notable con mis padres, sobre todo con mi madre; pero, tras los hechos ocurridos, la idea reiteró en mi cabeza con la misma fuerza que antes.
No había referentes en la familia de una conducta tan lasciva, y aunque esas actitudes no acostumbran a salir de la intimidad de la alcoba, en algún momento emerge la punta del iceberg para dar sentido a esos aullidos rabiosos, golpes en la pared, moratones, miradas turbias, carreras, llamadas telefónicas sospechosas, manchas de fluidos y sangre en las ropas, etc., indicativos de lujuria desenfrenada y que yo no había observado en mis padres, ejemplos aparentes del decoro hogareño.
Me creí hija natural de la relación más perversa y posteriormente adoptada. ¡Si hasta tenía una tía monja en misiones...!, hermana de mi madre y que imaginé ejemplo límite de decencia. ¿De quién podía heredar esa genética tan golfa, con esos antecedentes tan virtuosos?
Desesperada, un día en que mis padres se ausentaron, me puse a husmear. Hurgué en cajones y armarios buscando el eslabón perdido de esa cadena virtuosa, pero no encontré documento alguno que confirmara la sospecha de que había sido adoptada. Sí encontré un hatillo con las cartas que mi madre guardaba de Amelia, su hermana monja en Uganda. No pude resistirme a vulnerar el secreto de correspondencia.
Ojeé algunas y leí párrafos aquí y allá, la mayoría llenos de añoranzas y de los tópicos buenos deseos a la familia lejana, hasta que encontré una foto donde aparecía una mujer blanca junto a unos hombres negros. Estaba escrito en el reverso: «Esta es mi nueva fe: la guerrilla».
No podía dar crédito a lo que veía. ¿Era mi tía, esa mujer abanderando el sindicato de macarras de Kampala? Si eran guerrilleros, su aspecto estaba más cerca de los esperpénticos Boney M que del celebrado comandante Che Guevara.
La acompañaban unos pliegos escritos que leí emocionada:
Querida hermana:
Espero que estés bien de salud, tú y tu familia que también es la mía. Te escribo esta carta porque eres mi hermana querida, y con quien compartí la infancia y mi primera juventud antes de partir a misiones. Han ocurrido hechos que han cambiado mi vida para siempre y puede que lleguen a tus oídos, tergiversados. Antes de que eso ocurra te daré mi versión, prueba fidedigna de como los he vivido. No te asustes por lo que te voy a contar, porque de haber sido mortal lo sucedido, no estarías leyendo esta carta de mi puño y letra. La misión fue asaltada y saqueada por la guerrilla, y corren voces de que fuimos forzadas.
Todo ocurrió al caer la noche del pasado 7 de agosto, pillándonos desprevenidas. Justo estábamos preparando la cena. Ya sabes que la nuestra era -y te lo digo en pasado, luego lo entenderás- una pequeña comunidad formada por sor Gloria, una recia monja de Barakaldo; sor Belinda, nativa de Uganda y criada con nosotras desde pequeña; y la presente, superiora y cocinera en funciones. Éramos pocas, pero suficientes para atender las necesidades de los niños de la zona, la educación de sus cuerpos y almas.
Anochecía y nos disponíamos a cenar. Oímos cacareos en el gallinero y ya hacía un rato que Felisa, la perrita, ladraba; cuando aparecieron esos hombres en la puerta de la cocina. Tenemos un rifle para asustar a las fieras; pero, como suele ocurrir, nunca está al alcance cuando llega la emergencia. Eran guerrilleros e iban armados; sor Belinda se puso a chillar como loca y sor Gloria la retuvo entre sus brazos. Yo recién sacaba la tapioca del fuego y sostenía la olla por las asas. No la solté de puro susto y no me abrasé patas abajo por interferir San Lorenzo en mis acciones. Si hubiese sido sólo uno, se la hubiese lanzado a la cara, ¡pero esa tropa de brutos...!
Vi que la cosa iba por mal camino, cuando el que parecía el jefe mandó descolgar los crucifijos e imágenes, símbolos de la conciencia religiosa que podía inhibir sus perversos propósitos e interferir en su conducta.
Separaron a mis hermanas de fe y a mí me dijeron que continuara guisando y que llevaban hambre atrasada. También preguntaron por el jamón que colgaba del techo y, cuando les dije que era un Jabugo, les hizo gracia el nombre y se rieron por encontrar similitud con vocablos suajilis. A partir de ese momento, me llamaron "Sor Jabugo". Lo descolgaron y tajaron groseramente con los machetes, y me mandaron guisarlo en aceite de palma. Creo que de todas las felonías que hicieron, freír esa delicia cruda en la sartén fue la más imperdonable; y haber sido yo cómplice de ello lo que más me dolió en el alma.
