Quince mil razones 14

Samuel es un heterosexual al que le ofrecen quince mil euros por acostarse con un hombre, pero no sabe que éste guarda un oscuro secreto que podría ponerlo en peligro.

SINOPSIS

Samuel está arruinado, lo ha perdido todo: su empresa, la casa, el coche, incluso a su mujer. Duerme en el sofá de un amigo y trabaja en un bar de mala muerte para sacar un mísero sueldo con el que apenas va tirando. Cuando Damián, un antiguo compañero de clase, aparece en su trabajo para ofrecerle quince mil euros a cambio de acostarse con él durante sus vacaciones, Samuel se encuentra ante la encrucijada de decir que sí y perder su dignidad o negarse y vivir en la miseria. Tras muchas dudas, decide aceptar, pero no sabe que Damián guarda un oscuro secreto que podría ponerlo en peligro por el mero hecho de estar junto a él.

CAPÍTULO 14

Rodrigo nos lleva a la vivienda de Damián en la ciudad, un gigantesco ático situado en el edificio más exclusivo de la zona más pija y rica de la metrópoli. Supongo que después de ver la imponente casa de vacaciones de mi antiguo compañero de clase ya no debería sorprenderme por todo el lujo que lo rodea, pero aun así no puedo evitar sentirme impresionado. Alguien normal como yo no podría pagarse un piso así ni trabajando toda la vida sin descanso. Creo que el ático refleja muy bien la personalidad de mi anfitrión porque, por lo que veo, está decorado con el mismo estilo minimalista que su chalet. A través del ventanal del salón, se vislumbra una terraza enorme llena de plantas en los laterales. En el centro, tiene una mesa y cuatro sillas de forja sencillas a la par que elegantes. Damián me acompaña hasta una espaciosa estancia que, según me dice, será mi nuevo dormitorio mientras estemos en la ciudad. Al igual que mi habitación en el chalet, cuenta con un cuarto de baño interior, además de un vestidor, cosa que agradezco infinitamente porque así no tendremos que coincidir tanto.

—Manuela vendrá mañana con tus cosas —me explica Damián—. Mientras tanto, puedo dejarte algo de ropa mía. Tenemos más o menos la misma talla y estatura, así que creo que te servirá sin problemas.

—Gracias. —En realidad, me está haciendo un favor inmenso porque lo único que tengo ahora mismo es lo que llevo puesto: un bañador, una camiseta que ha visto tiempos mejores y unas deportivas—. Voy a darme una ducha para sacarme el salitre del mar.

—Yo también —dice al tiempo que camina hacia la puerta—. Te dejaré la ropa sobre la cama.

Murmuro un “De acuerdo” y me meto en el cuarto de baño sin esperar a que él abandone la habitación. La verdad es que tengo tantas cosas rondándome por la cabeza que apenas soy capaz de prestarle atención. No dejo de pensar en la extraña desaparición de Irene y en la forma tan descorazonadora en la que reaccionó mi hija cuando le anuncié que tendría que quedarse con Tino y su mujer. Ahora mismo, no me siento un buen padre precisamente, porque si lo fuera, estaría con ella en lugar de haber venido aquí, pero como necesito el dinero, he tenido que dejar a Laura con dos personas que casi son dos extraños para ella y seguir al hombre que me ha convertido en su objeto sexual particular.

Soy muy consciente de que Damián se está portando muy bien conmigo, más de lo que merezco por mi actitud, al acceder a quedarse en la ciudad para buscar a mi exmujer. Incluso ha contratado un detective privado para que nos ayude. No obstante, resulta un poco difícil dejar a un lado esa animadversión que me produce por nuestros encuentros sexuales y pensar en él como algo más que un amante forzoso. Nunca fuimos amigos y ahora mismo no soy capaz de verlo como tal. Ni siquiera sé por qué lo besé en el coche. Estaba agradecido por su ofrecimiento y quería demostrárselo, pero seguramente existen maneras mucho mejores de darle las gracias a alguien que comerle la boca delante del chófer y de vete tú a saber quién más. ¡Dios, qué vergüenza! Cada vez que lo pienso, me entran ganas de darme cabezazos contra la pared.

