Quince mil razones
Samuel es un heterosexual al que le ofrecen quince mil euros por acostarse con un hombre, pero no sabe que éste guarda un oscuro secreto que podría ponerlo en peligro.
SINOPSIS
Samuel está arruinado, lo ha perdido todo: su empresa, la casa, el coche, incluso a su mujer. Duerme en el sofá de un amigo y trabaja en un bar de mala muerte para sacar un mísero sueldo con el que apenas va tirando. Cuando Damián, un antiguo compañero de clase, aparece en su trabajo para ofrecerle quince mil euros a cambio de acostarse con él durante sus vacaciones, Samuel se encuentra ante la encrucijada de decir que sí y perder su dignidad o negarse y vivir en la miseria. Tras muchas dudas, decide aceptar, pero no sabe que Damián guarda un oscuro secreto que podría ponerlo en peligro por el mero hecho de estar junto a él.
CAPÍTULO 1
Ahora ya puedo decir que he tocado fondo. ¡Oh, sí!, he caído tan bajo que, desde las profundidades en las que me encuentro sumergido, no se vislumbra ni un mísero rayo de luz. No exagero ni un poco. En los últimos años, lo he perdido todo: mi empresa, la casa, el coche, incluso a mi mujer. Sí, Irene se largó en cuanto nuestra cuenta corriente llegó a números rojos. En fin, supongo que no puedo culparla. Lo más inteligente es abandonar el barco cuando éste se hunde, y el mío fue un naufragio en toda regla. La pura verdad es que ella siempre ha sido muy lista, así logró cazarme en primer lugar. Aunque debo reconocer que su cuerpo de infarto, esas piernas larguísimas, su carita de ángel y aquella mirada de viciosa que sabía poner a voluntad también ayudaron lo suyo. Supongo que, en el fondo, me estuvo bien empleado por enamorarme con la vista de una mujer, diez años más joven que yo, que jugaba en una liga muy superior a la mía.
A pesar de todo, no me arrepiento. De mi matrimonio fallido me han quedado algunos gratos recuerdos y una niña de cinco años preciosa, Laura, que ha heredado todas las virtudes de su madre y algunos de mis muchos defectos. Solamente puedo verla dos fines de semana al mes. No es mucho, o mejor dicho, es una mierda. Pero mi precaria situación no me permite contratar a un abogado para pelear por la custodia porque tengo problemas mucho más urgentes, como comer todos los días o procurarme un techo sobre la cabeza.
Soy un hombre de cuarenta años que duerme en el sofá de un amigo, uno de los pocos que me quedan, y trabaja en un bar de mala muerte por las noches para ganar un mísero sueldo con el que voy tirando a duras penas. El problema es que la mujer de mi amigo empieza a estar harta de compartir su sala de estar conmigo y el contrato de camarero se me está terminando. Tengo quince días para encontrar otro trabajo y un lugar donde vivir. Pero mucho me temo que, salvo que ocurra algún milagro, lo más seguro es que acabe durmiendo en la calle como un vagabundo más. La verdad es que no es una perspectiva muy alentadora.
Por desgracia, la situación en España no está muy boyante que digamos en cuanto a empleo se refiere, y ya no hablemos de los precios de la vivienda. Si al menos tuviera un título universitario o hablase algún idioma, quizá podría emigrar a algún país más prospero que este, pero lamentablemente no es el caso. Como muchos otros de mi generación, dejé los estudios porque, en aquella época, había trabajo de sobra para todos. Sobre todo en el sector de la construcción, donde empecé currando como peón y terminé montando una empresa a medias con otro socio. Al principio nos fue bien, despegamos en poco tiempo, y en un par de años ya teníamos más de una veintena de empleados a nuestro cargo. No nos faltaban encargos y ganábamos más dinero del que podíamos gastar. Precisamente, fue en esa época cuando conocí a Irene y dejé a mi novia de toda la vida por ella. Sí, lo sé, soy un cretino y me lo tengo merecido, pero ahora ya no puedo hacer nada para remediarlo.
Cuando llegó la crisis las cosas empezaron a ir mal también para nosotros. De repente, pasamos de ganar dinero a raudales a perderlo de una forma vertiginosa: las obras escasearon y muchos clientes dejaron de pagarnos. Hasta que la situación se volvió insalvable y tuvimos que declararnos en quiebra. Vivimos de los ahorros mientras pudimos. Después, no tuvimos más remedio que vender todas nuestras propiedades hasta que ya no nos quedó nada que poder intercambiar por dinero. Miguel, mi socio, no pudo soportar la presión y se quitó la vida hace poco más de un año. Y yo, bueno, mentiría si dijese que la idea nunca se me ha pasado por la cabeza, pero creo que soy demasiado cobarde para llevarla a la práctica; además, tengo una hija por la que seguir luchando. Haría cualquier cosa por ella. Cualquier cosa.
Y eso me lleva al comienzo de mi historia porque resulta que sí hay algo que podría hacer para salir de la situación en la que me encuentro, pero a costa de perder la poca dignidad que me queda. Ya sé que la dignidad no te pone un plato de comida sobre la mesa ni tampoco sostiene un techo sobre tu cabeza, pero me pregunto si el precio a pagar no será demasiado alto. Podría aceptar y dejar que todos mis problemas se fuesen por el desagüe. Decir “sí” sería muy fácil y después no tendría que volver a preocuparme por el dinero en una larga temporada. Quince mil euros son quince mil razones muy poderosas para alguien en mi situación. No obstante, el escaso amor propio que aún me queda se niega a plantearse la idea como una posibilidad real, el simple hecho de pensar en ella hace que sienta una animadversión instantánea hacia el hombre que me la propuso. Y, sin embargo, la pura verdad es que, por más vueltas que le doy, no veo ninguna otra salida.
Todo empezó hace una semana. Como cada noche, estaba trabajando en el Búho Azul. Eran aproximadamente las tres de la madrugada y el local permanecía casi vacío, a excepción de los dos borrachos de siempre que ya solían encontrarse allí cuando yo llegaba y se quedaban cuando me relevaba el camarero del turno de la mañana. Entonces, entró él. Llamó mi atención de inmediato porque no se parecía en nada a la habitual clientela nocturna de aquel establecimiento de un barrio de mala muerte, compuesta por alcohólicos y pobres diablos que, como yo, no tenían dónde caerse muertos. No, él destacaba como un faro en la oscuridad. La ropa elegante y, a todas luces, carísima que llevaba, su altiva forma de mirar y aquella manera de caminar con tanta seguridad en sí mismo olían a dinero y poder para cualquiera que tuviese dos ojos en la cara. Al principio, no lo reconocí. Pensé que quizá se había perdido y entraba en el bar para pedir indicaciones, lo que no hubiese sido nada descabellado puesto que, a esas horas, no había muchos más sitios abiertos por la zona. Pero, para mi sorpresa, se sentó en la barra, me saludó con una sonrisa afable y pidió una marca de whisky de la que jamás había oído hablar.
—No importa, Samuel, sírveme lo que quieras —me dijo cuando le comuniqué que no teníamos ese whisky.
—¿Nos conocemos? —pregunté, contrariado.
—Fuimos compañeros de clase en el instituto. Soy Damián, ¿no te acuerdas de mí?
Me lo quedé mirando, boquiabierto. El Damián que yo recordaba de mi época de estudiante era un adolescente gordito, con gafas de culo de vaso y un empollón de manual del que todos solíamos reírnos por su aspecto físico y extrema timidez. Pero el hombre que tenía frente a mi era atlético, llevaba unas elegantes gafas de montura al aire y, desde luego, parecía cualquier cosa menos tímido, a juzgar por su escrutadora forma de observarme.
—¿Damián? Perdona, no te reconocía. Has cambiado mucho. Y para mejor por lo que se ve. —Él se rió.
—Sien embargo, tú estás exactamente igual. Parece que no pasan los años por ti.
—Sí que han pasado, créeme. Lo que sucede es que la iluminación del local es una mierda y disimula las arrugas —bromee—. ¿Qué es de tu vida?
—No me pudo quejar. Las cosas me van muy bien.
—Me alegro, hombre.
—Sin embargo, creo que tú no puedes decir lo mismo —me espetó de repente con una sonrisa de autosuficiencia en los labios—. Oí que, en estos últimos años, te has arruinado y que tu mujer te dejó.
—Parece que estás muy bien informado —respondí, molesto.
—De hecho, sí que lo estoy. No he entrado en este cuchitril en el que trabajas por casualidad. Sabía que te encontraría aquí.
—Ya veo. ¿Y a qué has venido? ¿A restregarme tu éxito por la cara? —pregunté sin poder disimular mi enfado—. ¿Aún me guardas rencor por lo que sucedió en el instituto? ¡Supéralo ya! No éramos más que críos.
—No, nada de eso. —Sus ojos se clavaron en los míos a través de los cristales de sus gafas—. He venido a hacerte una propuesta que podría solucionar todos tus problemas.
—¿Una propuesta? ¿Qué clase de propuesta?
—Dentro de una semana me voy de vacaciones a mi chalet de la playa. Estaré allí quince días y…
—¿Qué tiene eso que ver conmigo? —lo interrumpí.
—Quiero que me acompañes —concluyó—. Te pagaré quince mil euros, mil por día, por acostarte conmigo durante mis vacaciones.
—¿Es una broma?
—No, Samuel, hablo muy en serio. —Terminó su copa y se puso de pie mientras yo lo miraba boquiabierto e incapaz de reaccionar—. Tú piénsalo. Tienes una semana para decidirte. —Sacó un billete de cincuenta euros de la cartera y lo dejó sobre la barra, después me tendió una tarjeta con su número de teléfono—. Espero tu llamada. Quédate con la vuelta. —Y se fue.