Rasgaron los hábitos de mis hermanas queridas sin desnudarlas del todo; la pechera, bajo las tetas; y las faldas, arremangadas. No llevamos sujetadores por el intenso calor, lo sabes tú bien, Carmen; que nunca te he pedido que me mandaras más que aceite de oliva, el Jabugo, pañuelos, colonia y bragas de medio muslo que no nos ponemos casi nunca para no gastarlas, sólo cuando tenemos la semana para sujetarnos las toallitas lavables.
¿Te acuerdas de cuando estábamos con mamá que se nos juntaba el período a las tres?, pues igual nos ocurría en la misión, sabiendo que si preñaban a una nos preñarían a todas; y que si no preñaban a una, nada le ocurriría a ninguna. Ese era nuestro único consuelo ante la que se avecinaba, pues habíamos menstruado hacía quince días. Te lo cuento porque son cosas de mujeres; pero, por favor, que no llegue a leer eso tu marido, por lo que más quieras, Carmen, ¡qué vergüenza...!
Serían doce como los santos apóstoles; y el que hacía trece, sin aparentar la bondad del muy digno para nada, era un ugandés dispuesto a celebrar nuestra última cena; o eso imaginé en ese instante tremendo por verle con el machete en la mano. Supimos que se llamaba Kato a lo largo de nuestro martirio y llevaba el pelo largo trenzado en múltiples coletas y recogido en el cogote, cara ancha, nariz chata y mirar fiero en una córnea blanca trenzada de venitas rojas. Alto y robusto como un rinoceronte; y el cuerno, ya te lo imaginas; que, por no salirle de la frente como a ese animal, no dejaba de imponer respeto.
Ese apéndice tiraba del pantalón hacia arriba de tal manera, que hacía estremecernos a las tres, hasta que se bajó la tela para mostrárnoslo y confirmar nuestras sospechas. No era revólver ni rifle de cañones recortados, sino un mazacote de carne venosa que buscaba funda o, en su falta, diana a la que disparar. Qué voy a decirte de las medidas, Carmen; nunca fui buena en ciencias, bien lo sabes tú que tenías que ayudarme con las cuentas.
Sólo te diré que sor Gloria chilló con grititos de asombro y eso que los vio de todas las formas y colores antes de arrepentirse y abrazar la fe, tras pasar su juventud en los muelles de Bilbao, aliviando de cuerpo a los rudos estibadores; igual que lo hizo después en la misión, con el alma de los cándidos negritos.
Sor Belinda no tenía palabras ni chillidos ni sofocos que evidenciaran el susto, sólo la palidez de su cara que ya era difícil encontrar en alguien de color tan oscuro.
Los guerrilleros iban a la par que su jefe en medidas y actitud, pero él extendió los brazos largos como aspas de molino para mantener a la horda tras la barrera. Estaba claro que allí nadie cataría nada hasta que él lo dispusiera.
Su mirada recorría nuestros cuerpos, como lo haría un león seleccionando a su presa y yo deseé, en esos momentos, ser leprosa, que Sor Belinda fuera un sapo y -ya sé que son infames pensamientos- que sor Gloria se ofreciera a ejercer su antiguo oficio, pues no había nada que perder, teniéndolo ya perdido.
No sé si el cielo escuchó mis abominables ruegos, pues sor Gloria rompió el silencio con esas palabras:
-Tomadme a mí, y dejadlas a ellas, pues -dijo heroicamente en suajili con su fuerte acento de Barakaldo.
Y, en la medida que pudo, se levantó la falda más arriba hasta mostrar su sexo, y yo cerré los ojos y no me santigüé por andar con las manos agarrando las asas de la olla.
Un guerrillero joven acudió al reclamo y saltó la barrera, con un mazo carnoso de parecidas medidas al de su jefe, pero no le dio tiempo a nada porque Kato le agarró por el cogote y lo alzó en el aire como a un pelele. Su brazo robusto no temblaba apretando su cuello, dejándolo boqueando inútilmente y con unos ojos que parecían querer salírsele de las órbitas. El jefe, impasible, giró sobre su eje para dirigirse al auditorio que contempló, con reverencia, lo que les esperaba si intentaban superar al macho alfa en masculinidad y experiencia.
