Quiero que me preñes
Ya no éramos tan jóvenes y se acababan las oportunidades igual que las excusas para posponer mi embarazo. Quería preparar la habitación para mi futuro bebé y llamé al carpintero...
Acaricié su cabeza y le di un beso ardiente -rectifico-, más que beso fue un mordisco en el labio inferior seguido de un lengüetazo baboso. No quería que se fuera. Deseaba pasarme toda la mañana con mis pezones entre sus dientes mientras entraba con furia en mi cuerpo para llenarme de semen.
-Suéltame, viciosona... -susurró cariñoso Pablo, mi marido, con esa ronquera matinal que tanto me excitaba-. Tengo que largarme, cuando vuelva seguimos... ,¿OK? Un beso, cielo...
Fue un casto beso de despedida, escabulléndose de mi lujuria tras la puerta entreabierta. Normal que huyera si lo trataba como a un banco de semen. Queríamos un hijo y aprovechábamos los días más fértiles de mi ciclo menstrual para follar como locos. Recientemente me había quedado en paro; aunque, por fortuna, él tenía un trabajo estable y bien pagado. Ya no éramos tan jóvenes y se acababan las oportunidades igual que las excusas para posponer mi embarazo.
Se despegó definitivamente de mí y apoyé la espalda contra la puerta tras cerrarse. Llevaba un excitante negligé negro que había usado para incendiar lo que quedaba de la líbido de Pablo, al límite del agotamiento. «Quiero que me preñes de una puñetera vez», murmuré acariciando mi piel mientras cerraba los ojos y rozaba mis pezones con la yema de los dedos. Pablo era una mezcla de F., T. y S., con predominio de F., "un feote pelón, caracabrón y excitante", como decía mi amiga más perra, Laura.
La verdad es que los cuerpos perfectos siempre me dieron grima, y ya con cinco años me enamoré perdidamente de Samuel, un niño flaco con prognatismo, ese defecto en la mandíbula que impide cortar la carne con los dientes. En la escuela me encantaba sentarme junto a él a la hora del desayuno para darle tiernos besos e introducirle en la boca trocitos de embutido o jamón curado. Pero la entrega total no existe ni en el amor más ciego, y yo desviaba furtivamente a mi boca algunos de esos pedazos que mi futurible suegra había preparado para evitar que su retoño se atragantara.
Sonreía cuando el sonido del interfono me alejó de tiempos pasados. «Ya olvidó las llaves de nuevo», pensé. Le di al botón sin preguntar siquiera y fui a la cocina para servirme café mientras evaluaba si tanto follar no le bajaría la actividad neuronal a Pablo. A los dos minutos sonó el timbre y fui a abrir:
-¿Las olvidaste... -pregunté, para seguidamente gemir con voz apagada-: …en el baño...?
Quien atendía en el umbral era una combinación de F., T. y S., pero con predominio de T. en este caso. La taza de café no cayó al suelo de puro milagro y me arrebujé en el negligé como pude dejando cada vez más carne al descubierto, todo lo contrario a lo que pretendía. Cierto que el negligé no tapaba nada, pero dicen que la intención es lo que cuenta. Por si no bastara con la intención, entorné preventivamente la puerta para escudarme tras ella y esperar presentaciones:
-Soy Diego y me manda Agustín -dijo más apurado que yo mientras sus grandes ojos negros como tizones parecían camuflarse tras sus frondosas pestañas.
-Espera un momento -contesté dejando la puerta tal cual, porque cerrársela en las narices me parecía de mala educación y de desconfianza suprema. Fui a por la bata arriesgándome a aparecer descuartizada en la página de sucesos. Volví para franquearle definitivamente la entrada.
-Me dijeron que vendríais a primera a hora, pero ¿a las ocho menos cuarto? -cuestioné en plural para diluir responsabilidades mientras le acompañaba a la habitación del "proyecto bebé".
-Lo siento si la he despertado, pero Agustín me pidió que viniera a esa hora.
-Tranquilo, Diego. Ya andaba levantada.
