Quince mil razones 16

Samuel es un heterosexual al que le ofrecen quince mil euros por acostarse con un hombre, pero no sabe que éste guarda un oscuro secreto que podría ponerlo en peligro.

SINOPSIS

Samuel está arruinado, lo ha perdido todo: su empresa, la casa, el coche, incluso a su mujer. Duerme en el sofá de un amigo y trabaja en un bar de mala muerte para sacar un mísero sueldo con el que apenas va tirando. Cuando Damián, un antiguo compañero de clase, aparece en su trabajo para ofrecerle quince mil euros a cambio de acostarse con él durante sus vacaciones, Samuel se encuentra ante la encrucijada de decir que sí y perder su dignidad o negarse y vivir en la miseria. Tras muchas dudas, decide aceptar, pero no sabe que Damián guarda un oscuro secreto que podría ponerlo en peligro por el mero hecho de estar junto a él.

CAPÍTULO 16

Me encuentro frente a un largo pasillo sumido casi en la oscuridad. La atmosfera está muy cargada y apesta a humedad. Una solitaria bombilla arroja una luz mortecina a mis pies, pero no consigue iluminar toda la estancia y soy incapaz de ver el final del corredor. No se oye nada más que la voz de una mujer que solloza desconsoladamente y pide ayuda. La reconozco enseguida: es Irene, no tengo ninguna duda al respecto. Miro a mi alrededor, desesperado. La busco entre las tinieblas, pero soy incapaz de localizarla. Avanzo a tientas porque apenas veo nada, guiándome por la pared para no tropezar, y la llamo. Ella grita mi nombre, me suplica que la saque de ahí, dice que está herida y que le duele mucho. Yo dejo de andar y empiezo a correr en la oscuridad hacia esa voz. La tenue luz de la bombilla ha quedado a mi espalda y ahora estoy a ciegas. De repente, me tropiezo con algún objeto que no logro identificar y caigo al suelo. No puedo ver nada, pero sé que me he raspado las palmas de las manos y las rodillas contra el rugoso cemento al caer porque puedo sentir el punzante dolor y la humedad de la sangre que surca mi piel. Sin embargo, eso no me detiene, me pongo en pie y echo a correr de nuevo.

El pasillo parece interminable. No logro llegar al final por muy rápido que trote. Semeja como si con cada paso que doy yo el corredor se alargara unos cuantos metros más. Mientras tanto, Irene solloza, desconsolada. Su voz, que antes oía alta y clara, se escucha ahora más lejana y apagada por la distancia, como si el espacio que nos separa fuese mucho mayor. Entonces, tengo la fatal y absoluta certeza de que nunca podré alcanzarla. Da igual lo rápido que vayan mis piernas, estoy condenado a vagar por este lugar sombrío y oscuro por el resto de mi vida sin llegar jamás a mi destino. Y mi exmujer se quedará atrapada aquí para siempre. A pesar de todo, no me rindo y sigo corriendo. Sé que no voy a lograr nada con ello, pero ya no puedo detenerme. Estoy dispuesto a morir intentándolo.

—¿Por qué dejaste que Damián me hiciera esto? —me recrimina Irene con amargura.

—¿Ha sido Damián? No lo sabía —contesto—. No tenía ni idea. Necesito que me creas, por favor.

Irene no responde y se limita a seguir llorando. Casi puedo sentir la decepción que reflejan sus gimoteos y eso me parte el alma. Lo único en lo que puedo pensar es en encontrarla para poder abrazarla y consolarla, pero ni siquiera puedo hacer eso porque ella está cada vez más lejos de mí. De pronto, alguien me sujeta en la penumbra. Siento como un pecho se pega a mi espalda y unos brazos rodean mi cintura para no permitirme avanzar. Forcejeo para tratar de desembarazarme de esa persona, pero es demasiado fuerte y no consigo librarme de su agarre. ¡Me siento tan impotente! Un terrible miedo se apodera mí. Estoy tan atrapado como la misma Irene. Tengo la absoluta certeza de que ninguno de los dos logrará salir nunca de aquí.

—Déjala ir de una vez por todas. No puedes recuperarla —me recomienda una voz masculina que reconozco enseguida como la de Damián—, pero yo estoy aquí.

—¿Tú le has hecho esto? —le pregunto, indignado—. ¡Suéltame de una jodida vez, cabrón, hijo de puta!