Después, lanzó su cuerpo contra la pared para estrellarlo; que de haber sido de piedra, y no de barro y caña, se hubiera roto la cabeza en mil pedazos. Acabó en el suelo con gran ruido de cacharros rompiéndonos esas botellas de aceite que siempre nos mandas tú, Carmen, y espero que nos perdones por no poder salvarlas.
Puestas las cosas claras, hizo un ademán al que imaginé su segundo en funciones para que le tomara la palabra a sor Gloria. Era un ugandés de dos metros de alto y apéndice en proporción a su altura que no se hizo de rogar y, tomando a la hermana, alzarla y tantear brevemente su vulva, la dejó caer en esa estaca de lujuria.
Inicialmente, Sor Gloria, gimió y apretó de dientes para no asustar más a sor Belinda, y se mantuvo firme, siendo alzada y descargada sobre el mazacote largo y carnoso, con las manos entre sus pechos en actitud orativa, y yo me sumé a sus rezos para darle fuerzas y pedir que lo que recibiera fuera más dolor que placer y así se librara de caer en sus antiguos vicios.
Tenía sor Gloria la hermosura de las mártires y pensaba que, cuando el bruto la alzaba, al cielo subía liberada; y cuando su cuerpo se asentaba en la estaca, en el infierno se hundía. Pero me di cuenta de mi error cuando su cara se transformó, al ritmo de esas embestidas. Perdió la hermosura angelical, para volverse enrojecida y lasciva, mirándome sin verme, con ojos turbios; y su lengua dejó de murmurar jaculatorias para sumarse a las infernales blasfemias que le espetaba el guerrillero. Cuando dejaba de relamerse y de babear saliva, decía:
-¡AAAAYYYY MÁS ADENTROOOO..., PERO QUÉ GUSTOOO Y CUANTO TIEMPO SIN HACERLO..., QUE HABIENDO CONOCIDO EL INFIERNO Y EL CIELO, ME QUEDO DE PUTA EN EL AVERNO!!!
Así, tal como te lo escribo, Carmen. Y ante mi pasmo y dolor, perdió la actitud recatada de sus manos que puso en la espalda de ese hombre, para abrazarlo y arañarlo, que no hay fiera en la selva que muestre tanta agresividad y celo como mostró ella. Alzó las piernas para cruzarlas en las nalgas de ese ser tan malvado como bello -hay que reconocerlo-, para facilitarle el trabajo de infame deshonra, mientras frotaba sus pechos desnudos contra el torso de él. Perdona, Carmen, que te cuente estos detalles que espero no te ofendan, pero por ser imprescindibles para comprender lo ocurrido, tengo que recrearme en ellos.
Viéndola completamente perdida en manos de ese bruto, recé por ella. Sor Gloria era todo un aullido, recibiendo los envites de ese toro, que ya le rasgó el hábito entero y la tumbó sobre la mesa. Ella se movía con la pericia de su antiguo oficio y culeaba de tal forma, que pronto el guerrillero se dio por cumplido, embistiéndola y descargando el germen de la vida con el que mancilló los votos de castidad de sor Gloria, irremediablemente.
Pero mi hermana querida no andaba satisfecha y reclamaba, con ojos desencajados, un sustituto de inmediato mientras pateaba en el aire y se estrujaba los pechos. El líder dio barra libre -así creo que se llama en el ambiente mundano- al resto de la horda, pero dejó muy claro que no interfirieran en mi labor de guisar el Jabugo ni se acercaran a sor Belinda que estaba en manos de otro guerrillero que velaba por ella y por su honra. Entre varios, colgaron una hamaca de cuerda trenzada entre dos palos y en ella pusieron a Sor Gloria completamente desnuda, dejando sus piernas y brazos desmayados, y sus orificios al aire para ser mancillada bien a gusto y según demanda de los brutos.
Entonces, el jefe mandó que pusieran a Belinda a cuatro patas y con el culo en pompa, y él se arrodilló tras ella con su apéndice palpitante. Yo sufría por saber que Belinda era virgen y por el sufrimiento que le esperaba, pero el apéndice de él no mostraba pena ninguna cuando la ensartó sin miramientos, y suerte que unos subordinados la sujetaban o la hubiera lanzado bajo la mesa con el brutal envite.
Pensé que me había quedado sorda por no oír aullido ninguno, sólo sus ojos y su boca desmesurada que no alcanzaban a formar expresión ni a vocalizar queja ni a suplicar cordura; pero reconocí que no tenía problemas auditivos porque oía a sor Gloría aullar por ella, entregada a los brutos que fornicaban en su vagina, en su ano y en su boca, y para los que no encontraban más zonas disponibles, les ofrecía sus manos donde darse frote y depositar allí sus flujos.
