Radicales y libres 1998 (2)

Un estudiante aprende en materia de fidelidad, dudando de ella.

RADICALES Y LIBRES 1998

(Segunda Parte)

En la Casa de Estudiante Emiliano Zapata nos contábamos nuestra vida y nuestras experiencias, pero nunca hablábamos de la escuela, ni de cómo nos iba ahí. Dábamos por hecho que no existiría maestro que fuese capaz de reprobarnos sólo de saber que pertenecíamos a esta agrupación. La razón era sencilla: los maestros no perdían la ocasión para hacer plantones en las escuelas para exigir mayores salarios, o vacaciones aun más grandes de las que tenían de dos meses. Pareciera lógico que se quejaran de sueldos bajos, no por que lo fueran, sino porque era fácil presionar al de los sueldos para que los subieran. Aunque no hay que subestimar que la gente no siempre actúa para obtener cosas reales contantes y sonantes, no, sino que el poder, como juego que es, a todos gusta. A los maestros les gustaba contar con esa seguridad de que ningún director o superior les habría de restringir en nada, permisos para faltar con goce de sueldo, había que otorgarlo, por las causas que fueran, el día del académico, el día de las madres, el día de muertos, el día del maestro, el día del investigador, o algún día que se atravesara entre un día festivo y el fin de semana, o por el mero gusto de faltar, tampoco se les podía exigir metas de ningún tipo, o esfuerzos superiores a los que banalmente hacían a diario. No consentir todos sus caprichos traía como consecuencia que hicieran un paro en la escuela de que se tratara, con apoyo de nosotros, los estudiantes, sin importar que estudiásemos en esa escuela o no, íbamos a hacer bola, encendíamos fogatas en los estacionamientos, extendíamos pancartas de "Director represor", "Alto al abuso", "Viva el Ché", "Exigimos el cumplimiento del pliego petitorio", y así. los maestros eran intocables, y nosotros irreprobables. Y además nos pagaban.

Sin embargo, alguno que otro maestro era tan estúpido de no ver los inmensos beneficios que traía consigo aliarse con nosotros y actuaban dentro de una idiotez inexplicable. Regularmente en estos casos se trataba de maestros idealistas que daban importancia a su supuesto amor por educar, a su supuesto compromiso con la honestidad, maestros pobres diablos que no se daban cuenta que su idealismo sólo sirve para mantenerlos pobres, con plazas pequeñas, sin ascensos. Este tipo de maestro filósofo era muy molesto porque pasaban de los mítines y las manifestaciones; si tomábamos una escuela, ellos querían entrar, o daban clases en un lugar diferente a los estudiosillos obsesivos, no acudían a las marchas y si les entrevistaban no se cortaban ni tantito para vociferar que la manifestación no gozaba de la aprobación de la totalidad de plantilla de maestros. Por lo que a nosotros concierne, nos disgustaban porque esos maestritos sí nos reprobaban, no importa que luego, en exámenes de recuperación se viesen forzados por el director para que nos acreditase le gustara o no, pues se consolaban con saber que habían manchado nuestro kardex.

Aquel día me sorprendió que Argelia se hubiese bañado tan escrupulosamente y se hubiese acicalado su cabello rizado. Se había puesto una minifalda que le quedaba muy ajustada, la cual daba realce a sus bien formadas nalgas. Encima llevaba una blusa de esas ombligueras, que permiten ver el vientre. El suyo era un buen vientre aunque no gozara de lujos como músculos marcados o una firmeza a toda prueba que sobreviviera aun si se doblara hacia delante, pero ello no importaba, con aquellos hoyitos suyos que se le hacían bajo los riñones y sobre la cadera bastaba para que nadie prestara atención a su ombligo.

"A dónde vas?" Le pregunté.

