Quiero verlo....

Quiero verlo – la interrumpí. ¿Cómo iba yo a humillarla, doblegarla, dejar que cargara con tanto peso, cercenarle la poca libertad que la crianza le dejaba?. Aunque ella traicionara, mis principios no se basaban en pisotear a ninguna hembra….menos a la que amaba. - ¿Verlo? – acertó por primera vez a mirarme. - Si, quiero verlo.

-          Te quiero tanto.

Dos meses sin hacer el amor.

-          Te necesito.

Peleas por tonterías, por ñoñerías, de cotidiano.

-          No se vivir sin ti.

Y tampoco recordaba lo que era cenar a solas, velas, mesa redonda, miradas prometedoras el uno junto al otro.

-          Pero te amo.

Porque rabiosamente, nos amábamos.

Creer, imaginar, tan siquiera concebir en que lo nuestro estaba finiquitado, provocaba que las piernas se convirtieran en plastilina y la existencia, en un pedrusco de tonel sobre las espaldas.

Los últimos cuatro años los habíamos invertido en las dos bestias pardas que nos regalamos.

Criaturas adorables y odiosas a las que se aman con fanatismo mientras se toma conciencia de que el mal carácter de uno, los celos del otro, las rabietas de los dos y la constante necesidad de cariños, nos estaban privando de la deliciosa forma que en comenzamos nuestro matrimonio.

En cuanto descubrimos que el carácter del segundo se torcía, mi mujer asumió el insuperable sacrificio de olvidar su profesión para centrarse en cuidarlos.

-          Si no los corregimos ahora, no lo haremos cuando tengan quince años.

Y tenía razón.

En eso como en casi todo.

Por mucho que le diera las gracias, por mucho que la colmara a mimos, regalos y halagos, aun hoy, después de los inviernos, sigo estando infinitamente agradecido.

Al atardecer, cuando llegaba agarrotado, asfixiado por una oficina claustrofóbica, escaqueándome de la cervecita final de jornada porque no paraba de pensar en que ella llevaba toda la jornada parapetada en casa tratando de poner orden donde ya nunca lo habría, mi amor me recibía con un fugaz y desganado beso y una fuga en estampida puerta hacia afuera, plantándome delante de aquellas fieras que me miraban con cara de…”A ver, ¿por donde empezamos?”.

Y yo no podía decir que no.

Era incapaz.

Cenar rápidamente hablando de niños, cabecear frente a un programa del que no te estas enterando hablando de niños, derrumbarnos sobre el colchón hablando de niños, odiar el despertador, cepillarnos los dientes, desayunar un café a la carrera hablando de niños….dormir cuando se podía, con los niños insertados entre ambos.

Hartos.

Hartos y culpabilizados, creyendo que no se podía ser peor progenitor por desear conservar, por Dios, un pequeño rincón.

Un rincón atiborrado de todo aquello que nos había sido usurpado.

Lectura sosegada, conversaciones constructivas, acaramelamientos, cultivar la amista, cocinar sin minutero…sexo.

Aplastados por lo cotidiano, por los ratios de venta, el agobio competitivo, la temperatura de los biberones, la compra semanal o la avería del aire acondicionado,  uno y otro habíamos dejados de buscarnos.

Incluso, poco varonil el gesto, había dejado de pensar en ello, limitando el desahogo, a una, tal vez dos masturbaciones semanales, lidiadas en el baño de Marketing y Venta, siempre pensando en un polvo furtivo con mi santa esposa.

Todo hasta esa noche.

Para variar, los niños habían cedido al sueño sin resistencias, sin suplicar compañía, cuentos, una meadita de última hora.

Mi mujer llevaba ya cinco minutos bajo la ducha y este humilde, redescubrió que no estaba castrado, al ser incapaz de reprender mi furtivismo…aprovechando el entreabierto, eché una sutil y palpitante ojeada.

El placer oscuro pero irrenunciable del voyeur…..

Un placer que, para mi sorpresa, descubrió que el telefonillo, no caía sobre su cara.

El chorrito cálido se derramaba directamente sobre su entrepierna.

Su cuerpo, resentido por la mala vida y los embarazos jadeaba contenidamente, tratando de acotar el placer para que resultara insonoro….y lo lograba eso si, temblando las piernas hasta desestabilizarse por el placer, obligándola a echar una mano sobre el alicatado y morderse con fuerza los labios.