Agustín tenía una carpintería dos manzanas más abajo, y era de los pocos artesanos que quedaban en la zona. Pensaba decorar la habitación sin más ayuda que la suya; me sobraba tiempo y un montón de revistas que ojeaba a ratos. «Tienes el síndrome del nido antes de quedarte preñada -había dicho Pablo-, me sabría mal que luego...». Pero yo sofocaba sus palabras de mal agüero con mimos y lametones de perrita cachonda. Tampoco deseábamos ceñirnos a un color, huyendo de los tópicos azul y rosa. «Si nos sale gay o lesbiana no se sentirá condicionad@ por nosotros ni por el color de las paredes», le decía a veces entre risas.
-Pensaba ahuecarla un poco antes de que llegara -dije con voz menguante para esconder la mentira.
-No se preocupe.
La habitación era un auténtico contenedor. Un homenaje a Diógenes y a su síndrome. Cajas de cartón se erigían como columnas junto a fardos de ropa, y unas plantas de interior agonizaban sin más luz que la que entraba por las ranuras de la persiana. En un rincón, una camisa desplegada esperaba vapor y plancha sobre una tabla a la que había que llegar por una trinchera abierta entre las cajas.
-Queríamos vaciarla este fin de semana, pero... -seguí excusándome y omitiendo la auténtica razón:- «Estuvimos ocupados follando sobre la encimera de la cocina, aprovechando el centrifugado de la lavadora, sobre la alfombra, sobre cualquier cosa sugerente que soportara los envites brutales de nuestros cuerpos lujuriosos»
Pero no me pareció adecuado apostar por la sinceridad dos minutos después de haberle conocido, e icé la persiana para que la luz del amanecer entrara a raudales.
-Preciosa -dijo.
-Qué imaginación tiene. De momento yo sólo veo un trastero.
-¿Dónde la pongo? -preguntó tras sospesar una caja.
-Bueno, no creo que sea su trabajo...
-Así es imposible tomar las medidas y prefiero vaciarla un poco -dijo en un tono ligeramente contrariado.
-En el lavadero. Venga por favor. -contesté cediendo a su empeño.
Tomó unas cajas y me siguió. El lavadero era espacioso y disponía de una galería anexa. Le indiqué el espacio libre y allí las dejó. Nuestras espaldas eran el punto de referencia y yo lo seguía a él o al contrario y, cuando eso ocurría, sentía su mirada clavada en mi cuerpo cómo si siguiera recordándome con esa obscena prenda con la que me había presentado. Quizá yo lo miraba con la misma avidez cuando le seguía. Llevaba una camisa a cuadros de franela sobre un pantalón vaquero. Sería algo más bajo que mi marido pero más musculoso y ágil. Pablo era sedentario y el único ejercicio que practicaba era el de inscribirse al gimnasio para no acudir, llevarse la cerveza a la boca viendo el partido y embestirme de vez en cuando. El bebé le pondría en forma. Observé con más detalle eso en lo que ya me había fijado: su oreja izquierda cuyo pabellón parecía despegarse del cráneo desafiando la simetría y los valores estéticos más convencionales.
Sentí una punzada de deseo y un escalofrío me recorrió entera. La asimetría y la imperfección de nuevo. Sin ningún complejo mostraba ese cucurucho de cartílago que podría haber disimulado con su pelo. Pero no, parecía orgulloso de él y lo mostraba emergiendo a un lado de su cabeza rapada a tope y sin ningún complejo, como si de esta forma revalorizara su aspecto tosco y desenfadado. Volvimos a la habitación a por más cajas.
-No debe hacerlo -me dijo protector.
Por primera vez le sostuve la mirada. Ya no había puertas ni trastos de por medio ni negligés tras los que mostrar mi lascivia y él había dejado de ser S. F. y T. para adquirir entidad propia. Parecía un buen tipo. Me trataba como si fuera a troncharme con un golpe de viento, como frágil dama encinta de otros tiempos; y ese juego un poco arcaico y machista, que en el mundo laboral me hubiera disgustado, me gustaba en el entorno presente; pero sólo pude responder:
-Aún no..., jajajaja... Estamos en ello, pero nada por ahora.
Sólo soy una mujer fértil reclamando a gritos que se la follen cuantos más machos mejor -debía haber añadido-, no esté aguándose el semen de mi marido y se me pase definitivamente el arroz intentándolo.
-¿Tiene hijos? -pregunté.
-Cuatro y uno que viene en camino.
-¡ Wooow qué prolífico! -se me escapó.