Cogí el billete con la mano derecha y la tarjeta con la izquierda y me los quedé mirando, atónito. No daba crédito a lo que acababa de sucederme en ese bar. Un antiguo compañero de clase había aparecido de la nada para… para proponerme que le alquilase mi cuerpo a cambio de quince mil euros, como si yo fuese una especie de puta de lujo. Estaba tan enfadado que, al principio, ni siquiera reparé en que me había dejado cuarenta y cinco euros de propina. Al cabo de un rato, fui capaz de reaccionar y tiré la tarjeta a la basura y me guardé la vuelta en el bolsillo del pantalón. Pero antes de que terminase la noche algo me impulsó a recuperar su número de teléfono del cubo de los desperdicios. Quince mil euros eran mucho dinero, y más teniendo en cuenta mi situación. Él tenía razón, su propuesta podía solucionar todos mis problemas, pero… ¿A qué precio? A cambio de venderme como una vulgar mercancía.
Su tarjeta ha estado en mi cartera desde hace casi una semana. En ese tiempo, he cambiado mil veces de idea, he estado a punto de romperla y de llamarlo por teléfono en tantas ocasiones que ya he perdido la cuenta. El plazo que me dio para pensármelo se termina hoy y sigo sin saber qué hacer. En circunstancias normales, ni siquiera me plantearía esta locura, lo habría mandado a la mierda desde el mismo instante en que me lo propuso, pero estoy con el agua al cuello: me voy a quedar sin trabajo y sin un lugar donde vivir. Quince mil euros es mucho dinero, podría empezar de cero, quizá incluso luchar por la custodia de mi hija. No sé qué hacer. Estoy solo en el salón de mi amigo, sentado en el sofá con la televisión apagada. Llevo más de media hora con su tarjeta en una mano y mi teléfono móvil en la otra. He marcado el número una docena de veces y lo he borrado otras tantas.
No creo que pueda acostarme con él, ni siquiera me gustan los hombres. Si fuese homosexual, quizá me resultase más fácil. Es decir, Damián no es feo, tiene un buen cuerpo y parece un tipo limpio y elegante. Pero yo soy literalmente incapaz de imaginarme a mí mismo en la cama con alguien de mi mismo sexo. Y no será porque no lo haya intentado. Estos días le he dado tantas vueltas al asunto que hasta he intentado ver un video porno gay en internet para hacerme una idea de lo que me espera si acepto, pero me ha dado tan mal rollo que tuve que quitarlo a los dos minutos. Además, no sé cuáles son exactamente sus gustos, ¿y si intenta encularme? La idea me produce escalofríos. No sé ni por qué me estoy planteando esto. Debería haber dejado esa tarjeta en la basura y olvidarme del asunto en lugar de darle tantas vueltas.
Sin embargo, no puedo, tengo quince mil razones muy poderosas para pensar en el tema. Quizá si lo llamo y le pregunto qué quiere exactamente de mí me quede más tranquilo. Va a ser la conversación más surrealista que haya mantenido nunca, pero si ahora dejo pasar esta oportunidad puede que dentro de poco esté durmiendo entre cartones y preguntándome cómo habría sido mi vida si hubiese aceptado el dinero. Vuelvo a marcar el número y esta vez pulso la tecla de llamada. El teléfono suena tres o cuatro veces antes de que la voz de un hombre me responda al otro lado de la línea. Es él. Y tengo el corazón tan desbocado que da la impresión de que en cualquier momento se me vaya a salir por la boca. Estoy a punto de colgar cuando escucho mi nombre:
—¿Samuel?
—¿Cómo sabías que era yo? —pregunto, desconcertado.
—Esperaba tu llamada —se limita a decir, pero su respuesta no me convence demasiado—. ¿Vas a aceptar mi oferta?
—Aún no lo sé. Necesito que me resuelvas algunas dudas.
—Claro, pregunta lo que quieras y te responderé lo mejor que pueda.
—¿Por qué yo?
—¿Por qué no? Eres un hombre muy atractivo.
—Seguro que hay muchos hombres atractivos en la ciudad, respóndeme, ¿por qué yo?
—La verdad es que ya me gustabas en el instituto. Hay muchos caprichos que no podía permitirme entonces y que ahora sí, tú solamente eres uno más.
—¿Soy un capricho?
—Voy a pagar quince mil euros por ti, ¿tú qué crees?
—Aún no he aceptado.
—De acuerdo, ¿qué más quieres saber?
—¿Qué tendría que hacer exactamente? —Escucho una carcajada al otro lado de la línea—. A mí no me parece nada gracioso.
—Perdona, Samuel. No pretendía reírme de ti, es sólo que me ha hecho gracia esa forma tan directa de preguntarlo.
—¿Y bien?
—Pues, nada demasiado raro, soy un hombre con unos gustos sexuales bastante normales. Por eso puedes estar tranquilo.
—No creo que pueda hacerlo —digo, desmoralizado.
—Entonces, ¿por qué has llamado? —repone—. Tengo la impresión de que quieres aceptar, pero estás aterrorizado, ¿me equivoco?
—No, no te equivocas. Necesito el dinero, pero no voy a ser capaz de hacer lo que tú quieres.
—Eso no lo sabes. Aún no lo has intentado. Mira, te propongo una cosa, ¿por qué no vienes conmigo a mi chalet de la playa y vemos qué pasa el primer día? Si no te sientes cómodo, puedes irte sin ningún problema. No voy a retenerte contra tu voluntad.
—Yo… no…
—No tienes nada que perder y lo sabes.
—Supongo que no.
—Escucha, mañana enviaré un coche a recogerte. Si cambias de idea, estará en tu puerta sobre las nueve de la mañana, pero si decides no venir lo entenderé y no volveré a molestarte nunca más, ¿de acuerdo?
—Aún no te he dado mi dirección.
—No hace falta, sé que estás en la casa de tu amigo Tino.
—¿Cómo? ¿Cómo lo sabes?
—Soy un hombre con recursos —repone, burlón—. Si vienes, quizá te lo explique.
Después, me cuelga el teléfono, dejándome con la réplica en la boca. Hay algo en todo este asunto que no me da buena espina y no se trata sólo del sexo por dinero, que sinceramente también me preocupa lo suyo, pero además me resulta muy extraño que sepa tantas cosas sobre mí: me dijo que no entró en el Buho Azul por casualidad, venía buscándome a mí; estaba enterado de la quiebra de mi empresa y la ruptura con mi exmujer; e incluso sabía que duermo en la casa de Tino. ¿Cómo se ha enterado de todo eso? ¿Es que me ha estado investigando? Y si es así, ¿con qué propósito? Ni siquiera me ha dicho a qué se dedica para poder permitirse pagarle a un hombre quince mil euros por acostarse con él. No he sabido nada de Damián en décadas y, de repente, aparece de la nada y está completamente enterado de mi vida, mientras que él es toda una incógnita para mí. Esas dudas deberían ser razones más que suficientes para rechazar su oferta, porque está claro que hay algo muy extraño en ese hombre, pero a estas alturas ya estoy tan desesperado que tengo que agarrarme a un clavo ardiendo. O eso es lo que dice mi cabeza porque el resto de mi cuerpo rechaza la idea con una violencia salvaje.
CAPÍTULO 2
Son las nueve menos cinco de la mañana. Estoy en la calle con una maleta pequeña en la mano y mi maltrecha dignidad en la otra para entregársela a un hombre que pretende usarme como una vulgar mercancía. Sí, he decidido aceptar la oferta de Damián, o al menos voy a intentarlo, aunque no estoy muy seguro de hasta dónde podré llegar antes de que mi propio cuerpo se revele contra mi cabeza. Me he pasado la noche dándole vueltas al asunto, cambiando de idea mil veces, y he llegado a la horrible conclusión de que esta es la única salida que tengo. Un coche se detiene a mi lado, es un mercedes negro con los cristales tintados. El conductor, un armario empotrado con uniforme de chofer, sale para guardar mi equipaje en el maletero y abrirme la puerta trasera. Me saluda con exagerada pleitesía, dedicándome al mismo tiempo una mirada que no me gusta nada, con un aire burlón, como si supiera que no soy más que carne fresca para un ricachón con exceso de dinero y tiempo libre. O esa es la impresión que me da, quizá no sean más que imaginaciones mías, no he dormido nada y estoy muy susceptible. Le devuelvo el saludo y entro en el coche con cara de pocos amigos para encontrarme con la enorme sonrisa de Damián, quien también viaja en el asiento trasero. Hoy lleva una ropa más informal que la de la semana pasada, supongo que porque ya está de vacaciones, y el pelo canoso y algo desaliñado. Así se parece un poco más al Damián de mi adolescencia.
—Me alegro de que hayas decidido acompañarme —me dice sin perder esa desquiciante sonrisa suya y, por un momento, me entran ganas de darle un puñetazo en la boca para borrársela de una vez por todas.
—Todavía no sé si voy a quedarme —respondo, malhumorado, mientras me siento a su lado y me pongo el cinturón de seguridad.
—Bueno, espero que lo hagas, pero eres tú quien decide. No voy a obligarte a nada.
—Dijiste que si venía me dirías por qué sabes tantas cosas sobre mí.
—¿Eso dije? —pregunta, socarrón—. Pues, creo que he cambiado de idea: te lo contaré si al final te quedas.
—No estoy para bromas. —Este hombre me saca de quicio—. O me lo dices o me largo y no vuelves a verme.
—Vale, vale. No te enfades, Samuel. —Levanta las dos manos en señal de rendición—. Mira, no voy a mentirte, sé tantas cosas de ti porque te he investigado. Bueno, no yo, lo ha hecho gente que trabaja para mí.
—¿Cómo que me has investigado? ¿Por qué?
—Ya te lo dije: me gustabas en el instituto, solamente quería saber qué había sido de ti.
—¿Haces lo mismo con todos tus antiguos compañeros de clase?
