Realizando buenas obras

Adrián, un confiado muchacho, deja entrar a su casa a un par de mendigos, también jóvenes. Les da de comer y les presta el baño para que puedan ducharse. Lo que allí ocurre es digno de ser leído...

REALIZANDO BUENAS OBRAS

A Adrián nunca le ha gustado que su madre lo trate como un niño pequeño. Él sabe que sólo quiere protegerlo, pero su cariño es avasallador. Incluso, él sospecha que la separación de sus padres es, precisamente, porque ella, ligada totalmente al hijo, no supo valorar el amor que le brindaban. Su padre, en cambio, es un hombre que sabe cómo enseñarle. Por eso, él estudia en una escuela liberal, donde son incentivados los deportes, el contacto con la naturaleza y en la que a nadie le importa lo que el otro hace en su tiempo libre. Los fines de semana, Adrián los pasa en compañía de su padre, lo cual es una ventaja porque no tiene quién lo ahogue. Incluso, este fin de semana su padre le ha dicho que tiene que realizar un trabajo con unos compañeros de oficina, así que puede comer, ver televisión o salir cerca. Para Adrián es un placer no tener a alguien vigilándolo. Su madre lo va a buscar al colegio, aunque ya tiene quince años, y no lo deja salir solo a la calle. Él varias veces le ha discutido y le desobedece, pero ella utiliza el arma del llanto, diciéndole que "no podría vivir sin él".

El teléfono suena. Sí, es su madre. Que sí, que ya se va a dormir, que no lo llame más hasta mañana, que así son las cosas, que comió bien. Luego de la llamada, abre el refrigerador y se prepara un emparedado de jamón con queso y un vaso de leche. Al crecer tan vigilado, se nota en sus ojos que aún es muy confiado, como lo son los niños pequeños. Entra al baño a lavarse los dientes y, por primera vez, se detiene a contemplar su rostro. Siempre le han dicho que es muy hermoso. Tiene el pelo castaño corto, ligeramente ondulado. Un remolino se levanta sobre su ojo izquierdo; "el de la porfía", según su mamá. Sus ojos son verdes, la nariz es ligeramente ancha y respingada, los pómulos algo levantados y con pecas; la boca, de labios gruesos; la cara, más bien redonda que larga; el mentón, poco pronunciado y con un hoyuelo; las orejas, levantadas y con el lóbulo separado; las cejas son finas y las pestañas, largas y tupidas. Una sonrisa de orgullo se dibuja en su rostro. La libertad hace que tenga el primer signo de vanidad. Suavemente, se quita la polera roja del uniforme del colegio y los shorts, quedando con sólo un slip blanco muy ajustado y con calcetines del mismo color. Lentamente, comienza a frotarse el pene, como ha visto que lo hacen sus compañeros en el camarín luego de hacer natación. Es su primera masturbación y se pregunta por qué no comenzó a hacerlo antes. Viendo a sus compañeros, siempre quiso integrarse a ellos, pero no se atrevió. Él goza del prestigio que le da el ser el mejor nadador de la clase. Su pecho, musculado para su edad, se levanta ante la caricia que realiza un dedo. Estando a punto de eyacular, escucha el timbre de la puerta. Y volviendo en sí, se arregla el slip, se pone sus shorts y baja las escaleras.

-Buenas noches, tendría algo que nos pudiera dar para pasar el hambre.

Ante él hay dos muchachos como de su edad. Al abrir se da cuenta de que la noche es fría y que afuera no hay aire acondicionado, por lo que su piel casi desnuda se entumece. Esos dos jóvenes -se dice a sí mismo- tienen menos suerte que él, que puede vivir en una cómoda casa con un refrigerador lleno. Ve cómo uno de los muchachos, el más pequeño, salta para pasar el frío, mientras una gota de agua cae de su nariz.

-¿Por qué no pasan? Puedo prepararles algo de comer.

Los dos pobres raramente habían entrado en una casa acomodada, por lo que miran a diestra y siniestra. Adrián los conduce hasta la cocina, sube el termostato y les prepara unos emparedados como el que él había comido. Le hubiera gustado hacerles algo mejor, pero no sabe cocinar. Eso, a los muchachos, parece no importarles, ya que devoran lo servido.

-Yo me llamo Adrián –les dice cuando ve que ya han comido, extendiéndoles la mano.

-Carlos –dice el mayor,- y éste es Ernesto.

Un silencio se impone luego de las presentaciones.

-Muchas gracias –habla Carlos.- La verdad es que se nos hizo de noche. Ya pasó la última micro a la población y no hemos comido casi nada. Todo por ir a ver la nieve.

-¿De dónde vienen? –pregunta el dueño de casa.

-Subimos la cordillera –dice Ernesto, hablando por primera vez en la noche.- Pero a la bajada se nos hizo tarde.

-O sea que han caminado harto.

-Tenemos los pies destruidos y estamos enteros sudados. Por lo menos ya no tenemos tanta hambre.

-Ni frío –recalca Ernesto, sabiendo que pronto tendrán que salir a la noche y allí sí lo sufrirán.

-Entonces, ¿por qué no pasan al baño y se duchan? –pregunta el inocente, sin darse cuenta que la buena acción que está cometiendo es muy peligrosa.

-Vamos –dicen ambos.

Adrián saca un par de toallas del clóset del baño, les enseña dónde está el jabón y el champú y sale de su vista, dejando la puerta semicerrada. Escucha desde su dormitorio las risas de los muchachos y piensa en la acción que estaba haciendo antes de que sonara el timbre. Se desprende del short y maniobra nuevamente su pene. Ligeramente, se asoma al baño pero no ve a ninguno de los dos. ¿Eso quiere decir que se están bañando juntos? Aguza el oído para captar lo que hablan.

