Quince mil razones 9

Samuel es un heterosexual al que le ofrecen quince mil euros por acostarse con un hombre, pero no sabe que éste guarda un oscuro secreto que podría ponerlo en peligro.

SINOPSIS

Samuel está arruinado, lo ha perdido todo: su empresa, la casa, el coche, incluso a su mujer. Duerme en el sofá de un amigo y trabaja en un bar de mala muerte para sacar un mísero sueldo con el que apenas va tirando. Cuando Damián, un antiguo compañero de clase, aparece en su trabajo para ofrecerle quince mil euros a cambio de acostarse con él durante sus vacaciones, Samuel se encuentra ante la encrucijada de decir que sí y perder su dignidad o negarse y vivir en la miseria. Tras muchas dudas, decide aceptar, pero no sabe que Damián guarda un oscuro secreto que podría ponerlo en peligro por el mero hecho de estar junto a él.

CAPÍTULO 9

No sé si Damián pretende castigar mi arranque de sinceridad con su silencio, pero no ha vuelto a abrir la boca desde que se marchó su inquietante amigo. No es que me importe demasiado, prefiero disfrutar de mi cena sin sufrir su molesta verborrea taladrándome la cabeza. No quiero saber lo especial que fui para él en el instituto, tampoco me interesa que me recuerde lo mucho que se esfuerza para que estos quince días juntos sean placenteros para los dos. ¿Placenteros? ¡Y una mierda! Solamente quiero comerme mi maldito pescado y volver a mi habitación para estar solo. En definitiva, lo único que deseo es que me deje en paz de una jodida vez. Hoy ya he cumplido, le he dado su maldito orgasmo. ¿Por qué alargar más el día con esta ridícula cena? ¿Qué pretende? ¿Impresionarme con su dinero y gustos caros? Pues no funciona. Yo solía acudir a restaurantes como este antes de que mi empresa quebrase. No es que me gustasen demasiado, prefiero otros ambientes más sencillos y menos remilgados, pero a mi exmujer le encantaban y yo hacía todo lo que estaba en mi mano para tenerla contenta. Es gracioso y trágico a la vez porque yo amaba tanto a Irene que habría hecho cualquier cosa por ella, pero ésta no dudó en darme la patada en cuanto mi cuenta corriente llegó a números rojos.

Nunca olvidaré la primera vez que la vi. Un cliente y buen amigo mío me había invitado a su fiesta de cumpleaños y acudí solo porque Rebeca, mi novia de toda la vida, tenía turno de noche en el hospital en el que trabajaba como enfermera. Nada más entrar por la puerta, mis ojos se encontraron con los de Irene y me quedé como hipnotizado por su belleza. Creo que fue amor a primera vista, al menos para mí. Lo recuerdo todo como si hubiese pasado ayer, ella llevaba un ceñido y escotado vestido rojo que realzaba las armoniosas curvas de su cuerpo y su larga melena negra caía suelta, enmarcando un rostro angelical. Estaba rodeada de hombres, pero en el instante en que nuestras miradas se cruzaron tuve la sensación de que solamente quedábamos nosotros dos en la habitación. En ese momento, fue como si mis pies adquiriesen vida propia porque comenzaron a avanzar en su dirección sin tan siquiera darme cuenta. No podía pensar en nada más que no fuera la terrible necesidad que tenía de conocer a aquella diosa que el destino había tenido el capricho de cruzar en mi camino. Pero antes de que pudiese llegar hasta ella, mi amigo me interceptó para saludarme. Le estreché la mano y aproveché para preguntarle quién era aquel ángel vestido de rojo. Mi anfitrión se rió y dijo:

—Está buena, ¿verdad? —Y yo no pude hacer otra cosa más que asentir, embobado—. Se llama Irene. Es la nueva amante de Rafael Cortegoso.

—Preséntamela —le supliqué.