"Necesito hablar con el cretino del maestro de ética" contestó mientras se hacía una cola en el cabello, alzando para ello sus brazos, acentuando a su vez sus pechos que, inusualmente, ahora estaban dentro de un sujetador. Ella, según entendía, no usaba sostén por convicción feminista, por ello, no dejaba de sorprenderme que ahora portara una de esas prendas, y no sólo eso, sino que era de esos diseñados para darle volumen incluso a la llanura más árida.

"¿Y para hacer eso necesitas ir tan guapa?"

Ella volteó y disolvió su sonrisa por un breve segundo, me miró a los ojos con los suyos como dagas y me dijo: "Mire camarada, ¿No estará creyéndose que soy de su propiedad, cierto? No te van los celos"

"¿Cómo sabes que no me van los celos?"

"Fácil, lindura, porque me has elegido a mi por novia, y a mi me choca que me celen"

"Es una buena razón. ¿Quieres que te acompañe?"

Me miró con una mezcla de lástima y simpatía que por sí sólo contestaba que ni en sueños, sin embargo, tuvo la delicadeza de decirme "No gracias. Tu confía en tu chica"

"Si. Confío"

"Vuelvo con un cien, ya verás"

Me quedé en la casa de estudiantes. Triste. Deprimido. Solo. Enfurecido e impotente. Confiaría en que no se entregaría a aquel imbécil, al cual me había tocado ver alguna vez, flaco y como muerto. Tomé un portarretrato que tenía sobre el buró de mi habitación, en él yacía una foto que le había tomado a Argelia, de espaldas, con sus hoyitos a flor de piel, sus caderas enfundadas en un pantalón de mezclilla elástica, ajustadísimos, delante de un fondo blanco, con sus brazos alzados y doblados en forma de estar presumiendo musculatura , volteando hacia atrás, con esa sonrisa eterna que me subyugaba y con su mirada única. Coloqué la foto sobre un clavillo que había sobre la cabecera de mi cama y me arrodillé ante ella como si le rezara. Abrí la bragueta de mi pantalón y comencé a masturbarme viendo la foto. A tres muñequeos tomé la acertada decisión de que, si me iba a sentir miserable, lo iba a hacer bien. Dejé de masturbarme y fui a la habitación de Argelia para tomar de su cajón el lubricante. Me entristeció aun más ver en su cajón una caja de condones, dentro todavía de una bolsa de plástico y con una tira de caja registradora grapada. Nosotros no usábamos condones. Fisgoneé los datos de la tira, Farmacias México, del 12 de abril, ¿las mercancías?, una caja de condones y un tubo de lubricante. Bueno, al menos la fecha de compra era de tres semanas antes de que nos conociéramos. Pero la cajilla de preservativos me retumbaba en la cabeza y me susurraba que ella no era mía. Al despedirse me llamó camarada, como si perteneciéramos al partido comunista, y en su voz lo único que me sonaba comunitario era su cuerpo, su sexualidad. ¿Cómo sacó el tubo de lubricante sin romper la bolsilla de plástico o desengrapar la tira de la registradora? Lo ignoro. Me enteraba que era maga.