Respondió con una sonrisa pícara, casi canalla, que me removió entera y, mientras intentaba recordar si en esa caja que llevaba entre las manos estaban las declaraciones de la renta pasadas o los adornos de Navidad, me dejé llevar, fascinada por los ágiles movimientos de ese cuerpo que, ante mí, abría camino entre los bultos; ese cuerpo más joven que el de mi marido y cuyo sudor cada vez se hacía más intenso y penetrante. Hubo un instante en que nos rozamos en esa trinchera de cartón y sentí su electricidad abrazándome hasta llegar al espinazo... Estaba destilando flujos de nuevo cuando el semen de Pablo aún pringaba mi vagina como ese lacre que sellaba las cartas antiguas para hacerlas inviolables a los extraños. Tenía algo de irrespetuoso y debía haberme avergonzado, pero no lo estaba en absoluto.
-Lo siento.
-No pasa nada... (Cabrón, sí pasa. Me pones perraca y no podré negarme a ti). ¿Quiere café? Está recién hecho... -pregunté casi con voz suplicante para que me dijera que sí, y de esa forma pudiera huir de su lado.
-Gracias. Sin leche ni azúcar por favor -contestó sin dejar su trabajo.
Fui hasta la cocina y tomé la cafetera aún tibia para servirle una taza. Un discreto temblor agitaba mis manos. «Debes calmarte, ¿a que viene eso? Mejor te refresques un poco», me dije saliendo al pasillo pero intentando evitarlo. Busqué refugio en el baño para que su rastro de feromonas dejara de atormentarme. Me contemplé en al espejo. El pelo caía descuidado sobre la frente, tenía la cara arrebolada y mis labios húmedos parecían los pliegues de una vagina excitada. Era puro sexo, no ese sexo macerado en perfumes y cosmética, sino ese que nace de lo más profundo cuando la fertilidad reclama semilla, ese que se cuece en las grietas del placer. «Eres una puta», murmuré para vejar esa cara lasciva y así reaccionara, pero sólo conseguí excitarla más por lo que vi en su mirada.
Abrí la bata para verle los senos a la zorra insinuante y allí estaban: desafiando con sus pezones tungentes centrados en esa aureola rosada. Demasiado tarde para una paja, saldría más caliente si ello era posible. Escuchaba su trajín. ¿Por qué no cantaba cómo un tópico operario? Hubiera sido más soportable tener ubicado en que punto de la casa se encontraba. Seguro que él también olía mi calentura, pero simulaba tranquilidad como los depredadores más perversos sabiendo que estaba en sus manos y sospesando cuanto tiempo aguantaría esquivándolo.
«No te toques, zorra... ¿se lo quieres poner más fácil?», me decía a mi misma; pero mis manos recorrían descontroladas esa geografía siempre nueva, explorándola con la avidez de una ciega. Abrí la grieta carnosa y la humedad bañó mis dedos reclamando fricción. ¡Qué caliente estaba! Me abroché la bata de nuevo, abrí el grifo y me refresqué la cara.
Salí al pasillo con el corazón golpeándome. Fui de nuevo hasta la cocina y calenté el café. Me serví una taza que bebí rápidamente y, tras poner la suya en una bandeja junto a unas galletas, me acerqué a la habitación. El tintineo delator le hizo volver la cabeza.
-Siento haberla entretenido.
-Y yo lamento haber tardado tanto, hice una llamada y me entretuve, ya sabe cómo somos las mujeres hablando... -dije sacándome el comodín del tópico y dejando la bandeja sobre una silla que ni siquiera recordaba.
Sonrió, pero siguió tomando medidas ajeno al frugal desayuno. El espacio se abría a la luz y él se movía como un acróbata en un improvisado escenario. Llevaba la camisa arremangada por encima de los codos y sus fibrosos y morenos antebrazos emergían bajo una difusa mata de vello negro. Sus dedos curtidos pero precisos presionaban la cinta métrica; y los brazos, convertidos en aspas, la llevaban de rincón a rincón midiendo cuanto bienestar recibiría mi futuro bebé en forma de madera y complementos
Me fascinaba esa danza tan masculina, pura exhibición de fuerza y agilidad, alzándose sobre la escalera con lascivos contorneos y dejándose caer al suelo con flexiones que tensaban su pantalón para marcar sus puntos más eróticos. Removía lo más primitivo en mí como lo hacen esos pájaros ante las hembras mostrando sus plumajes llamativos. ¿Y si sólo éramos eso? Puro instinto atrapado en convenciones de fundamentos precarios. Había más convicción en ese ritual de macho competente que en todas las promesas matrimoniales de Pablo, y mi instinto de hembra en celo me arrastraba a ese mundo primario.
