Quince mil razones 8
Samuel es un heterosexual al que le ofrecen quince mil euros por acostarse con un hombre, pero no sabe que éste guarda un oscuro secreto que podría ponerlo en peligro.
SINOPSIS
Samuel está arruinado, lo ha perdido todo: su empresa, la casa, el coche, incluso a su mujer. Duerme en el sofá de un amigo y trabaja en un bar de mala muerte para sacar un mísero sueldo con el que apenas va tirando. Cuando Damián, un antiguo compañero de clase, aparece en su trabajo para ofrecerle quince mil euros a cambio de acostarse con él durante sus vacaciones, Samuel se encuentra ante la encrucijada de decir que sí y perder su dignidad o negarse y vivir en la miseria. Tras muchas dudas, decide aceptar, pero no sabe que Damián guarda un oscuro secreto que podría ponerlo en peligro por el mero hecho de estar junto a él.
CAPÍTULO 8
Damián no bromeaba cuando dijo que Rodrigo, su desagradable chófer guión guardaespaldas, iba con él a todas partes. Al llegar al restaurante, nos acompañó hasta el interior y, cuando nos dieron mesa, se quedó en la barra, tomándose una cerveza sin alcohol y vigilándonos desde la distancia. Creo que no hace falta explicar lo incómodo que me hace sentir tener su indiscreta e insistente mirada fija en mí todo el tiempo. Visto lo visto, me sorprende que Damián no lo haya metido en la cama con nosotros. Ahora comprendo por qué mi antiguo compañero de clase hizo que me investigasen antes de venir a verme al bar para hacerme su dichosa proposición indecente. Seguramente querría asegurarse de que yo no era peligroso antes de meterme en su cama. Y dado el curso de los acontecimientos, es evidente que resulté ser inofensivo, o eso debe creer él porque la pura verdad es que tengo unas ganas cada vez más grandes de darle un tortazo por todo lo que me está obligando a hacer. Después de lo que sucedió en mi habitación hace poco más de media hora, lo único que yo quería era quedarme a solas para lamerme las heridas y regodearme en mi autocompasión durante toda la noche, pero Damián se empeñó en arrastrarme a este maldito restaurante pijo en el que me siento totalmente fuera de lugar. Sin embargo, mi antiguo compañero de clase da la impresión de estar por completo en su salsa. Los camareros fueron tan solícitos con él que tan sólo les faltó hacerle reverencias, y nos dieron una mesa de inmediato a pesar que habíamos ido sin reserva. Ya casi se me había olvidado lo respetable que te hace parecer el dinero.
Ahora estoy ojeando la carta sin prestar demasiada atención a nada de lo que leo porque tengo la cabeza en otra parte. Damián levanta la cara de la suya y se me queda mirando. Aún no ha perdido la sonrisa que luce desde que nos hemos acostado. Es desquiciante. Odio verlo tan feliz cuando yo me siento la persona más desgraciada del mundo.
—¿Ya sabes lo que vas a tomar? —me pregunta con esa amabilidad suya que tanto me irrita.
—Pues no lo sé, no tengo mucha hambre.
—¿Estás bien? Pareces un poco… ausente. —Deberían darle un premio al idiota más perspicaz.
—En realidad, no. —Miro a mi alrededor para asegurarme de que nadie nos escucha—. La verdad es que no me siento demasiado bien conmigo mismo por lo que estoy haciendo.
—Te entiendo. —Por fin, su sonrisa desaparece.
—Lo dudo bastante.
—Sé que no debe ser fácil para ti, pero puedes creerme cuando te digo que hago todo lo que puedo para asegúrame de que estés a gusto conmigo.
—No creo que eso sea posible. —Soy consciente de que debería callarme, Damián sólo está tomando posesión de lo que yo le he vendido, pero parece como si mi boca tuviese voluntad propia y no pudiese contener la rabia que supura por cada poro de mi piel después de nuestro primer encuentro sexual—. No hay nada que tú puedas hacer que cambie el hecho de que estoy yendo contra mi propia naturaleza y traicionando todos mis principios. Me siento sucio y despreciable.
—Ojalá pudieses verte con mis ojos —murmura con evidente tristeza en la voz—. No hay nada ni lo más remotamente sucio o despreciable en ti. Sólo estás haciendo lo necesario para sobrevivir y creo que hace falta mucha valentía para tomar la decisión que tú has tomado.
