¿Quieres saber? (2ª parte)
Queridos lectores, recordaréis que el anterior relato terminó con mi encuentro con Raquel, cuando menos se lo esperaba, en un local de ambiente latino de Barcelona donde había ido a buscarla convencido de que la encontraría con Nacho, su amante.
Queridos lectores, recordaréis que el anterior relato terminó con mi encuentro con Raquel, cuando menos se lo esperaba, en un local de ambiente latino de Barcelona donde había ido a buscarla convencido de que la encontraría con Nacho, su amante. Y recordaréis también que me quedé con un palmo de narices porque, al parecer, el tal Nacho, ni estaba ni se le esperaba.
“¿Pero qué haces aquí, cariño? – me preguntó Raquel con evidentes muestras de alegría – “¡Qué sorpresa, y yo que creía que hoy tendría que dormir sin ti!”
“Sin mí, sí, pero no sola…” – pensé yo, pero me sobrepuse y apresuradamente reconvertí mi obsesión celosa en una historia de añoranzas que justificara mi súbita aparición.
Después de tomar unas copas con sus amigas, mientras todavía esperaba sorprender una entrada tardía de Nacho, Raquel y yo nos despedimos y nos dirigimos a su casa. El morbo acumulado, lo inesperado del encuentro y una explosiva sensación provocada por el aroma a perfume, alcohol y tabaco que desprendía el cuerpo de Raquel hizo que no esperáramos ni a abrir la puerta de su piso para empezar a follar.
No hizo falta sacarle mucha ropa: su escueto vestido negro, que dejaba al aire buena parte de sus piernas, sus hombros y su delicioso cuello, se quedó arrugado a la altura de su cintura y descubrió un fantasioso conjunto de lencería que yo no conocía. Aquello no hizo más que confirmar mis sospechas sobre sus intenciones iniciales, intenciones que debían haberse truncado por algún desconocido accidente, lo que provocó en mí un renovado furor. A pesar de los intentos de Raquel, no quise desnudarla del todo: quería ser yo el que mojara con mi saliva y con mi semen aquella ropa exquisita que estaba inicialmente destinada para otro hombre.
Aquella noche no pregunté. Olvidada transitoriamente la delicadeza con la que solía tratarla, aquella noche poseí a Raquel, más bien la sometí, introduciendo mis manos y mi lengua en todos sus recodos, penetrándola y cambiando el ritmo de la follada a mi antojo, haciéndola mía con un inusual punto de rudeza que la tenía totalmente descolocada. Raquel se dejaba hacer y caía por el tobogán loco del orgasmo, viaje que tuvo ocasión de repetir dos o tres veces hasta que yo, agotado, decidí descargar mi única carga de leche sobre su cara.
Nos llevó algún rato recuperarnos de la intensa sesión. Descansamos durante unos minutos sin decir nada, recuperando el aliento, echados uno al lado del otro, mientras Raquel se limpiaba la cara con una toallita. Pero con la respiración ya sosegada, el silencio entre nosotros era atronador y alguien debía romperlo:
“¿Qué te ha pasado?” – preguntó Raquel.
No tenía sentido seguir fingiendo. Mi pene, hasta entonces comedido, había crecido y tomado la textura de un ariete. El habitualmente amable galán había dejado paso a un salvaje que no había tenido ninguna consideración por Raquel. Todo eso era demasiado evidente como para amagar una explicación.
“Lo sé todo” – susurré.
No quise decir mucho más. Raquel se quedó inmóvil durante un largo minuto mirando al techo con semblante serio mientras evaluaba la situación. Cuando intentó averiguar cuánto sabía yo, y cómo había logrado saberlo, le suministré información con cuentagotas, lo justo para averiguar si seguiría mintiendo o si, por fin, me diría la verdad. En realidad, yo ya sabía gran parte de la historia y lo de menos era que me dijera el quién, dónde o cuándo... Lo que necesitaba evaluar, transido de ese familiar ardor que me abrasaba el pecho mientras escuchaba sus débiles preguntas y sus primeras explicaciones, era el porqué. Y aunque ese porqué también lo conocía, necesitaba escuchárselo de su propia boca, una vez el endeble edificio de nuestras convenciones y apariencias se había venido abajo.