Recé por sor Belinda y para que sus orificios pudieran albergar esa desmesura y no le quitaba la vista de encima, pues, sin articular palabra, su cara era una radiografía clara de sus sensaciones ya que, poco a poco, el pasmo la abandonó y la expresión volvió a su rostro. Al principio, un rictus de sufrimiento, después, y en la medida que ese monstruo metía y sacaba el apéndice masculino de su interior profundo, un ronroneo claro y un gotear de saliva en las comisuras de su boca me hicieron sospechar, con dolor, que iba por el mismo camino que sor Gloria. Entonces, Kato mando callar a todos, pero no todo el mundo pudo, pues sor Gloria seguía con su delirio, por lo que hubo que precipitarla al clímax con unos buenos guantazos y sólo así encontró la calma, tras suspiros y gemidos ya más relajados.
Kato quería oír su trabajo de arado en la carne rota y jugosa de sor Belinda y que lo escucháramos todos, ese chop-chop seguido de un tumb-tumb interior, como si un pequeño tambor percutiera en su útero. Kato la ceñía como un vestido de carne, con las manos en sus pechos generosos de pezones aureolados, los estrujaba y daba fuertes tirones mientras le mordía el cuello; otras veces, apartaba el torso de su espalda para aferrarse a la cintura que, entre sus manazas, parecía el tallo de un junco; y se concentraba en el envite rabioso como si no tuviera bastante con lo que ya le había metido.
Kato dejaba gotear su saliva en el trasero de sor Belinda para mezclarla con sus flujos y la sangre de su himen roto que resbalaba en la piel negra de sus muslos. En una de esas maniobras, Kato cambió de orificio de forma inesperada y en este punto, sor Belinda se soltó definitivamente, rota de dolor; olvidándose del recato y contención propia de su virtuoso oficio. Esos gritos excitaron más a Kato que la embistió más seguido y más rudo. Kato apretó la cabeza de la hermana contra el suelo, quedando totalmente en cuclillas, culo en pompa, mientras se deshacía en gritos teñidos de desesperación morbosa y, con sus propias manos, apartaba sus glúteos para facilitarle el camino y aliviar la mortificante rozadura.
Vi, con toda su magnitud, la carne de la lujuria entrar y salir de sor Belinda; y una oleada de celos me invadió, te lo juro, Carmen; pues siempre soñé con morir en doloroso martirio, fuera cual fuera la naturaleza de esa tortura, y no en una residencia para monjas viejas en Europa.
Un olor a quemado llegó a mi olfato y es que se me había pegado el guiso de tan embobada como estaba contemplando el espectáculo y rezando por la sufrida hermana. Parecía que no era la única en la misión con el olfato tan fino, porque Kato se irguió, rabioso, viendo su cena perdida. Se despegó de sor Belinda con la misma facilidad que la había penetrado, provocando grave reacción en ella: pasmo, desesperación y vacío, según vi en la expresión de su cara.
Saqué la cazuela del fuego tan pronto como pude, pero ya lo tenía a mi lado con la nariz a medio palmo del guiso.«Dame a probar», me dijo acercándome una cuchara. Yo la hundí en el guiso para tomar una porción y se la acerqué a la boca como si hiciera el avioncito con un niño, con la diferencia de que él me sobrepasaba dos palmos. Pareció gustarle el sabor a Jabugo requemado porque se relamió esos labios carnosos mientras me miraba fijamente, para dejarme plantada con la cuchara en la mano tras decirme: «Vas bien, sigue con ello, pero le falta cacahuete». Volvió con sor Belinda, que ahora me miraba con recelo. Volvieron a la cópula furiosa que los llevó al delirio, mientras Kato sacaba y metía su mango para chorrear sobre la espalda de la hermana, el líquido blanco de la vida y sor Belinda rugía y entregaba su alma al infierno entre sollozos de gusto.
Tras haberlas profanado y haberse saciado con ellas, las mandaron en mi ayuda para servir la comida. Pero yo no podía concentrarme en la tarea por no haber sido mancillada. ¿Era por morbo vicioso o porque me sentía culpable de no haberme ofrecido como había hecho sor Gloria, tan valiente? Como superiora, debía haberlo hecho. Me imaginé sobre la mesa de la cocina, tumbada, desnuda, con las piernas y los brazos separados. La madera reteniendo el calor del puchero, ese detalle doméstico dándome familiaridad y sosiego. Las miradas fieras de esos hombres sin darme miedo alguno sino pareciéndome cercanas. Ya sabes mi fijación, Carmen, por las historias de santas, lo digo y lo repito que hasta me quitan la cordura; que no hay vida de esas mujeres, vírgenes, mártires o profanadas que yo no conozca, y con ellas curtí mi infancia soñando que un día sería merecedora de tan deliciosos atropellos.
