Recibiendo mi merecido (2) El padre de mi amiga.

Elena me invita a pasar el fin de semana en casa de su padre. ¿Podré resistirme a un hombre maduro calmando mi calentura con otros métodos, o sucumbiré a sus encantos?

Tras experimentar tan intensamente con el conductor del bus, quedé trastornada. Por primera vez en mi vida no me había sentido tan vacía, y así era literalmente: mi boca echaba en falta su erección suculenta, mi coño añoraba esa vigorosa follada con la que fue premiado, y mi ano se abría reclamando ese mazo de carne que lo había partido sin piedad.

De noche, empapaba la sábana en sudor y flujos recordando esos momentos de plenitud sexual y no podía más que encadenar un pajazo tras otro, entre suspiros y gemidos.

Al amanecer, me sentía una pervertida por fantasear con hombres tan mayores. Entonces entraba en el baño para ducharme, si Elena y Marta, mis compañeras de piso, no lo ocupaban. «Espera un poco, Julia; total, nunca vas a clase o sea que no nos vengas con prisas», me decía Elena. «Vaya fiesta te has pegado solita esta noche, jajajajaj..., podías habernos invitado, guarrona, ¿a quién se los dedicabas, si se puede saber?», era lo que la chismosa de Marta soltaba tras la mampara de la ducha a grito pelado. Al final, volvía a la cama y no me levantaba hasta que se habían marchado.

-Vente conmigo este fin de semana, si quieres -me propuso un día Elena, con la que tenía mayor amistad-. Voy a ver a mi viejo, pobrecillo, está solo y tengo que ir a darle mimos. Se enrolla bien, pero a veces me cansa con sus historias. Me toma por una niña de cinco años, sólo falta que me suelte un cuento antes de irme a dormir.

-Suena bien. Siempre fantaseé con que me acunara el padre de mi amiga. ¿Crees que tengo posibilidades? -le pregunté.

-Jajjajajaja..., pervertida... Ni se te ocurra acercarte a la puerta de su habitación, pediré una orden de alejamiento y pondremos un precinto policial por la noche.

Sonreí para disimular mi inquietud. Mi broma iba más lejos porque no era un guiño cómplice para que ella se riera; sino una fantasía real, gestada en mi infancia y que aún no había realizado. El padre de Elena tenía 51 años y estaba divorciado.


Elena hizo el equipaje en un santiamén, cualidad propia de quien pasó los fines de semana de su infancia yendo de casa de papá a casa de mamá con la maleta en la mano.

-Venga, date prisa -dijo viendo como yo me eternizaba.

Partimos hacia la estación donde tomamos el tren de la costa, dirección norte. Aún hacía buen tiempo y había gente bañándose, aprovechando el último sol de la tarde. El mar se perdía en el horizonte y, entre pinares, una sucesión de playas lucían intactas esperando a que los temporales de invierno les arrebataran la arena. Intenté distraerme conversando con Elena y dejar a un lado mis pensamientos lujuriosos y casi lo consigo, cuando el aviso de que nuestra parada era la próxima nos interrumpió.

Me impactó la fuerza que transmitía, más que su belleza. Alfredo, que así se llamaba su padre, nos esperaba en el andén. Llevaba un traje que contrastaba con el ambiente informal del entorno, y había aflojado la corbata para aliviarse del calor. Eso le daba una aire despreocupado muy excitante. Su pelo era negro con alguna cana y suavemente ondulado hacia atrás; su piel, morena; los ojos, negro azabache, y una sonrisa sembraba de pequeñas arrugas su rostro. Abrazó a su hija, no como padre, sino de forma claramente obscena, como si quisiera que los transeúntes la tomaran por su amante.

Vi sus manos de dedos vigorosos apretando con fuerza las nalgas de Elena mientras yo esperaba mi turno con el equipaje en la mano. Conmigo también fue cálido aunque menos de lo que me hubiese gustado, dándome un par de besos en la mejilla, endulzados por el aroma delicioso de su loción de afeitar.