-Leche... -dije sonrojándome porque la palabra sonó a demanda más que a sugerencia .
-No gracias, sólo y sin azúcar -contestó dejando que la cinta métrica se plegara entre sus manos con un chasquido metálico.
Se la ofrecí. Detuvo su labor y se acercó. Sabía que iba a ocurrir, pero no imaginaba cómo. Extendió su mano para atrapar la mía entre sus dedos y la taza. Primero, como si el gesto fuera casual; después, claramente intencionado. Era como si leyera mis pensamientos, como si ninguno de los dos pudiéramos sustraernos a lo que el destino nos tenía reservado. Se la llevó a la boca sin soltarme y sin que yo intentara retirarla. Bebió el café pausadamente mientras sus ojos evaluaban la situación por encima de la taza que usaba a modo de trinchera visual. Lamió uno de mis dedos prisioneros entre sus manos curtidas y confortables. Mi corazón latía descontrolado y tuve que cerrar los ojos mientras me dejaba robar el alma a cachitos, oscilando en un mareo de temblor.
-¿Quieres que te suelte? -preguntó sin soltarme.
«Nunca» pensé sin evaluar que eso era mucho tiempo y contesté con otra pregunta casi absurda-:¿Vas a tomarme medidas a mí también?
Sonrió pero no dijo nada. Sentí sus manos en mi espalda y acercó sus labios carnosos a mi boca para penetrarla con la lengua. Sabía a esos tofees que compartía con Samuel en la escuela y rebañé sus encías como nunca hice con Samuel, sería por su problema de mandíbula o por considerar la maestra que entraba en contradicción con el plan de estudios.
Nos desnudamos el uno al otro con esa rabia que llega con el deseo. Mi bata cayó al suelo. Creo que lo arañé mientras le bajaba los pantalones, que me mordió arrastrándome las bragas con los dientes y que me rozó el alma cuando me sacó la alianza que depositó sobre una caja. Pero ya nada podía detenernos y no parecíamos conscientes de los posibles daños colaterales de nuestro arrebato. Me arrodillé para besar la carne de sus muslos mojando su vello rizado mientras él hundía las manos en mi pelo. Lo recorrí con la lengua para saciarme de sus músculos potentes. Su paquete lucía generoso desbordando el slip que aún llevaba puesto.
Deslicé la tela hasta los pies para contemplar ese mango pegado al vientre y ese escroto rojo y tirante colgado de la base, ese reservorio de leche que mi instinto reclamaba. Acaricié ese mapa de arterias y venas, tan parecido y a la vez tan distinto del que Pablo me ofrecía a diario; lo recorrí para asegurarme de que aquello no era una fantasía, sino algo tan real como lo había sido el beso de despedida que le había robado a Pablo. Lo ceñí y empecé a masturbarlo con cadencia, extendiendo a todo el mango el líquido preseminal que brotaba de esa cabeza roja y desafiante.
Me relamí viéndola tan imponente..., sintiéndola tan tungente en mi mano..., oyendo los gemidos roncos de su portador atrapados en su garganta musitando lo que imaginé obscenidades que sólo él podía entender. Mi mano empequeñecía atrapando la carne vigorosa o así lo imaginé, y el frenesí de la paja hacía bambolear sus cojones ante mí con una insolencia que yo no pude consentir. Abrí la boca y los albergué con gusto, chupándolos, lamiéndolos, tirando de ellos, transfiriendo el calor de mi lengua al núcleo de sus huevos. Así estuve un rato, degustando su sabor más íntimo, aplicándome con más pasión que arte; pero con la certeza de que supliría con entrega lo que la más experimentada puta pudiera darle.
-Asíííííí..., assssííííííí..., sigue..., qué bien lo haces -murmuró confirmando mis certezas.
No sabía mi nombre de pila y puede que ni siquiera lo hubiese leído en los buzones. Ese anonimato de furcia callejera me excitaba aún más. Los jugos brotaban de mi vagina, y los imaginé arrastrando la simiente que Pablo había dejado en el coito matutino. Solté su verga por unos instantes para rebañar mis muslos y mi coño con su flujo, para untarme bien con su olor y ahuyentar en lo posible el de Pablo. Pero no quería dejársela desatendida y al aire y, mientras le ceñía la lascivia de mi boca, hundí mis dedos en la carne palpitante de mi coño con movimientos rítmicos de paja.
