Recibiendo mi merecido (4) Por puta y ladrona

Como castigo, mi padre me mandó a un pueblo a recoger fruta. Me aburría mucho trajinándola, pero lo que nunca llegué a imaginar es que yo acabaría siendo el sujeto pasivo del violento trajín, más por mi conducta viciosa, que por ser una pieza interesante para el mundo hortofrutícola.

Empecé contando mis experiencias con maduros en la categoría correspondiente, pero pensé que ese relato encajaría mejor aquí por tener componentes de abuso. Doy las gracias a mi fallecida perra Purita y a su recuerdo, al pueblo de Fuentelaperla donde sucedieron los hechos, al bobo pero viril Remigio, al viejo calvo y al viejo cano, personajes que sin sus crueles intenciones, eso no se habría escrito.

Acababa el año lectivo en la Facultad sin centrarme en los estudios, pensando en esos maduros que tanto gusto me habían dado. No podía acogerlos en mi piso compartido; no había norma acordada que lo impidiera -«no se aceptan mayores de X años», pegado en cartelitos sobre las cabeceras de las camas-, pero me daba apuro que, por traficar con material tan usado, pensaran que me había metido a puta; porque todos/as parecemos muy liberales hasta que topamos con los vicios de los/as demás.

Pero yo no cejaba en ello, y si en el autobús se levantaba un maduro, ocupaba su asiento de inmediato para frotar allí las nalgas y llevarme el calor de sus partes como haría una vampira con su sangre, y recuerdo un día en que, pasando por un polígono industrial de las afueras con ese medio de transporte, vi a una zorra negociar con un viejo, y me deleité contemplando su cabeza calva y roja como ese glande necesitado que tendría entre las piernas, y me dieron ganas de tirar del sistema de emergencia, bajarme para acabar con esa provocación al viejo, apartar a esa zorra maligna a tortazos y hacerle la faena allí mismo de forma gratuita y amistosa.

Tampoco había follado con tantos, porque no es material asequible aunque lo parezca a simple vista. Algunos andan remendados y hacen cola en las farmacias o se arraciman en los bancos como hacen las golondrinas en los cables o como las cajas de cereales amontonadas en el super, que parece que vayas a llevarte una y a desencadenar su caída como un castillo de naipes.

Pero eso sólo pasa con los de ciudad. Con los de campo es otra cosa; están curtidos de bregar con reses, matar gallinas a manotazos y jabalíes a tiros, y no se amilanan con nada, buscando siempre esa grieta de hembra donde meterla hasta el mismísimo día en que fallecen con el instrumento en la mano y deleitados, que más de una enfermera rural tuvo que salir por piernas de la consulta con un sátiro centenario pegado a sus talones.

Así eran los viejos de Fuentelaperla, donde me mandó mi padre aquel verano; a una finca de un conocido suyo donde realicé prácticas de fruticultura para compensar su disgusto por la nota tan baja que había mantenido durante el curso. Lo hacíamos en unas plantaciones de peras y melocotones y era muy aburrido.

Yo me paseaba en mi tiempo libre por el pueblo, sola, porque las demás jornaleras eran unas puretas remilgadas y me llamaban "la calientapollas" por andar siempre con una camiseta corta y holgada sin nada debajo; pero es que era tanto el calor que padecía bajo ese sol abrasador, que no me importaba que se me vieran la vulva y el ojete cuando tenía que subirme a la escalera para recoger la fruta..

Pues como decía, paseaba por las cuatro calles del pueblo, que dos eran puro pesebre de cuadras y gallineros, y las otras dos eran: el ayuntamiento, la iglesia, la panadería, el bar y la plaza con los bancos donde los viejos se sentaban para mirarme cardíacos como si yo fuese la última hembra humana que quedara en ese término, queriendo solazarse con mi visión antes de que acabara el mundo para ellos o de que llegaran las fuerzas especiales anti-fraude para requisar las fabadas marca blanca con las que estafaban a los capitalinos, y que recalentaban en cazuelas de barro diciéndoles que eran caseras.

Observé que, cuando me veían, todos parecían tener problemas de próstata y si no sujetaban el bastón con la mano, se la metían en el bolsillo del pantalón para rascarse los huevos, o eso es lo que parecía viéndoles trabajarse el paquete. Si las babas no les atoraban el gaznate de gusto, murmuraban entre dientes como perros rabiosos: «ven p'acámozaaaa ... mira lo que tengo pa que disfrutes y revientes de gusto», y otras lindas frases parecidas que no llegaban a flores ni a piropos de tan brutas como eran.

Yo paseaba frente a ellos como si nada, pero por dentro me alagaban, hasta que un día me resbalaron las playeras; no sé si por el sudor o las babas de los viejos, di un traspiés y todos se rieron como niños traviesos; que si llego a caer de bruces se hubiesen reído menos para no perder fuerzas en ello, atacar y pelearse por mis carnes como una jauría de lobos.