Cuando el agua caliente cae sobre mi cabeza y resbala por mi piel, siento que ésta se lleva una pequeña parte de mi pesar. Resulta agradable y relajante estar bajo el chorro de la ducha y por eso prolongo el baño un poco más de lo estrictamente necesario. Al volver al dormitorio, me encuentro con un pantalón vaquero y un polo sobre la cama. Pertenecen a una marca conocida por ser escandalosamente cara, y estoy seguro de que solamente estas dos prendas valen más que todo mi guardarropa. Por eso me visto con exagerada lentitud y delicadeza, sé que suena absurdo, pero tengo la sensación de que podrían estropearse o romperse por el mero hecho de tocarlas. Damián tenía razón y su ropa me sienta como un guante. Me calzo mis deportivas, las cuales desentonan por completo con el resto de la ropa que llevo, y voy en su busca. Lo encuentro sentado en una de las sillas de la terraza con los brazos apoyados en la mesa, se nota que también se ha duchado porque lleva otra ropa y todavía tiene el pelo mojado, está fumando un cigarro con aire distraído y tiene la vista perdida en el horizonte. Me siento a su lado.

—No sabía que fumabas —le digo para romper el hielo.

—Lo hago muy de vez en cuando. Nunca ha sido uno de mis vicios —me responde—. Ángel era el que fumaba una cajetilla diaria. Desde que él enfermó, apenas he vuelto a tocar el tabaco. Pero hoy, no sé por qué, me apetecía.

—¿Puedo coger uno?

—Sí, claro.

Damián me acerca el paquete de Marlboro, saco un cigarrillo, me lo llevo a la boca y él me lo enciende con un llamativo mechero plateado. Al dar la primera calada, tengo que contener un pequeño amago de tos. Yo tampoco estoy acostumbrado a fumar pero, al igual que mi anfitrión, sentía la imperiosa necesidad de hacerlo. Damián sonríe, pero no dice nada, y continúa aspirando de su pitillo.

—Creo que aún no te he dado las gracias por lo que estás haciendo por mí. Supongo que esta no era la idea que tenías de cómo ibas a pasar tus vacaciones.

—Bueno, los planes están para cambiarlos —contesta—. Ahora, lo más importante es encontrar a Irene cuanto antes.

—Gracias, en serio.

—No es necesario que me las des. Tengo mis propios motivos egoístas para hacer esto. —Su respuesta me deja boquiabierto, le preguntaría cuáles son esos motivos egoístas de los que habla, pero tengo la impresión de que se limitaría a responderme con más evasivas, así que ni lo intento.

—En cuanto al beso de antes, no quiero que te hagas ideas equivocadas, yo sólo estaba…

—Agradecido, lo sé. Créeme, Samuel, soy muy consciente de cómo son las cosas entre nosotros.

—Me alegro de que no haya malentendidos.

—No los hay, por eso puedes estar tranquilo. —Damián da otra calada y después tira la ceniza del cigarro en el cenicero que tiene sobre la mesa—. Quizá deberías descansar un poco, nos espera una noche muy larga.

—Ahora mismo, no podría dormir aunque quisiera, estoy demasiado nervioso. —Lo imito—. He estado pensando, creo que tú no deberías venir. Vamos a cometer un delito al allanar la casa de Irene y no veo la necesidad de que tú también te impliques en algo así.

—Infringir la ley no me preocupa. Además, no voy a permitir que salgas de noche sin protección, y Rodrigo no te acompañará a no ser que vaya yo.

Se me pasa por la cabeza la idea de decirle que no soy un niño pequeño para necesitar protección, pero por mucho que me fastidie reconocerlo, sé que en el fondo lo hace porque se preocupa por mí, así que me limito a asentir en silencio. Tampoco le confieso el hecho de que preferiría enfrentarme a esos hipotéticos peligros antes de tener que volver a aguantar al imbécil de su guardaespaldas. Es curioso, nunca antes nadie había cuidado de mí de esa manera, siempre fui yo el que ejercía el rol de protector, y no sé muy bien cómo sentirme o comportarme ante esta novedosa situación. Damián parece un hombre muy dominante en todos los aspectos de su vida, incluido el sexual, y a mí me cuesta mucho adoptar ese papel sumiso que él espera de mí. Nuestra inusual relación me recuerda un poco a un choque de trenes. Está claro que uno de nosotros tiene que echar el freno antes de que descarrilemos los dos. Tengo la impresión de que él espera que sea yo, pero no creo que fuese capaz de hacerlo aunque quisiera, y no quiero.

—Espero que haya algo en ese piso que nos ayude a dar con Irene. No sé qué haré si no aparece o si está muerta —le confieso—. No dejo de preguntarme cómo voy a decírselo a Laura.

—No te voy a mentir, Samuel, existen muchas posibilidades de que sea así. Pase lo que pase, tienes que mantenerte fuerte por tu hija. —Damián aplasta la colilla contra el cenicero y toma mi mano entre las suyas—. Si pierde a su madre, va a necesitarte más que nunca.