—No, sólo contigo.
De repente, una atronadora alarma empieza a sonar dentro de mi cabeza. Este hombre no puede estar bien de la azotea. Ha indagado en mi vida para encontrar la forma de comprarme. ¿Qué tipo de persona hace algo así? Esto es sin lugar a dudas lo más siniestro que me ha pasado nunca. Debería bajarme del coche ahora mismo y volver a casa. Pero, ¿a qué casa? La triste realidad es que ya no tengo ningún sitio a donde ir. Esta mañana le he dicho a la mujer de mi amigo que me marchaba y ella se ha quedado pletórica de alegría, ni siquiera se ha molestado en preguntarme a dónde iba. No quiero ni imaginarme su cara si vuelvo a entrar por la puerta con la maleta. Por no hablar del trabajo, he tenido que dejarlo de un día para otro, ni que decir tiene que mi exjefe no se ha quedado demasiado contento conmigo. No, por mucho que me pese ya no puedo dar marcha atrás, solamente espero que Damián no esté tan loco como parece y que cumpla su parte del trato. Sólo tengo que aguantar durante quince días y después podré cambiar de vida.
—¿Cuánto hace que sabes de mí? —le pregunto.
—Apenas unas semanas. Me entristeció enterarme de lo mal que te han ido las cosas. Siempre he pensado que eres un triunfador. Has tenido mala suerte, nada más.
—Yo diría que a ti te ha venido muy bien mi mala suerte.
—No soy tu enemigo, Samuel —me suelta, mirándome fijamente—. Espero que los dos podamos divertirnos y disfrutar durante estas vacaciones. Al menos, yo voy a poner todo mi empeño en que así sea.
No puedo creer que hayamos tenido esta conversación delante del chofer. El tipo hace como si la cosa no fuese con él, pero acabo de sorprenderlo mirándome fijamente a través del espejo retrovisor. Ha apartado la vista en cuanto se ha dado cuenta de que lo había pillado, pero tengo la sensación de que sigue sonriendo. Para mi alivio, Damián no añade nada más y yo tampoco digo nada. Prefiero mirar por la ventanilla y contemplar como el paisaje va cambiando. Estamos abandonando la ciudad y pronto llegaremos a la costa. La buena noticia es que mi compañero de viaje tiene una casa allí. Siempre me ha fascinado el mar, me relaja escuchar el sonido de las olas al romper contra las rocas y sentir la brisa en la cara, es casi como un ansiolítico natural para mí. No sé si seré capaz de divertirme y disfrutar como pretende Damián, pero al menos estaré tranquilo cuando pueda escaparme a la playa. No hay mal que por bien no venga, supongo.
Me ha venido a la memoria el viaje de fin de curso que hicimos a terminar el instituto porque también fuimos a una ciudad costera. Recuerdo que mis amigos y yo nos sentamos en la parte de atrás del autobús y nos pasamos todo el viaje bromeando y riéndonos de cualquier cosa, felices y despreocupados de lo que pudiese depararnos el futuro. Por aquel entonces, Damián era de los que se sentaban solos en la parte delantera, que era la zona de los profesores. La verdad es que nunca fuimos demasiado simpáticos con él, pero en nuestra defensa debo decir que Damián era un chico muy raro: siempre con las narices metidas en los libros, sacaba las mejores notas de clase, tartamudeaba un poco al hablar debido a su extrema timidez y era un desastre en educación física por lo que nadie lo quería en su equipo cuando jugábamos al fútbol. Ahora que lo pienso, creo que no tenía ni un sólo amigo en el colegio.
En esa excursión hice algo de lo que no me siento orgulloso. En el hotel, nos distribuyeron en habitaciones de tres personas. Como nadie quería compartir cuarto con Damián, los profesores decidieron que se quedase con Tino y conmigo. Nosotros no estábamos conformes y protestamos delante de Damián, quien no dijo absolutamente nada, pero supongo que no pudo sentirse demasiado bien con semejante desplante. Sin embargo, los profesores no cedieron ante nuestras réplicas, nos recomendaron que maduráramos y nos obligaron a compartir la habitación con él. Tino y yo estábamos tan molestos que no le dirigimos la palabra en toda la semana. Nos dedicábamos a ignorarlo cuando estaba delante y a reírnos de él cuando se iba. Sí, reconozco que, en aquella época, era un poco idiota y me dejaba llevar por la presión del grupo, pero en mi defensa debo decir que no era más que un crío sin ninguna idea del mundo para el cual las opiniones de sus amigos eran la única doctrina a seguir. Uno aprende a pensar por sí mismo con los años y la experiencia, o al menos eso es lo que me ha pasado a mí.
Por aquel entonces, Damián era extremadamente tímido y no podía mantener el contacto visual con otra persona. Recuerdo que acostumbraba a agachar la cabeza cada vez que uno de nosotros entraba en el cuarto, como si nos tuviese miedo o algo así. Pero en cuanto te dabas la vuelta, podías sentir como clavaba sus ojos en ti. Reconozco que me ponía muy nervioso. Sobre todo cuando me desnudaba para entrar o salir de la ducha. Nunca se me ocurrió que pudiese ser homosexual, para mí era el rarito de clase y nada más. Ahora, viéndolo con perspectiva, supongo que se fijaba porque le gustaba verme sin ropa, aunque no se atreviese a hacerlo de frente y tuviese que esperar a que le diese la espalda.
No me puedo creer que ese chico introvertido y asustadizo de mi adolescencia se haya convertido en el hombre seguro de sí mismo que entró en el Buho Azul con el propósito de comprarme, el mismo que ahora viaja a mi lado en un mercedes de lujo conducido por un chofer… ¡Un jodido chofer! Me pregunto qué le habrá pasado para cambiar tanto y a qué demonios se dedica para haber conseguido llegar tan alto. Supongo que estudió, siempre fue muy inteligente. Pero aun así, no mucha gente puede pagar quince mil euros a un hombre por acostarse con él.
—No te he preguntado en qué trabajas —digo de una forma que pretende ser casual, pero la verdad es que no me apetece nada charlar con él, sólo quiero saber de dónde ha sacado tanto dinero.
—No, no lo has hecho —responde con una sonrisa burlona.
—¿Y bien? ¿Me lo vas a decir o qué? —Este hombre me pone de los nervios, parece que esté todo el rato burlándose de mí.
—Soy empresario. Es un negocio familiar.
—¿Qué tipo de negocio? —Por toda respuesta, Damián emite una sonora carcajada y se me queda mirando—. Supongo que no es asunto mío.
—No es eso, pero hoy no me apetece hablar de trabajo, ya estoy oficialmente de vacaciones.
Y otra vez mi alarma interna vuelve a sonar. Me pregunto si ese misterioso negocio del que no quiere decirme nada será algo legal. A mí me da la impresión de que no. Desde luego, eso explicaría el tren de vida que lleva. No hay muchas profesiones honradas que te permitan desembolsar tanta pasta por un mero capricho. En realidad, no debería importarme, lo que haga para ganarse el pan es asunto suyo. Yo con que me dé lo que me ha prometido me conformo. O eso es lo que pienso decirme durante el tiempo que esté con Damián, no quiero involucrarme en su vida más de lo estrictamente necesario. No es como si fuese a mantener una relación sentimental con él, ni siquiera tenemos por qué ser amigos. Se trata de una transacción mercantil, nada más. Aunque reconozco que sí tengo curiosidad. Mi antiguo compañero de clase es una auténtica incógnita para mí.
—Te va a encantar en sitio al que vamos —me dice, seguramente para cambiar de tema—. Es muy tranquilo y tiene unas vistas preciosas del mar y la playa…
Estoy alucinado en colores. En algún momento, la mano de Damián ha ido a parar a mi muslo y se ha quedado ahí, quieta. Él sigue hablando de las tremendas virtudes de su chalet, pero yo no me entero ni de la mitad de lo que dice, porque lo único en lo que puedo pensar es en ese contacto entre su piel y la mía. Me siento seriamente tentado a apartarla de un manotazo, y luego recuerdo que he venido aquí para eso. Supongo que él solamente está tomando posesión de lo que es suyo. Pero al menos podría haber esperado a que estuviésemos los dos solos para iniciar un acercamiento. El chofer puede vernos. Ya lo sorprendí antes espiando. No quiero ni imaginarme lo que estará pensando de mí. Podría decir que esto es lo más humillante que me ha pasado en mi vida, pero por desgracia no sería cierto, he tenido muchos momentos humillantes últimamente. Por eso estoy aquí. En fin, creo que será mejor que me vaya acostumbrando a esto porque, en cuanto lleguemos a nuestro destino, que me toque el muslo va a ser la menor de mis preocupaciones. No obstante, si reacciono así por un leve roce, no sé qué pasará cuando no haya ninguna ropa de por medio. Empiezo a pensar que he cometido un error garrafal viniendo. Debí quedarme con mi trabajo de mierda y el sofá de mi amigo, pero ahora eso ya no tiene remedio. Los he dejado atrás y ahora sólo puedo mirar hacia delante.
Al parecer, no soy el único en este coche que siente curiosidad porque los ojos del conductor vuelven a estar clavados en mí a través del espejo retrovisor, con la diferencia de que esta vez no los aparta cuando me doy cuenta. Parece que se está divirtiendo con mi situación, pero a mí no me hace ninguna gracia. No sé qué se le estará pasando por la cabeza y tampoco quiero saberlo. De todas formas, imagino que no será nada bueno. La escasa conversación que he tenido con Damián, hace un momento, ya es suficiente para dejar entrever mi vergonzoso papel en sus vacaciones. Además, es muy probable que no sea el primero que está en esta situación, lo más seguro es que este chofer entrometido ya haya transportado a muchos otros antes que yo. No obstante, no estoy aquí para aguantar miradas indiscretas de nadie, ya bastante tengo con lo mío, así que Damián va a tener que hacer algo con él.
