Quince mil razones 12

Samuel es un heterosexual al que le ofrecen quince mil euros por acostarse con un hombre, pero no sabe que éste guarda un oscuro secreto que podría ponerlo en peligro.

SINOPSIS

Samuel está arruinado, lo ha perdido todo: su empresa, la casa, el coche, incluso a su mujer. Duerme en el sofá de un amigo y trabaja en un bar de mala muerte para sacar un mísero sueldo con el que apenas va tirando. Cuando Damián, un antiguo compañero de clase, aparece en su trabajo para ofrecerle quince mil euros a cambio de acostarse con él durante sus vacaciones, Samuel se encuentra ante la encrucijada de decir que sí y perder su dignidad o negarse y vivir en la miseria. Tras muchas dudas, decide aceptar, pero no sabe que Damián guarda un oscuro secreto que podría ponerlo en peligro por el mero hecho de estar junto a él.

CAPÍTULO 12

Estoy flotando en el mar boca arriba. Las olas me mecen y yo me dejo ir. Puedo ver el cielo azul sin una sola nube sobre mi cabeza, los sonidos del mundo exterior son amortiguados por el agua que me envuelve y noto como los rayos del sol me calientan la cara. No sé cuánto tiempo llevo así. Podrían ser minutos u horas. Lo único que puedo decir con total seguridad es que el líquido elemento se ha llevado todas mis preocupaciones, dejando en su lugar un delicioso letargo. En el lugar en el que me encuentro, ya no soy un constructor arruinado que ha tenido que vender su cuerpo para poder sobrevivir, ni un marido abandonado por la mujer que más ha querido en su vida, ni tampoco el cómplice de un delito de estafa para ajustar cuentas con el hombre que se lo ha quitado todo. No, aquí solamente soy un cuerpo inerte flotando en el agua. Podría estar muerto y a nadie le importaría. No obstante, esa certeza lejos de generarme angustia me produce una infinita calma como no había experimentado en toda mi existencia. No sé por qué estoy tan relajado, tal vez se deba a que por fin he aceptado mi destino, o quizá tenga una explicación más terrenal y sea por lo que sucedió en ese camarote. No recuerdo la última vez que otra persona me dio placer. No he estado con nadie desde que me divorcié de Irene hace dos años, e incluso hacia el final de nuestro matrimonio los encuentros sexuales entre nosotros ya no eran tan frecuentes como en los primeros años. Puede que necesitase ese deshago sexual más de lo que me imaginaba. Prefiero no pensar en el hecho de que fue otro hombre quien me lo dio, es demasiado vergonzoso para mí.

De repente, noto que algo me roza el hombro y, cuando levanto la cabeza, me encuentro con la sonrisa burlona de mi antiguo compañero de clase. Mi primer impulso es protestar. Por primera vez desde que he llegado, estaba tranquilo y en paz conmigo mismo. ¿Por qué tiene que venir a estropearlo? Pero decido no decir nada, todavía está muy fresca en mi memoria la forma tan agresiva con la que me acorraló contra la pared esta mañana y su nada sutil amenaza de hacérmelo pasar mal. No quiero volver a sufrir otro de sus ataques de ira. Así que me quedo mirándolo en silencio, esperando a que sea él quien hable.

—Llevas dos horas metido en el agua. Debes estar más arrugado que una pasa —me dice—. Te he llamado para comer, pero no te enterabas y he tenido que tirarme a buscarte… ¡Y está fría!

—¿Qué sentido tiene venir al mar si no te bañas?

—¿Qué te parece tomar el sol?

—Eso es para las lagartijas. —Damián se ríe con ganas y yo no puedo evitar esbozar una pequeña sonrisa.

Nado hacia las escalerillas del yate y subo por ellas. Mi anfitrión me sigue muy de cerca. Cuando estoy a bordo, compruebo que la mesa ya está puesta. Manuela nos ha preparado dos tortillas de patatas de buen tamaño para los tres. ¡No me extraña que Damián haga tanto deporte! ¡Esa mujer lo ceba a conciencia! El chófer ya está sentado a la mesa, esperándonos con una evidente expresión de impaciencia. Lo ignoro y me seco con la toalla, demorándome todo lo que puedo para irritarlo. Puede que sea un comportamiento infantil y muy poco propio de alguien de mi edad, pero no me importa. Ese hombre me saca de mis casillas más si cabe que el propio Damián, a quien por cierto parece divertirle mi demora.