Después de almorzar, sorteábamos el calor de la tarde dándonos un receso que cada uno aprovechaba como quería: ir a la piscina, hacer la siesta, leer; y yo, en mi soledad de perversa maldita, me iba el río, que ya era mucho llamarle río a esos cuatro dedos de agua que circulaban sobre un lecho de guijarros. Era un lugar umbrío donde se estrechaba el cauce, franqueado en uno de los lados por un risco.

Aprovechaba para remojar la camiseta multiusos que colgaba en unas ramas sabiendo que a la media hora estaría seca, y me tumbaba en el lecho, panza arriba y a contracorriente para que el agua se colara entre mis piernas abiertas y me cosquilleara la vulva que agradecía el frescor como un roedor, el queso. Cuando la corriente parecía no tener fuerza, yo la aventaba con la mano, salpicándola con disfrute sobre la vulva y, más que refrescarme, me excitaba.

Cuando no tenía bastante con la hidratación suministrada, me la abría con los dedos para sofocar ese ardor que, paradójicamente, aumentaba; pero es que el mismo empuje del agua, vibrando en mi vagina ardiente, me reactivaba el gusto. Luchaba como se hace contra el vicio: sucumbiendo a él una y otra vez, y frotándome mientras estrujaba mis pezones y pateaba de placer en el agua, esparciendo el eco de mis gemidos.

Uno de esos días en que me había entregado al pecado solitario, sentí como si una paloma u otro pájaro me hubiese tomado por una letrina pública y algo caliente restalló sobre mi tripa. Acerqué la mano para ver que era y lo noté caliente y viscoso. Supe que no era excremento blanco sino semen reciente y me incorporé de golpe. Me enjuagué rápido y salí del río para esconderme en el remanso a sabiendas que seguiría estando a la merced de los francotiradores.

Miré hacia el risco y no vi a nadie. Me pasó por la cabeza, la posibilidad de que alguno de esos viejos se me hubiera aliviado encima, pero no hacía falta la científica para entender que la trayectoria sólo podía haberla trazado alguien en plenitud de facultades folladoras. Intranquila, volví rauda al campamento.

Estuve unos días sin ir al río, pero el humano es un animal de costumbres y echaba en falta el desahogo y la intimidad que había encontrado en ese lugar recóndito. Pensé que un hecho puntual, el que unos jóvenes traviesos se hubieran sumado a mi paja desvergonzada, no tenía que amilanarme y volví al antro de mi vicio al caer la tarde.

Era tanta la paz que sentía al volver a mi pequeño paraíso, que ni siquiera me masturbé y di una cabezadita, sumergida como una alubia en remojo; pero, como a ellas, alguien vino a cambiarme el agua. Sentí que alguien me alzaba, aferrándome de pies y manos, y me llevaba hasta la orilla. El sobresalto fue terrible y el corazón golpeaba en mi garganta, pensando que despertaba de una pesadilla.

Fuera por el reflejo del sol o por mi despertar súbito, que no vi a los secuestradores hasta que dejaron que mi cuerpo descansara en el remanso seco. Por instinto, pateaba y chillaba, pero no conseguí librarme de esas garras que atenazaban mis tobillos ni de las otras que, a la par, lo hacían con mis muñecas.

-¿Qué te pasa, sabrosura? -oí preguntar al que me sujetaba las manos, ya que quien me sostenía por las piernas estaba más callado que un mudo...

-¿Qué queréis? -sollocé sin cesar de menearme.

- Qu'estés quieta, mozaa ... -contestó la voz parlante cuyo dueño no veía.

Viendo que no conseguía más que descoyuntarme, obedecí. Me soltaron y así todos recuperamos el resuello, y el de atrás pasó al frente. No los tenía vistos del banco de los viejos, porque eran de unas quintas más jóvenes y no desmerecían. No parecía haber llegado el prêt-à-porter a ese pueblo, ya me di cuenta al llegar. Llevaban pantalones oscuros de pana gastados, uno con faja; y el otro, tirantes, y unas alpargatas de esparto empapadas que habían dejado a un lado de tanto como pesarían tras meterlas en el río. Una fronda velluda asomaba por sus camisas desabrochadas y su piel tenía un tono moreno intenso. Uno lucía un bigote canoso y el pelo blanco repeinado como si se lo hubiera robado al otro, que era cejijunto pero más calvo que una papa.

-Te hemos visto esos días pero no quisimos decirte nada para que no te asustaras. -dijo el calvo.

-Pues vaya manera de entrar en conversación -contesté yo-. Casi me muero del susto.

-Más susto te hubiera dado la culebra de agua que tenías roscada en la tripa si llegas a despertarte. Suerte que nos tenías vigilando. Esos bichos buscan el frescor a esas horas de la tarde y bien le debía gustar mecerse en tu panza boca arriba. -dijo el canoso.

Y sin añadir palabra, me lanzó a los pies la culebra muerta, y chillé, corriendo a gatas hacia ellos sin pensar que era más benigna la muerta que esos vivos, y sin darme por enterada de que yo andaba desnuda cual coneja. Cuando me apercibí de ello, busqué la camiseta con la vista pero no la encontré.