Rafael Cortegoso era un importante empresario de la construcción, quien jugaba en una línea muy superior a la mía en cuanto a la envergadura de sus negocios y poder adquisitivo. También era un hombre de mediana edad con un físico no demasiado agraciado y un carácter insoportable. Estaba claro que una mujer como Irene no salía con él por su belleza o encantadora personalidad, sino por puro interés. Yo lo sabía, y aun así no me di por vencido. Mi vanidad me indujo a pensar que tenía todo lo que se necesitaba, incluidos el dinero y el físico, para poder conquistarla. Y supongo que, en cierto modo, no andaba muy desencaminado porque ella mostró interés en mí en cuanto mi amigo nos presentó. En ese momento, yo no era demasiado consciente de lo efímeros que pueden ser el éxito y las riquezas. Recuerdo que, a pesar de que su novio también se encontraba en la fiesta, hablamos durante bastante tiempo y descubrí encantado que detrás de aquel exuberante atractivo había también una mujer muy inteligente e interesante. Y eso cerró el trato. En una sola noche, me enamoré completa e irrevocablemente de una chica, diez años más joven que yo, a la que acababa de conocer, traicionando así a la mujer que había estado conmigo durante casi la mitad de mi vida y me había querido cuando no era más que un peón de albañil que soñaba con tener un negocio propio.

No me fue demasiado difícil convencer a Irene de que me concediese una cita, y durante un largo periodo de tiempo nos vimos a escondidas de nuestras respectivas parejas. Mentiría si afirmase que no me sentía culpable, pero estaba tan ciego por la pasión que mi exmujer provocaba en mí que aparqué a un lado todos mis principios y creencias morales con tal de poder estar a su lado. Al final, comprendí que lo que le hacía a Rebeca no estaba bien y que debía terminar con nuestra relación de una vez por todas. No sé ni por dónde empezar a describir el daño que le hice y lo devastada que quedó ella cuando se lo confesé todo, pero eso es algo que pesará en mi conciencia hasta mi último segundo de vida.

Me costó bastante persuadir a Irene para que hiciese lo mismo, pues ella no quería perder el estatus que le daba estar con un hombre como Rafael Cortegoso, y tuve que exagerar en varios ceros el grosor de mis cuentas bancarias para que se lo plantease siquiera. Lo sé, por aquel entonces era un imbécil redomado, mis más bajos instintos me habían vuelto ciego, sordo y gilipollas, y todo lo que me sucedió después me estuvo muy bien empleado. Al poco tiempo de que Irene por fin accediese a romper su relación con Rafael, le pedí que se casase conmigo y ella aceptó. Durante unos años, todo fue bien, yo ganaba bastante dinero y podía mantener el tren de vida al que Irene estaba acostumbrada, incluso logré convencerla para que tuviésemos un hijo, a pesar de que, al principio, ella no quería ni oír hablar del tema. Pero luego el negocio comenzó a flaquear y mis ganancias disminuyeron de forma significativa, por lo que me vi obligado a recortar los fondos que antes empleábamos en el ocio para destinar a otras cosas más importantes y básicas, como pagar la luz y los seguros, e inmediatamente después Irene comenzó a distanciarse de mí y a tratarme como si yo le hubiese fallado de alguna forma. Cuando mi situación económica se volvió insalvable, ella me dejó. Ahora, lo único bueno que me queda de mi matrimonio fallido es Laura, mi hija, y ni siquiera puedo verla cuando quiero. Y a pesar de todo, mentiría si dijese que ya no siento nada por Irene, el deseo que ella provoca en mí es algo que jamás podré eliminar de mi sistema. Creo que la querré hasta el mismo día en que me muera.

—Quiero que sepas que no busco comprar tu afecto o tu amistad con dinero —dice Damián de repente, sobresaltándome y arrancándome de forma abrupta de mis cavilaciones internas—. Yo sólo intento que te sientas a gusto.

—Pero eso no depende de ti, Damián. No puedes controlarlo todo —respondo, molesto—. Quizá hayas comprado mi cuerpo, pero mi mente sigue siendo solamente mía y no tienes derecho a decirme cómo debo sentirme.

—Ni yo lo pretendo. Lo único que quiero es hacer que tu estancia aquí sea lo más agradable posible. ¿Tan malo es que me preocupe por ti?

—No lo hagas. —«Lo último que necesito es que precisamente tú, el causante de mi humillación, te preocupes por mí» . Eso es lo que en realidad me gustaría decirle, pero no lo hago porque, en el fondo, sé que el único culpable de mi situación actual soy yo—. Limitémonos a cumplir cada uno con nuestra parte del trato. Eres un hombre de negocios, estoy seguro de que no te resultará complicado.