Ni un solo gemido, hasta que su boca dejó escaparse un furtivo…”Fernando”.

“!Fernando!” me aterroricé, recurriendo a rebuscar en mi cartera el carne de identidad para certificar que debía intranquilizarme pues al bautizarme me llamaron Pascual.

Una noche entera de insomnio, un hasta luego desganado, el café, esta vez negro tizonero en el café de barrio y un interminable atasco.

Todo como un resorte, en guardia, sin descanso….mudo.

¿Dónde podía mi señora haber encontrado un amante?.

¿Dónde si su vida se reducía de casa al mercado, de casa a la guardería, de casa a la de mis suegros?.

¿Dónde?.

El como estaba claro.

Por mucho que los partos hubiera repercutido, seguía siendo una treintañera avanzada con el morbo propio….solo que, hasta ese momento, creía lo tenía postergado.

Todo el cerebro, ese cerebro declinante y traicionero que todo lo capta y con la edad, a medias procesa, se concentraba en tratar de comprender y averiguar la manera de afrontar aquello.

Y la verdad es que solución, ninguna.

Finalmente fue el instinto quien sustituyó a lo sensato y, un domingo de jardín y columpios, sentados en un banco, entre el griterío de medio centenar de críos y otro medio de padres acosados, decidió cortar por lo sano.

-          Lo se – ella al principio pensó que aquello no iba con ella y continuó controlando las hazañas arenosas de nuestros vástagos - Lo se todo.

No dije nada más.

Pero ella, lentamente, fue destemplándose, agonizando sin poder mostrarlo, comprendiendo, dejando correr una lágrima solitaria pero gruesa que se derramó a través de la mejilla hasta suicidarse sobre el suelo.

-          Por favor, por favor, por favor no me dejes, no me dejes, te quiero por favor.

Lo dijo sin teatros.

Lo dijo intentando contener las formas, como una barricada destrozada a cañonazos que, sabiéndose rendida, trata de contener un mortífero asalto.

Y yo como un Calígula caprichoso, mareando la toga que cuelga del brazo, la corona aúreo dominando, decidiendo si pulgar arriba, pulgar abajo.

El traicionado disfrutando de algo tan desconocido en el seno de las fantasías, como descubrir al traidor y decidir si remata…o perdona.

-          Pídeme lo que quieras amor. Lo que quieras – noté como crispaba los dedos, apretaba luego los puños, volvía a crisparlos – Lo que quieras. No me dejes. No fue nada, no lo fue te lo juro. Lo que quieras.

Y lo añadió mientras cogía mi brazo izquierdo apretando con tal saña, que reconozco, llegó a clavar uña y hacer daño.

Un gesto que, inesperadamente, amen de mover a la piedad, movió mi polla en contra de las leyes de la gravedad.

-          Lo que sea amor – hablaba sin mirarme, intentando decir si gustosa a una travesura de nuestros hijos – Dejaré que me humilles, no te discutiré ni una, dejaré que sea yo quien lo lleve todo, dejaré de salir con mis amigas para que vuelvas a casa y descanses, dejaré de….

-          Quiero verlo – la interrumpí.

¿Cómo iba yo a humillarla, doblegarla, dejar que cargara con tanto peso, cercenarle la poca libertad que la crianza le dejaba?.

Aunque ella traicionara, mis principios no se basaban en pisotear a ninguna hembra….menos a la que amaba.

-          ¿Verlo? – acertó por primera vez a mirarme.

-          Si, quiero verlo.

-          ¿El que?.

-          Quiero ver como te follas a ese Fernando. Allí, delante, con una copa de vino, en primer plano.

-          Pero….no te hagas esto cariño.

-          Si no, mañana lunes llamo al abogado – negué cualquier cesión.

No quise continuar aquello.

Me levanté, avancé dos pasos y me incorporé a la juerga de castillos de arena.

Por la noche ella, más templada me suplicaba por el olvido.

-          Dejare de verlo. Te lo juro. No quiero que os lieis como gallitos. No quiero perderte. Te adoro, te quiero tanto. No siento nada por el. Nunca hubo peligro. Solo era, solo…

-          ¿Solo que? – inquirí morbosamente, pues la respuesta era obvia.