Nos fuimos hacia el coche y, una vez colocados los bultos en el maletero, salimos del pueblo. Elena y su padre hablaban de sus cosas con risas cómplices y, de vez en cuando me implicaban verbalmente o con guiños mientras enfilábamos la carretera que ascendía por el acantilado en dirección a la casa, dejando a lo lejos el mar y las luces de los pesqueros tintineando. Viramos hacia el interior sorteando curvas y algún otro vehículo, y, tras un corto trayecto de quince minutos, llegamos a nuestro destino.

Me encontré con la típica segunda residencia con jardín y piscina, y cuyo destino final es ser ocupada permanentemente por el cónyuge masculino tras el divorcio. Supuse que ese sería el caso, porque el interior se veía vivido en su día a día y de una manera muy masculina: con ese toque característico de dejadez.

Elena le recriminó por ello y él le contestó, bromeando, que para eso había traído a dos mujeres, enzarzándose en una pelea de cachetes cariñosos, risas y cosquillas en la que mi amiga le acusó de machista asqueroso. Parecía mejor cocinero, y ya había preparado la cena que devoramos bajo un pequeño porche junto a la piscina iluminada.

Era una noche tibia y nos animamos a tomar un baño. Elena y yo nos pusimos los bañadores rápidamente: dos minúsculos tanguitas y sujetadores a la par. Tras las primeras zambullidas, apareció Alfredo. Mi corazón aceleró. Piernas robustas pero esbeltas, sembradas de pelos negros que espesaban en la entrepierna, la fronda de rizos aparecía de nuevo sobre la parte alta del bañador, diluyéndose hacía los abdominales, que aún mantenía en forma.

Con un salto ágil se zambulló en el agua que cortó como un cuchillo, saliendo por el otro extremo de la piscina. Sacó la cabeza resoplando y volvió a meterse para darnos alcance. Elena empezó a chillar con grititos excitados a causa de los toqueteos y desmanes de Alfredo, y luego chillé yo, entrando en el juego, sintiendo sus pellizcos en los muslos y el culete. Me zambullí para vengarme y pude ver su cuerpo majestuoso mecerse boca abajo.

El vello, vencido por el líquido elemento, se pegaba a su cuerpo y yo tiré de él, pícaramente, y Alfredo se revolvió y me atrapó tras vigorosas brazadas. Entonces, la sentí al pegarse a mí con un fuerte culetazo: su verga en la raja de mi culo y sus manos apartarme el tanga, rozándome la vulva. Elena se sumó al juego sin ser claramente consciente de lo que ocurría bajo el agua, hasta que al rato y rendidos, acabamos flotando boca arriba.

La deriva o la intención, arrastró el cuerpo de su padre junto al mío. Miré de reojo y pude verlo más calmado, su verga minimizada tras la tela. Sin rozarnos, nos transmitíamos esa excitante vibración que emiten las personas que se atraen sexualmente. Salimos del agua y, agotados, tras un ratito de charla y de tomarnos unos vinos, nos fuimos a acostar.

Tumbada en la cama no conseguía conciliar el sueño. No podía sacarme a Alfredo de la cabeza, me había impresionado desde el primer momento y los rozamientos de la piscina me habían puesto a mil. Entonces, oí el ruido de esa cama en el piso superior, justo encima.

La habitación de Elena era contigua a la mía, o sea que ese sonido rítmico debía ser el de su padre, pajeándose. Ya no podía más. Mi coño chorreaba y yo le apliqué deditos. Me acaricié el clítoris, la vulva y los pezones con desespero y comprendí que necesitaba insertarme más volumen.

Deseaba subir con todas mis fuerzas, pero encontraba aberrante ese pensamiento aunque no alcanzaba a entender el porqué. ¿Era el hecho de que fuera el padre de mi amiga?, o quizá era la diferencia de edad lo que me violentaba? Ese tabú parecía haberlo superado con el conductor del bus, sin embargo, algo me inmovilizaba de nuevo.

Frustrada por mi falta de arrojo, se me ocurrió ir a la cocina a saciar mi "apetito". Fui hasta el frigorífico a trompicones tanteando los interruptores hasta que di la luz, y busqué en el cajón de las verduras donde encontré un suculento pepino. Estaba muy frío y pensé que dándole un par de vueltas en el microondas se templaría un poco. Lo metí y puse en marcha el aparato.

