¿Quieres?
Lo que puede resultar de una propuesta indecorosa.
Imagínate que te invito a comer, que charlemos de lo tuyo y de lo mío ante una buena mesa con un vino superior, y mientras comemos, yo te mire a los ojos sin darte tregua. Que salgamos alegres al sol de la tarde y, en alguna esquina maravillosa, con cuatro preciosos edificios coloniales de cantera rosa, me detenga un momento para admirarte. Entonces te tome del brazo y te diga: "Haz el amor conmigo". Me mirarás y repetiré, igual, o casi: "por favor. Me encantas... haz el amor conmigo, hoy". Me responderás con un beso, un beso prolongado y ardiente bajo el tibio sol, en una esquina maravillosa. El resto de la tarde, besándonos y acariciándonos como dos adolescentes, la pasaremos de plaza en plaza y de bar en bar, admirando la ciudad. No habrá prisa: tendremos todo el día por delante y estaremos dulcemente excitados. Finalmente, en el último bar, pondrás la mano sobre mi bulto, acariciándolo, haciéndolo crecer bajo tu mano. Te observaré largamente y sostendrás mi mirada. Pediremos la cuenta y al salir me darás la mano. Media cuadra después, en la puerta de un hotel, jalarás mi brazo y, dándome vuelta, me besarás. Tus labios sabrán a miel y a miedo, tu lengua a decisión y a fresas. Tu cuerpo, estrechándose con el mío, al cielo y la gloria. Me llevarás hacia adentro y pediré un cuarto. En el ascensor meterás la mano dentro del pantalón y acariciarás mi glande, apenas con la yema del pulgar, mientras subes tu falda mostrándome los muslos, carnosos y delicados. En el pasillo, el tirante de tu body se deslizará, dejando completamente desnudo tu hombro, a merced de mi boca y mi lengua, que lo harán suyo mientras una de mis manos abrirá la puerta y la otra acariciar tus nalgas, por encima de la blanquísima braga. Y entonces todo se convirtió en verdad y transitamos por el presente hacia el futuro, quedando esto en el pasado, siempre perfectible, porque, entonces, me desvestiste. Si, me desvestiste, con cierta prisa y yo te dejé hacer y, sentado en la orilla de la cama, casi muero cuando volviste a agarrar mi verga, y con suavidad, comenzaste a pasar tu mano por todo su extensión. Me tocabas cada vez con más fuerza. Tuve que detenerte un poco. Estabas conociendo; explorabas y descubrías y yo te dejé hacer un rato, hasta que atraer tu boca a la mía y nos besamos. Seguías vestida y yo deslicé mi mano dentro de tu escote, atrapando tu seno, apresando tu oscuro pezón. Entonces te apartaste de mi, dejando mi verga en paz, para tranquilidad de mi espíritu. A dos pasos te quitaste body y bra, negros como mi conciencia, y te acariciaste los pechos para mi. Luego te quitaste la falda y una de tus manos se deslizó dentro de la braga, acariciando apenas. Estabas verdaderamente hermosa pellizcándote el pezón con una mano y acariciándote bajo la braga con la otra, así que me acerqué a ti, llevando mi boca a tu pezón libre y mis manos a tu cintura. Soltaste entonces el primer gemido de la tarde. Decidí entonces pasar a la ofensiva, arrebatando la iniciativa al enemigo, o sea, tu misma, hermosísima chica. Fue entonces cuando mis manos palparon la delicadeza de tu cintura y la curva de tus caderas. Toqué tu cuerpo entero, tus caderas tan lejanas de los dedos de tus pies y, entre unas y otros, ningún ángulo, solo curvas interminables. La depresión de tu espalda antes de reventar en la soberbia grupa, los pechos como suaves globos, todo en ti era firme y curvilíneo. Tuve una última duda cuando mi boca se posó en la delgada y suave capa de piel que cubre el centro de tu pecho, entre los dos suaves volcanes que ofrecías, generosa, a mis manos y mis labios. Tracé marcas, dibujé mapas sobre tu cuerpo ardiente, busqué tu vagina bajo la braga, descubriéndola mojada y olorosa... no debo, se que no debo, me decía una vocecilla. "No debería", pensé por última vez, al recorrer tu, tus curvas piel, las curvas de ese cuerpo apenas entrevisto durante los instantes que encendió el candil. La tersura de tus manos, la firmeza de tus formas, la dulzura de tu lengua y el olor de tu sexo me llevaron al siguiente paso: te acosté boca abajo, bajé tus bragas, abrí tus piernas y hundí entre ellas mi boca y mi nariz, para aspirar y paladear tus olores y tus fluidos. Succioné tu clítoris muy despacio mientras mis dedos acariciaban tus labios vaginales. Gemías, mientras mis dedos y mi lengua se paseaban a placer por tus intimidades. Gocé percibiendo el paulatino crecimiento de tus labios vaginales, que se hinchaban conforme yo acariciaba, conforme mis dedos hacían círculos breves en la entrada de tu vagina, conforme la succión se convertía en vida entera. Tuviste tu primer orgasmo conmigo. Mi lengua recorrió todo tu sexo recogiendo los fluidos derramados y luego me deslicé lentamente hacia arriba, tocando tu cuerpo, entreteniéndome en tus pechos, besando tu cuello y tus hombros, tus orejas y tus ojos, con la intención de distraerte de lo que venía, mientras acomodaba mi verga en la entrada de tu sexo. Noté tu retraimiento y en lugar de entrar, deslicé mi miembro entre los empapados labios vaginales, dándonos a ambos un masaje gratamente placentero. La palpitante cabeza subía y bajaba sin penetrar y, al notar que suspirabas otra vez, me detuve en tu entrada y, con la mayor delicadeza posible empiezo a penetrarte. Me deslicé sutilmente mientras pude, hasta finalmente hundirme del todo, arrancándote ya no un gemido sino un pequeño grito. Te gocé entonces sin pausa, transformando tu grito inicial en gemidos de placer, mi fuego en agua, tu hielo en lava ardiente. Te hice mía sin contemplaciones y estallé en ti. Cuando mi verga se retrajo y me retiré, suspiraste más largo que antes, te estiraste a mi lado y empezaste a acariciar mi pecho. Y luego preguntaste: "¿Repetimos?" Y yo te pregunto: "¿No quieres?"