—¡Te vas a arrancar la piel de tanto frotar! —me espeta.

Opto por no hacer ningún comentario al respecto y me uno a ellos. La verdad es que hasta que no he visto la comida no me había dado cuenta del hambre que tengo. Ataco la tortilla con ganas mientras mis dos acompañantes charlan de temas intrascendentes. Elijo no involucrarme en la conversación porque, además de que prefiero comer, lo último que me apetece es hablar con Rodrigo de nada en absoluto. Y puede que Damián sea un buen conversador cuando estamos solos, pero en presencia de su guardaespaldas pierde el poco interés que tiene para mí. Estoy atacando el tercer trozo de tortilla cuando suena mi móvil. Esta vez he tenido la precaución de traerlo conmigo. Miro la pantalla y, para mi sorpresa, descubro que es el número del colegio de mi hija. Contesto al momento.

—¿Es usted Samuel García? —pregunta una voz femenina al otro lado de la línea.

—Sí, soy yo.

—Le llamo del jardín de infancia San Cristóbal…

—¿Le ha pasado algo a mi hija? —la interrumpo, preocupado. Damián me dedica una mirada interrogante que yo ignoro.

—No, Laura está bien, no se preocupe. Verá, el problema es que su mujer no ha venido a buscarla al salir de clase. La hemos llamado varias veces, pero no contesta al teléfono.

¡No doy crédito! Irene puede ser muchas cosas, pero no es una mala madre. Hacer algo así no es propio de ella. Debe haber tenido algún imprevisto… pero, ¿qué puede ser tan grave como para olvidarse de recoger a su propia hija? ¡Dios, espero que esté bien! No quiero ni pensar en la posibilidad de que haya tenido un accidente o algo peor. La idea de imaginármela malherida y sola en la cama de algún hospital me destroza el corazón. No, no puedo pensar en eso, seguro que hay otra explicación. Ahora tengo un problema más acuciante: debo ir a buscar a Laura, pero me encuentro a tres horas en coche de su colegio y además no estoy seguro de que Damián quiera interrumpir sus idílicas vacaciones para llevarme. Después de todo, no puedo olvidar cuál es mi papel en ellas, soy su muñeco hinchable personal. Aunque si cree que voy a quedarme aquí sabiendo que mi hija está sola, es que no me conoce en absoluto. De momento, tengo que llamar a Tino para que vaya a recogerla, es la única solución, y después convencer a Damián de que me lleve de vuelta.

—Ahora mismo, estoy fuera de la ciudad, pero enviaré a un amigo de la familia a recogerla —le explico.

La mujer parece dudar un momento, como si no le convenciera mi solución, pero termina accediendo a regañadientes cuando le aseguro que mi amigo es de total confianza. Supongo que es normal que no quieran dejar a los niños con cualquiera, hay demasiados peligros ahí fuera. Cuelgo el teléfono e inmediatamente después marco el número de Tino. Le explico la situación y éste accede sin rechistar a ir a buscarla, añadiendo además que puede quedarse en su casa todo el tiempo que sea necesario. La verdad es que no sé qué haría sin Tino, me ha sacado las castañas del fuego tantas veces que ya he perdido la cuenta de todos los favores que le debo. Dejo el móvil sobre la mesa y le dedico una mirada de súplica a mi anfitrión. No hace falta contarle nada, ya lo oyó todo cuando se lo dije a Tino.

—¿Tienes que volver a la ciudad? —Asiento—. De acuerdo. Por suerte, estamos cerca de la costa, allí cogeremos el coche y podemos llegar en menos de tres horas si nos damos prisa. —Se levanta de un salto para ponerse al timón.

—¿Vas a venir conmigo? —pregunto, sorprendido.

—¡Pues claro! Tú y yo tenemos un trato. Esto no cambia nada. A no ser que tú quieras romperlo.

—No, no quiero. — «Todavía necesito el dinero» .

—Entonces, no hay nada más que hablar.