Damián asiente, pero no dice nada. No parece muy contento con lo que le he dicho, y la verdad es que a mí me da igual. Tendrá que hacerse a la idea de una vez por todas de que lo único que me interesa de él es su dinero, no quiero conocerlo, no quiero ser su amigo y, desde luego, no me importa una mierda lo que él sintiese o sienta por mí. Supongo que resulta un poco irónico que yo esté en esta situación después de lo que me pasó con Irene, pero últimamente he llegado a la conclusión de que la vida es una cabrona con un retorcido sentido del humor.

Parece que mi antiguo compañero de clase ha entendido por fin mi postura sobre nuestra relación mercantil porque el resto de la cena transcurre sin incomodas confesiones ni molestas preocupaciones por mi bienestar. Nos limitamos a hablar de temas banales como la situación económica y política del país o la proliferación de los reality shows en la televisión. Y aunque me fastidie reconocerlo, la verdad es que tiene unas opiniones muy interesantes sobre muchas cosas, mientras que mi visión es más limitada y quizá también menos informada. Desde luego, Damián puede ser muchas cosas, pero no es tonto. Se nota que tiene cultura y estudios, en cambio yo he tenido que aprender en la universidad de la calle. No es que me queje, fue mi elección, mis padres me dieron la oportunidad de estudiar y yo no quise porque prefería ganar dinero. Otro de los muchos errores que he cometido en mi vida y que me han traído hasta aquí. En fin, ahora ya no sirve de nada lamentarse. Así que decido no hacerlo. Me limito a hablar sin parar, a comer hasta que ya no puedo más y, sobre todo, a beber tanto que Damián tiene que pedir una segunda botella de vino, la cual vacio de buen grado. Tras la cena, ambos tomamos una copa de whisky tras otra hasta que terminamos como cubas.

En algún momento de la noche, el alcohol me pareció una buena idea: ayudaba a relajar el ambiente, me hacía sentir mejor conmigo mismo y mitigaba el odio que sentía por mi excompañero. Pero una vez abandonamos el restaurante y nos subimos al coche, las nauseas hacen su aparición estelar y comienzo a arrepentirme. Estoy tan mareado que, al poco tiempo, el chofer tiene que detenerse en el arcén para que pueda salir a vomitar. A saber lo que estará pensando ese cretino de mí, aunque tampoco es que me importe demasiado. Cuando por fin llegamos a casa, me derrumbo en la cama con la ropa y los zapatos puestos y entro en un estado de sueño comatoso, plagado de las pesadillas más retorcidas que uno se pueda imaginar, en el que permanezco durante toda la noche y gran parte de la mañana siguiente. Hasta que alguien llama a la puerta y me despierta.

—Adelante —murmuro, somnoliento, al tiempo que trato de incorporarme en la cama.

Manuela cruza el umbral con una bandeja en las manos con lo que parece ser mi desayuno. La deja sobre mi regazo y compruebo que contiene un zumo natural de naranja, un café con leche y un croissant. También incluye una botella de agua y una caja de aspirinas. Parece que ha pensado en todo, ¿o ha sido Damián? Le doy las gracias y ella curva la comisura de los labios, satisfecha.

—De nada, cielo —me dice con una voz muy cálida—. ¿Quieres algo más?

—No, así está perfecto, muchas gracias.

—Bien, entonces te dejo comer tranquilo. Para cualquier cosa que necesites, estoy en la cocina. —¡Cómo si yo pudiese dar con la cocina en este laberinto de casa!—. Y a Damián lo encontrarás en el gimnasio. —¿El gimnasio? ¿Pero de verdad le quedan fuerzas para hacer ejercicio después de la borrachera de ayer? ¡Ese hombre no es humano!—. Está al lado de la piscina, no tiene pérdida.

—De acuerdo, gracias. —No sé si me estaré pasando al dar tanto las gracias, pero la verdad es que esta es la primera vez que tengo servicio y no sé cómo comportarme.