—¿Puedes decirle a tu empleado que deje de mirarme? —le pido a mi antiguo compañero.
—Rodrigo, mantén la vista fija en la carretera. —No parece sorprendido al decirlo, como si la indiscreción de su chofer fuese algo que ocurre con frecuencia. Otra vez me pregunto dónde coño me estoy metiendo.
—Sí, señor. Disculpe. —Creo que acabo de ganarme un enemigo, pero me importa un bledo.
El resto del trayecto transcurre en silencio. Damián no ha vuelto a tratar de entablar conversación, y yo lo agradezco infinitamente. La situación ya es bastante incómoda sin necesidad de mantener una charla forzada sobre el tiempo u otra estupidez similar. Por otro lado, hace un buen rato que su mano abandonó mi pierna, lo que supone un pequeño alivio para mí. Tampoco he tenido que volver a aguantar las miradas entrometidas del chofer. Por todo esto, se podría decir que el viaje está siendo incluso agradable. Ya hemos llegado a la costa y el paisaje que alcanzo a ver desde mi ventanilla es precioso: el mar azul, las playas de arena blanca, el verde de los campos…
De repente, el mercedes se detiene junto a un enorme caserón de piedra, rodeado de altos muros. El conductor acciona un mando y un aparatoso portal blanco se abre para dejarnos paso. Accedemos al interior del amplio terreno que rodea la casa. Todo en el exterior está cuidado hasta el mínimo detalle: el camino que conduce a la entrada principal limpio y despejado, el césped del jardín recién cortado, los setos y los árboles podados con esmero. Sin duda, es un lugar espectacular. No obstante, cuando Damián mencionó un chalet en la playa, no me imaginaba que se refería a una mansión literalmente encima de la playa. Parece que se ha pasado la ley de Costas por el forro de los cojones o que ha untado a alguien importante para poder construir donde le diese la real gana. En fin, supongo que eso tampoco es asunto mío. Lo único que a mí debe importarme es que ya hemos llegado y es ahora cuando comienza mi pesadilla.
CAPÍTULO 3
El chalet de Damián es casi tan espectacular por dentro como por fuera. Está decorado con sumo gusto, con un estilo minimalista, y salta a la vista que todo lo que hay en esta casa es indecentemente caro. Mi antiguo compañero me ha guiado a través de las diferentes estancias, explicándome dónde está cada cosa, como si yo pudiese retener tanta información de golpe. Creo que durante los primeros días me perderé sin remedio. Ahora, nos encontramos en la que parece ser la última parada del recorrido: su habitación. Es un espacio amplio y acogedor, sin demasiados muebles ni ornamentos. No puedo evitar dirigir mi atención hacia el lecho, una sencilla cama de matrimonio, mientras él me habla. Porque ese es el lugar donde vamos a dormir y a… ¡Dios, no puedo ni decirlo! Pero, ¿qué coño estoy haciendo aquí?
—La tuya está enfrente —dice, cruzando el umbral para señalarme una puerta cerrada—. He pensado que te gustaría tener un poco de privacidad.
—Eso sería estupendo, gracias —le respondo de mala gana, al tiempo que giro el picaporte de la que será mi nueva habitación.
Entro en mi cuarto, seguido muy de cerca por Damián. Demasiado cerca para mi gusto. El tamaño y la decoración son muy similares a las de la suya, pero mientras que por su ventana se puede ver la playa, la mía da al jardín trasero, donde hay una piscina descomunal, a juzgar por lo que puedo ver desde aquí. La verdad es que no entiendo para qué narices quiere una piscina teniendo el mar tan cerca, como tampoco comprendo por qué alguien pagaría tanto dinero por algo que puede conseguir gratis con tan sólo chasquear los dedos. Supongo que no son más que las excentricidades de un hombre al que le sobra el dinero y no sabe qué hacer con él. En fin, eso tampoco es asunto mío. Lo único que a mí debe importarme es que tengo mi propia habitación. No creo que Damián alcance a imaginarse lo profundamente aliviado que me siento. Contar con un lugar en el que poder esconderme para estar solo de vez en cuando puede ser lo único que me mantenga un poco cuerdo durante estos quinces días. Por un momento, había llegado a pensar que tendría que dormir con él todas las noches, y esa simple idea ya me estaba trastornando.
—¿Te gusta? —me pregunta mi antiguo compañero de clase con una enorme y desquiciante sonrisa en los labios, a lo que yo asiento sin demasiado entusiasmo—. De acuerdo. Entonces, te dejo para que te instales y descanses un poco. Rodrigo traerá tu equipaje enseguida. —¿El chofer cotilla? ¡Lo que me faltaba!—. Vendré a buscarte sobre las dos para comer juntos, ¿vale?
—Vale.
Sé que no soy demasiado elocuente con mis respuestas, pero la pura verdad es que no me apetece nada hablar con él. Quizá suene injusto, pero no puedo evitar odiarlo por la situación en la que me ha puesto. No obstante, si Damián se da cuenta, no lo demuestra y sale de la estancia sin perder la sonrisa, dejándome solo, momento que yo aprovecho para explorar un poco más a fondo la que será mi nueva habitación. Abro el armario y los cajones de las mesillas sin saber qué busco y sin encontrar absolutamente nada, ni siquiera polvo. Después, cruzo un umbral que da a un pequeño, pero lujoso cuarto de baño privado.
Me quedo parado frente al espejo del lavabo y la imagen que me devuelve no es demasiado halagüeña que digamos: estoy pálido y ojeroso, tengo un aspecto muy cansado, el pelo lleno de canas y mis habituales arrugas de expresión se marcan un poco más de la cuenta hoy. Esta semana casi no he dormido por culpa de estar dándole vueltas a la propuesta de Damián y eso me ha pasado factura. No entiendo por qué alguien querría pagar por mí, no soy precisamente un chaval y mi aspecto físico ya no es el que era hace veinte años. Es decir, tampoco me considere feo, creo que me conservo bien para la edad que tengo, pero seguro que hay por ahí un montón de veinteañeros con problemas económicos a los que mi antiguo compañero podría comprar. Entonces, ¿por qué yo? ¿Porque le gustaba en el instituto? ¡Es ridículo! Han pasado décadas desde entonces.
Miro el reloj. Son las doce menos diez. Quizá pueda echarme una pequeña cabezada antes de que mi nuevo dueño venga a buscarme para comer. Estoy desabrochándome los vaqueros cuando alguien llama a la puerta. Es el chofer que trae mi maleta. La deja caer en el suelo bruscamente y luego me mira de arriba abajo con una expresión socarrona en la cara, casi como si me estuviese retando o algo así. En serio, ¿qué coño le pasa a este tipo? Es la primera vez en mi vida que lo veo y parece como si él tuviese algo contra mí. Su animadversión podría deberse a que, en el coche, lo dejé quedar mal delante de su jefe, pero esa mirada es la misma que me dedicó nada más llegar. Es obvio que sabe algo, quizá incluso esté enterado de todo mi trato con Damián y piense que no merezco ningún respeto por venderme como una vulgar mercancía. O puede que sólo sea mi imaginación y mi falta de sueño jugándome malas pasadas. ¿Me estaré volviendo paranoico?
—Gracias —digo recogiendo mi equipaje del suelo para dejarlo sobre la cama.
—¿El señor desea algo más? —Otra vez me parece percibir un tono burlón en su voz, sobre todo al decir la palabra “señor”.
—No, puedes irte.
Elijo tutearlo, al igual que hace Damián, para recordarle que no es más que un empleado, pero él ni se inmuta y sale de la estancia sin perder ese aire chulesco suyo. Definitivamente, no son imaginaciones mías, este tipo tiene algo real contra mí. En fin, supongo que es su problema. Tengo preocupaciones mayores que la estupidez de ese armario empotrado con uniforme de chofer. No voy a caer en sus provocaciones, no es mi estilo. Pienso ignorarlo, y ya se cansará cuando vea que no le hago caso. Decido no dedicar ni un minuto más a pensar en él y deshago mi equipaje. No he traído muchas cosas, sólo algo de ropa y un neceser con productos de aseo, así que no tardo demasiado en colocarlo todo en el armario y en el cuarto de baño. Después, me desvisto y me meto en la cama. Espero poder conciliar el sueño porque llevo días sin dormir en condiciones, y lo necesito desesperadamente.
Las dos horas pasan rápido. Demasiado rápido. Parece que acabo de cerrar los ojos cuando Damián llama a la puerta y entra en mi habitación sin esperar a que yo le dé permiso. No lo necesita, después de todo está en su casa. Abro lo párpados muy despacio y me lo quedo mirando, somnoliento. Él curva las comisuras de los labios en una amplia sonrisa y me da los buenos días con un tono socarrón. Me pregunto por qué narices estará siempre de tan buen humor, resulta de lo más irritante. Siento la enorme tentación de decirle alguna grosería que borre esa felicidad de su cara, pero me contengo porque no sería nada apropiado.
—¿Qué te hace tanta gracia? —inquiero en lugar de soltarle los improperios que rondan por mi cabeza.
—Nada. Simplemente, creo que estás muy atractivo recién levantado —me suelta, risueño, y yo me quedo sin palabras, abro la boca para decir algo y vuelvo a cerrarla al momento, es la primera vez que me piropea un hombre y no sé cómo reaccionar—. Siento despertarte, pero ya van a servirnos la comida. He pensado que hoy sería mejor quedarnos en casa para tener más privacidad y poder hablar tranquilos. Hay algunos temas que es preciso aclarar desde el principio. Los demás días podemos ir a un restaurante que está cerca de aquí en el que se come muy bien. ¡Venga, vístete que se nos enfría la carne!
