¿Quién teje la red a quién?
Una mujer diseña una estrategia para gozar de una sexualidad salvaje y lujuriosa que ha entrado en su vida. Pero los ángulos y perspectivas son tan diferentes que un encuentro sexual, por muy preparado y buscado que sea, puede tener las aristas muy afiladas.
En tributo a elisabeth68 os presento el siguiente relato. Y, como homenaje que es, os recomiendo leáis “Presentación y Exhibicionismo en mirador costa” escrito por ella (https://www.todorelatos.com/relato/150395/)
Vivo en un pueblo de la costa. Me dedico a la restauración por lo que tengo turnos de trabajo nocturnos y, gracias a ello, algunas mañanas ocupo mi tiempo disfrutando de la pesca con caña acompañado de Bruc, mi perro. Un día de principios de otoño enfilé el camino que tomo, de forma habitual, para llegar a una pequeña cala en la que hay un antiguo embarcadero. Es un lugar poco transitado donde se puede colocar uno a pescar de forma cómoda y sin competencia. Durante el recorrido se debe pasar por un camino sinuoso que resigue el litoral con algunos miradores estratégicos. En esa época, y a esa hora, te puedes cruzar, a lo sumo, con algún corredor o paseante ocasional. Por lo tanto no es habitual encontrar personas sentadas en los bancos de estos observatorios.
Me llamó la atención, por lo infrecuente, ver a una mujer sentada escudriñando el horizonte ensimismada. Yo iba con paso rápido y solo me fijé en su cara y facciones. Rondaba la cincuentena, pelo castaño ligeramente ondulado que no llegaba a media melena, rostro agradable y de ojos oscuros. En esos breves segundos me pareció bonita. La saludé, como hacen la mayoría de personas en estos caminos de costa, y ella me correspondió. Estuve pescando y jugando con Bruc un buen rato. Cuando volvía hacia casa ella continuaba en el mismo lugar. Parecía que no se había movido ni un milímetro. Me fijé, de reojo, un poco más en ella. Era delgada y con buenas piernas. Nos volvimos a saludar. No pensé más en ella.
A la semana siguiente, desde un punto del camino que está a una altura superior que permite tener una perspectiva de la ronda, me pareció ver a la misma mujer en el mirador. Aquel día no iba a pescar porque hacía mala mar y, cuando esto ocurre, prefiero ir con Bruc a correr y jugar a unos campos situados en la parte contraria al camino de la cala. Dos días más tarde me pareció distinguirla de nuevo. Tampoco iba a pescar pero la curiosidad empezó a labrar caminos en mi subconsciente. Una semana más tarde volvía a salir con Bruc pero sin caña y, por intuición, miré hacia el mirador. Ella volvía a estar. Ya conocía la forma en que su pelo se mecía al viento y que, siempre, llevaba vestidos de colores alegres y formas holgadas. Mi imaginación se desbocó. Volví sobre mis pasos, cogí la caña de pescar y me dirigí hacia la cala pasando por el mirador de la desconocida. Ella, cuando llegué, estaba leyendo medio recostada en el banco. Se le veían gran parte de las piernas. Eran firmes, torneadas y ligeramente bronceadas. Apetecibles. Ella, al intuir mi presencia, realizó un ademán, que intentaba parecer casual, para descubrir y abrir más sus piernas. Para mí fue un indicio de que se me estaba ofreciendo. Continúe el camino saludándola con la cortesía habitual. Cuando vuelva, me dije, no pasaré por detrás del banco sino por delante, entre la valla y donde ella se recostaba. Además me amoldaría a Bruc que, de forma constante, se paraba a olisquear todo lo que atraía la atención a su fino olfato. Sería un buen momento para observarla con detenimiento. Y así lo hice. Ella, al verme, se revolvió inquieta y se abrió más de piernas. El vestido ya dejaba ver gran parte de sus piernas. Pude observar parte de su culo que reposaba directamente en el banco y alcancé a ver el blanco de su braga. Me excito mucho la situación.
Conociendo el juego, que parecía proponerme la mujer, me asaltaban muchas preguntas. Como os he explicado trabajo en el mundo de la gastronomía y, como se dice de forma coloquial, las he visto de todos los colores. Sin que ella lo notase la estuve observando los días posteriores pero, un día, adoptó una posición y postura diferente que le permitía vigilar el camino, que yo tomaba, con más facilidad. También entraba en su ángulo de visión el lugar estratégico desde donde yo la observaba. Al poder descubrirlo me volví más precavido.
Pasados varios días, bien oculto para no delatarme, confirmé que ella, si intuía que alguien se acercaba por el camino que yo usaba, se colocaba en una posición muy provocativa para, al momento que aparecía alguien, volver a ponerse en una pose más normal. Me estaba obsesionando su juego. ¿Era a mí a quién esperaba? En otra jornada que la vi en el mirador me encontré, sin pensarlo, yendo hacia allí. No cogí ni la caña. Dejé suelto a Bruc, cosa que no suelo hacer para no provocar problemas con otros animales o personas, para usarlo como excusa y poderme parar en el mirador. Cuando llegué y pasé por su lado tenía su mano sobre la ropa interior y tocando el sexo. Leía despreocupada y parecía natural el tener todo a la vista como si no se hubiera dado cuenta. Nos saludamos. Continué hacia la cala y, mientras, mi miembro empezaba a excitarse de forma instintiva. Llegué al mar pero, con una calentura inusual y con el morbo de la situación cargando de adrenalina mi sangre, volví a subir. Juraría que me parecía haber percibido que se estaba masturbando. La imaginación hacía estragos en mi cerebro. ¿Eran reales ese par de dedos, brillantes por la lubricación de los jugos vaginales, moviéndose con ligera cadencia? Me paré en la barandilla y fijé la vista hacia un carguero que navegaba en el horizonte como si la marina mercante fuera un tema que me interesará. Mi sexo chocaba con los barrotes de lo exaltado que estaba. La tenía a mi izquierda y deseaba, como nunca había deseado algo, girarme y comprobar que aquella desconocida se estaba masturbando mientras me miraba. Pero no lo hice. Era como un hechizo. ¿Y si la miraba y se rompía la magia? Aunque millones de neuronas, con la libido en lo más alto, me obligaban a girar el cuello no las obedecí. ¿Ella quería jugar? Yo, también, sabía hacerlo. Yo sería el que decidiría cuando y como podía continuar esta historia.