Me fui a mi habitación más miserable que nunca y retomé mi posición de devoción. Ya de plano me quité los pantalones y la trusa. Así, de rodillas, me puse lubricante en la verga y comencé a cascármela. Mientras lo hacía sobrevino a mí el más absoluto sentimiento de fidelidad que un hombre puede dar a una mujer, la de su mente, pues ahí, pudiendo poseer a la mujer que mi fantasía dispusiera, la elegía a ella. Fui feliz apretándome el tronco del pene con la mano derecha y ahorcándome los huevos con la izquierda, echando a hervir el semen dormido. Mi frenesí fue tan ciego que de rato no sólo mis manos estaban dando estirones firmes y acompasados, sino que mis caderas comenzaron a responder, independientes, embistiendo a la nada, a la escasa vulva que ofrecían mis manos y la presión atmosférica. Jadeaba con los ojos abiertos y fijos en la foto, pero con mi alma viendo una película mucho más rica en imágenes y sonido, en la cual representaba la imagen de Argelia abierta en compás, con su sexo lleno de vello, carnoso, caliente y húmedo, recibiendo mi miembro; la imagen de sus pechos con los pezones muy erguidos; el eco de sus gemidos y sus gritos, con la imagen de esa sonrisa suya de estar experimentando un orgasmo perpetuo, la fragancia de el aire que emana cuando exhala por su nariz, con un olor fuerte a su interior y reminiscencias de fuego y yerba; se agolpan también las imágenes se su boca devota mamando con el mayor profesionalismo, la imagen de su mano tratando mal mi verga, como si se tratase de un animal que ha atrapado y al cual desea amaestrar para su propio placer, sujetándolo en un puño fortísimo y mirándolo con la piedad que se mira a algo muy nuestro, lanzando su condena de placer. Y luego, rebelde como es, su imagen escapa de mi control y voluntad y comienza a hacer cosas a mis espaldas. La miro entonces con su minifalda y su blusa, está de rodillas, miro su cola en el cabello, veo en mi mente como el asqueroso maestro de ética la toma de esa cola del cabello para manipular la boca de Argelia mientras ésta le come su verga, veo como él le pide que le lama los testículos y ella comienza a hacerlo con descaro, metiéndose los peludos huevos en la boca para jugar con ellos con su lengua y labios. Me aqueja en la frente la sensación de que ella lo está disfrutando. En mi mente ella se gana su cien en ética ofreciéndole a aquel bastardo sus nalgas de yegua, dispuestas a dejarse empalar. Y entonces momentáneamente estoy ahí, en el privado de la sala de maestros, como un fisgón infeliz, viendo cómo el maestro le mete su miembro en medio de movimientos torpes. Ella, decepcionada de la inexperiencia del escuálido maestro, lo tiende en su silla ejecutiva y lo comienza a montar, la verga del maestro, seguramente blanda, se retuerce como un gusano barrenador en la carne de ella, quien se golosea en su propia putedad metiendo en su cuerpo no sólo la verga del maestro, sino que le pide que le meta también un par de dedos en el culo, para siquiera sentir un poquito, y yo imagino por instantes que soy él, que soy yo quien la fornica y le mete los dedos en el culo. En ese momento todo mi ser se estremece porque comienzo a eyacular por envidia. El cristal del portarretrato me da cuenta exacta de mi mueca animal, brutal y triste, reflejando mi cara de quien preña el viento, con los labios abiertos en algo que no es una sonrisa, con los dientes presionados unos contra otros, como si en medio estuviese el corazón de aquel maestro de ética. El semen brotó abundantemente y de manera tan violenta que llegó incluso a dolerme, y más aun porque escuché la puerta abrirse, y tras ese fondo musical, un solo de tacones de Argelia, el bellísimo sonido que sus tacones hacen a fuerza de sostener aquellas piernas preciosas y obedecen su ritmo de moverse, con un sonido de presión y ritmo que reconocería entre miles.

Inhibido por el estertor que me había producido aquel orgasmo me limpié la mano y el sexo de manera muy torpe. Intenté pararme pero mis piernas estaban dormidas debido a que, hincado como estaba, había obstruido mi circulación. Me erguí un segundo sólo para caer después en medio de un calambre. Tirado en el suelo como estaba, me comencé a vestir con toda la prisa de que era capaz. Argelia había llegado y no quería yo que me viese en ese estado, recién descargado por una puñeta, con esa mirada de perro que sabe que se ha cagado en la orquídea de la ama. Me acicalo de la manera más inexperta y me siento sobre la cama aguardando el instante en que Argelia toque mi puerta y yo le abra, yo le abra y ella note algo raro, note algo raro y yo anticipe su pregunta con una respuesta, una respuesta que ella tildará de mentira, mentira que me colocará a mi en posición de traidor que oculta algo, ocultar algo, una acción que ella no tendrá que hacer a estar yo en la lona y ella encima, yo apenado por lo que he hecho, ella fuerte y con ventaja de tomar por tema mi vergüenza como estrategia para no discutir la suya, esa que sin duda debiera de tener luego de ganarse su cien de ética.