Sólo podía ronronear, ocupada, arriba y abajo, tirantes mis comisuras ceñidas a la dureza de su glande entrando y saliendo con la violencia de un torpedo..., lamiendo, chupando, mi lengua en su sensible escalón; como un molinillo, volteándolo... Y cómo gozaba, siguiendo con esa paja bizarra, arrodillada y abierta de piernas, goteando como la perra más perra, mis dedos hundidos en esa grieta que reclamaba macho de inmediato...
Pero no podía verbalizar mis deseos, entregada a esa felación salvaje en que ya no era protagonista activa sino víctima follada. Diego había ceñido mi cabeza con sus manos, y hundido esa vara carnosa y despiadada hasta donde yo alcanzaba a tragar. Sus huevos golpeaban en mi barbilla como furiosas aldabas llamando a la puerta de un moroso y yo contenía la arcada convertida en bramido que finalmente estalló:
-¡¡¡AAAAAAARRRGGGGHHHHHH...!!!, ¡¡¡NO LO QUIERO EN MI BOCA!!!, ¡¡¡QUIERO QUE ME PREÑEEEEES!!!
Lo grité entre arcadas convulsas y lagrimones que la tos me arrancaba. Me había doblado sobre mis rodillas. No podía ver nada. Sólo sentí sus rudas manos tomarme por los brazos y alzar mi cuerpo trémulo. Me abrazó con su cuerpo velludo y cálido, mis pezones hundidos en esa red de músculos labrados por el duro trabajo diario, su erección sin haber disminuido ni un ápice plegada a mi vientre deseoso de preñez.
-Tranquila, no pasa nada -me susurró al oído para, seguidamente, darme tiernos besos.
No era una puta aunque fantaseara con ello, sólo una hembra en celo y así pareció entenderlo.
-Quiero que me preñes -repetí esta vez en tono más suave, como un ruego.
Y él puso la cara a la altura de mis pechos, perdiéndose en el pliegue, bañándolos con su aliento. Deslizó sus dedos sobre mis pezones estimulando su tungencia. Ocupó uno de ellos con su boca, succionándolo, como haría un bebé enfurecido y hambriento. Alternó boca y mano para no desatenderlos, y el placer barría como un maremoto hasta el último rincón de mi cuerpo. Los paladeó como golosinas, y yo boqueé placer furioso mientras los apretaba con sus dientes, y alzó mis piernas, abriéndolas, penetrando mi coño con su ariete, hundiéndolo hasta el tope de sus huevos.
Seguí boqueando, extasiada, atrapada en un éxtasis completo, como si mi coño no hubiese catado verga en su existencia. Me arqueé, fundido mi cuerpo con el suyo, mis pies apenas rozando el suelo, ensartada en su lujuria y pateando con una rabia y un gozo que me hacía rechinar los dientes. Sostenida por su falo y sus manazas, era suya por completo. Era de ese hombre que había conocido hacía menos de una hora, y me entregaba a él como no lo había hecho con nadie hasta el momento. Un nuevo y violento envite me dejo bien claro que no sería fácil despegarme de su cuerpo y que recibiría el castigo de la perra que no es liberada del gancho perruno hasta que su coño rebosa leche.
Otra embestida, esta vez sin cariño ni miramientos, me tumbó sobre un fardo de ropa con su cuerpo cómo sábana. Tenía su cara rabiosa a medio palmo, y en sus ojos leí la promesa de que recibiría mi merecido y al completo. Su aliento jadeante y abrasador como el fuego lo confirmó mientras sostenía su verga furiosa en mi interior profundo, a las mismas puertas del útero.
-Me estás partiendo viva..., pero qué gustoooo... -gemí mientras acariciaba su oreja revoltosa y me bañaba en su sudor hombruno.
Arremetió de nuevo con un follada de envites profundos pero rápidos que me volteó al otro lado del fardo, dejándome la cabeza colgando y mi melena rozando el suelo mientras hacía vibrar los senos como si los sacudiera un sensual terremoto. Veía borroso y la saliva desbordaba mi boca que aupaba un nuevo orgasmo.