-¿No puedes dormir? -oí a mis espaldas.

Tras dar un respingo, me di la vuelta sobresaltada. Ahí estaba Alfredo. Su pelo aún no había secado del todo y sólo llevaba el pantalón corto de un pijama.

-Me cuesta un poco, siempre me pasa cuando duermo fuera de mi entorno -contesté sonriéndole

Entonces se oyó el "clinck" del aparato al detenerse

-Ya tienes la leche calentita -me dijo mirando hacia el microondas, ¿te la saco?

-Gracias, lo haré yo, no se moleste -contesté mientras una oleada de rubor subía a mis mejillas dejándome paralizada como una estúpida.

Mientras, él llenó su vaso de leche y quedó expectante ante mí diciéndome sin perder la sonrisa:

-¿Algún problema con el microondas?

-Ninguno -contesté por fin, sacando el pepino caliente y llevándolo hasta la mesa con la mayor dignidad posible.

Él no pareció sorprenderse y siguió con sus asuntos, mientras yo empecé a cortar el pepino en finas rodajas que ponía en un plato. Se acercó a la mesa, dejó su leche, y la aderezó con un poco de canela y sacarina, contemplando como yo fileteaba el pepino.

-¿Eres vegetariana o vas a ponerte a dieta? No me lo pareció durante la cena y tampoco creo que lo necesites, estás perfecta.

«Encanto, estás haciendo la gilipollas mascando pepino caliente crudo», pensé mientras me introducía una rodaja en la boca. Intenté tragarlo, valerosa, pero me subió una arcada y escupí en la servilleta. Tosí y pasé del rojo vergüenza al morado cianótico.

-Relájate -dijo mientras me asistía con unos atinados golpes en la espalda que consiguieron aliviarme-. Los dos sabemos para que era ese pepino y mira lo que has conseguido. Estás pasando un mal rato y casi te ahogas. Eso que ibas a hacer es muy sano. Mi hija se masturba, yo lo hago, y mi ex también, aunque se empeñe en convencerme de que anda bien follada a todas horas y no lo necesita. Incluso los mancos de dos manos se hacen sus apaños...

-Es cierto -contesté aún tosiendo y esputando fibra-, pero entenderá que en esa situación me sentía algo incómoda.

-Pues no tienes porqué. Estás en tu casa y, por favor, tutéame que me haces sentir más viejo de lo que soy... Podría buscarte un rincón más íntimo para que te consolaras y así no despiertas al vecindario -dijo dando por sentado que una loba aullando en pleno celo era el equivalente en el reino animal de una adolescente salida pajeándose-, está insonorizado y a mí me gustaría verte como lo haces si no te importa...

Me pareció una petición extraña a la vez que excitante y entendí que cuando decía "el vecindario" se refería a su hija, porque la casa más cercana debía estar a 50 metros. Volvieron los calores, aunque esta vez los provocaba un delicioso morbo. Estaba sin palabras y sin voluntad, la mejor excusa para dejarse llevar. Alfredo se levantó y tomó mi silencio apurado como un consentimiento, sacó mantequilla del frigorífico y buscó otro pepino intacto.

Resolutivamente, me tomó del brazo y me acercó a una puerta lateral. La abrió y aparecieron unas escaleras descendentes. Bajamos hasta una pequeña bodega y, junto a ella, una habitación suplementaria donde entramos, muy poco confortable y que olía a moho.

Imaginé ese tugurio un lugar donde consumar sus conquistas en su época de casado. Un picadero disfrazado de habitación de invitados. ¿Y si hubiese copulado ahí, con su madre en la parte alta de la casa durmiendo a pierna suelta el plácido sueño de las cornudas? Fueran ciertas o no mis fantasías me pareció extremadamente morboso imaginar a Alfredo como a un Barbazul casero.

-Ponte cómoda -dijo indicándome la cama.

Obedecí sumisa como haría una niña con su padre.

-¿Quieres tumbarte? -preguntó.