Pero nada de eso pasó, la música del tamborileo de sus tacones, esos que me hacen imaginar sus piernas y seguirme de largo hasta casi oler su sexo, no se inclinó hacia mi puerta, sino lo contrario, se fue a su cuarto, y más que a su cuarto, a su baño. El chillido de la regadera me enseñó que, al menos físicamente, se sentía sucia.

Me quedé largo rato esperando sentado sobre la cama. Un chillido de la llave me avisó cuándo terminó de bañarse. Conozco tanto a Argelia y la he visto bañarse tantas veces que mi mente seguía cada paso de su aseo, como en play back, y terminó de bañarse justo cuando yo lo supuse, imaginé sus movimientos y como se vestía, ahora parecía escuchar otro sonido, el de sus talones. Nuestras habitaciones son vecinas, podría dispararle desde mi habitación sin ver, sólo suponiéndola a partir del rumor que su existencia hace mediante infinidad de sonidos, sus talones, su tos, su respiración, guiarme por esas pistas, le daría entre ceja y ceja, o en pleno corazón. No se necesita ser un genio para saber que el vecino del otro cuarto es testigo fiel de cada cosa que hacemos, pues ha de escuchar, como yo lo haría, hasta el sonido que hace una verga al meterse lentamente en un ano.

Pero no llamó a la puerta cuando lo pensé. Pasaron antes unos minutos de silencio en los cuales sólo percibí un eco lejano de unos dedos que esparcen partículas verdes en el centro de un grueso tomo de ética. Tanta ansiedad me dejó en claro una cosa: Yo le pertenecía ya completamente, y ella a mi no. Estaba lánguido en la palma de su mano, impotente de quejarme, impotente de discutirle, impotente de enfadarme, pues cualquier cosa que sucediera era suficiente para mi si garantizaba que ella me quisiera. Fue una pesadilla personal que se disolvió cuando escuché que tocaban a la puerta. Sabía que era ella. Abrí. No me inquirió ni jugó a la culpa como yo supuse, tampoco me preguntó qué hacía. Con su sonrisa, la de sus ojos, me conmovió al instante, luego la de su boca. Me inauguró como parte de su propiedad. Me dijo:

"¿No quieres un churrito?"

"Lo necesito."

"Ven a mi espacio" Su deseo era una orden para mí.

"¿Cómo te fue con el maestro de ética?"

"¡Bah! El maestro es un pendejo."

"¿Obtuviste tu cien?"

"Por supuesto."

Iba a preguntar alguna otra cosa, pero ella puso su dedo índice en mis labios y me acercó el cigarrillo. Me bebí todo el humo. Luego me la bebí a ella. Todo había pasado, menos mi convicción de pertenecerle.