-¿Qué habéis hecho con mi ropa? -pregunté con desespero imaginando volver desnuda al pueblo.

-¿Tu ropa? -contestó el viejo cano. Nada hemos visto. La tragaría la culebra.

Claro estaba que la ropa la tenían ellos, que la culebra la habrían encontrado muerta o matado en otro sitio y que se comportaban cual chiquillos. Se reían como posesos con mi espanto y decidieron calmarme con sus métodos. El calvo me alzó mientras me decía:

-Estás bien mojada y vas a resfriarte. Deberías frotarte con algo...

Entonces supe que yo era su posesión y que no me devolverían la ropa hasta que cumpliera con ellos. El calvo me acercó suavemente a su cuerpo para secarme con sus trapos, pero aquello no era toalla de secar sino tela impregnada de macho, sus fragancias y sudores, que aunque ahora les llamen feromonas y las metan en perfumes, no dejan de ser lo mismo. Apretó con fuerza mis pechos hundiendo mis pezones en su fronda peluda y yo intenté resistirme para que no me vieran tan puta, aunque ya era tarde para mis propósitos y me deshacía por momentos como un azucarillo en el agua.

-Sécale tú la rabadilla -dijo al otro, que se plantó detrás mío.

Y bien que lo hizo con sus vellos que cosquillearon en mi espalda a través de su camisa abierta.

Me salvé de culebra para morir en tentáculos de pulpo, porque todo eran manos que hurgaban en mis jugos. Cuando quería apartarme, la jaula se ceñía con sus barrotes de carne sin dejarme huecos ni salida. El canoso, que estaba atrás, me apretaba los pezones con tanto goce que de haber sido yo una vaca me hubiese corrido por las ubres mientras él me lamía el cogote tras apartarme el largo cabello húmedo que traía...

-¿Por qué fuiste tan mala? -preguntó el calvo, que tenía delante, aferrándome las nalgas con sus garras callosas de podador, como si los sarmientos de una vid desnuda quisieran despellejarme el culo, mientras me tanteaba la vulva con la punta del capullo que ya tenía dispuesto tras abrirse la bragueta.

-Mala..., ¿por qué? -gemí viendo la que se me echaba encima o por debajo, según se mire.

-Por pajearte tan a gusto habiendo tanto macho necesitado en ese sitio.

-No era mi intención -gemí asustada de pensar en los francotiradores de lefas y en su tremenda potencia -, que de saberlo os habría atendido bien a gusto.

Fue por mi ofrecimiento o porque ya no se contenía, que me hundió el vergajo en el coño, un sabroso chorizo colorado que se abría en mis carnes y que necesitó dos buenas embestidas para albergarlo hasta el fondo.

-¡Aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaayyyy qué daño! -sollocé padeciendo ese castigo merecido por provocadora y viciosa, arqueándome de placer doloroso y levantando las piernas de forma que el canoso, que estaba atrás, tuvo que sostenerme.

El chorizo entraba brutalmente y salía como si ese viejo llevara años sin ponerlo en adobo y funda, y sin encontrar buen aceite donde untarlo. Para culear mejor sobre la pieza, y así no me desgarrara, le rosqué las piernas a la espalda. El cano me sostenía las nalgas; pero, viendo que no había bastante con sus manos, me la hincó por el ojete para darme un tercer punto de apoyo donde pudiera "sentarme". Lo hizo arremetiendo con dos buenas sacudidas: la primera me dejo fisurada y temblando; la segunda, la sentí rebotar en el colon.

Ahí casi perdí el sentido y me vino a la cabeza mi perra Purita que, habiéndole puesto ese nombre tan poco acertado y sin haberme atrevido a llamarla jamás en público, entró en celo y la engancharon frente a la puerta de casa dos perros en un arrebato de calentura y es la única vez que la llamé ante los vecinos: «¡Purita, suéltate y no seas tan puta!», ignorando que las perras no pueden soltarse en ese trance.

Ojalá alguien hubiese venido en salvamento o con soporte psicológico como hice yo con ella; pero no había en ese sitio desierto, ninfas de río ni ranas principescas que besar, y así acabé como ella: empalada y descerrajada como perra salida.

Seguían metiendo y sacando, y haciendo brotar mis fluidos porque lo que dolía en un principio se convirtió en gusto sabroso, hasta que el calvo dijo al otro con el resuello acabado:

-Paremos un poco, rufián, que me canso.

Aflojamos el ritmo, yo puse los pies en el suelo para facilitarles el reposo, y ellos desenchufaron sus vergas de mis sufridos orificios.

-Vayamos al huerto del Eufrasio donde está la higuera -dijo el cano- antes de que se nos enfríe la zorra y a ti te de un infarto.

-¡Qué coño me va a dar! -gritó el calvo con rabia y tras escupir en el suelo-, sólo necesitaba un respiro.