—Soy muy consciente de ello, pero ni siquiera sé cómo voy a ser capaz de sobrellevarlo yo. No olvido que estamos divorciados, pero…

—En el corazón no se manda, lo entiendo, es lo mismo que me pasa a mí con Ángel. Ni el divorcio ni la muerte pueden acabar con el amor cuando éste es sincero.

—Sí… Por eso, me temo que ella ya me ha olvidado. ¿Cómo se puede querer tanto a una persona que siente tan poco afecto por ti?

—Esa es una buena pregunta. —Damián me suelta la mano y enciende otro cigarrillo—. Para la que no tengo respuesta —añade tras dar una calada.

Pasamos el resto de la tarde en la terraza, hablando sin parar y encadenando un pitillo en otro, hasta que anochece. La puesta de sol nos sorprende rememorando anécdotas de nuestra adolescencia y, por un momento, me siento tan a gusto que incluso olvido la razón de mi presencia en ese piso. Sé que Damián y yo nunca fuimos amigos, pero en este instante casi lo parecemos. No es que haya cambiado de idea; en realidad, no quiero entablar una amistad con él porque eso complicaría mucho las cosas. Sin embargo, no puedo evitar disfrutar con nuestra conversación, soy incapaz de impedir que su charla me evada de la realidad y me dé un momento de respiro. Quiero odiarlo por lo que me está forzando a hacer en la cama, pero cada vez me resulta más difícil porque también va a ayudarme a buscar a Irene. Al principio, tenía claros mis sentimientos hacia él, sabía que me repugnaba, pero ahora ya no estoy tan seguro.

—Tengo hambre —dice Damián de repente—. Al no estar Manuela, no nos queda más remedio que salir a cenar fuera, pero Rodrigo está durmiendo y no quiero molestarlo. Ya bastantes horas extras va a tener que hacer esta noche.

—Puedo preparar algo si tienes comida en casa —me ofrezco al momento—. No es por darme bombo, pero cocino bastante bien.

—No hay gran cosa porque no pensaba volver hasta dentro de dos semanas, por lo que Manuela no hizo la compra, pero podemos mirar en la despensa.

Damián se dirige a la cocina y yo lo sigo. Echamos un vistazo en el interior de la nevera y en la alacena. Entonces, compruebo que mi anfitrión tenía mucha razón al afirmar que no había gran cosa. El frigorífico y los armarios están prácticamente vacíos, pero encuentro los ingredientes necesarios para hacer un salpicón: una bolsa de menestra en el congelador, latas de atún, vinagre, aceite de oliva y algunos huevos. Y me pongo manos a la obra. Damián nos sirve una copa de vino blanco para cada uno, se sienta en uno de los taburetes de la barra americana y me dedica una sonrisilla burlona mientras yo trabajo con diligencia. Muy a mi pesar, hago comida suficiente para que Rodrigo también pueda cenar cuando se levante. Si fuera por mí lo mataría de hambre, pero no creo que así estuviese en muchas condiciones de proteger a nadie. Cuando levanto la vista de los fogones, compruebo que a Damián todavía no se le ha borrado la sonrisa de la cara y no puedo evitar irritarme un poco.

—¿Qué te hace tanta gracia? —le pregunto, ligeramente molesto.

—Nada, es que no te tenía por un cocinitas.

—Bueno, a Irene no le gustaba demasiado cocinar y tuve que aprender de forma forzosa. —Me encojo de hombros—. Siento que no sea un manjar tan sofisticado como los que estás habituado a comer, pero tendrás que conformarte con esto por hoy.

—Oh, estoy seguro de que he tomado cosas peores —repone entre carcajadas.

Opto por no hacer ningún comentario al respecto. La vida de Damián sigue siendo un misterio para mí. A pesar de todo lo que me ha contado, creo que pesa mucho más lo que no me ha dicho y siento que no lo conozco en absoluto. Doy un sorbo a mi copa de vino y continúo trabajando. Cuando el salpicón está listo, nos trasladamos a la terraza para cenar allí porque hace una noche muy agradable y se está muy bien fuera.

—A Rodrigo no le gusta que salga aquí. Dice que cualquiera podría dispararme desde los últimos pisos de los edificios colindantes —me explica Damián—. Pero este era el lugar favorito de Ángel, y ahora es el mío, así que creo que correr el peligro merece la pena. Después de todo, ¿qué valor tendría la vida si no asumiésemos algún riesgo de vez en cuando?