Así transcurrió el tiempo, en forma dichosa. De hecho la dicha tuvo algún tipo de efecto aligerante, pues para cuando menos pensé, ya había transcurrido más de un año de mi llegada, que había sido un día primero de mayo, casi el mismo tiempo que llevábamos Argelia y yo de estar juntos. Durante ese año habíamos hecho el amor de manera muy constante, quizá en promedio de cinco días por cada siete, sin contar en esta estadística los días en que tenía menstruación, una semana que se puso muy mal por comer unos tacos de la calle, y los periodos en que ella y yo permanecíamos separados por atender asuntos en otras localidades, que duraban por lo común cuatro o cinco, aunque uno de esos periodos duró veinte días. Yo la verdad no sé cómo explicarlo. En las concentraciones de estudiantes revolucionarios había mucha facilidad para tener sexo con compañeras de otras localidades, básicamente porque las tomas de oficinas públicas o universidades están plagadas de tiempo libre para los manifestantes. El ocio te lleva a buscar la forma de matar el tiempo, y una buena forma era fornicando. Yo en cambio, no sucumbí fácilmente a la tentación de poseer compañeras de lucha civil de otras regiones, de hecho sólo una vez, en todo este año, lo hice con una mujer distinta a Argelia, y eso porque se trataba de una tabasqueña buenísima a la que yo le caí muy bien. Desgraciadamente mi actitud huraña hizo que nos pudiéramos entender ya al final de aquella toma de las oficinas de la Secretaría del Trabajo, cuando se resistió el gobierno a aumentar el salario a los trabajadores del metro. Vale decir que fue un tanto decepcionante ese encuentro. Yo suponía que todas las mujeres eran más o menos como Argelia, sexualmente muy emprendedoras y en definitiva viciosas de la verga. ¡Qué equivocado estaba! Esta chica, aunque bella, era más bien pasiva. Me supo a cadáver. Fuera de esa vez, aprovechaba de estas salidas para reposar un poco mi pobre pero gozosa verga, que de tanto cilindrar a Argelia se encontraba inmersa en una sensación de dolor permanente. Un dolor delicioso, hasta eso. Supongo que en las tres veces que se ausentó Argelia por motivos similares, ella aprovechó a su vez para dejar descansar sus caderas, y estando yo fuera igual, pues seguro que no se acostaría con los cretinos de la Emiliano Zapata.

Uno despierta por la mañana y realmente desconoce si a lo largo del día conocerá a una persona que venga a cambiarlo todo. Hay días, semanas y meses terribles. Se nos comunicó que en nuestra ciudad iba a haber una movilización muy fuerte, la primera razón para hacer esa movilización era para dejarle bien claro al gobierno que el pueblo no estaba contento y que ya estabamos hartos de tanta injusticia, enfermedad y hambre, que ya estábamos hartos de tanta corrupción y tanto abuso, de tanta represión a los ciudadanos. Dado que nuestra causa era justa, la haríamos coincidir con el 10 de junio, fecha de conmemoración de la matanza de estudiantes ocurrida en los setentas en Michoacán. Esta movilización se haría en la ciudad de Morelia.

Había un apoyo muy extraño. La gobernatura del estado recaía en un funcionario que no era del mismo partido político que la mayoría del congreso local, esto causaba grandes desavenencias. El gobernador era bastante malo, pero parece que el ciudadano común estaba hipnotizado por una historia diferente, pues lo tildaban hasta de justo. A nosotros, el congreso local nos había rentado una enorme casa que quedaba a las afueras de la ciudad para que llegáramos ahí a dormir, y por qué no, pasar algunos días ahí. La casa tenía amplios jardines y hasta alberca. La idea era abrirle los ojos a la población, que vieran que su gobernador no tenía tacto político para atender problemas como el que nosotros, técnicamente, íbamos a hacer. Tomaríamos la casa de gobierno y la avenida principal, armando un caos que reflejara el caos del gobernador.

Eso no es lo relevante, lo relevante era que para infundirnos todavía de más espíritu de lucha y de revolución, nos visitaría Rosso. ¿Quién era Rosso? Nadie sabía su nombre real, el mote venía por el lado de que él era pelirrojo y de ascendencia italiana, entonces, en vez de decirle rojo, le decían Rosso, es decir, lo mismo pero en italiano. Rosso había estado en la Plaza de Las Tres Culturas la noche del 02 de octubre de 1968, es decir, la noche de la matanza de Tlatelolco, que es ni más ni menos que el más brutal ejemplo de represión estudiantil. Él había sido un luchador en ese entonces y lo era aun hoy. Su persona estaba rodeada de toda serie de mitos, siendo el más fuerte el que varios falsos camaradas, al ver la violencia, abandonaron sus mochilas que contenían propaganda impresa y fondos económicos que habían sido recolectados, y él, se adentró en el fuego cruzado, o ni tan cruzado, pues sólo los asesinos disparaban, y cargó el solo hasta cuatro maletas, dando una muestra heroica de compromiso con los ideales de la revolución.