Yo no me iba a enfriar ni por asomo, pues estaba bien tibia y sólo quería frotarme y babear bajo sus cuerpos disolutos, pero algo oía en mi cabeza de putilla, decirme que no era normal gozar con esos abusos manifiestos y que lo que tenía que hacer era intentar que se corrieran cuanto antes para poder recuperar así mi camiseta y escapar de las manos de esos tipos peligrosos.

Decidimos ir hasta esa higuera y los viejos se dispusieron a guardar sus trabucos tras las braguetas, pero yo les rogué que no, que me apetecía ir andando entre los dos con los brazos extendidos y las manos aferrando esos vergajos para suministrarles una sabrosa paja al ritmo de la caminata. Pura estrategia que se volvió contra mí, porque, como siempre, empecé simulando y acabé gozando.

Les pareció bien, y así lo hicimos. Tenía algo de ritual y excitante, tener entre mis manos esos pollones jugosos; y mecerlos, sin verlos; y olerlos, sin tragarlos. También les ventilé los cojones que me gustaba manosear mientras colgaban fuera, bajo sus trancas traviesas.

Así hicimos ese pequeño recorrido: yo como Virgen bajo palio, y ellos resoplando como costaleros.

Y sin haber logrado mi objetivo, llegamos a ese huerto donde estaba una higuera y una caseta para guardar las herramientas, al lado. Del árbol, sólo colgaban hojas, higos aún verdes y unas cuerdas. Ahí sí me asusté porque llevaban intención de atarme con ellas y yo les supliqué:

-Por favor, probablemente sea ese un buen castigo por egoísta que he sido y no compartir mi placer, pero hasta las asesinas más perversas gozan de sus últimas voluntades.

-Nos parece bien -contestó el cano hablando por los dos-. ¿Qué quieres?

-Arrodillarme y orar.

- Pos parecía más puta y mala, la mozaa , y no debe tener mal corazón -dijo el calvo al cano.

No pusieron ningún impedimento y yo cumplí, devota. Me arrodillé y me empleé en rezar oración bien jugosa con sus vergas gruesas, venosas y a media asta, que me gustan más que las de los jóvenes que acostumbran a ser con menos relieve y a pegarse al ombligo del portador, perdiéndome así el skyline completo de un paisaje tan torturado y robusto.

Me llevé a la boca la del cano mientras pajeaba la del calvo y, cuando la tuve bien lamida, tragada, succionada, escupida, rebañada y viendo que no tenían intención de correrse, las intercambié de mano y boca; porque mi voluntad era que lo hicieran pronto y, agradecidos, no me colgaran del árbol. Pero ya había fallado mi estrategia con la paja caminera y ahora iba por la misma vía, que esos viejos parecían de hierro.

Después de varios intentos por mi parte y de regocijos por la suya; dieron la oración por terminada, me llevaron bajo la rama y las cuerdas, y me pusieron los pies sobre una pila de ladrillos; y ahí sí que me entró respeto pues me recordaba al ritual de los ahorcados. Pero me amarraron por las muñecas a la rama, de forma que yo podía sostenerme aferrándola con las manos. Entonces respiré con alivio al no verme colgando por el cuello.

Apuntaron como lo habían hecho junto al río; uno, al ojete; y el otro, a la vulva; aunque intercambiándose los papeles. El calvo le dio una patada a los ladrillos, cayendo yo ensartada en sus rabos. Fue la cópula más violenta que había conocido hasta el momento, no superada ni por mi perra Purita, creo; que tuvieron que oírse los chillidos hasta en el pueblo. También fue dura para ellos, aguantando el tirón de sus pieles no circuncidadas. Pero resistieron como machotes curtidos por la vida.

Superado el duro instante ya sólo tenían que gozar del invento. La rama, flexible, dejaba cimbrear mi cuerpo haciendo todo el trabajo y, sólo de vez en cuando, tenían que tirar de ella con la cuerda. Aquello era una delicia y olvidé los temores, poco a poco.

-¡Aaaaaayyyyyyy... pero qué castigo más rico...! -gemí delirando y sintiendo sacar y meter sin ningún esfuerzo dentro de mi carne sus poderosos vergajos...

«flap... flop... flap... flop... flap... flop... flap...flop... flap... flop... flap... flop... flap... flop...», se oía entre mis piernas, porque todas los aparatos y artilugios tienen un sonido particular y esa era la música con la que nos regalaba los oídos: la de la máquina de chingar putillas, tecnología punta de la maquinaria agrícola.

-¡Aaaaaayyyyyyy... pero qué gustazo más bueno...! -sollocé desquiciada y engrasando los pistones con mis flujos a los que el cano contestó:

-Síííííí... síííííiíí..., pero cómo chorrea la mozaa; más c'aceite , una almazara. Suerte que no es veneno, no fuera a llegar al río e intoxicar la vega, agostando to'l panizo.