-          Sexo….-respondió tan sumisa que casi ni la escuché y eso que estábamos en el colchón, a dos palmos.

No se si ella se dio cuenta o no.

Creo que no.

Porque de haberlo hecho sabría que, mis pies acariciando los suyos bajo las sábanas, revelaban que aquello era una partida de poker y yo andaba de farol descarado.

-          Vale – asumió – Vale.

-          Pues en el mismo sitio donde te lo follabas, a la misma hora, el mismo día.

Sus citas eran los jueves, a las once de la mañana, en un discreto apartamento en pleno casco histórico, entre el ulular de palomas y el toque de campana de la catedral de San Esteban.

Quedamos en el número once, frente a un bloque de negro luto recientemente restaurado.

Una hora antes, en la vinacoteca con más lustre de la ciudad, había adquirido un delicioso vino argentino, exprimido en la Córdoba sin mezquita donde los de la pampa hacen sus caldos.

Era una botella cara desde luego por lo que, sospechando que no iba a tenerlo, compré una copa de talle fino y boca ancha, perfecta para saborear con la nariz antes que con el paladar aquella delicia de uva.

Nunca supe como se lo propuso.

Pero algo de arte debía tener para el convencimiento porque cuando tocamos el timbre de aquella puerta lacada en blanco, esta se abrió con la cadena puesta, dejando entrever un ojo negro y nervioso.

-          Por favor Fernando – fue mi mujer quien habló – Juramos que solo era lo que era, que no estaba en peligro mi matrimonio. Sabes lo importante que es para mi. Por favor, no lo rompamos. Ayúdame. No pasará nada ya verás.

El chico que no hombre, abrió la puerta entrecortadamente.

El chico que no hombre, era un maromo monumental al que solo su rostro, anguloso, varonil pero de retinas aun juvenales, revelaba que apenas había superado la veintena.

Casi deseé mirar a mi señora y quitarme el sombrero.

Fernando debió de pensar que en caso de violencia, enfrente le paraba poquita cosa.

Al terminar de abrir apareció el resto del ejemplar…un monumental metro noventa calzado con polo amplio de lana gruesa, aire a colonia barata y vaqueros tan ajustados, que no pude evitar preguntarme si no le chafaban lo que se oculta.

“¿Como no le dolerá?”.

Pasamos.

Era un apartamento casi loft, amplio de tonos alegres, plagado de cuadros Ikea de incomprensible gusto y cocina americana color rosa, donde olía más a alcohol que a aceite y plancha.

Sin duda el recental no vivía allí.

Sospechaba que al individuo, lo refrendaba unos padres consentidores tan bien asentados, como para regalar a su hijo aquel lujo de cuarenta metros cuadrados dedicado a follarse niñatas descerebradas y mujeres casadas que no buscaban compromiso.

-          No quiero problemas – advirtió.

Me extrañó ese aire apagado en un tío que por la altura y lo colosal, hubiera partido cualquier espinazo como una nuez pocha.

Sin duda, aquella era la primera vez que lo sorprendían las consecuencias de sus diabluras y no tenía demasiado claro si eran reales las escenas de las películas.

Estaba seguro que, en algún lugar de aquella estancia, paraba una navaja dispuesta…por si la mosca salía abeja.

-          Eso depende de como te portes.

-          Amor mio – intercedió – No hace falta que…

-          Empezad.

Me daba igual que excusa pusieran.

Me daba igual si tenían o no ganas.

Lo deseaba tanto como abrir aquella botella de vino.

Y fue entonces cuando me di cuenta que el sacacorchos, se había quedado olvidado.

Les enseñé la espalda, marché hacia la nevera, abrí para verla con una solitaria lata de aceitunas y un litro de Martini blanco, rebusqué en los cajones y casi cuando ya comenzaba a sentir cierto cabreo, di con el.

El deleite de liberar el líquido de su corcho, sentir como el aroma se apodera de la pituitaria, derramar, marear, olisquear sutilmente, luego más intensamente para luego dar un primer sorbo, pausadísimo.

Eché algo más.

Sorbí más profundo.

Satisfecho sonreí, porque había acertado, tomándome mi tiempo, mi insobornable tiempo, para amar aquel tinto.

Volví a servir, miré mi reflejo borroso en el embellecedor metálico del frigorífico…”adelante” pensé.

“Adelante”.