Cuando llegamos a la casa de Morelia, todos estábamos muy excitados de saber que veríamos en persona al célebre Rosso. Sentí un poco de celos porque Argelia había forjado un cigarro de marihuana con un papel especial, y había seleccionado sólo las mejores hojas, y lo tenía reservado para que lo compartiéramos con aquella leyenda viva de la contra.

Rosso llegó. Tenía 47 años ahora, a los 17 le tocó ver la muerte por primera vez. Le acompañaba un hombre mayor que él, de unos 50 años, que llamaba la atención por su estatura y sus gafas negras que hacían concluir que era ciego. Rosso era de complexión más bien regordeta, y su cabello era todavía rojo, aunque con algunas canas, su piel era tostada. Se organizó una fogata en el jardín de la casona y tuvimos la suerte de sentarnos junto a ellos. Esa noche, Rosso nos narró cómo había visto él, con sus propios ojos, lo ocurrido aquella triste noche, obviamente nos contó el incidente de las mochilas. Yo sentí celos de ver con cuanta admiración miraba Argelia a este sujeto. Si bien yo lo respetaba y me sentía honradísimo de conocerlo, sentía celos sólo de saber que nunca había yo provocado aquella mirada en Argelia. Ella, dijo no sé qué estupidez sólo para alabar a Rosso, dijo:

"Es fascinante todo lo que dices, en serio. No nos irás a desairar un cigarrito, ¿Cierto?" y como maga que era, de su manga extrajo el churro de mota. El Rosso sonrió y dijo "Haré lo que sea que me hermane con ustedes. Ver tanta juventud entusiasmada con los ideales del cambio y de la resistencia me conmueve, me hace sentir que los años no transcurren en quien tiene el espíritu fuerte, que mientras tengamos sangre de revolución en nuestras venas, el entusiasmo ha de ser como el del primer día. Claro que fumaremos. Será nuestro pacto, nuestro ritual."

El ciego, que también formó parte del movimiento y estuvo en la noche del 02 de octubre, era mucho más discreto. Su historia había sido distinta, él no pudo ver nada, sólo escuchó, y le perdonaron la vida porque los hampones consideraron que ciego estaba medio muerto. Le llamaban El Monje, pues según esto meditaba. Vaya mote más cínico.

A la mañana siguiente, un día antes de la movilización, Rosso pasó cerca de donde estaba yo y me preguntó:

"Tu has de ser Pépe, el novio de Argelia, ¿Cierto?"

"Si"

"Tengo una misión para ti. Es muy importante para la causa que la cumplas fielmente. Muchas cosas dependen de ello. Deberás salir de aquí a las tres de la tarde y montar guardia afuera de las oficinas del procurador de justicia. Es un miserable de gran estatura, toma, en esta foto verás de quién se trata. Detrás de su oficina hay un lote baldío al cual te puedes adentrar, pero con ropa gruesa porque hay muchas espinas, ahí, hay un árbol al cual podrás subir. Desde ahí se verá la ventana de su privado, nunca la cierra. Necesito que te quedes ahí a observar desde las tres hasta las diez de la noche. Es importante que permanezcas ahí y que nadie te vea. Necesitamos saber si le llevan a su oficina un embarque de armas, pues es muy posible que se las lleven, y si lo hacen, habrán problemas el día del mitin. Tu lo notarás muy rápido, pues verás que le llevan a su privado unas treinta o cuarenta armas, probablemente llegue el mismo número de francotiradores, y es probable que incluso los retenga ahí para darles instrucciones. Si eso sucede deberás, llamar por teléfono a este número –me lo extendió en un papelillo- y ya te indicaré si debes regresar todavía o no. No vengas sin llamar. Si te atrapan, es preferible que tragues el papel. ¿Te sientes lo suficientemente comprometido para hacer eso por todos nosotros?"