Damián pone rumbo al puerto mientras yo me afano en localizar a Irene. Su teléfono da tono de llamada, pero parece que no hay nadie al otro lado de la línea para responder. No dejo de preguntarme qué puede haberle pasado y cada idea que se me ocurre es más lúgubre que la anterior. No puedo evitar ponerme en lo peor porque estoy seguro de que ella no ha abandonado a su hija por su propia voluntad. Por fin llegamos a tierra y nos subimos al coche. Durante el trayecto en automóvil, vuelvo a tratar de contactar con Irene incontables veces, pero ésta no contesta, y yo estoy empezando a desespérame. Mi móvil suena en una sola ocasión y es Tino para comunicarme que ya ha recogido a Laura en el jardín de infancia y se la ha llevado a su casa. Después, nada. Damián me toma de la mano y me da un apretón que supongo pretende ser de consuelo. Giro la cabeza para mirarlo y me encuentro con una mal disimula expresión de inquietud en su rostro.

—No te preocupes tanto —me dice—. Seguro que está bien.

—No lo sé, todo esto es muy raro.

—Probablemente habrá alguna explicación razonable. —Parece dudar un momento y luego prosigue—: ¿Sabes si tu exmujer padece algún problema de drogas o alcoholismo? Quizá esté colocada en alguna parte y haya perdido la noción del tiempo.

—No, Irene no toma drogas.

—¿Estás seguro?

—¡Conozco a mi exmujer! —respondo, indignado.

—Quizá está con algún hombre y se ha olvidado de la niña.

—No, ella no haría eso.

—Bueno, entonces supongo que lo mejor será pasar antes por su casa para comprobar si se encuentra allí. ¿Sabes la dirección?

—Sí, vive en un apartamento en el centro.

Le doy a Rodrigo las indicaciones necesarias para ir al piso de Irene y luego me sumo en el silencio. Lo último que me apetece ahora es hablar de las posibles adicciones de mi exmujer con mi antiguo compañero de clase. Ya estoy bastante preocupado sin que él me meta ideas locas en la cabeza. El chófer conduce bastante rápido a petición de Damián y, como éste había pronosticado, llegamos a la ciudad antes de las tres horas. Rodrigo aparca cerca del apartamento de Irene y los tres recorremos andando la poca distancia que hay entre el coche y su vivienda. Allí, llamo más de una docena de veces al telefonillo, pero nadie responde. No parece que esté en casa y así me lo hace saber mi anfitrión, quien empieza a impacientarse. Sin embargo, yo aún no me siento dispuesto a darme por vencido y vuelvo a intentarlo unas cuantas veces más con idénticos resultados.

Cuando ya estoy a punto de rendirme, una señora mayor que arrastra un carro de la compra sale del portal y pasa a nuestro lado sin tan siquiera mirarnos. Agarro la puerta antes de que se cierre y entro en el hall . Mis acompañantes me siguen a poca distancia. No sé que pretendo irrumpiendo de esta forma en el edificio. Si Irene no contesta al telefonillo, lo más seguro es que tampoco lo haga cuando llame a su puerta, pero una extraña corazonada me impulsa a continuar. Cogemos el ascensor hasta la tercera planta, donde viven mi exmujer y mi hija. En cuanto llegamos, algo llama mi atención: la puerta del piso de Irene está entreabierta. Y sin detenerme a pensarlo, echo a correr y cruzo el umbral a toda prisa.

—¡Samuel, espera! —exclama Damián a mi espalda, pero lo ignoro.

—¡Irene! —grito una y otra vez sin obtener respuesta.

Damián entra detrás de mí y después lo hace Rodrigo, quien ha desenfundado su arma para inspeccionar la vivienda y nos hace señas para que esperemos en la entrada. Una a una, va abriendo todas las puertas y revisando cada rincón para comprobar si hay alguien más en el apartamento o estamos solos como parece. La visión de la pistola me impresiona un poco y me quedo paralizado, esperando a que el guardaespaldas termine con su escrutinio. Cuando Rodrigo ha examinado hasta la última habitación de la casa, vuelve a guardar su arma y viene a nuestro encuentro.

—¡Jamás vuelva a hacer eso! —me espeta con cara de pocos amigos—. Ha puesto en peligro a Damián al irrumpir aquí de ese modo. ¿Se ha parado a pensar en lo que podría haber sucedido si hubiese alguien armado en el interior? —Lo cierto es que no, no estaba pensando para nada porque la preocupación me cegaba, pero me niego a reconocerlo en voz alta y darle la satisfacción.