Al regresar al salón, estaba solo.

Pensé que tal vez, había sido abandonado.

Que mi mujer harta de los niños, de sus sudores y nervios, de habernos perdido en el maremágnum de un sinvivir diario, había decidido ser ella la que me abandonara y correr en brazos de aquel niñato sustituto que le prometía una vida de  nocturnas y orgasmos.

-          Ummmmm

Pero el gemido, borró la idea.

Un gemido leve, acompasado por el claro sonido del besuqueo baboso.

En ese momento, reconozco, perdí parte del autocontrol que hasta ese instante había enseñoreado.

Ese corazón que ante los retos cotidianos siempre mantuvo el cardiograma sano, era ahora un arrebato desbocado.

La yugular pretendía reventar el cuello, el esternón se reblandecía, incapaz de contener las vísceras del cuerpo….la sensación angustiosa, la duda corrosiva de ignorar si estaba o no equivocado cuando ya era tarde, y habíamos dado el irremediable paso.

Avancé guiado por los susurros hacia donde sospechaba, estaba el dormitorio.

La luz encendida, el crujir de un mueble y el incremento del ruido, ruido de besos, confirmó que mi intuición no había errado.

Ante la puerta entreabierta volví a respirar tratando de encontrar el valor del soldado en la trinchera.

Bebí, apuré por tercera vez el vaso, dejando los restos violáceos en el suelo pero sin renunciar a la botella, a medias, que compartiría conmigo lo que esperara al otro lado.

Cerré los ojos, empujé levemente….y cuando abrí los párpados…….todo había cambiado.

La estancia era la más grande de aquel habitáculo, sin prácticamente muebles, salvo un colchón inmenso pero sin somier, un espejo de lado a lado a modo de cabecero y un mueble ropero con aire robusto….donde mi mujer sentada, desnuda y sensualmente entregada, abría sus piernas depositándolas sobre los hombros de Fernando.

Los muslos de hembra tapaban la escena pero no conseguían impedir que, incluso en la distancia, se escuchara perfectamente, los jugos lubricantes de su excitado coño.

El muy macho había necesitado quince minutos para excitarla.

Y ella, con su cara más puramente libidinosa, aferraba su cabeza tratando de acercarlo todavía más, moviendo sus caderas al compás de sus ganas, apretándose con firmeza contra la portentosa habilidad de aquella lengua.

-          Ufffff….ooggggggg.

-          ¿Te gusta zorra?.

Mi pregunta la sobresaltó.

Se quedó mirándome temerosa, pero con la mano sin dejar de apresar la melena de su presa, obligándole con decisión a continuar con aquel trabajo.

Tras tanto tiempo emparejado, es fácil aprender cuando van a ocurrir las cosas.

Las buenas parejas se intuyen tanto para buscarse los placeres como para evitar peleas y el pequeño secreto de mi amor, era que cuando el goce explotaba, cuando se corría, sus pies, involuntariamente, se ponían de punta.

Y cuanto más de punta, más fresco, brutal y arrebatador estaba resultando el orgasmo.

La sorpresa inicial fue cediendo, poco a poco, arrasada por la represa rota del vicio largos meses postergado…nuestras miradas se compenetraron descubriendo una faz hasta ese segundo mutuamente ignota y que, justo allí, nos unió como nunca.

Ella acababa de descubrir que su marido, su amor, el hombre que nunca la dejaría, que jamás la abandonaría, que la adoraba como se adora el becerro de oro, se excitaba viéndola en carne viva, gozando, gritando, sudando, disfrutando….con otro.

-          No te pares – le ordenó, recuperando el temple, la seguridad y el orgullo propio.

Y Fernando, desde luego, no paró.

Lamió mientras ella, con cara de auténtica desbocada, sostenía los ojos con ese que era su esposo, gimiendo crecidamente hasta terminar gritando con sus pies desenmascarando que, a pesar de intentar sostenerse frente a mi, se estaba, literalmente, derritiendo….”!!AAAAAAAAGGGGGGGGGGGGG!”.

Cuando aun trataba de recuperar el resuello, Fernando, incorporándose se alzó, cogiéndola del cuello con una fuerza algo impropia, provocando que estuviera en un tris de salir en su defensa.

Pero ella, también conociendo, puso su mano en posición de “Tranquilo….tranquilo y toma nota”.