Obedezco sin rechistar y salto de la cama. Solamente llevo puestos los calzoncillos y me siento bastante incómodo al notar su mirada escrutadora sobre mi piel. No exagero nada al afirmar que me está comiendo con los ojos. Su vista se pasea por cada palmo de mi anatomía, sin una pizca de disimulo, hasta que me pongo la ropa que he dejado sobre una silla. ¡Ya podría cortarse un poco! Después, lo sigo por el laberintico pasillo hasta el comedor, donde la mesa ya está puesta con mucho mimo y elegancia. Nos sentamos, uno frente al otro. Poco después, una señora mayor, vestida de riguroso negro, nos trae una fuente descomunal de chuletitas de cordero a la plancha con patatas asadas. Hace tiempo que no tomo una comida en condiciones y esa carne tiene una pinta deliciosa. Se me hace la boca agua. Damián abre una botella de vino tinto, un rioja por lo que puedo leer en la etiqueta, y me sirve una copa a mí y otra para él. Y se me queda mirando, otra vez.
—¿Te gusta el cordero? —pregunta.
—Me encanta. —Y para demostrarlo me sirvo una ingente cantidad de chuletitas y patatas en el plato.
—Me alegro. —Suelta una sonora carcajada—. Espero que no te quedes con hambre.
—¿Siempre eres tan… alegre?
—No, para nada. En realidad, soy una persona muy seria. Pero estoy feliz por tenerte aquí. —Eso sí que no me lo esperaba. Otra vez me he quedado sin palabras—. No estaba seguro de que fueses a aceptar acompañarme y cuando me llamaste me diste una alegría muy grande.
—Sabes que todavía no he decidido si voy a quedarme, ¿verdad?
—Lo sé. Y por eso tenemos pendiente una conversación. Debemos aclarar algunas cosas para que puedas decidir con conocimiento de causa.
—Te escucho.
—Bueno, es algo incómodo, pero también necesario. Hay que hablar de lo que vamos a hacer en la cama.
—¿Puedes esperar a que termine de comer? No quiero atragantarme.
—No hay problema —responde entre carcajadas—. ¿Sabes?, no tienes por qué estar tan tenso.
—Para ti es fácil decirlo, no eres tú el que está vendiendo su alma al diablo.
—¿Soy el diablo? —pregunta, burlón.
—Para mí sí.
—¡Vaya! Me han llamado muchas cosas en mi vida, pero es la primera vez que me comparan con el demonio. Veo que no tienes muy buen concepto de mí.
—En realidad, no te conozco. Han pasado muchos años desde la última vez que nos vimos y ya no éramos muy cercanos en el instituto. Lo único que sé de ti es que estás dispuesto a pagarme una cantidad indecente de dinero por hacer algo más indecente todavía. Y que me ha hecho investigar, no olvidemos eso.
—Bueno, esto último tiene una explicación.
—¿Sí? ¿Y cuál es? Me encantaría oírla.
—Hace algunos meses me encontré con un antiguo compañero de clase nuestro y le pregunté por ti. Me explicó tu situación a grandes rasgos, pero no podía creerlo y quise asegurarme de que todo era verdad. Por eso hice que indagaran sobre ti. Cuando me lo confirmaron, me entristeció bastante. Como ya te dije, siempre he pensado que eras un triunfador. Creo que solamente estás pasando una mala racha.
—¡Qué gilipollez! Si fuera un triunfador, no estaría aquí —respondo, cortante.
Damián me observa en silencio. Parece que por fin se ha quedado sin palabras. Sé que debería hacer un esfuerzo por ser más agradable con él, pero no puedo remediarlo, estoy demasiado resentido para mantener una amena charla de mesa. La verdad es que no entiendo por qué me tolera esta actitud, si yo estuviese en su lugar no le consentiría ni la mitad de desplantes de los que yo le dedico. No tuvo problemas para poner al chófer en su lugar cuando éste se extralimitaba en sus funciones. Entonces, ¿por qué conmigo es diferente? Después de todo, no soy más que otro empleado.
—Sé que estás enfadado —me suelta de repente—. Pero recuerda que has venido por tu propia voluntad, yo no te he obligado a nada. Eres libre de marcharte si quieres. Pero si decides quedarte, vas a tener que cambiar de maneras. He venido para relajarme, no para pelearme con nadie y menos contigo que vas a cobrar por estar aquí —Parece que por fin ha sacado el genio.
—Lo siento —No puedo creer que me esté disculpando, pero lo cierto es que tiene razón, mi comportamiento no hace más que empeorar las cosas para mí—. Si estoy tan irascible es porque tengo miedo.
—Ya lo sé, Samuel —dice alargando la mano sobre la mesa para coger la mía—. Pero si me das una oportunidad, te demostraré que no tienes nada que temer conmigo.
—¿Qué compañero? —pregunto, apartando la mano de la forma más sutil que puedo.
—¿Cómo?
—Dijiste que te encontraste a un antiguo compañero que te habló de mí. ¿Quién fue?
—Ah, fue Tino. —Está mintiendo. Tino me lo habría dicho. Pero, ¿por qué? ¿qué me está ocultando?
CAPÍTULO 4
Damián me ha mentido. Me aseguró que se había encontrado a Tino y que éste le había hablado de mi situación económica, pero me cuesta mucho creer que él no me dijese nada al respecto. Somos amigos desde que éramos niños y siempre nos lo hemos contado todo. Además, estaba viviendo en su casa, razón por la cual nos veíamos todos los días. Tuvo muchas ocasiones para contármelo y nunca lo hizo. Por otro lado, Tino y Damián nunca fueron muy cercanos en el instituto. Y me cuesta mucho creer que, de repente, se pusiesen a hablar de sus vidas, y de la mía de paso, como si fuesen dos viejos amigos que se reencuentran después de mucho tiempo. No puedo evitar preguntarme qué está tramando Damián. Tengo la impresión de que debajo de todas esas capas de amabilidad y simpatía que me muestra esconde algún secreto oscuro. La forma en la que ha vuelto a entrar en mi vida de repente con esa obscena proposición, sabiéndolo todo de mí, me hace sospechar sobre sus verdaderas intenciones. No sé, pero hay algo en él que no termina de gustarme. Podrían ser paranoias mías, pero lo cierto es que no lo creo. Estoy casi seguro de que oculta algo. Pero, ¿qué? Mi antiguo compañero de clase es todo un misterio para mí.
—Es muy raro porque Tino no me contó nada —dejo caer.
—¿No? —pregunta poniendo cara de inocente. ¡Será falso!
—¿Cuándo pasó eso exactamente?
—No lo sé, hace unos meses. Estábamos comiendo en el mismo restaurante, Tino con su mujer y yo con unos clientes. Cuando lo vi, me acerqué a su mesa para saludarlo. Él no se acordaba de mí hasta que le expliqué quién era y, al igual que tú, se sorprendió bastante por mi cambio físico. No hablamos mucho porque yo tenía que volver a mi sitio para atender a mis invitados, me dio tiempo a preguntarle por ti y poco más. Quizá no le dio importancia y por eso no te lo contó. Tuve la impresión de que solamente hablaba conmigo por compromiso. Después de todo, nunca llegamos a intimar demasiado en el instituto.
—Eso es cierto —reconozco, pensativo—. Puede que se olvidase. —No me convence del todo, pero es una explicación plausible. Me doy por satisfecho, al menos por el momento.
—Es lo que yo creo.
—La verdad es que no me extraña nada que Tino no te reconociese al principio. Has cambiado mucho.
Tengo ganas de preguntarle cómo demonios lo ha hecho, pero no me atrevo. Podría sonar un poco impertinente por mi parte. Aunque, la verdad, no sé por qué coño me preocupa ser impertinente a estas alturas, después de todos los cortes que le he dado hoy. Quizá su pequeña “bronca” de antes haya servido para ponerme en mi sitio. No puedo olvidar el papel que cumplo en esta historia.
—Sí, es cierto —afirma con una sonrisa— En la universidad, decidí que necesitaba hacer un cambio radical en muchos aspectos de mi vida, incluido el físico. Empecé a hacer deporte, cambié mi dieta… Eso me resultó relativamente fácil. Lo más complicado fue vencer mi timidez. Siempre me ha costado mucho relacionarme con otra gente y tenía que corregirlo si quería prosperar y ser alguien. Así que me forcé a mí mismo a salir del cómodo caparazón que me había creado durante toda mi infancia y adolescencia. Y poco a poco, lo fui consiguiendo. O al menos fingí hacerlo y el resto del mundo se lo creyó.
—La verdad es que ahora pareces un hombre muy seguro de ti mismo.
—¿Te cuento un secreto? No lo estoy en absoluto. No es más que una puesta en escena muy elaborada para esconder una tremenda inseguridad, porque en los negocios no está bien vista.
—Pues finges jodidamente bien. —Teniendo en cuenta que, en el instituto, tartamudeaba al hablar, yo diría que ha andado un largo camino.
—Tengo mucha práctica.
Nos quedamos mirando durante unos segundos, sus ojos azules clavados en los míos a través de las gafas con montura al aire. Damián sigue sonriendo, pero ahora ese gesto parece algo melancólico, como si llevase una terrible carga sobre sus hombros. Me pregunto con qué otras cosas tendrá que fingir, aparte de su timidez, para sobrevivir en el mundo de los negocios, sean cuáles sean estos. No sé, es posible que oculte su homosexualidad. Este país ha avanzado mucho en cuanto a los derechos del colectivo LGTBI, pero es indudable que la homofobia persiste aún en nuestros días. Yo mismo he hecho chistes sobre el tema o me he reído de las gracias de otros, más por ignorancia que por maldad. Debo aclarar que no me considero una persona intolerante, pero la verdad es que esta es la primera vez que tengo algún tipo de relación con un hombre gay, al menos que yo sepa. No puedo ni alcanzar a imaginarme lo que puede suponer fingir ser algo que no eres, solamente porque la sociedad no te vería con buenos ojos. Debe ser una experiencia terrible. Ahora mismo, aunque me fastidie, estoy experimentando cierta empatía por Damián.