El frenesí de las vergas no daba pausa a mis mucosas, y creo que el gusto mayor era sentirlas encontrarse tras ese tabique de carne que separaba la anatomía vaginal, del recto. Quizá el gozo de los viejos no fuera tan masculino y lo sintieran por frotarse, el uno al otro, en mi interior profundo. Pero eso es pura reflexión que hago ahora, porque entonces, solo pensaba en levantar la piernas para albergar sus cojones y sentirlos rozar mi botón tan sensible.

-Aaaaayyyyyyy qué bueno el rebotar de mi coño en vuestros huevos sabrosos y peludos -deliraba yo a punto de perder la visión de tanto gusto que me daba ese sacar y meter tan bien acompasado.

-Asííííí... asííííí..., putita... -decía el cano echando su aliento de puro cigarro en mi cara mientras me miraba con delirio-. Qué buen invento el tuyo, rufián, que si se cuelgan los cerdos pa la matanza por qué no las hembras pa la jodienda.

-Más que joder es un masaje y un alivio pa la artrosis no tener que flexionar las rodillas ni tobillos y sólo aguantar recio la embestida de la hembra... -contestó el aludido.

De vez en cuando, el calvo, que lo tenía en la trasera, escupía para lubricarse o rebañaba los flujos de mi coño para untarse el glande, pues esa era la parte más sensible de la máquina y más predispuesta a recalentar.

Viendo que se acercaba la tormenta final, no quisieron perder el tiempo en parlamentos y se dedicaron a ocupar con sus dedos y lengua los agujeros que quedaban por llenar, si exceptuamos el del ombligo, que ya me lo ocupó la matrona con un nudo cuando nací; y cuando no, me estrujaban las tetas y pezones.

Se aferraron fuerte para correrse bien enfundados en mí, y yo me deshice de gusto sintiendo acercarse el placer supremo ...

Hubo un silencio respetuoso y todas las alimañas callaron incluidas las cigarras que a esa hora de la tarde son las reinas del concierto, como si presintieran un seísmo:

-¡AAAAAYYYYY QUÉ GUSTOOOOOO..., AAAAAYYYYY SÍÍÍÍÍÍÍÍ QUÉ GUSTOOOOOO..., AAAAAYYYYY PERO QUÉ GUSTOOOOOO..., AAAAAYYYYY SÍÍÍÍÍÍÍÍ... PERO QUÉ GUSTOOOOOO MÁS TREMENDOOOO...!!! -aullé una y otra vez atrapada por la desazón de la lujuria.

Se corrieron bien corridos llenándome con sus chorros de semen y a buen ritmo, hasta el punto de que quedamos los tres en el aire colgando como péndulos. Quebró la rama con el peso y caímos, cosidos el uno al otro como ristra de chorizos. El cano, sobre mí; yo, sobre el calvo; y el calvo, sobre el suelo, donde se retorció de dolor con la rabadilla crujida. Pero yo seguí frotándome contra ellos para apurar ese gustazo tremendo.

Pasada la confusión; el cano, que fue el menos damnificado por la tragedia, entró en la caseta de donde sacó un colchón sucio y estampado de lamparones seminales, y lo tumbó a nuestro lado para que nos repusiéramos.

Yo seguía atada a la rama rota y sin movilidad para alzarme, e igual que al viejo calvo que gemía como perro atropellado, el cano nos tuvo que arrastrar hasta el colchón.

-Voy a por agua al río para refrescaros los golpes -dijo tras salir de la caseta con un cubo en la mano.

Sería porque estaba incómoda y el viejo no paraba de gemir a mi lado, que me pareció que tardaba. Oí unas voces y casi me pasmo de pensar que volvía acompañado. Y así fue. Apareció el viejo cano con agua en el cubo, pero junto a un chico recio y bien plantado aunque de piel algo más blanca que ellos y roja por el sol del verano. Llevaba el pelo muy corto y empapado por el agua y una mandíbula ancha como el cajón de un armario. No vestía tan tosco como ellos, llevaba el torso desnudo y musculado, vaqueros y una batea de cribar en la mano.

Pareció alegrase de verme tan coneja y ofrecida porque se le tungió la verga bajo los pantalones, y por no encontrar ni desahogo ni espacio hacia arriba por cerrarle el cinturón el paso, se perdió en la pernera, y el capullo casi le alcanza la rodilla. A mí se me salieron los ojos y pensé que eso sería ya cuestión genética porque en los pueblos todos son primos hermanos, y lo que tiene uno, tienen todos.

-Encontré al Remigio bateando oro en el río -dijo el cano al calvo que yacía en el colchón junto a mí.

-Qué hay Remigio... ¿cómo va la batea?.... -preguntó el calvo dirigiéndose a él, sin parar de resollar, aún dolido.

-Poco encuentro -contestó Remigio sin sacarme la vista de encima y como si él no existiera.

-Es lo que decía al Remigio -dijo el cano- Que ya encontramos la razón de tu mala cosecha y que no era más que esa moza que yacía piernas abiertas río arriba y cribaba el oro con su cuerpo, cortando el buen fluir de la corriente y haciendo un embudo con ella...