-          Ahora putita te vas a arrodillar y chupármela como Dios manda ¿entendido?.

Ella asintió no con gesto miedoso, sino doblegado y deseoso.

-          Como una puta no se te olvide.

Fernando giró su cuerpo que solo vestía ya los tejanos.

El, parece ser, también había comprendido.

-          ¿Te pone verdad?. Te pone verla desnuda y en mis manos.

-          Limítate a ella –le dije advirtiendo que por  metro noventa que fuera, en ese apartamento, había solo un gallo.

Y justo cuando acabé de decirlo, sus pantalones cayeron al suelo, arrancados que no quitados y pude por fin verlo.

Verlo y comprender lo que ese chaval que no hombre, representaba para mi amor.

Su cuerpo era un cincel renacentista, un egregio ejemplar de homo al que sin duda, deberían dibujar en alguna escuela de arte como ejemplo de la bondad genética….su cuello robusto, el esternocleido descendiendo de estrecho a ancho, poderosa unión con unos hombros férreos, los pectorales musculados, la tableta cincelada a base de pasarse pocas horas en el pupitre y demasiadas en el gimnasio, sus caderas fruto de kilómetros y….todo lo demás que no recuerdo como era, porque me quedé en el medio.

Miren, uno nunca ha sido ni modesto ni exagerado.

Tenía material y siempre supe como utilizarlo.

Ni mi mujer ni las anteriores tuvieron nunca queja.

Pero aquello…para  un consumidor habitual de porno….ahora entendía porque Fernando ni tenía oficio ni parecía buscarlo.

Su inmensa polla, inmenso falo, inmenso miembro, inmensa herramienta…inmensa, gruesa y conmovedora, ya absolutamente erecta, venosa, poderosa, tocando con el capullo su ombligo y el, tan cabrón, objeto ya no de envidia sino de admiración, mirándome fijamente a los ojos, diciéndome en silencio ….“Si, esto es lo que tu mujer lleva semanas buscando”.

Y eso era, no cabía ninguna duda.

Porque mi esposa, mi amor, se había abalanzado sobre ella con fruición hambrienta, lamiéndola desde la base hasta el frenillo, llegando a el para introducirla en su boca leeeeentamente, una y otra vez, succionándola hasta donde su garganta diera para luego descender otra vez, ensalivando aquel tronco pro-di-gi-o-so hasta obligar a su amante a dejar de mirarme, cerrando los ojos para concentrarse en lo que le estaban haciendo.

Y la comprendía.

No sabía porque pero la comprendía.

Mi buena mujer, tan en todo, tan sacrificada…la comprendía.

Comprendía que necesitara eso.

Fernando dijo basta asiéndola con cierta brusquedad por los brazos, metiendo sus biceps entre sus muslos y alzándola con una facilidad portentosa.

Así, de pie el, entregada ella, mi mujer se abrió abrazando con sus pies los riñones de su amante, retomando la masacre de besos, esta vez ya del todo babosos y desbocados.

-          No puedo más Fernando.

Ni tan siquiera esperó a echarse sobre la cama.

Allí mismo, como si aquello fuera lo habitual entre ambos, asió la polla, frotándola ante sus labios vaginales, echando la cabeza hacia atrás, pidiéndole que poco a poco la ensartara.

A medida que el aparato la penetraba, mi amor abría la boca como si estuviera a punto de gritar, pero sin hacerlo, al tiempo que todos los incontenibles músculos de su amante, se tensaban como si estuviera en pleno esfuerzo olímpico.

Durante diez interminables segundos, su rabo la fue ensanchando hasta hundirse del todo.

-          Oggggggggggggggggg – exhalaron ambos – Oggggggggggg ¿Te gusta princesa?.

-          Siiiiiiii ummmm siiiiii, es maravillooooosooooooooo uyyyyyyyy.

El Argentino andaba ya por debajo de la mitad y la chispa empezaba a causarme mareos.

Mientras mi mujer felaba, mientras aquel Hércules barriobajero la alzaba, mientras ella se la clavaba voluntariamente,  me había desvestido y, buscando un rincón discreto, me dedique a gozar con aquella película en directo.

Fernando, ya con su polla del todo dentro, volvió a mirarme con cara de pedir un estúpido permiso.

-          Fóllatela – ordené – Fóllatela sin piedad.