—No, Samuel. No voy a dejarte ir nunca, ahora me perteneces. Tu cuerpo es mío, tu mente es mía, tu alma es mía.

—¡No! —grito con todas mis fuerzas.

Me despierto sobresaltado y empapado en sudor. Estoy tan desorientado que tardo unos segundos en comprender que solamente se trataba de un mal sueño, la pesadilla más vívida que he experimentado en toda mi vida. Me incorporo en la cama y me froto los ojos hasta que consigo enfocar con claridad. Alcanzo el móvil que he dejado en la mesilla de noche para mirar la hora. Son las doce del mediodía. No he dormido mucho porque anoche me acosté de madrugada y me siento cansado. Me pregunto si Damián ya se habrá levantado y, lo que es más importante, si Manuela ya habrá llegado con mis cosas. Si no es así, no me quedará más remedio que volver a ponerme los vaqueros y el polo que me prestó mi anfitrión, y de nuevo tendré que hacerlo sin ropa interior, puesto que todos mis calzoncillos se quedaron dentro de un cajón en mi dormitorio del chalet. No es que me preocupe demasiado. Lo que realmente me inquieta es la pesadilla que acabo de tener. Nunca se me ha pasado por la cabeza que Damián pudiese tener algo que ver en la desaparición de Irene, pero parece que mi subconsciente sí que baraja la posibilidad. Sé que suena total y completamente absurdo, mi antiguo compañero de clase no gana nada con la desaparición de mi exmujer, pero no puedo evitar que una sombra de duda se instale en mi cabeza y se quedé ahí, aguijonándome el cerebro. Tampoco puedo olvidar sus últimas palabras sobre que yo le pertenecía, porque en el fondo es así como me siento, igual que un objeto cualquiera subastado al mejor postor.

Decido que no merece la pena seguir dándole vueltas a lo mismo, tengo la sensación de que últimamente mis pensamientos se han vuelto tan agónicos y repetitivos que hasta yo me siento hastiado de mí mismo, y decido que ya es hora de levantarme y darme una ducha para despejarme un poco. El agua caliente sobre mi piel me sienta bien e incluso se lleva parte de mi cansancio. Vuelvo a ponerme la ropa prestada y pongo rumbo a la cocina para desayunar algo. Al salir, me encuentro mi maleta junto a la puerta. Parece que Manuela ya ha llegado, pero no ha querido meter mi equipaje en la habitación para no despertarme. La dejo en el mismo sitio donde la he encontrado, ya la desharé luego, y prosigo mi camino. Nada más entrar en la cocina, me recibe el agradable aroma a café recién hecho y la sonrisa de la asistenta de Damián. No sé por qué, pero me agrada mucho esta mujer. Creo que se debe a que me recuerda un poco a mi propia madre.

—Buenos días, cielo —me saluda sin perder esa bonita sonrisa suya—. ¿Te preparo unas tostadas con mermelada o prefieres que vaya a buscarte algo a la pastelería?

—Las tostadas están bien, gracias.

Ella asiente y se pone manos a la obra. No es que las tostadas me gusten demasiado, pero ni en un millón de años se me ocurriría enviar a esta pobre señora a hacerme ningún recado. Sé que es su trabajo y todo eso, pero se nota que ya tiene una edad y no está para muchos trotes. La verdad es que no entiendo por qué no se ha jubilado todavía. Tendré que preguntárselo a Damián cuando lo vea. Me siento en uno de los bancos de la barra americana y me la quedo mirando mientras ella trabaja con evidente eficacia. No dejo de preguntarme si debería echarle una mano, pero lo cierto es que no sé dónde está nada y creo que sería más un estorbo que una verdadera ayuda. Manuela me sirve un café con leche, un zumo natural de naranja recién exprimido y un plato con dos tostadas untadas en mermelada de fresa. Le doy las gracias y me dispongo a comer.

—¿Damián sigue durmiendo? —le pregunto antes de darle un buen mordisco a la primera tostada, que no sé muy bien por qué, pero la verdad es que me sabe a gloria.

—No. Él siempre se levanta muy temprano para correr, da igual el día que sea. Pero ahora está reunido en su despacho.

—¿Reunido? ¿Con quién?

—Con uno de sus clientes, un ruso llamado Sergey, o algo así, esa gente tiene unos nombres muy raros.