-Gracias, pero de momento no -dije con timidez más simulada que real, sentándome con las piernas dobladas en el centro del colchón.

Contemplé su cuerpo para darme fuerzas y romper el hielo. No tenía ese aire bruto y desbordado de carnes que tanto me excita de los hombres, pero era muy masculino, todo fibra y las huellas de la vida no habían hecho más que aumentar su encanto, como esos vinos de reserva que mejoran con los años.

Ahora me sentía más cómoda pesar de la cochambrosa intimidad de ese cuarto. Me arrodillé sobre el colchón que se hundió levemente, solté la pieza de arriba mostrando mis ubres con sus pezones erectos y empecé a acariciármelos. Le hubiese preguntado: «¿te gustan?» pero aún me sentía cortada.

-Sigue..., sigue así..., me vuelve loco eso que haces... -dijo él, con los ojos chispeantes y tocándose el paquete por encima de la tela... -seguro que piensas en algún chico de tu clase cuando te masturbas...

-Mmmm... quizás... -susurré levantándolos con las manos hasta mi boca y dándoles mordisquitos suaves, sin intención de contarle cual era la naturaleza de mi obsesión, gozando de su inseguridad, viéndolo competir con otro macho ficticio más joven que sólo estaba en su cabeza. En definitiva: comportándome como una zorra.

Me solté arrastrada por su excitante presencia y seguí con las maniobras groseras, sacando lengua obscenamente mientras él liberaba la verga de su tensada entrepierna. Salió dura y vibrante, pegándose a su ombligo y sobre un par de huevos preparados para soltar lechita, adheridos a sus bajos como un par de ladillas saciadas de sangre. Me tumbé sobre la cama y levanté las piernas en alto. Deslicé mi tanguita y, con un pie, se lo mandé a él que lo tomó al vuelo para olfatearlo con fruición. Me abrí lo que pude para mostrarle mi sexo depilado: pubis, vulva y ano, rosados como los de una perra en celo, hinchados y húmedos de flujo.

-Mmmmm... -gimió Alfredo, con los ojos clavados en mis agujeros, escupiendo en su mano y extendiendo la saliva por su prepucio al rojo vivo.

Bajé las manos a mi entrepierna, y mis tetas se hincharon como dos globos, aprisionadas entre los brazos. Empecé con un dedito en el clítoris con movimientos circulares, prosiguiendo con dos más metidos en la carnosa vagina. A base de castigarme largamente, la sentía húmeda, suave y suculenta y mis ojos anhelantes buscaron la verga de Alfredo...

-Date con el pepino guarrona -me dijo entre dientes sin parar de masturbarse- quiero ver como te ensartas, lo que entra en tu coño de zorrita...

Me pareció un poco vejatorio por su parte, nada adecuado para el padre de una amiga, pero a la vez me excitó y le obedecí. Tomé el pepino y lo froté un buen rato para calentarlo, me lo metí entre las tetas y le chupé la punta. A dos manos lo unté bien con mantequilla y lo llevé al coñito. Se deslizó hacia dentro, suavemente; porque, con mi calentura, ya había segregado los flujos necesarios. A pesar de ello, tuve que abrirme más de piernas porque la pieza era soberbia, de frutería de lujo. Mis esfuerzos tuvieron recompensa y se hundió hasta el fondo arrancándome gemidos y sollozos cada vez más fuertes:

-Aaaaayyyy qué gusto..., aaaaayyy qué gustoooo..., por favor...

-Asíííííií..., así se hace guarrona y ahora date duro y hasta el fondo -me decía Alfredo sin parar de echarse más saliva y pajearse con violencia, mirando hipnotizado el pepino salir y hundirse en mi vagina.

-Flop... flop... flop... flop... flop... flop... flop... flop... flop... flop... flop... flop... flop... flop... flop... -sonaba la hortaliza con voz propia, entrando y saliendo de mi coño con todos esos sensuales bultitos a lo largo de la pieza, excitando toda esa carne tierna y lubricada.