—Si fuese tan valiente, no habría cogido el camino más fácil.
—¿De verdad crees que este es el camino fácil? Samuel, yo estaba en esa cama contigo. Te he visto temblar de miedo, la expresión de pánico en tu cara, cómo luchabas contigo mismo para hacer cosas que no querías… Lo fácil hubiera sido ir a pedirles ayuda a tus padres, pero en lugar de eso optaste por salir adelante por tus propios medios.
—Hoy he estado a punto de salir corriendo.
—Lo sé. ¿Por qué crees que no traté de penetrarte? Estabas demasiado nervioso, demasiado asustado… Habría sido un desastre.
—Será un desastre en cualquier momento que lo intentes. —¡Ojalá nos limitásemos a las pajas!
—No lo creo. ¿Sabes por qué? Porque hoy me has demostrado que puedes sacar fortaleza del miedo y hacer las cosas jodidamente bien si te lo propones.
Las palabras de Damián no me hacen sentir mejor, pero hay que reconocerle el hecho de que lo está intentando de veras y eso provoca que mi animadversión hacia él disminuya. Tampoco es que ahora me resulte simpático de repente, pero debo admitir que al menos se preocupa un poco por los efectos nocivos que nuestro vergonzoso acuerdo tienen sobre mí. Y supongo que debo agradecerle el hecho de que haya decidido no presionarme en nuestra primera vez para meterme ese maldito trozo de carne por el culo. Damián tiene razón, habría sido un auténtico desastre. Según mi propia experiencia con las mujeres, los nervios no ayudan a la hora de evitar el dolor.
—De todas forma, todavía tenemos quince días por delante —añade mi antiguo compañero de clase—. Podemos tomarlo con calma para conocernos un poco mejor antes. Y hay mil cosas que podríamos hacer mientras tanto.
—¿Qué cosas? —Al momento, la maliciosa sonrisa de Damián vuelve a sus labios y yo me arrepiento infinitamente de haber preguntado.
—Bueno, creo que es mejor que lo vayamos descubriendo juntos poco a poco. No quiero asustarte más.
—Ese comentario también me asusta porque ahora no sé lo que me espera.
—Hay algo que sí te puedo prometer y es que tú siempre tendrás la última palabra para negarte. Yo me detendré en el preciso momento en que tú me lo pidas. Ya te lo dije, Samuel, eres libre de irte cuando quieras.
—Después de lo que he tenido que hacer esta noche, ya no creo que me vaya. —Vuelvo a mirar alrededor para asegurarme de que nadie escucha esta vergonzosa y extraña conversación—. Supongo que no me va a resultar fácil, pero voy a hacer todo lo que tú me pidas. —Damián emite una sonora carcajada que atrae la atención de varios comensales y un camarero sobre nosotros—. ¿Te hago gracia? —pregunto, irritado.
—Perdona, Samuel. No me estoy burlando de ti. Me rio porque tú no eres consciente de lo tremendamente sexy que eres y de lo jodidamente caliente que ha sonado lo que acabas de decir.
—Pues no era mi intención —protesto.
—Ya lo sé, por eso me ha hecho gracia —responde, burlón—. ¿Y si ahora te pido que vengas conmigo al baño? ¿Lo harías?
—No, pero te compensaría al llegar a casa, supongo. —¿Pero qué coño acabo de decir? Estoy perdiendo la chaveta.
—¡Dios, me estás matando! —Baja un poco la voz y añade—: ¡Otro comentario como ese y te arranco la ropa aquí mismo!
—¿Podemos cambiar de tema? —pregunto entre bufidos—. Este no es el momento ni el lugar para que desates tu libido.
—Eres un aguafiestas.
—Y tú un salido.
—¡Oh, no lo sabes tú bien! —Le pongo mala cara y Damián vuelve a reírse—. ¡Vale, vale, perdona! Ya me callo.