Por eso, la frustración alimentó la fantasía y los imaginé en el futuro inmediato sacarse sus miembros masculinos enhiestos como astas de bandera. Uno de ellos queriendo usar mi entrepierna como funda y otro empujando el suyo en mi boca, y otros dos acercándolos a mis manos que yo abría para darles albergue. Dolor extremo y delicia infinita rompiéndome por dentro y metiendo esos aparatos que se movían inquietos, purgando mi carne de virgen como lo habían hecho con sor Belinda. Notando mi flujo interno y el suyo, mientras con mis manos apretaba esas varas, ardientes como metal en fuego. Moviendo arriba y abajo mis dedos llenándolos de caricias, y mi boca aplicándose en succionar esos tacos de carne pétrea y morada, pugnando por alcanzar mi campanilla. Tenía mis momentos de duda, pensando en que colaboraba con demasiada pasión, pero yo no rompía mis votos de castidad por voluntad propia como hacen las curias más famosas con sus votos de pobreza, sino por ser forzada.
El ardor me atrapaba haciéndome temblar como si tuviera fiebre. El líquido me inundaba por todas partes, chorreando por mis manos; de mi boca, rebosaba. Lo comía y tan sabroso lo encontraba, que me acordaba del maná, esa delicia blanca de la que hablan los escritos y del que ese pueblo errático se alimentó en el desierto. Entraba en éxtasis y me daba entera, sumergida en ese misterio de dolor y gozo. Satisfechos, se apartaban para que otros tomaran el relevo, y tantas veces era tomada, tantas veces caía en esa sensación placentera.
Cuando desperté del trance, yo seguía con las manos en las asas de la olla y no en los apéndices soñados. Todos me miraban con asombro pues aún se oía en la selva el eco de mis alaridos y pensaron que las que se habían quemado eran mis manos y no mis entrañas por el placer soñado. Ahí estaba mi martirio: No haber sido tratada como mis hermanas. Al amanecer, nos llevaron con ellos al monte.
Querida Carmen, ahora sé porque no fui vejada en esos momentos. Es costumbre de la etnia de Kato, que la persona que guisa la comida no reciba abuso alguno, costumbre que a mí me parece muy sana e higiénica, no mezclar sexo violento con comida.
También te diré que la vida en la selva, querida Carmen, no es tan diferente a la de la misión, los horarios no difieren mucho y los turnos de oración y maitines se sustituyen por turnos de guardia. Cocino con pucheros parecidos, el hábito no es de monja sino de guerrillera y, por la noche, en lugar de entregarme al Señor, me entrego a esos hombres, que digo yo que para Él será lo mismo si es que está en todas partes. Sor Belinda y sor Gloria fueron transferidas a unos proxenetas de Kampala, donde llevan una vida tan entregada como la que tuvimos en la misión. No puedo decirte como he conseguido mandarte esa carta, eso merecería otras tantas páginas. Espero que comprendas mi situación, y no te pido ayuda, sino que me comprendas, Carmen. Tu más querida y única hermana guerrillera:
Atentamente,
Amelia G. Solanelles, alias "Sor Jabugo"
Tras leer la carta, sensaciones contradictorias me embargaron. Imposible describirlas todas, pero una de ellas predominaba: el alivio. Por fin había encontrado algo que confirmara que la lujuria extrema no era ajena a la familia, que mi ADN vicioso no era una broma de la genética o resultado de una adopción. Besé agradecida la foto de sor Amelia, la tía que había conocido en circunstancias tan extrañas y que tanto me había ayudado sin saberlo. Me dispuse a llamar a Manolo, un morenazo cuarentón de pelo untuoso que había conocido en un mercadillo de domingo, donde gestionaba un tenderete de corsetería.
-Felícitame -le dije cuando descolgó.
-Te felicito. ¿Y eso?
-Soy una zorra -contesté
-Vaya descubrimiento, jajajajajaja... Lo sé desde hace tiempo pero nunca se me ocurrió felicitarte por ello.
-Pero es que me viene de familia y eso significa mucho para mí.
-Bueno, en eso ya no me meto, que para mí la familia es sagrada, empezando por la mía.
-¿Cuándo nos vemos? -le pregunté ansiosa, recalentada por la carta y por su voz ronca moja bragas.
-Cuando quieras, zorra -contestó.
Nos encontramos esa tarde, pero eso ya es otra historia.