—Supongo que ninguna. — «Mientras no erren el tiro y me den a mí cuando te disparen, por mí puedes correr todos los peligros que quieras» .

De repente, la idea me emparanoia y empiezo a recorrer con la vista las fachadas de los edificios contiguos para buscar francotiradores en las ventanas. Sé que es una estupidez, pero no puedo evitarlo. Damián parece darse cuenta de mi desasosiego porque se ríe, se levanta y se inclina por encima de la mesa para darme una palmadita en el hombro.

—No te preocupes, tú estás a salvo. No te habría traído aquí si sospechase lo contrario. — «Si me dijeses a qué coño te dedicas tal vez no estaría tan alarmado, o quizá sí, puede que fuese peor… ¿Quién sabe?» .

Terminamos de cenar y recogemos la mesa. Por inercia, me dispongo a meter los platos en el lavavajillas, pero Damián me detiene y me dice que ya que he tenido la amabilidad de cocinar para él, la limpieza correrá de su cuenta. No pongo objeciones. Me acomodo en el mismo taburete de la barra americana donde él estuvo sentado y lo observo trabajar en silencio.

—Deberías acostarte un rato —me recomienda.

—No puedo, estoy demasiado nervioso.

Mi anfitrión abandona su tarea para venir a mi encuentro, se coloca por detrás de mí y comienza a masajearme el cuello. Quiero protestar y decirle que eso no es necesario, pero la verdad es que lo hace malditamente bien y noto como mis cervicales se van relajando bajo su toque, así que lo dejo seguir. Sus manos se cuelan por debajo del polo prestado para concentrarse en la rigidez de mis hombros. Cierro los ojos y suspiro, satisfecho. No puedo negar que este contacto sí que me gusta. Su masaje se prolonga durante varios minutos y yo siento como la tensión de mi cuerpo se va disipando hasta casi desaparecer.

—Ahora ve a la cama —me susurra al oído—. Necesitas descansar un poco. Y, si no te vas ahora mismo, soy muy capaz de follarte contra la encimera porque me vuelves completamente loco.

La verdad, esa afirmación no ayuda demasiado a que me relaje, pero decido hacerle caso y me voy a mi habitación. Lo cierto es que estoy más cansado de lo que quiero reconocer y creo que tumbarme durante unas horas podría ayudar, aunque no sea capaz de dormir, lo cual dudo bastante porque tengo demasiadas preocupaciones en la cabeza. Me desnudo y me meto bajo la sábana. Como sospechaba, soy incapaz de conciliar el sueño y me dedico a dar vueltas en la cama y a levantarme cada dos por tres para orinar. Precisamente, estoy volviendo de una de mis excursiones al cuarto de baño cuando Damián entra en mi dormitorio sin llamar, como ya es habitual en él. Podría decirle algo, pero tengo la impresión de que no serviría de nada.

—Ya es hora —me anuncia— Vístete. Nos vamos en cinco minutos. —Obedezco sin rechistar.

Cuando cruzo el umbral me encuentro de frente con Rodrigo, quien me mira con desdén. Imagino que no debe hacerle ninguna gracia tener que salir a la calle a estas horas por mi culpa, pero lo cierto es que me importa un comino. Lo ignoro y sigo andando. Nos reunimos con Damián junto a la salida del ático, y los tres bajamos en el ascensor para coger el coche en el garaje y poner rumbo al piso de Irene. A estas horas, las calles están prácticamente desiertas y llegamos antes de lo esperado. Una vez allí, encontramos al detective privado, que nos espera junto al portal del edificio. Javier nos saluda de forma escueta y murmura:

—¡Manos a la obra!

Se saca un extraño juego de herramientas del bolsillo trasero del pantalón y comienza a manipular con ellas la cerradura, la cual consigue abrir sin demasiado esfuerzo. Me pregunto cuántas veces habrá hecho esto. Por lo que yo sé, podría haber entrado en el piso de Tino, sin que nos enterásemos, para hurgar en mis cosas cuando Damián lo contrató para investigarme. Los cuatro entramos en el edificio en riguroso silencio y nos dirigimos al piso donde vive Irene. Javier repite la operación con la puerta del apartamento de mi exmujer y, aunque le cuesta un poco más de trabajo, también logra forzarla.

—Procurad hacer el menor ruido posible —nos advierte en voz baja.

—¿Qué estamos buscando exactamente? —le pregunta Damián.

—Cualquier cosa que resulte sospechosa o mínimamente importante. No os dejéis nada por ínfimo que parezca.

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