Los ojos maliciosos del viejo contrastaban con los bobalicones del joven y buscaban la complicidad del otro que contestó ya más repuesto:

-Remigio, mira que te digo: qué razón tiene ese viejo rufián y qué pena c'haya gente tan maligna. No te fíes de ningun'hembra , te lo dice la sabiduría antigua ... ¿No te dejó l'Eusebia por irse a estudiar a ciudad?

-Cierto -contestó sin dejar de mirar mi vulva en estado altamente funcional y de frotarse el rabo por encima del pantalón sin darse cuenta siquiera de su acto obsceno.

-Remigio, ahora en serio -dijo el cano-, ¿has hecho alguna vez eso que hace el puerco con la gorrina, el caballo con la yegua y el burro con la pollina...?

-Nunca -contestó escueto y sin vacilar, con un borbotón de baba que fluyó por la barbilla.

-Pues mira si es mala esa moza que en lugar de hacer uso caritativo de su coño con los necesitados como tú, no sólo no te lo ofrece, sino que lo usa para robarte el oro.

El calvo, a quien ya se le habían pasado los dolores, no dejaba de sobarme la vulva que destilaba, y yo no podía cerrarme de piernas por el gusto y de hinchada que la tenía, aunque sentía apuro de verme provocando a Remigio de esa forma...

Un destelló de ira cruzó por los ojos del loco, se relamió la saliva y apretó los dientes con rabia como si fuera a partírselos. Su verga latía amenazadora tras la tela gastada de los vaqueros mientras avanzaba hacia mí.

-Atiende -dijo el cano mientras lo sujetaba por un brazo, y Remigio bajaba los ojos y mesaba sus cabellos húmedos como un niño pillado en falta-. Quieto ahí que no he acabao y es una falta de respeto a los mayores dejarles con la palabra en la boca.

»Vas al río to las tardes a ver si sacas cuatro pepitas y va esa zorra y te las quita; pero gracias a nosotros acabó la carestía. Es justo que nos des nuestra parte antes de que te la quite tu madre c'aunque te diga que's por tu bien que se lo des, desconfía...

-No me lo quitará porque siempre lo llevo encima -cortó con pícara sonrisa mientras se sacaba del bolsillo un tubito lleno de pepitas brillantes metidas en agua que refulgían al sol con la misma intensidad con que lo hacían los ojos avariciosos del viejo que, raudo y sin permiso, agarró el oro en frasco.

Yo gemía y gemía, masturbada por el calvo que ahora me mordía los pezones y, aunque me diera reparo el abuso al que eramos sometidos, yo y el pobre Remigio que iba a ser robado, mi carne era demasiado débil para resistirse y un calentón supremo me llevó a un nuevo orgasmo de vicio...

Entre delirios, veía a Remigio y su cara de pasmo y sorpresa, pues no habría visto un orgasmo de hembra hasta el momento.

-Sé que pasa por tu cabeza, ahora, Remigio, yo también fui joven. Mal empezó el día, pero bien finaliza para ti. Se acabó la escasez: la del oro y la que padece tu verga desde el día en que naciste -dijo el viejo mientras se guardaba el frasco entre los pliegues de la faja y prosiguió-: Ya es hora c'hagas lo que'l toro a la vaca...

-No me dijiste eso, antes -contestó Remigio con el ceño fruncido como un niño enrabiado y triste que se siente defraudado-. Me dijiste el puerco con la gorrina, el caballo con la yegua y el burro con la pollina...

-Jajjajajajaja..., pos esooooo... -escarnió el viejo cano, acercándolo hacia si con un abrazo falsamente protector mientras le abría la bragueta y forcejeaba para sacarle la verga atrancada entre el muslo y la tela-. Y tú, rufián -prosiguió dirigiéndose al viejo calvo que estaba a mi lado-, lávale el coño a la moza con el agua que he traído, que no es justo desvirgar a Remigio en un hoyo tan preñado de corridas.

El calvo obedeció y se sacó un pañuelo del bolsillo que hundió en el agua del cubo. Me abrió bien la vulva y exprimió el trapo para que destilara dentro. Repitió la operación varias veces y se veía que le gustaba, porque se le levantó la tranca de nuevo tras la pana de sus pantalones. También le gustaba a mi vulva, la fricción, presa de gusto por el agua tibia y por la mezcla de deseo y reparo que me embargaban contemplando a Remigio y al viejo albo, que ya le bajaba los pantalones y los calzoncillos pringados de líquido preseminal.

La verga escapó de la pernera y se alzó como catapulta para golpear en su ombligo y yo me estremecí de verdad, por no ver capacitado mi horno para cocer un solomillo de tal envergadura. Mientras, el calvo seguía con su lavado cariñoso extendiendo su pañuelo chorreante por mis ubres y aplicándose en mis pezones y allí donde a él le pareció ver pringue, que no limpió los lamparones de lefa del colchón porque no le dio tiempo a ello.