No puedo evitar sentir remordimientos por lo mal que mis amigos y yo nos portamos con él en el instituto. Lo juzgamos por las apariencias y nunca le dimos la oportunidad de demostrarnos cómo era realmente. Quizá, si hubiésemos sido menos superficiales, habríamos tenido la oportunidad de conocer a una buena persona. Eso suponiendo que realmente sea buena gente, aún no estoy muy seguro. Hay muchas cosas de él que no terminan de cuadrarme. No obstante, eso no me exculpa de mi comportamiento en esa época. Recuerdo una vez en la que tuvimos que hacer un trabajo para historia. Nos emparejaron por orden de lista y a mí me tocó con Damián. También en esa ocasión le protesté a la profesora y, al igual que en la excursión de fin de curso, ésta no me hizo ningún caso. Aún me acuerdo de las burlas y las risas que mis amigos me dedicaron por tener que hacer el trabajo con el rarito de la clase y lo avergonzado que me sentí yo. Estaba tan enfadado que les aseguré a todos que prefería suspender la asignatura antes de trabajar con Damián. No alcanzo ni a imaginar lo que se le pudo pasar a él por la cabeza ante semejante desplante, pero como siempre no dijo nada. Se limitó a entregar el trabajo a la semana siguiente con los nombres de los dos en la portada. El primer y único sobresaliente que saqué en mi vida. Nunca supe por qué lo hizo ni tampoco se lo pregunté. A pesar de haberme salvado el culo, continué ignorándolo. Ahora, sé que le gustaba, pero no logro comprender cómo podía atraerle una persona que lo trataba tan mal. No tiene ningún sentido para mí.
—¿Qué tal estaba el cordero? —me pregunta al ver que he limpiado mi plato.
—¡Cojonudo!
—Me alegro. —Se ríe—. ¿Quieres más?
—No, estoy lleno.
—Entonces, tenemos una conversación pendiente, ¿no te parece?
—¿Y si lo dejamos para después del café?
—Por mucho que lo pospongas, la situación no va a cambiar, Samuel. De verdad creo que tenemos que hablar del tema. Créeme, a mí este asunto también me incomoda. Yo preferiría omitir la parte de la charla e ir directo al tema, pero me parece que tú necesitas marcar unos límites.
—Supongo que sí —digo, dándome por vencido—. ¿Y cuáles serían esos límites?
—Bueno, hay algunas cosas que para mí no son negociables y otras que podemos discutir si tú quieres.
—Empieza por lo que no es negociable. —Trago saliva.
—Por ejemplo, la penetración.
—Quieres encularme. —No es una pregunta, pero Damián asiente de todos modos. Ahora mismo, tengo el corazón tan acelerado que da la impresión de que vaya a salírseme por la boca en cualquier momento—. ¿Y yo a ti? —¡Como si eso fuese físicamente posible! Dudo mucho que se me empalme.
—Esa parte es negociable. A mí no me importaría, pero eres tú quien decide si quieres hacerlo o no.
—No puedo —murmuro, levantándome tan rápido de la silla que estoy a punto de hacerla caer.
—No importa. Ya te expliqué que no es imprescindible.
—No, no lo entiendes. Lo que digo es que no voy a ser capaz de acostarme contigo. Esto ha sido terrible un error... No debí venir aquí. Tengo que marcharme ahora mismo. —Trato de inspirar y es como si el aire se perdiese por el camino y no llegase a mis pulmones. Estoy sufriendo un ataque de ansiedad. O eso creo, es la primera vez en mi vida que me pasa algo así.
—Tranquilízate, Samuel. —Damián rodea la mesa para venir a mi encuentro, pero se queda a una distancia prudencial, supongo que para no alterarme más—. Sé que estás asustado, pero ya te dije que no tienes nada que temer conmigo. Voy a tratar de que esto sea placentero para los dos.
—¿Placentero? —repito, indignado—. ¿Cómo cojones me va a resultar placentero que me metan una polla por el culo?
—¡Oh, te sorprenderías! —Parece que se esté divirtiendo.
—¿Te hace gracia?
—No. —Sí que se la hace, no hay más que verle la cara—. Es sólo que tu inexperiencia me resulta muy excitante.
—En pocas palabras, te pone que esté acojonado. —De repente, tengo unas ganas irrefrenables de darle un guantazo. Se salva porque todavía me cuesta un poco respirar de forma normal y eso provoca que no tenga energías para pegar a nadie.
—Me pones tú, dejémoslo así.
—Mira, creía que podría hacer esto, pero me estoy dando cuenta de que me equivoqué. Lo mejor es que me vuelva a casa y tú disfrutes de tus vacaciones con alguien que sí pueda corresponderte. Siento haberte hecho perder el tiempo —explico de forma entrecortada por la falta de aire.
—¿A qué casa vas a volver? ¿Al sofá de tu amigo? ¿A ese bar de mala muerte en el que trabajabas? —Eso es lo que yo llamo un golpe bajo—. Te estoy dando la oportunidad de empezar de nuevo, de sobreponerte a tu racha de mala suerte y recuperar tu vida de antes. ¿Vas a abandonar a la primera de cambio por un miedo estúpido?
—¿Y si llegado el momento no puedo hacerlo?
—Si no lo intentas, nunca lo sabrás.
Esa es la cuestión, no quiero intentarlo. Sin embargo, no veo otra alternativa. Podría regresar y quedarme con mi dignidad intacta. Pero de la dignidad no se come ni tampoco te procura un techo sobre la cabeza. Si vuelvo ahora, no tendré nada, menos incluso que antes de irme. Entonces, ¿qué otra opción me queda? La respuesta es tan simple como aterradora: permanecer aquí, vencer mis temores y permitir que este hombre del que no me fio ni un poco haga conmigo lo que quiera. Incluso si pretende ensartarme como un pincho moruno. ¡Dios, qué horror!
—Perdona, creo que me he dejado llevar por el pánico —me disculpo—. Ya estoy más tranquilo. Voy a quedarme, si a ti te parece bien.
—Por supuesto que sí. Te prometo que voy a hacer todo lo que esté en mi mano para que te sientas cómodo.
Damián cruza los dos pasos que nos separan y se queda frente a mí. Su cara está a escasos centímetros de la mía y tengo la impresión de que quiere besarme. ¡Mierda! ¿Y ahora qué hago? Levanta los brazos para rodearme el cuello y se pega un poco más a mi cuerpo hasta que nuestras bocas se encuentran. Puedo sentir el calor y la humedad de sus labios contra los míos y la punta de una lengua que pugna por abrirse paso en mi interior. Me quedo paralizado y sin saber cómo reaccionar. ¡Tengo la jodida lengua de un hombre dentro de la boca! Esto es lo más surrealista que me ha pasado en la vida.
—¿Podemos prescindir de los besos?
—Los besos no son negociables. He esperado muchos años para hacer esto —murmura contra mis labios antes de volver a besarme.
CAPÍTULO 5
¡No me lo puedo creer! Estoy besando a un hombre, o mejor dicho, él me está besando a mí. La verdad es yo sólo acierto a corresponder con timidez e inseguridad, mientras sus labios ávidos se restriegan contra los míos. Su lengua penetra en mi boca de forma autoritaria y yo tengo que hacer un esfuerzo sobrehumano para no apartar a Damián de un empujón y salir corriendo. En lugar de eso, acerco la punta de mi lengua a la suya y dejo que él me marque el ritmo, como si esta fuera mi primera vez. Y en cierto modo lo es. Sus brazos, que antes rodeaban mi cuello, han descendido ahora hasta mi cintura y me tienen firmemente aferrado contra su pecho, al tiempo que los míos caen laxos a los costados. He cerrado los ojos para evadirme de esta desagradable situación, pero puedo sentir la firmeza pétrea de su torso contra el mío y como ciertas zonas de su anatomía se van endureciendo con el contacto. ¡Tiene una jodida erección! O al menos el principio de una.
Es difícil describir lo que estoy sintiendo. Mi mente se ha quedado en blanco y apenas sí puedo sostenerme sobre mis piernas. Parece como si hubiera perdido todo rastro de voluntad y me hubiese convertido en un muñeco de trapo que se deja hacer de todo sin oponer resistencia. Sin lugar a dudas, esta sensación de impotencia es lo más horrible que he experimentado en mi vida y me temo que no será la última vez que la sufra durante los quince días que permaneceré en esta casa. Me pregunto si habrá algo peor y, al mismo tiempo, no quiero saber la respuesta.
Alguien carraspea a mi espalda. Damián rompe el beso, separándose de mí, y yo aprovecho para darme la vuelta y comprobar de dónde viene ese sonido. Es la señora mayor, vestida de riguroso negro, que nos ha servido la comida. Está de pie en el umbral con el rostro impertérrito. A pesar de su impasibilidad, soy consciente de que lo ha visto todo y, para ser sincero, ahora mismo tengo ganas de que me trague la tierra. ¡Dios, qué vergüenza! No puedo creer que Damián haya hecho esto en un lugar donde puede vernos el servicio. ¿En qué coño estaba pensando? Bueno, a juzgar por la erección en sus pantalones, supongo que simplemente no usaba la cabeza. Imagino que yo haría lo mismo si estuviese con una mujer a la que deseo. Es raro encontrarse en el otro extremo, pero no me va a quedar más remedio que acostumbrarme.
—¿Habéis terminado de comer? —pregunta ella, disponiéndose a retirar los platos vacios.
—Sí, puedes llevártelo todo —responde mi antiguo compañero de clase, dedicándole una sonrisa afectuosa a su criada—. Estaba delicioso.
—He hecho tu postre favorito: natillas caseras.