En ese preciso momento, aparece un camarero de la nada para tomarnos nota, y yo no puedo evitar preguntarme qué ha escuchado ese hombre exactamente de nuestra conversación subida de tono. Lo miro con atención para buscar algún rastro de burla o indignación en su rostro, pero la expresión de su cara no me inspira nada más que seriedad y una estudiada profesionalidad. Si ha oído algo, no lo demuestra, y decido que no merece la pena darle más vueltas. No me molesta que me confundan con el amante de Damián, eso no tiene nada de malo, lo que de verdad me fastidia es que sepan que me estoy prostituyendo. Mi acompañante pide un rape a la plancha y una ensalada. Y tras unos segundos de duda, lo imito. En realidad, estaba tan distraído que no recuerdo nada de lo que he leído en la carta y la cena me da igual, aún no sé si podré probar bocado. Toda la comida que hay a nuestro alrededor tiene muy buena pinta y huele de maravilla, pero mi estómago parece no querer cooperar y se cierra en banda. El camarero apunta nuestro pedido en un bloc de notas y se va tan rápido y de forma tan silenciosa como ha llegado. Sin duda, es pura eficacia y profesionalidad.
—¿Te acuerdas de cuando me llamaste para preguntarme por qué te había elegido a ti? —dice Damián de repente.
—Sí, claro.
—Pues, no fui del todo sincero contigo. —Tengo la impresión de que no lo es en muchos aspectos, pero opto por no decírselo porque no creo que valiese de nada—. Te dije que ya me gustabas en el instituto y es cierto, pero lo que no te conté es que tú fuiste el primer chico que me hizo sentir algo. Supe, o mejor dicho, intuí que me gustaban los hombres gracias a ti.
—¿Por qué te gustaba? —pregunto, contrariado—. No fui lo que se dice demasiado agradable contigo en el colegio. Mis amigos y yo éramos unos gilipollas por esa época.
—Es cierto. La verdad es que todos os merecíais una buena hostia. Pero a pesar de tus bravuconerías, tenías algo especial. —Me mira fijamente a los ojos—. Recuerdo cuando nos conocimos en el primer día de clase, me fijé en ti enseguida porque tú eras todo lo que yo no era y aspiraba a ser: sociable, divertido, atractivo, con confianza en ti mismo… Te movías por el instituto como si fueses el dueño del suelo que pisabas. Todos los chicos querían ser tus amigos y las chicas tus novias.
—Estás exagerando. No era para tanto. Me parece que me tenías un poco… idealizado.
—Es posible que sea así. El caso es que durante mucho tiempo creí que te admiraba, o incluso que te envidiaba, pero entonces un día me di cuenta de que había algo más que simple admiración o envidia en lo que sentía por ti, también te deseaba. Observar cómo te cambiabas en los vestuarios del gimnasio era la tortura más dulce que he experimentado en toda mi vida. En esos momentos, siempre me decía a mi mismo que estaba dispuesto a dar cualquier cosa con tal de tenerte, aunque sólo fuera una vez.
—Y varias décadas después por fin has logrado tu capricho. ¿Es eso lo que tratas de decirme? —No sé por qué coño me cuenta esto. Si trataba de hacerme sentir confuso y un poco incómodo, lo ha conseguido de pleno.
—No, Samuel. Si crees que no eras más que un capricho para mí, es que no has entendido nada de lo que te he dicho. Durante muchos años fuiste el centro de mi universo. —Su mirada penetrante me pone un poco nervioso y bajo la vista—. Querías saber por qué te elegí. Pues bien, esa es la razón.
—Damián, yo… —Trato de buscar las palabras adecuadas para expresar de la mejor forma lo que necesito decir—. Reconozco que en el instituto me comporté como un imbécil contigo. Debí ser más amable, más simpático… Incluso podríamos haber llegado a ser amigos si yo no me hubiese dejado influenciar tanto por las opiniones de los demás. Pero no lo hice y ahora eso ya no puedo cambiarlo.
—Pero yo no te estoy recriminando nada.
—Lo sé. Déjame terminar, por favor. Lo que quiero decirte es que yo estoy aquí porque necesito el dinero y no me ha quedado otro remedio. Para mí no es nada ni remotamente importante, y cuando se terminen los quince días que hemos acordado me voy a marchar y no miraré atrás. Eso sí, tendré que vivir el resto de mis días con la vergüenza de que me vendí a cambio de un puñado de euros. Y no es porque seas un hombre, no te equivoques, me sentiría igual si fueses una mujer. Quizá el sexo me resultaría más fácil, pero a final de cuentas seguiría viéndome a mí mismo como una vulgar mercancía.