-Sujétala bien -dijo el cano al calvo mientras hacía sentar a Remigio a horcajadas y a la altura de mi cintura dejando que sus cojones grandes y prietos reposaran en mi estómago.

El calvo tiró de mis brazos que seguían atados a la rama rota como un cruficijo y los ató a la base de la higuera dejándome indefensa y abierta a cualquier abuso.

Remigio puso su verga entre mis tetas con la ayuda del calvo que las comprimió sobre el capullo, haciéndolas vibrar ante la estupefacción y el gusto del chaval.

-Eso es una paja de tetas -dijo el calvo pasándole el relevo a Remigio que lo tomó gustoso con sus manos grandes y calientes.

Aprendió pronto y se la frotó bien a gusto, viendo su glande púrpura avanzar comprimido entre mis ubres prietas, hasta mi boca, que inconscientemente abría; mientras, de nuevo, la voz de mi conciencia me decía que me resistiera un poco, al menos, para no parecer tan cochina. Me avergonzaba ser sometida a tal abuso y no responder con más quejas, pero es que era puro delirio ver ese torpedo destilar entre mis ubres a punto de alcanzar mi boca. Ya no pude más y saqué la lengua, reclamando que la amenaza se cumpliera.

El cano se la agarró, y el calvo me levantó la cabeza para hacer la deglución más fácil, y así se hundió en mi boca que quedó tirante y llena y destilaba saliva que caía en chorretones con esa densidad que da la calentura mientras el loco gruñía de gusto.

Era cosa tan robusta y prieta lo que entraba en mi boca que no me daba margen a lamer ni a mostrar mis habilidades chupadoras, convirtiéndome en un simple agujero follado al ritmo de sus envites. Sólo podía apartar los dientes para no rasgarle y quitar la lengua de enmedio para que no la arrastrara hasta la glotis y, a pesar de ello, quedaban dos tercios de verga fuera y los cojones bailando en la trasera.

El calvo me sostenía por el pelo para que me aplicara en mi función de saco de boxeo y recibiera toda esa violencia en boca hasta que el cano dijo al oír mis bufidos de ahogo:

-¿No veis que no tiene por donde respirar y que s'atraganta con el moco y l'ahogáis hasta l'arcada ? Dejadla ya de una puñetera vez, que si uno no tiene cerebro el otro penas lo usa... hay que ver que pandilla de brutos..., mecagoenlalecheytooooo...

Y como si él fuese del tribunal de las buenas maneras intentó frenar a Remigio que, con un rictus de locura, deliraba de gusto y no atendía a nada y a nadie más que a ese placer frenético que le proporcionaba mi boca.

-Tuvieron que aferrarlo por las piernas y arrastrarlo hacia atrás -que no es cosa de viejos tanto esfuerzo- mientras ese monstruo salía de mí y se arrastraba por el pliegue de las ubres hasta llegar a la altura del coño.

El cano le trabó las piernas que era cosa bien difícil pues él seguía en su sinrazón, culeando con vigor; que igual le hubiera dado en esos momentos, meterla en río de pirañas o en manteca hirviendo; mientras el calvo, como habilidoso mamporrero, intentaba guiarla por caminos más jugosos.

-¡Por aquí noooooo..., más arribaaa...! -grité al rufián cuando noté que algo iba mal y no apuntaba por buen sitio.

Pero Remigio ya había encontrado agujero y le daba igual lo que dijéramos o lo que yo gritara:

-¡POR EL CULO NO POR FAVOR... POR EL CULO NOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOO...!

Lo miré con súplica pero no era piedad lo que vi en sus ojos. Estaba dispuesto a desquitarse de mis actos de ladrona y de los desaires que las mozas le habían hecho hasta el momento y en lo último que pensaba era en pajitas finas o en perder el tiempo preguntándome que era lo que más gusto me daría.

La metió hasta la mitad con el primer envite -lo que sería una enculada completa para medidas más modestas- y suerte tuve que ya había sido trabucada un par de veces esa tarde o no habrían encontrado hilo suficiente para coserme en toda la región sanitaria tras habérmela metido. Él gruñía y babeaba , rabioso, reclamando la ración entera y yo cerré los ojos y apreté los dientes esperando que reflexionara sabiamente, y su decisión vino en forma de embestida completa que me dejó boqueando con un hilo de voz modulado en agonía que daba fe de la desmesura de mi infierno.

Traspasados mis límites anatómicos, me rendí a la evidencia de sus medidas y, entre retortijones violentos, valoré si había sido prudente intentar recuperar mi ropa para acabar con pañales el resto de mi existencia.

Viéndome en trance tan grave, los viejos se apiadaron y me levantaron la piernas para facilitar la cópula y no me recalentara el recto con la fricción de la verga, de forma que los pies me quedaron por pendientes. Con ese cariño y mesura que les era acostumbrada, escupieron salivazos sobre mi masacrado ojete -que ya daba risa a esas alturas aplicarle el diminutivo y no llamarle "ojazo"- para que lubricara bien y Remigio no me arrastrara el esfinter hacia afuera.