—Gracias, Manuela... ¡Eres la mejor! Sabes cómo malcriarme —Ella le devuelve la sonrisa, satisfecha—. ¿Tú quieres natillas? —me pregunta.
—No, gracias. Con un café me conformo, gracias.
Soy consciente de que he repetido innecesariamente la palabra “gracias”, pero me siento tan violento por la situación que no sé ni dónde meterme, lo que contrasta con la absoluta serenidad de Damián. Sin embargo, Manuela no parece notar mi vergüenza o hace como si no se diese cuenta, que para el caso es lo mismo, y asiente antes de desaparecer tras la puerta de la cocina. Damián me mira con interés, como si no comprendiese el motivo de mi azoramiento y luego vuelve a su silla. Decido imitarlo y nos quedamos frente a frente, observándonos en silencio, tras ese extraño y turbador beso.
—Será mejor posponer lo que teníamos entre manos por lo menos hasta que terminemos de comer o Manuela se enfadará si no pruebo sus natillas —me dice, supongo que para romper el hielo. Por mí puede posponerlo indefinidamente si quiere, no tengo ninguna prisa por retomarlo—. Manuela lleva conmigo desde que era un niño, es como una segunda madre para mí.
—Ha sido un poco incómodo que nos pillase in fraganti . En adelante, preferiría que reserves tus… “acercamientos” para cuando estemos solos.
—Samuel, estoy en mi casa. No quiero tener que andar escondiéndome como si estuviese cometiendo un crimen. De todas formas, no tienes que preocuparte por ella, es muy discreta. Fue la primera persona a la que le hablé sobre mi orientación sexual cuando era un adolescente. Ella me dio el apoyo que no tuve en mis padres.
—¿Ellos no se lo tomaron bien?
—En realidad, nunca llegaron a saberlo. Mi padre era un hombre muy conservador y mi madre siempre hacía todo lo que él le decía. Sabía que les daría un disgusto terrible si les contaba que era homosexual, así que lo fui postergando. Pasaron los años y jamás encontré el momento adecuado para hablar con ellos del tema. Al final, murieron en un accidente de coche y ya no tuve oportunidad.
—Vaya, lo siento. Es una historia muy triste
—No me malinterpretes, fueron unos padres maravillosos. Eran justos y afectuosos. Su único defecto era que tenían una mentalidad algo cerrada. No obstante, debo reconocer que mi padre me enseñó todo lo que sé sobre la vida y los negocios. Y si hoy soy alguien es gracias a él.
—Yo no tengo muy buena relación con los míos, aunque supongo que eso ya lo sabes porque me has investigado.
—En realidad, sí.
—Lo imaginaba.
—Aunque no sé mucho más sobre el tema. Me preguntaba por qué no les pedías ayuda.
—Supongo que por orgullo. Mi padre nunca ha aprobado nada de lo que he hecho y no quería demostrarle que tenía razón sobre mí. Siempre fui un poco rebelde y no hacía caso a nada de lo que me decía. Él quería que fuese a la universidad, pero yo nunca fui un buen estudiante y decidí ponerme a trabajar. No hace falta decir que no se lo tomó muy bien. Después, les di otro disgusto cuando dejé a mi novia de toda la vida, a la que adoraban, por otra chica que no les caía demasiado bien. La llamaban la “buscavidas” porque creían que sólo estaba conmigo por mi dinero, y supongo que tenían razón porque me dejó en cuanto me quedé sin nada. Mis padres ni siquiera asistieron a mi boda. Desde entonces, apenas nos hablamos. Casi no han visto a su nieta en cinco años.
—Sé que no es asunto mío, pero creo que deberías dar el primer paso para reconciliarte con ellos. No sabes el tiempo que van a vivir y sería muy triste que los perdieras sin haber tenido la oportunidad de hacer las paces. Yo haría lo que fuera por volver a tener a mis padres conmigo. Es muy duro estar solo.
—Puede que tengas razón. Mi padre y yo somos igual de orgullosos y cabezones. Sé que él no va a dar el primer paso, así que debo hacerlo yo, pero me da mucha vergüenza volver arrastrándome ahora que estoy en la ruina. Lo que tengo muy claro es que no voy a pedirles nada, antes prefiero… follar por dinero. —No me puedo creer que le haya contado todo eso a un desconocido, pero, para mi sorpresa, me estoy dando cuenta de que Damián tiene algo que hace que sea muy fácil hablar con él.
—Debo admitir que es una suerte para mí. —Se ríe—. Pero, hazme caso, no lo pospongas demasiado. Después, podría ser demasiado tarde.
—Tal vez vaya a hacerles una visita cuando vuelva a la ciudad.
Manuela vuelve a entrar en el comedor con las natillas de Damián en una mano y mi café en la otra. Nos sirve con esa pulcra profesionalidad que sólo dan los años y la experiencia y regresa por donde ha venido. Debo admitir que es muy refrescante que alguien del servicio no me esté mirando como si fuera un fenómeno de circo en una exposición. Me cae bien esta señora. Mi antiguo compañero de clase saborea sus natillas con cara de satisfacción y yo revuelvo mi café para que se enfríe. De repente, el teléfono móvil de Damián suena y, al momento, le cambia el semblante. Parece molesto por la interrupción. Se levanta de la mesa y abandona la estancia.
—Espero que sea importante —le oigo decir mientras atraviesa el umbral—. Te dije que no me llamases a menos que… —Y ya no escucho nada más.
Damián me deja solo durante más de media hora. No sé de qué se tratará esa conversación, pero, a juzgar por la tardanza de mi excompañero de clase, debe ser algo importante. Hace rato que terminé el primer café y tomo una segunda taza cuando Manuela viene a ofrecérmela. Después, me quedo sentado en mi silla, mirando al vacío, sin saber qué hacer ni a dónde ir. Soy un mero invitado en esta casa y no me parece correcto deambular por ahí sin la supervisión de su dueño. A ver si vuelve de una vez por todas. No es que tenga prisa por retomar el beso que dejamos a medias antes del postre, pero reconozco que me estaba sintiendo a gusto con la conversación que mantuvimos justo después de eso. Era la primera vez que tenía la impresión de que había un punto de encuentro entre nosotros dos. No obstante, tengo muy claro que no quiero ser su amigo. La situación ya resulta bastante complicada sin añadirle ningún tipo de relación personal a la ecuación. Al fin, Damián regresa al comedor, pero su perpetua sonrisa se ha transformado en una mueca de desagrado. Parece que esa larga conversación lo ha dejado de muy mal humor. Es la primera vez que lo veo tan molesto.
—Era del trabajo. Tengo asuntos que atender y voy a estar fuera casi toda la tarde —me dice—. Siento mucho dejarte solo. Puedes entretenerte en la piscina o dar un paseo por la playa. Trataré de volver lo antes posible.
—Creía que estabas de vacaciones.
—Me temo que para mí es imposible desconectar del todo. Gajes del oficio, supongo. —Sea cuál sea ese oficio.
Damián vuelve a besarme. Y esta vez ya sé a qué atenerme. Le devuelvo el beso lo mejor que puedo y dejo que sus manos recorran mi espalda. Por un momento, estoy seguro de que va a tocarme el culo, pero se detiene en la cintura. Luego, se me queda mirando y vuelve a sonreír.
—Me alegro de que hayas venido —murmura antes de separarse de mí—. Nos vemos en unas horas. —Y se marcha.
Llevo toda la tarde alternando la tumbona con la piscina. En algún momento, incluso llegué a quedarme dormido, debido a mi falta de sueño. Ya empieza a meterse el sol y Damián todavía no ha regresado. Me pregunto qué clase de asuntos son los que lo mantienen fuera durante tanto tiempo. Sé que no es de mi incumbencia, pero no puedo evitar sentir curiosidad. Si me contase algo más sobre esos negocios, quizá no estaría tan intrigado, pero no parece demasiado dispuesto a compartir esa información conmigo, y yo no puedo evitar cuestionarme la razón. Sigo pensando que hay algo turbio en él.
Empieza a hacer algo de frío y decido entrar para darme una ducha, pero me pierdo un par de veces antes de conseguir llegar a mi habitación. Este lugar es un auténtico laberinto. Me desnudo y entro en la bañera. Apenas unos minutos después, salgo del cuarto de baño, con una toalla enrollada a la cintura, para encontrarme de frente con Damián, que se me queda mirando como si fuese una tarta de chocolate en el escaparate de una pastelería. Me da un susto de muerte y estoy seriamente tentado a preguntarle si no sabe llamar a la puerta, pero después recuerdo que esta es su casa y puede hacer lo que le dé la gana. En lugar de eso, le dedico un escueto saludo y, por toda respuesta, él me sonríe, para después tirar de mi toalla hasta hacerla caer al suelo. Estoy completamente desnudo frente a él. Diría que me siento avergonzado, pero la verdad es que me he quedado completamente en shock y no sé ni cómo reaccionar. Sin embargo, Damián no parece tener el mismo problema que yo y se acerca a mí para besarme y estrecharme entre sus brazos. Lo que tanto temía está a punto de pasar.
CAPÍTULO 6
No me atrevo a abrir los ojos. Estoy completamente desnudo y abrazado a otro hombre. O mejor dicho, él me abraza a mí porque yo sólo acierto a quedarme ahí de pie, tan tieso como una estatua de mármol, mientras él me besa y me acaricia la espalda. Noto como sus manos ávidas de contacto se deslizan por mi piel y el calor de su cuerpo abrasa al mío. La toalla con la que me cubría cuando salí del cuarto de baño yace a mis pies y Damián le da una patada para mandarla lejos. Creo que sigo en estado de shock porque apenas noto cuando las palmas de sus manos cruzan la frontera de la cintura para instalarse en mis nalgas, las cuales estruja con ganas. Me quejaría, pero tengo su boca cubriendo la mía y, lo que es peor, mucho me temo que se me ha olvidado cómo hablar, apenas sí soy capaz de respirar. Jadeo cuando me aprieta contra él y la cremallera de sus vaqueros me hace daño en… bueno, ahí. Damián afloja la presión, pero no se separa de mí. Y aun así, puedo notar como una erección descomunal crece dentro de sus pantalones. Sus labios abandonan la boca para deslizarse por mi cuello y siento como va dejando un rastro de humedad a su paso.