Tras un largo rato de maniobrar en esa posición, quise ofrecerle una nueva panorámica de la paja. Teniendo buena cuenta de que no saliera el pepino, me di la vuelta y me puse arrodillada con el culo en pompa dirigido hacia él. Con las dos manos, maniobraba el escenario: con una metía y sacaba el pepino y, con los deditos de la otra, me acariciaba suvemente el ano que cada vez sentía más caliente y excitado como si reclamara que le dieran su ración de hortaliza. De espaldas, no podía ver su cara; pero si oía su respirar cada vez más agitado y el murmurar de obscenidades entre dientes:

-Date duro... soputa..., date duro... Vas a ver lo que te espera siguiendo por ese camino.

Le obedecí con gusto y mi coño chorreaba flujo muslos abajo. El pepino me torturaba de placer cualquier punto erótico que existiera en mi vagina, alcanzado los descubiertos, o los aún no por los sexólogos. Andaba estimulada en grado extremo por las maniobras, y mi cabeza volteaba sobre la almohada enmarañando la cabellera con los barrotes del cabezal.

En mi estado de locura, sentí a Alfredo acercarse extender los brazos y arrastrarme, dejando mi culo colgando en el borde de la cama. Lo imaginé a mi espalda, su cuerpo excitante y masculino, con la vigorosa rojez de la erección en medio de esa masa de vello negro. Tras tomar el control del pepino en sus manos, sentí un frío viscoso en el ano y, a los pocos segundos, la mantequilla era una pomada caliente trabajada por sus hábiles dedos que lubricaba la entrada.

Sentí su tungencia palpitar, abrirme poco a poco, y respiré entre dientes, gozando con el dolor de ser partida por el ano. Los suaves vaivenes rajaban mi carne macerada en mantequilla, pues no era suficiente lubricante para su verga poderosa, pero yo me aplicaba en albergarla. Resoplaba bajo sus envites cada vez mas violentos hasta que hubo un empujón impaciente, producto de su anhelo por follarme bien follada y que le llevó sin piedad hasta el fondo de mi recto.

Aullé..., aullé... y aullé mientras él decía:

-¡Grita zorra, grita, que aquí no te oye nadie..., desahógate y quédate a gusto...!

El coño insertado por el pepino y el culo partido por su verga, me ascendían de escalón en escalón hacia la locura y ya me veía perder el control. Me la metía y sacaba con rudeza y cuidaba que el pepino no saliera mientras me acariciaba los pezones, duros y excitados...

¡OH SÍ..., OOOOOH... SIÍÍÍÍÍÍÍ..., YA VIENEEEEEE...!!! -gemí desmoronándome en un orgasmo vocero que hizo temblar el sótano. Me arqueé hacia atrás mientras chorreaba por el coño y él me estrujaba las tetas con furor. Sacaba y metía llevándome a ese orgasmo sostenido que parecía no tener fin, sin saber que era lo que me llevaba a él, definitivamente: si el placer tan intenso del pepino en mi coño o el dolor tan gustoso de su verga en mi culo. Pero ¿qué más daba eso si me moría de gusto? Alfredo la sacó de mi recto y, dándome la vuelta, se puso de horcajadas sobre mí, lanzando la leche sobre mi cuerpo desnudo...

-La quiero..., por favor... -gemí mientras me lo frotaba por la piel a dos manos, abriendo la boca y sacándole la lengua.

Y él la enterró, agónica, entre mis labios y yo sorbí los restos con placer en ese orgasmo prolongado y morboso mientras el pepino, incontrolable, salía despedido empujado por mis contracciones...

Sostuvimos esa mirada rabiosa, secuela del placer extremo.

No se si perdí la consciencia, pero olvidé como había llegado a mi habitación. Desperté de una ensoñación extraña, sintiendo la vellosidad de su cuerpo maduro frotarse contra el mio. Quise abrazarlo pero sólo encontré las sábanas. La luz del sol se filtraba por la persiana mientras buscaba rastros de él, pero el sexo con los padres de las amigas es parco en ofrendas y detalles, sobre todo cuando ellas duermen bajo el mismo techo. No hay lugar para las flores ni los desayunos compartidos ni las notas cariñosas. Elena entró traviesa para meterse en mi cama.