-Ten piedad de mí..., por favor... -sollozaba yo tras recuperar la voz y arrepentida de haber jugado con fuego y de sus terribles consecuencias: tener que pagar mis guarrerías viciosas con ese brutal castigo. Sacó y arremetió de nuevo en tan confortable agujero que ajustaba a su rabo como un guante y a costa de mis sufrimientos...

-¡Aaaaaaayyyy qué dolor... ! -gemía mientras los viejos, para darme consuelo, me mordían las tetas y los pezones que habían quedado entre mis piernas...

Remigio se acomodó a esa gustosa violencia y brincaba sin atender a mis súplicas que se apagaban, lentamente, al mismo ritmo que las paredes de mi esfinter dilataban.

Los viejos estaban satisfechos de ver al macho joven de la manada iniciándose en ese salvaje ritual que daté como anterior a la época de los neandertales; año va, año viene. Tan contentos estaban que volvieron a masturbarse sin dejarme desatendida, eso sí.

Dicen que no hay placer sin dolor y a la inversa, y el dicho se cumplía por momentos porque, aunque parezca imposible, Remigio había conseguido dilatarme al completo y aquella agonía insoportable se convertía en placentera aunque yo no daba muestras de júbilo, por si acaso, y seguía sollozando y gimiendo pues no era cuestión de tentar a la suerte mostrándome complacida.

-¡Aaaaaaayyyy cómo duele...! -chillaba-, eso me pasa por ladrona y por puta, y lo tengo bien merecido... ,aaaaayyyy... sííííííí..., pero qué mala he sido..., nunca lo volveré a hacer... nooo... noooooooooooooo..., lo jurooooooooo...

Pero todo tiene un límite; y cuando ya reuní fuerzas suficientes para salir de ese pozo de vicio y decidí rechazar el gusto que me daba esa fricción frenética y renegar de todas mis fantasías de zorra a quien gusta que la guarreen; decidí recuperar mi precaria dignidad y enfrentarme a mi enemigo que no cesaba de empalarme hasta mi muerte o la suya. Entonces le supliqué con un desgarrador alarido:

-¿POR QUÉ ME HACES ESTO, CABRÓN...?

-Por puta y ladrona, tú lo has dicho -me escupió Remigio con un rictus delirante, sin cesar de embestirme y con unos ojos intensos que parecían haber perdido ese aire de bobo inocente mientras entraba en trance y eyaculaba dentro de mí con un torrente de lechadas que me inundaron con su calor ardiente y que lo dejaron exhausto y boquiabierto.

Entonces me rendí, vencida, me desquicié de gusto y disfracé de dolor mi orgasmo para correrme toda entera, arqueándome y pateando frenética:

-¡AAAAAYYYYY CÓMO DUELE..., CÓMO DUELEEEEE..., AAAYYYYY, PERO QUÉ DOLOR TAN INTENSO.... , QUÉ JAMAS TENGA QUE VOLVER YO A SUFRIR ESO..., OOOOHHHH NOOOO... PIEDAAAAAD...!

Los chorritos de goce que soltaba y que negaban mi dolor alertaron a Remigio que, sorprendido por novedad tan grosera, llevo su manaza ruda a mi coño para buscar el origen, hurgando con tal frenesí que me reactivó el orgasmo, acompañado de una nueva ración de jugos...

Ya sólo se oía el manejar de los viejos, el chapoteo gustoso de sus manos en sus vergas y su respirar agitado. Remigio se retiró sacando la verga de mi recto con ruido de descorche, dando paso a las lechadas de los viejos que corrieron por mi tripa y que extendieron como si quisieran vestirme con ellas.

Remigio estaba tan extasiado por la nueva experiencia que ni se acordaba del oro, creo yo; pero la vejez rencorosa asomó de nuevo, y el viejo cano dijo tras acercarse a su verga y untar sus dedos con sus flujos:

-Mira, Remigio, ahí está el oro. Cómo lo suelta la muy zorra... Verás como a partir de ahora será diferente gracias a nuestra intervención y que esta ladrona no vendrá a joderte la cosecha.

Era cierto. La vi. Una pepita de oro lucía sobre la yema de su dedo y parecía salida de mi coño, no sé si llegó allí por la corriente mientras manejaba mis orgasmos solitarios o si el viejo la puso disimuladamente para convencer a Remigio.

Me desataron y me devolvieron la ropa que me puse, presurosa. Salí corriendo dentro de mis posibilidades porque las piernas no me llevaban y me acordé de nuevo, creo que por tercera vez esa tarde, de mi perra Purita que, cuando se recobraba del celo y volvía harta de chingar con perracos callejeros, arrastraba las patitas traseras y se apoyaba en las delanteras con gran esfuerzo por su parte y congoja por la mía.