Con todo el asunto de la desaparición de Irene me había olvidado de aquel extraño personaje que conocí en el restaurante al que mi anfitrión me llevó a cenar la primera noche que pasé con él. Recuerdo que ese hombre despertó todas mis alarmas y me hizo sospechar sobre las actividades de mi antiguo compañero de clase. Me gustaría preguntarle más cosas a Manuela sobre los negocios de su jefe, pero tengo la impresión de que no me dirá nada si soy demasiado directo. Esta mujer es como una madre para él y lo cuida como tal. Está claro que existe una relación muy estrecha entre ellos y que la criada nunca dirá nada que pueda perjudicarlo. No obstante, yo necesito respuestas y tengo que buscar la forma de sonsacarle algo, aunque sea de una forma muy sutil para que no se dé cuenta.

—Creía que estaba de vacaciones —le digo para tratar de llevar la conversación al terreno que me interesa—. ¿Acostumbra a reunirse con clientes en su tiempo libre?

—Damián es incapaz de desconectar del trabajo, ya lo irás conociendo —responde con una sonrisa afectuosa en los labios.

—¿Y sabes si todos sus clientes son como ese ruso?

Antes de acabar de formular la pregunta ya me había dado cuenta de que estaba metiendo la pata. Se suponía que tenía que ser sutil, pero reconozco que ha sonado como una acusación y Manuela también lo ha notado porque se le ha borrado la sonrisa de la cara. Se encoge de hombros y murmura:

—Qué sé yo, sólo soy la criada. —¡Y una mierda!

Manuela vuelve a sus quehaceres y me ignora por completo. Todos mis intentos de retomar la conversación caen en saco roto porque la doncella me cambia de tema al instante o me sale con evasivas. Al final, me rindo y decido terminarme mi desayuno en silencio. Ahora sé que no voy a sacarle nada a esta mujer, es demasiado leal a su jefe. Y ya que intentarlo con Rodrigo queda descartado por razones obvias, creo que tendré que averiguarlo por otros medios. Acabo de comer, dejo los platos en el fregadero y salgo de la cocina, despidiéndome de Manuela con un escueto “Hasta luego”. Me pregunto dónde estará el despacho de Damián. Recorro el pasillo del ático muy despacio, poniendo el oído por si escucho voces provenientes de alguna habitación. Al final, mi escrutinio da resultado y me llega el murmullo apagado de la que parece ser la voz de Damián. Pego la oreja a la puerta. Sé que estoy comportándome como una vieja cotilla, pero no me importa, necesito respuestas.

—Puedo tener el envío listo en una semana —afirma Damián—. Si me hubieras avisado con más tiempo, podría haberlo organizado antes, pero así es imposible.

—No te preocupes, una semana está bien —responde Sergey—. Mis socios de Moscú tendrán el pago listo con la cantidad que hemos acordado en cuanto llegue la mercancía.

Creo que no hace ni falta decir que todo esto me huele a chamusquina. No sé que se traerán entre manos estos dos, pero tengo la impresión de que no es nada bueno. Una vez más me pregunto dónde demonios me he metido y si podré salir airoso de esta peliaguda situación. No dejo de pensar que si la policía me relaciona con las sospechosas actividades de mi antiguo compañero de clase, podría estar metido en un lio muy grave. Entonces, me acuerdo de que ya nos han visto juntos en el piso de Irene cuando denunciamos su desaparición y se me forma un nudo en la garganta. Sea cuál sea su negocio, ya estoy metido sin yo quererlo y si hay consecuencias, quizá tenga que pagarlas. Damián y Sergey intercambian un par de frases más que no logro entender bien, aunque tengo la impresión de que se están despidiendo. Me dispongo a abandonar mi puesto de escucha y volver a mi dormitorio cuando por una desafortunada casualidad Rodrigo sale de una habitación cercana y me sorprende espiando a su jefe. La expresión de su cara es un poema. Parece furioso y también un poco sorprendido. Avanza hacia a mí con grandes zancadas y da la impresión de que quiera darme una paliza o pegarme un tiro. Trago saliva y me quedo paralizado en mi sitio, como un animal asustado delante de los faros de un coche que va a arrollarlo.

—¿Qué coño está haciendo? —me pregunta, furibundo.

—Nada. Sólo pasaba por aquí —mascullo con un hilo de voz.