"Si" contesté con orgullo aunque no sin algo de temor.

"Tu eres de los míos. De estar en Tlatelolco tu también hubieras sobrevivido"

Llegada la hora me marche al sitio que me fue indicado y comencé a vigilar. El procurador entraba y salía muchas veces de su oficina. Tenía todo el porte de la autoridad pero en el fondo no parecía mala persona. Una de esas veces salió y se ausentó por largo rato. Una mano me tomó por el hombro y me tumbó de la rama en la que estaba sentado. Caí de nalgas y levanté la vista, asustado, para encontrarme con la incisiva mirada, ni más ni menos que del procurador. Es fecha que no me explico cómo llegó hasta mi sin hacer ruido, sin contar que yo nunca soñé siquiera que alguien tan formal, con esa ropa de tintorería, se metiera a este lote baldío y mugroso, y además que, sin saber si yo estaba armado o no, me tumbara de un jalón sin hacerse acompañar de ningún guardia. Yo quise llevarme el papelillo del teléfono a la boca, para lo cual quise meter la mano en la bolsa de mi saco, pero él no me lo permitió, ante la amenaza de que yo extrajera cualquier cosa, desenfundó una arma automática y me encañonó justo a la cara.

"Ni lo pienses –dijo- ¿Quién te envía?-

"No puedo decirlo"

"Déjate de pendejadas o te mato aquí mismo"

"Tendrá que matarme"

"No es necesario. Olvidaste sacudir tu saco, y en él traes un horrible cabello pelirrojo. De manera que el pinche rojo quiere venir a joder a mi ciudad otra vez. No necesitas decirme nada, les conozco a todos ustedes, son unos miserables predecibles."

"No somos esclavos" dije un poco resignado a morirme.

"Te diré que miserables como tu no sólo son esclavos, sino que son esclavos de esclavos. Yo te pregunto, ¿Tienes novia?"

Yo me sorprendí de su pregunta, sin embargo le contesté afirmativamente.

"¿Y está buena?"

"Si"

"Pendejo. En estos instantes el pinche rojo le está metiendo la verga por todos los agujeros que le quepan, mientras estás tu acá pasando hambre y espiándome como el maricón que eres. ¿No sospechaste nada? El rojo todavía coje, sin duda, y si no coje ya, no le vendrá mal ver que otros lo hagan por él. Piensa. ¿Era necesario que vinieras acá a espiarme? ¡Cuánto tiempo debes espiarme, dos, tres horas? Por favor. Crees que algo importante lo voy a hacer ante las narices de todos. Créeme. Esta misión no tiene otro fin que el que te alejes para que no estés molestando mientras se joden a tu noviecita. Déjame adivinar, ¿Tienes que llamar o avisar de algún modo tu regreso? ¡Qué infantil!."

"Si me va a matar máteme, pero no se burle"

"No mereces, por ahora, otra cosa. Lárgate de aquí. Díle al pinche rojo que en este mundo no cabemos los dos, que ya no le quedan muchos lugares donde se esconda."

Me retiré del lugar, agitado y convulso. Desde luego no llamé para avisar mi regreso. Tiré el papelillo del teléfono. Llegué a la casona y el ambiente estaba demasiado sereno, como si no hubiese nadie en casa. Pero si lo había. A lado de una cortina de carrizos estaba un grupo de compañeros haciendo una fila extraña, uno de ellos se sobaba encima del pantalón su verga. Todos miraban hacia dentro del espacio que ocupaba una enorme sala. La sangre se me volcó de pies a cabeza, un dolor en las sienes me aquejó de manera instantánea. Esperaba ya lo peor.