Tengo una terrible presión en el pecho. La palabra que mejor describe mi estado de ánimo en estos momentos es “pánico”. Un terror tan frío y espeso que incluso podría cortarse con un cuchillo. No puedo evitar preguntarme qué demonios hago aquí y si aún estoy a tiempo de irme. Podría decirle que parase y dejase de tocarme con esas manos ansiosas, recoger mis escasas pertenencias y pedirle que me llevase de vuelta a la ciudad. Estaría como al principio, es decir, sin nada, pero al menos conservaría intactos mi dignidad y mi cuerpo. Por supuesto que iba a ser una situación difícil. Sin embargo, tengo la sensación de que no sería ni la mitad de duro de lo que estoy a punto de dejarme hacer. No quiero seguir con esto. No quiero. No quiero. No quiero. ¡Dios! ¿Qué coño hago en esta habitación con este hombre? ¡He perdido la puta cabeza!
—Estás temblando —murmura contra mi cuello. Ni siquiera me había dado cuenta.
—No puedo —mascullo—. No quiero.
—Abre los ojos. —Yo obedezco y Damián se separa un poco de mí para clavar su vista en la mía—. Tienes miedo. —No es una pregunta, pero yo asiento igualmente—. ¿Y si te dijese que conmigo no tienes nada que temer, que puedo hacer que esto sea agradable para los dos?
—No te creería —respondo, incómodo por la intensidad de su mirada—. Dudo mucho que esto sea “agradable” para mí. Perdona si soy demasiado directo, pero es la verdad. No me gustan los hombres y eso no va a cambiar por mucho dinero que haya de por medio o por muy buen amante que seas tú.
—Y yo no pretendo cambiarlo, Samuel. Sé que no eres homosexual, pero hay un detalle que no estás teniendo en cuenta.
—¿El qué?
—El sexo es sólo sexo. No deja de tratarse de algo mecánico. El placer, los orgasmos… son exactamente iguales con un hombre o una mujer. Te lo digo porque yo me he acostado con mujeres cuando era más joven. No me atraían tanto como los hombres y, al terminar, me dejaban una sensación terrible de vacío, pero mentiría si te dijese que no disfrutaba nada con esos encuentros.
—¿Y por qué lo hacías? —Reconozco que este tema me produce mucha curiosidad.
—Estaba pasando por una fase en la que no me aceptaba. Solamente quería ser el hijo que mis padres esperaban que fuese. Hice muchas cosas por esa época de las que no me siento orgulloso, pero no me sirvieron de nada. No puedes cambiar quien eres por mucho que lo intentes. Tu orientación sexual es la que es. Tú y yo podemos pasar estos quince días juntos y es posible que incluso llegues a disfrutarlo, pero eso no hará que te conviertas en homosexual de repente. Las cosas no funcionan así.
—No me preocupa volverme gay. ¡Ojalá lo fuese! Así me resultaría más fácil.
—Si tú fueses gay, yo habría hecho de todo para conquistarte antes de sacar el talonario. —Damián se ríe con ganas y yo no puedo evitar esbozar una tímida sonrisa—. Pero no lo eres, los dos lo sabemos, y tenemos que adaptarnos a las circunstancias que nos han tocado vivir. Prometo controlar mi impaciencia e ir con calma para no abrumarte. ¿Qué me dices? ¿Lo intentamos?
—De acuerdo.
Respiro hondo y trato de serenarme. Si Damián era capaz de acostarse con mujeres, yo también puedo hacer esto. Tengo quince mil razones de peso para seguir adelante, y sin embargo me espera un futuro muy negro si me echo atrás. Mi antiguo compañero de clase vuelve a besarme, pero esta vez lo hace de una forma un poco más pausada, como si estuviese conteniendo toda esa efusividad del principio para no asustarme. Cierro los ojos y me concentro en los labios que cubren mi boca, en la lengua que juega con la mía, en el aliento agradable y cálido. No puedo creer que vaya a decir esto, pero la verdad es que Damián besa bien. Si logro olvidarme por un momento de que estoy con un hombre quizá incluso pueda disfrutarlo, o al menos soportarlo.
Noto como sus manos se deslizan lentamente por mi espalda, mientras mis brazos caen laxos a los costados porque no sé muy bien qué hacer con ellos… ¿Debería corresponder a sus caricias? ¿Cómo lo hago? No entiendo por qué Damián está dispuesto a pagar tanto dinero por alguien que es incapaz de decidir dónde pone las manos. Parece que él me haya leído la mente porque acaba de agarrarme de las muñecas para llevarlas a su cintura. Y así nos quedamos durante un largo rato, sin hacer nada más que besarnos y abrazarnos. Pasamos tanto tiempo pegados que llega un momento en el que tener la lengua de otro hombre en la boca y su erección contra mi polla ya me resulta tan natural como respirar.
—¿Estás más tranquilo? —me susurra al oído.
—Creo que sí.
Esas palabras son lo único que necesita Damián para afianzar su agarre. Me aprieta contra él y sus labios se vuelven más exigentes. Estamos tan pegados que parece como si nuestros cuerpos fuesen uno solo. No puedo evitar pensar que solamente hay una manera de que nos encontremos aún más cerca y es si él entra en mí. La idea me produce escalofríos y se me forma un terrible nudo en la garganta que apenas me permite respirar. ¡Oh, no! Creo que estoy a punto de sufrir otro ataque de ansiedad. Debo tranquilizarme. No puedo dejarme llevar por el pánico cada vez que esa posibilidad ronde por mi cabeza. Supongo que hasta Damián tendrá un límite en su paciencia y dudo mucho que quiera pasar sus vacaciones junto a un hombre que se pone histérico con tan sólo pensar en sexo anal. Pero la verdad es que no sé cómo hacerlo. Resulta muy difícil ir en contra de las reacciones de tu propio cuerpo. Quizá debería dejarme llevar y tratar de apartar a un lado los prejuicios de toda una vida. Si a tanta gente le gusta realizar esa práctica será por algo, supongo. Aunque es más fácil decirlo que hacerlo. Ojalá hubiese una forma de desconectarme de la realidad, una vía de escape que pudiese tomar cada vez que él me pusiese una mano encima, pero no la hay. Tendré que experimentarlo todo y vivir con ello el resto de mis días. La triste y cruda realidad es que estoy prostituyéndome por un puñado de euros. Y esa certeza me hace sentir sucio y despreciable.
—Desnúdame.
Su petición me coge por sorpresa y, por un momento, soy incapaz de reaccionar. Damián me sonríe con paciencia y lleva mis manos a la basta de su camiseta. Por fin mi cerebro es capaz de asimilar lo que me ha pedido y se la quito con torpeza. No puedo evitar quedarme mirando el torso desnudo de mi excopañero de clase. Me sorprende comprobar que ya no hay ni rastro de aquel adolescente rechoncho de mis recuerdos. Ahora es todo fibra y músculos. No hay duda de que ha cambiado mucho y en numerosos aspectos desde la última vez que nos vimos. Arrojo la camiseta al suelo y dirijo mi atención hacia el bulto de sus vaqueros. Tengo que desabrochárselos y para eso debo poner mis manos en esa zona. Damián parece intuir mis dudas porque su sonrisa se amplía con cierta sorna.
—No muerde —me espeta, socarrón—. Sólo babea un poco de vez en cuando.
—Así no me ayudas —protesto, ahogando la risa. No puedo negar que la ocurrencia me ha hecho bastante gracia.
—Pero he relajado el ambiente.
Por toda respuesta, me dedico a desabotonarle los pantalones con las manos tan temblorosas que me cuesta varios intentos infructuosos lograr mi objetivo. Luego, bajo la cremallera y tiro de sus vaqueros. Lo que me encuentro es un abultado bóxer blanco con un lamparón ahí donde está la punta de su polla. No hay duda de que se siente bastante más excitado que yo. Por último, me inflo de valor y tiro del elástico de sus calzoncillos para bajárselos hasta los tobillos. Al momento, un pene de buen tamaño sale disparado hacia arriba, saludándome con aire burlón. No puedo creer que vaya a tener esa cosa dentro de mí. Soy incapaz de comprender cómo ese enorme trozo de carne puede caber en un agujero tan pequeño. Bueno, puede que esté exagerando un poco, tampoco es que sea un pene descomunal, solamente un poco por encima de la media, pero aun así es bastante más grande que el mío y tengo muy fresco en mi memoria lo doloroso que resultaba el sexo anal para mi exmujer. No quiero ni pensar lo que será para mí.
Damián se ayuda con los pies para terminar de quitarse el pantalón y el bóxer y les da una patada, enviándolos lejos. Después, me toma por la cintura para restregarme esa cosa dura y babeante contra mi polla flácida. La sensación es tan extraña que no sería capaz de describirla aunque mi vida dependiese de ello. Lo único que puedo decir es que no me gusta. Sus manos descienden hasta mis nalgas, apretándolas y separándolas con suavidad. La yema de uno de sus dedos recorre lentamente la raja de mi culo hasta detenerse en mi ano para acariciarlo con movimientos circulares, pero sin ejercer presión. Y yo me pongo tan nervioso que tengo la sensación de que mis piernas ya no me sostienen. Por suerte, parece que ya no hace falta que esté de pie porque Damián me empuja sobre la cama y se pone encima de mí, colocándose entre mis muslos abiertos.
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