-Te fijaste todos los lujos que tienen.

-A mí me gustaría vivir así.

-Pero tenemos que ser agradecidos. No cualquiera nos habría dejado entrar así como andábamos.

Entonces recién, Adrián se da cuenta de lo que está haciendo. Está bien ser solidarios. Pero, ¿y si fueran ladrones? En calzoncillos, entra al baño y escucha cómo los dos amigos se besan. Está paralizado sobre la alfombra, en mitad de todo, sin atreverse a moverse. Una erección se levanta bajo su slip, haciéndole doler por lo apretado. Algo tiene que hacer. ¡Entonces se le ocurre!

-Permiso, tengo que entrar a mear.

Y se acerca a la taza del escusado. Realmente quiere orinar, pero con esa erección le es muy difícil. Termina mojando buena parte del piso.

-Amigo Adrián –escucha la voz de Carlos,- no tendrá por ahí algo de acondicionador. Es que si no se me enreda el pelo.

-Sí, claro –dice Adrián mientras acerca su mano tras las cortinas, sin darse cuenta de que también su falo se asoma en esa dirección.

Carlos y Ernesto sonríen al ver la situación y se guiñan un ojo. Con ello, mientras uno toma de la mano a Adrián, el otro agarra su miembro y lo invita a entrar a la ducha.

El muchacho se pone rojo al ver lo ocurrido, pero también le gusta lo que hay delante de él. Carlos es más bien alto, de piel oscura y grandes ojos negros. Su pelo negro le llega hasta los hombros. Su pecho y brazos son pronunciados por el acarreo de sacos en la feria. Su cintura es estrecha. Sus piernas, largas, parecen dos esculturas de ébano. Pero lo más impactante está bajo su ombligo: coronado por una espesa mata de pendejos brillantes, ondulados y negros, se encuentra un mástil cabezón, oscuro y largo, surcado de venas más negras aún. El prepucio ha sido echado hacia atrás, por lo que el glande aparece de un tono morado oscuro. Una cuerda de cuero negro ata su miembro junto con un par de gruesos y poblados testículos.

La cara del muchacho denota la nobleza y sinceridad con que ha sido educado. "Pobre pero honrado" es el lema de sus padres. Y como líder natural, su amigo Ernesto lo secunda.

El otro, por su parte, es de menor estatura. A pesar de tener diecisiete años y ser compañero de escuela de Carlos, aparenta muchos menos. Su piel es blanca y su pelo, castaño, lo tiene con un corte regular, no demasiado largo. Sus grandes ojos son también oscuros y vivaces. Pero de su rostro lo que más llama la atención es su boca, de dientes blancos y perfectos, adornados por un par de labios finos y de color claro. Siendo delgado, no está tan desarrollado como su amigo. De su miembro no podemos decir nada, ya que está oculto en el ano de Carlos.

Una simple sonrisa es todo lo que puede comunicar Adrián y decide entregarse a sus impulsos. Sacándose el slip que ya ha mojado, se agacha y pone su lengua sobre el frenillo de Carlos, que jadea incentivando al joven a seguir su exploración. Pronto, los labios del muchacho aprietan al caliente fierro y comienza a subir y bajar su cabeza. Mientras, Ernesto sigue penetrando a su amigo y le pellizca los pezones.

-Quiero probar otra cosa- dice entonces el joven moreno y, levantando a Adrián, lo gira para comenzar a lamer su blanco culo.

El joven inexperimentado siente todo lo que su casta vida le había negado. Suaves espasmos recorren su ano, haciendo que abra y cierre los rosados labios de su esfínter. De pronto, da la bienvenida a un dedo enjabonado. Luego, son dos y tres. Hasta que, de pronto, asido por las caderas, siente lo que es un miembro viril dentro de él.

La imagen es similar a la de un emparedado. Al medio, la carne, Carlos, es poseedor y poseído al mismo tiempo. En el extremo trasero, Ernesto lleva un ritmo frenético y acelerado. Al final del camino, Adrián goza de la primera felación de su vida. Como hace de locomotora, no puede evitar jadear y gritar su poco. Sobre todos ellos, la luz indirecta detrás de la cortina, el agua y el vapor, crean sombras de encantador erotismo. Los ojos de Adrián se cierran ligeramente y sus labios se abren en una mueca hermosa. Las ágiles manos de Carlos lo masturban suavemente. Pero ya no puede aguantar más, por lo que un gran chorro de semen sale de sí y se incrusta en la muralla opuesta al aparato de la ducha. Después, tres sucesivas descargas caen con menos violencia. Eso ocasiona que el mismo Carlos inunde el ano de Adrián con semen y, como reacción en cadena, los movimientos prostáticos de aquél logran la eyaculación de Ernesto. Adrián, dándose vuelta, besa los labios de los dos amantes, recibiendo también un juego de besos y caricias. Entonces, al bajar la vista, ve lo que no se esperaba. ¡El miembro de Ernesto es un monstruo que casi le llega hasta la rodilla! ¡Y Carlos se lo había comido entero! Comprende que tiene mucho que aprender.

Cuando el padre de Adrián llega a la casa ya entrada la noche y se acerca a la cama de su hijo, ve que éste ha invitado a un par de amigos que duermen en sacos de dormir. Le gusta que su hijo sea sociable. Se aleja lentamente, mirando a los tres jóvenes que duermen en gran paz. El bien formado pecho de Carlos sobresale del saco. Y como halla que los tres son especialmente hermosos, se va hacia su pieza para poder masturbarse tranquilo, conservando en la memoria tan gloriosa visión.

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