Cuando Manuela se va, vacío la bandeja del desayuno en un tiempo record, me tomo un par de aspirinas que empujo con todo el contenido de la botella de agua y me meto en la ducha. Tras comer y asearme, me siento un poco más despejado, solamente noto un molesto dolor de cabeza, el cual espero que lo mitiguen cuanto antes los calmantes. Después, adecento las sábanas y la colcha del lecho que han quedado arrugadas tras dormir sobre ellas. No me parece correcto que una mujer de la edad de Manuela deba agacharse para hacerme la cama cuando yo tengo unos veinte años menos y dos manos perfectamente sanas y hábiles para ese trabajo. Quizá a Damián no le moleste que esa pobre señora lleve todo el peso de su casa, pero a mí sí. Mis padres me enseñaron a respetar a mis mayores. Al terminar, me quedo plantado en medio de la habitación sin saber a dónde ir. La verdad es que lo último que me apetece ahora es estar con Damián, pero tampoco se me ocurre otra cosa que hacer, así que me encamino hacia la piscina.

El gimnasio de Damián está ubicado en una pequeña edificación, independiente de la casa principal, al pie de la piscina. Al llegar, me sorprende comprobar lo bien equipado que está con pesas y máquinas de diversos tipos, entre las que se incluye una bicicleta elíptica, otra estática y una cinta de correr. Pero lo que realmente me impacta es ver trotar a Damián sobre la cinta tan rápido que parece que lo esté persiguiendo una jauría de lobos hambrientos. Lleva unos pantalones cortos de color negro y está desnudo de cintura para arriba. Tiene la espalda empapada en sudor y los músculos de las piernas se le tensan con el esfuerzo. Al verlo así, supongo que se podría decir que es un hombre atractivo, y me resulta imposible comprender por qué alguien como él querría pagar por un tipo como yo. Es decir, estoy seguro de que con su físico y su dinero no debería tener problemas para encontrar amantes de todos los tipos y para todos los gustos. Pero en lugar de eso ha decido comprarme a mí para cumplir una de las fantasías de su adolescencia. No puedo dejar de darle vueltas a eso. No sé cuánto tiempo pasa hasta que él se percata de mi presencia. Baja de la máquina de correr y camina hacia mí con esa sonrisa tan característica suya.

—¿Qué tal estás? —me pregunta.

—Como si me hubiese pasado una apisonadora por encima —respondo—. Pero, por lo que veo, tú eres inmune al alcohol.

—¡Qué más quisiera! Apenas he corrido dos horas y ya estoy hecho polvo. —¿¡Dos horas!? ¡Si yo hago eso, me da un ataque al corazón!—. Pero mereció la pena. Me gustó verte desinhibido y relajado por primera vez desde que llegaste aquí. Aunque casi me vomitases en el coche. —Damián se ríe con ganas y yo no puedo evitar esbozar una leve sonrisa al recordar la escena.

—No estoy acostumbrado a beber.

—Pues no te tomaste el agua de los jarrones porque las flores eran artificiales.

—Muy gracioso —refunfuño y él vuelve a carcajearse.

—¿Crees que estás en condiciones de subir a un barco? Había pensado en ir a navegar hoy. Hace un día cojonudo para salir al mar.

—¿Tienes un barco? —¿Por qué no me sorprende?

—Sí, bueno, es un yate pequeño, pero yo lo uso siempre que puedo porque me encanta el mar.

—A mí también. Estoy bien, solamente me duele un poco la cabeza, pero ya me he tomado un par de aspirinas. —Y de repente, me sorprendo a mí mismo porque la idea me hace ilusión.

—¡Genial! Entonces, le diré a Manuela que nos prepare algo de comer y podemos pasar allí el día.

—¿Va a venir tu guardaespaldas?

—No te agrada Rodrigo, ¿verdad? —¡Qué observador!

—Pues la verdad es que no, me hace sentir incómodo.

—Tampoco me gusta tenerlo constantemente pegado a mí, pero no me queda otro remedio, es por mi seguridad. De todas formas, no tienes de qué preocuparte, es una persona muy discreta.

—Dime una cosa, ¿qué le has contado de mí exactamente?

—Samuel, tienes que entender que le pago para que me proteja. Él lo sabe todo de todos cuantos me rodean porque forma parte de su trabajo.

—O sea, que está al tanto de que soy tu chapero. —De repente, ya no tengo tantas ganas de ir en barco.

—No uses esa palabra.

—¿Por qué no? Es lo que soy —protesto, rabioso.

—Mira, no voy a volver a explicártelo porque tú no quieres oírlo y yo estoy harto de tratar de hacértelo entender —responde, visiblemente enfadado—. Ve a ponerte un puto bañador porque, en un rato, nos vamos.

—Lo que tú mandes. —Y salgo disparado hacia la casa.

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