Mi endeble excusa parece enfurecerlo más, supongo que piensa que estoy insultado su inteligencia o algo así, y las facciones de su cara se endurecen. Está a punto de decir algo cuando se abre la puerta del despacho de Damián. El ruso es el primero en salir, seguido muy de cerca por mi anfitrión, quien se nos queda mirando con visible sorpresa. Es evidente que no esperaba encontrarnos a los dos frente al umbral de su oficina. Me pregunto qué se le estará pasando por la cabeza ahora mismo. Imposible saberlo, Damián es todo un misterio para mí.

—¿Sucede algo? —inquiere, extrañado.

—Tengo que hablar con usted en privado —responde el chófer.

—Ahora estoy contigo, Rodrigo, voy a acompañar a Sergey a la puerta.

La verdad es que no tengo ni idea de cómo puede reaccionar Damián cuando sepa que lo estaba espiando, pero supongo que no voy a tardar mucho en descubrirlo porque ese estúpido guardaespaldas parece muy dispuesto a decírselo. Mi antiguo compañero de clase se despide rápidamente del ruso y viene a nuestro encuentro. Sus ojos van del chófer a mí y de nuevo al chófer con una expresión interrogante en la cara.

—¿Y bien? ¿Qué pasa?

—Lo he sorprendido con la oreja pegada a la puerta. —¡Será chivato el gilipollas este!

—Rodrigo, déjanos solos. —El aludido asiente y se marcha de mala gana—. Entra y cierra la puerta —me ordena con cara de pocos amigos antes de volver a su despacho y sentarse en la silla que está detrás de su escritorio. Yo obedezco, pero me quedo de pie frente a él. La mesa que nos separa me da cierta sensación de seguridad, pero aun así su expresión dura me asusta un poco porque no olvido lo que me hizo la última vez que se enfadó conmigo—. ¿Por qué escuchas mis conversaciones?

—Quizá no tendría que hacerlo si fueses más claro conmigo y me contases a qué te dedicas —me defiendo.

—Ya te dije que era más seguro para ti no saberlo.

—Esa no es una respuesta.

—No entiendo por qué te importa tanto. Ya me dejaste muy claro que no querías mantener más relación conmigo que la estrictamente profesional y que no tenías ningún interés en conocer mi vida. ¿Por qué esto es diferente?

—Porque quiero saber dónde me he metido. Creo que al menos me merezco una explicación.

—¿Eso crees? —Damián me dedica una sonrisilla de suficiencia de esas que siempre consiguen irritarme.

—Sí.

—¿Y cambiaría algo si te lo digo?

—No lo sé, tal vez.

—Está bien. Lo que hago no es legal. No necesitas saber nada más.

—¿Qué? ¿Eso es todo? —protesto—. Que no era legal ya me lo imaginaba.

—Pues yo te lo he confirmado. Ahora que lo sabes, tienes que decidir si te quedas aquí conmigo o te marchas. Cualquiera que sea la opción que escojas la respetaré. Si te vas, te daré dos mil euros por los dos días que has pasado conmigo, pero si optas por quedarte tendrás que respetar mi intimidad. Se acabó el escuchar detrás de las puertas.

El sentido común me dice a gritos que me largue de aquí cuanto antes porque mi mayor temor se ha confirmado: Damián es un delincuente, él mismo lo ha reconocido. Creo que debería irme mientras aún estoy a tiempo, antes de que mi antiguo compañero de clase me implique en alguno de sus negocios sucios. Sin embargo, no puedo marcharme. Ya no se trata sólo de los quince mil euros, que no voy a negar que son importantes, también me retiene el asunto de Irene. Damián me está ayudando a buscarla. Si me voy, quizá deje de hacerlo y no puedo permitirlo por nada del mundo. Tengo una niña de cinco años esperando a que su madre regrese a casa. Haría cualquier cosa por mi hija, incluso acostarme con un criminal.

—Me quedo —murmuro.

—Me alegra oír eso. —Damián se levanta de la silla y viene a mi encuentro—. No te vas a arrepentir. — «Eso lo dudo mucho »—. Estás muy guapo con mi ropa.

Mi anfitrión pone las dos manos sobre mi pecho y me empuja hasta que mi culo choca con el escritorio. Me coge en peso y me sienta sobre la superficie de la mesa. Se hace un hueco entre mis piernas y me besa con un hambre voraz. Yo cierro los ojos y me dejo hacer. Sé lo que viene a continuación. Mentiría si dijese que ya no siento miedo cada vez que me toca, pero lo cierto es que se está volviendo más tolerable, como si con cada encuentro se suavizara un poco.

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