—No importa, Rodrigo —interviene Damián—. Estamos todos bien.

—No gracias a él —refunfuña el chófer. Estoy a punto de mandarlo a la mierda cuando éste añade algo más que capta toda mi atención—: Hay un par de sillas volcadas en la cocina y fragmentos de cristal en el suelo. Parece como si hubiera habido un pequeño forcejeo. También he encontrado un cuchillo manchado de sangre y algunas gotas más en la baldosa, pero no demasiadas, lo que indica que se trata de una herida superficial, probablemente defensiva. La cerradura no ha sido forzada, por lo que sabemos que seguramente la mujer conocía a su atacante y fue ella quien le abrió la puerta. Y esto —añade, recogiendo un zapato de tacón abandonado cerca del umbral—, me hace pensar que lo perdió cuando escapaba o cuando el intruso se la llevaba a la fuerza.

—Entonces, ¿podría estar viva? —pregunta Damián.

—Al menos lo estaba cuando salió de aquí. Ahora, ¿quién sabe?

No puedo creer lo que ha pasado. Decir que estoy atónito sería quedarse muy corto. Me he quedado completamente en shock al  oír lo que pudo haber sucedido entre estas cuatro paredes. Alguien ha irrumpido en el apartamento de mi exmujer y la ha atacado. Ahora mismo, Irene podría estar vagando por ahí malherida, retenida en algún lugar o, lo que es peor, muerta. Sólo pensarlo se me parte el alma, porque es muy probable que mi hija haya perdido a su madre. Y no hay nada que yo pueda hacer para remediarlo a parte de avisar a la policía y sentarme a esperar con el corazón en un puño hasta que reciba alguna noticia suya.

Sé que el chofer dijo que existe una posibilidad de que haya escapado, pero en ese caso, no entiendo por qué no contesta al teléfono. A no ser, claro está, que no lo lleve encima. Movido por un fuerte presentimiento, saco mi móvil y vuelvo a marcar su número una vez más. Al momento, nos llega una melodía de llamada desde el otro lado de una puerta. Parece que Irene se dejó el teléfono en casa y por eso no podía localizarla. Entonces, sí que es posible que haya huido, no es mucho, pero me sirve para mantener una frágil esperanza. Estoy a punto de ir a buscar el teléfono de Irene cuando Damián me detiene.

—No toques nada —me advierte. Abro la boca para protestar y decirle que el chófer ya toqueteó todo lo que quiso y más cuando me doy cuenta de que éste lleva unos guantes de cuero negro en las manos que se puso vete tú a saber cuándo—. Tenemos que irnos.

—¿Irnos? —inquiero, estupefacto—. ¡Hay que llamar a la policía! —añado mientras marco el número.

—No puedo permitir que haga eso —me gruñe el guardaespaldas al tiempo que me arranca el móvil de la mano con una violencia innecesaria y desproporcionada.

—Escucha, gilipollas, no voy a quedarme de brazos cruzados sabiendo que mi mujer corre peligro.

—Su exmujer.

—¿Qué?

—Digo que es su exmujer, no su mujer —responde con una sonrisa burlona en los labios.

—¿Y a ti qué cojones te importa? —Estoy tan cabreado que podría partirle esa cara de pretencioso que tiene.

—¡Ya vale! —protesta Damián—. Rodrigo, deja que haga esa llamada.

—Pero, señor…

—No pasa nada, en serio. Es lo correcto. Además, puede que alguien nos haya visto entrar y sería sospechoso si no avisamos nosotros a las autoridades.

—Sí, señor —refunfuña, devolviéndome el teléfono a regañadientes.

Realmente curioso. No sé en qué clase de negocios turbios andará metido Damián, pero está bastante claro que ni a él ni a su guardaespaldas les gusta demasiado la policía. Imagino que es el precio que se debe pagar por llevar una vida de lujos a expensas de infringir la ley. Y supongo que a mí tampoco me conviene demasiado que me asocien con ellos, pero ahora mismo en lo único en lo que puedo pensar es en la seguridad de Irene. Si hay alguna posibilidad de encontrarla con vida, tengo que aprovecharla. Ya me preocuparé de las consecuencias más adelante.

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