“¿Quieres saber?” – me preguntó – “¿No te basta con que te diga que me equivoqué, que no significa nada para mí, que no volveré a verlo?”.
“Quiero saber” – le contesté – “Creo que es lo mínimo que me merezco si pretendes que salgamos de ésta”.
“¿No es suficiente con que te diga que te quiero?” – insistió- “¿que te quiero con locura, aunque haya hecho falta un tercero para descubrirlo?”
“Quiero saber” – repetí, consciente de que todavía no estaba dispuesta a contarme la verdad.
Poco a poco, Raquel empezó a abrirse. Sin atreverse a mirarme a la cara, empezó a circunvalar la evidencia, intentando evadirse de las explicaciones concretas que yo le pedía. Intentó minimizar los hechos, ensayó excusas banales, incluso probó a compararse conmigo, fútil empeño ya que yo le había sido estrictamente fiel desde el principio. Con todo, la principal dificultad que tenía era escamotearse a mi interrogatorio, ya que a cada explicación deslavazada que me ofrecía, yo la acosaba con preguntas concretas con el objetivo de enfrentarla a la realidad: que había ido a buscar sexo con otro hombre.
Progresivamente, sus explicaciones fueron entrando en detalles más concretos, que o bien yo ya conocía, o completaban el cuadro que me había formado: sí, habían follado muchas veces, en el piso de Raquel o en el ático con vistas de Nacho, en un hotel, a veces en el coche. Efectivamente, alguna vez había estado a punto de pillarlos, en concreto aquella vez, al principio, que me presenté en su casa por sorpresa con un ramo de flores. No, sus amigas no sabían nada, más allá de que había un chico que la pretendía (desde que me dijera esa mentira, tan reveladora como las verdades, no he podido dejar de sentir una cierta misoginia selectiva hacia la veterana mejor amiga de Raquel). Y sí, su polla era más grande, ciertamente más gruesa, pero sobre todo, más resistente.
Raquel desgranaba sus explicaciones tendida boca arriba en la cama, inicialmente tapada hasta la barbilla con la sábana, como queriendo desaparecer, mientras yo, echado a su lado, no perdía detalle de su expresión facial. Progresivamente, mientras nos adentrábamos en los detalles concretos y al ver que yo volvía a ser el hombre tranquilo que conocía, Raquel se fue atreviendo a mirarme a la cara y a esbozar tímidas sonrisas con las que buscaba algún indicio de comprensión o complicidad. Yo la observaba, cautivado por la historia, hasta el punto de que, en un momento dado y con toda naturalidad, empecé a pajear mi miembro que ya había recuperado un cierto vigor.
“¡Vaya!” – exclamó, con un brillo divertido en sus ojos – “¿Será posible que toda esta situación te esté gustando?” . Y desprendiéndose de la sábana, se acurrucó contra mí mientras reemplazaba mi mano en el lúbrico masaje.
“¿Será que a mi chico le pone que me follen bien follada?” – preguntó – “¿Te excitas pensando que un macho con una polla bien grande me ha follado como le ha venido en gana, que tu novia es una golfa y que le encanta que la traten como tal?”.
No hacía falta que contestara, mi pene, mis gemidos, hasta mi postura hablaban por mí. Me acurruqué contra los pechos de Raquel mientras ella seguía con su friega, ahora ya con la otra mano explorando el orificio de mi ano, y aderezándolo todo con sus provocadores comentarios.
“¡Qué pena no haberlo sabido antes, lo feliz que habrías sido! ¡Cómo no he podido darme cuenta de que mi novio tiene alma de cornudo, de cornudo consentido! No te preocupes, cariño, que vamos a ser muy felices. Porque yo te quiero, y no quiero dejarte, pero necesito a alguien más macho, alguien que satisfaga a la zorra que hay en mí. Y voy a compartir contigo todas mis aventuras, quizá incluso, si te lo mereces, te dejaré participar en ellas…”
Y de esa guisa, aspirando el inconfundible aroma de los pechos de Raquel, con dos o quizá tres dedos suyos ya propietarios de mi ano, me corrí en la mano de mi novia con un largo suspiro al final del cual sólo pude pensar en que las cosas, ahora sí, ya estaban en su sitio.