—Soy muy consciente de cómo son las cosas. —A pesar de ello, parece un poco desanimado, al menos su eterna sonrisa se ha borrado de un plumazo—. Solamente quería que supieras que para mí eres especial, que no me dedico a recoger chicos de la calle cada vez que tengo un apretón. Lo creas o no, esta es la primera vez que pago a cambio de sexo.
—¿Y qué importa lo que yo crea? Mientras tengas claro que no se puede comprar el afecto o la amistad de nadie con dinero, todo irá bien entre nosotros. —¿Estoy siendo demasiado duro? Tengo la impresión de que sí, pero creo que es mejor de esta forma. Lo último que necesito es establecer un vínculo de cualquier tipo con este hombre—. Ya te lo he dicho, voy a hacer todo lo que me pidas. Quizá a ti esta declaración te haga gracia, pero a mí me ha costado una dura y violenta guerra interna el poder decirla. Y eso es todo lo que puedo ofrecerte.
Damián semeja haberse quedado sin palabras, lo que resulta insólito. Todo lo que puede hacer es asentir y desviar la mirada hacia cualquier parte en la que no esté yo. De hecho, algo parece haber llamado su atención porque, de repente, la expresión de su cara ha tornado hacia la sorpresa y su cuerpo se ha puesto rígido. Intrigado, busco con la vista el objeto de su atención y me encuentro con un hombre de unos sesenta años que camina hacia nuestra mesa con decisión. Es alto y un poco entrado en carnes. Tiene el pelo casi blanco con algunos mechones rubios por el medio y una espesa barba de los mismos colores. Sus ojos son de un frío azul acero y me escrutan como si pretendiese atravesarme con la mirada. Estoy a punto de preguntarle a Damián si lo conoce cuando este se pone de pie de un salto y va a estrecharle la mano.
—¡Sergey, qué sorpresa! ¿Qué haces tú por aquí?
—Mi estimado, amigo. Llamé a tu oficina y tu secretaria me comunicó que estabas de vacaciones —le explica el tal Sergey con un extraño acento que no logro reconocer, aunque por el nombre me imagino que debe ser ruso o de por ahí—. Fui a tu casa y Manuela me dijo que estabas aquí, así que decidí pasarme a saludarte. Espero no molestarte.
—Tú nunca molestas. Pero, ¿por qué no me llamaste al móvil?
—Bueno, es que así también aprovecho para cenar algo. La comida en este lugar es deliciosa. Ya sabes que, desde que me trajiste la primera vez, me he convertido en un cliente habitual. No puedo negar que tienes un gusto exquisito.
—¿Por qué no te sientas con nosotros?
—Eres muy amable, pero estás acompañado y no quiero interrumpir. Además, ya sabes que yo prefiero cenar en la terraza para fumar un cigarrillo entre plato y plato. A mi edad, es imposible erradicar ciertas costumbres. —Damián y Sergey sueltan una carcajada al unísono y se miran sonrientes como si estuviesen compartiendo alguna clase de chiste privado—. ¿Mañana estás disponible?
—Para ti siempre lo estoy, ya lo sabes.
—Entonces, te llamaré para concertar una cita. Hay algunos asuntos que tenemos que discutir.
—Pero, ¿ha habido algún problema con el envío?
—No, todo está perfecto. Quiero hablar de otro negocio que tengo entre manos y que creo que a ti te puede interesar.
—De acuerdo. Pues mañana hablamos. ¡Qué disfrutes de la cena!
—Igualmente.
Damián vuelve a estrecharle la mano al ruso o lo que sea y se sienta. Por un momento parece que se ha olvidado de mí, se queda observando en silencio como su amigo se aleja de nosotros y después le hace un gesto de negación con la cabeza a Rodrigo que, en este tiempo, ha recorrido la mitad del camino que hay entre la barra del restaurante y la mesa en la que estamos sentados. Éste vuelve a su sitio de mala gana y le da un largo trago a su cerveza sin perdernos de vista. Y al levantar el brazo para beber, me parece ver algo plateado asomando por dentro de la chaqueta de su uniforme. Si no supiese que es imposible, juraría que se trata de una pistola.
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