Flop... flop... flop... flop... flop... flop...flop... flop... flop... flop... flop... flop... flop... flop... flop..., era el follar húmedo que me arrastraba a ese calentón sembrado de picos de excitación máxima en que pateaba y gritaba como si el gusto fuera dolor, gozando de esa brutalidad que no había conocido en los hombres de mi mundo moderado.
-¡¡¡AAAAAAAYYYYYY QUÉ GUSTOOOOOOO Y CÓMO ME FOLLA ESTE MACHOOOOOO!!! -grité sin reconocerme en esas voces tan groseras.
No había piedad para mi coño chingado, ya que cuanto más gemía y sollozaba más parecía excitarse y más duro embestía entre esas membranas que anillaban su verga con la precisión de una máquina, y más prietos sentía sus cojones en mi entrada chorreante.
Como si no tuviera bastante con tan delicioso suplicio rebañó las babas de mi boca con el dedo y las acompañó al ojete que se abrió gustoso y de pura envidia por lo que recibía el orificio delantero. Y ahí, hundido en mis entrañas, escarbó los restos de placer que aún quedaban en mi cuerpo. Metió y sacó con su maniobrar lúbrico, acompasando las dos folladas al mismo ritmo, con la sabiduría que sólo un trabajador manual, habituado al martillo y la clavija, puede alcanzar. A veces era un mete-saca; y otras, un acariciar en círculos. No sé el rato que estuve así, en ese estado de calentura semiinconsciente, clavados mis ojos en el blanco del techo y viendo aparecer y desparecer su cabeza desorejada de mi campo de visión, incapaz de reaccionar sino era para gemir y sollozar en esa agonía de placer.
-¡¡¡TOMA MI LECHEEEEE PUTAAAAAA!!! -gritó
Esa expresión vejatoria, que en otro momento no hubiera soportado, me arrebató el poco sentido que en mí quedaba, entregada a sus trallazos, sintiendo como su flujo caliente me llenaba para arrancarme un nuevo y exhausto orgasmo. Lentamente recuperamos el aliento y, cuando parecía sosegarme, espatarrada, mis extremidades caídas a los lados del fardo, liberada de la deliciosa prisión de su cuerpo, se agachó para hundir la cabeza entre mis piernas y buscar con la lengua mi carnosa y excitada baya a la que le propinó tan buenos y sabrosos lengüetazos que me arrancaron un agónico y desfallecido gimoteo, mi más sentido reconocimiento a un trabajo tan profesional como bien acabado.
Mientras nos vestíamos le pedí la camisa de franela y él aceptó tan extraña demanda sin cuestionarla. A cambio, le entregué una de mi marido. Nos despedimos con un cálido beso que pareció sellar lo ocurrido. Fue Agustín quien realizó el trabajo, y ya no volví a ver a Diego. Aquella noche follamos a cuatro patas como los perritos. A Pablo le extrañó mi propuesta, pues yo siempre había insistido en adoptar la postura del misionero, la más fecunda y recomendada para lograr el embarazo. No hubiese soportado su aliento en mi cara, ni esas orejas tan simétricas entre mis manos y tuve que morderme los labios para no gritar «¡Asííííííí..., Diego, qué gustoooo...!», cuando me prendió el orgasmo.
Han pasado diez meses desde los hechos relatados, y debo deciros que quiero a mi marido como nunca, pero que a Diego no puedo ni quiero olvidarlo. Contemplo a Clara en la cuna, respirando tranquila y recostada sobre su orejita parabólica. «No se preocupen -dijo el médico tras el parto-, esto se puede solucionar con cirugía, pero deberan esperar hasta el final del crecimiento». Coso un peluche para ella. Le vacié el relleno y, en su lugar, embucho aquella camisa de franela a cuadros que llevaba Diego el día que me sedujo. Quiero que se impregne de su olor noche tras noche para que quizás, un día, en el metro o en algún espacio público, se siente junto a un hombre viejo que le resultará extrañamente familiar y, aspirando ese aroma que le pellizcará tiernamente el alma con nostalgia de otros tiempos, piense: «¿Y si fuera...? ¿Pero en qué estaré pensando? Qué tonterías se me ocurren. Veo demasiada televisión». Entonces acariciará inconscientemente su graciosa oreja camuflada bajo el pelo y buscará olvido para sus delirios en el libro abierto en su regazo.