Al día siguiente la vi en su banco. La intuía nerviosa y anhelando mi presencia. Aguanté de forma estoica las ganas de acercarme. Que tenga más ansias de mi, pensaba yo, si es lo que desea. Al día siguiente no faltó a su cita. Llamé a Bruc y me dirigí al mirador. Estaba dispuesto a llegar al final de esta aventura. Bruc, como la mayoría de perros, iba unos metros delante de mí. Ella le había dicho algo y se agachó de forma que pude entrever unos pechos firmes y apetecibles. Al llegar yo a la barandilla ella volvía a estar recostada, tocándose el sexo sin disimulo, acariciándose las nalgas y parte de los muslos. Me giré mirándola directamente a la cara pero no apartó la vista del libro y siguió con las caricias. Lancé un palo bien lejos para Bruc y me senté en el banco. Sus pies tocaron mi cadera y posé la mano izquierda en su tobillo.
Comencé a acariciarla con suavidad. Tenía la piel muy tersa. Me daban ganas de lamerla. Ella continuaba leyendo. Mi mano recorría su piel ascendiendo hacia los muslos que, todavía, eran más suaves al tacto. Me encontré su mano, nos entrelazamos los dedos, los suyos estaban húmedos, durante un momento. Instantes después, pero, los obvié cual obstáculo y acaricié y froté su empapado sexo. Estaba totalmente depilada. Encontré su clítoris para masajearlo delícada y dulcemente. Ella, por fin, dejó el libro. Me miró con deleite, deseo y lascivia. Tenía los ojos de color avellana y, en su profundidad, me prometían placer, un placer inmenso y una lujuría mayor. Se recostó del todo en el banco ofreciéndome todavía más su coño. Abrí sus piernas, estiré sus rodillas hacia mí y me perdí entre sus muslos. Noté como me apretaban las sienes y temblaban enardecidos. La lamí con toda mi pericia. Primero el interior de los muslos, su monte de Venus y el perineo. Luego, haciendo circunferencias para evitar su vagina y su ano, volvía a empezar. Mi saliva y sus jugos lo mojaban todo. Cuando notaba que su deseo se hacía más palpable, que temblaba y estremecía, que me apretaba con fuerza con las piernas, que una de sus manos se perdía en mi pelo para con firmeza intentar aplastarme contra ella, es cuando mi lengua la penetró con ímpetu intentando profundizar el máximo posible. Entré en su vagina y sorbí con ansía sus jugos que rezumaban dulces y intensos. Luego entré en su ano para lubricarla con fruición. Entraba y salía intentando meter la mayor cantidad de lengua. Más tarde volví a castigar y chupar los labios vaginales y el clítoris para, con brusquedad, introducir dos dedos en su culo. Luego un tercero. Los rotaba con vigor y lo conjugaba con diferentes movimeintos rítmicos. Ella no protestaba, solo gemía sordamente de placer y, cuando llego su orgasmo, saqué los dedos de su ano. La cogí por la nuca y se los introduje en la boca. La miré a los ojos mientras lo hacia. Sin palabras le estaba diciendo quien mandaba, quien poseía a quien. Volví a lamerle su mojada vagina y a introducir lengua y dedos en todos sus orificios.
Ella, en algún momento, me ordenó que parara pero lo decía con tan poca convicción que, a mi entender, era un claro signo de que deseaba que continuase haciendo con ella lo que desease. En una de las ocasiones que lo dijo dejé de succionarle el clítoris, la cogí de las muñecas y la levanté. Le sacaba, por lo menos, poco más de una cabeza. Era ligera. Con mi fuerza, y sin ella oponer resistencia, la besé con pasión. Nuestras lenguas juguetearon, las salivas se mezclaban y ella, seguro, reconoció el gusto de sus fluidos que pasaban a su boca. Mientras intentaba llegar a lo más profundo de su garganta le acariciaba el culo y los pechos. Unos pechos no muy grandes pero firmes y con unos pezones durísimos. La llevé hasta la barandilla volteándola. Ella se dejaba hacer y, al notar la dureza de mi sexo en sus nalgas, se acomodó de forma natural a la altura ideal. Olí su cabello absorbiendo el aroma que desprendían, le besé el cuello, mordisqueaba los lóbulos de las orejas y noté como suspiraba cuando le introducía la lengua en el interior. Del cuello pase a los hombros. La lamía y mordía con pasión. Yo, con una mano, me había liberado del pantalón y del calzoncillo. Tenía la polla más dura que nunca. El glande brillante por el líquido preseminal. Levanté el vestido, la ropa intrerior no estaba y se la clavé sin preámbulo ninguno. Estaba su sexo tan lubricado que solo fue necesaria una única embestida para empalarla. Con una mano en la barandilla y otra en una de sus caderas bombeé con todas mis fuerzas. Ella gemía y acomodaba sus movimientos a los míos. Cuánto deseo denotaban sus actos. Eso hacía que me excitase todavía más. Quería todo de ella. No sabía quién era, no habíamos hablado pero la haría mía de todas las formas posibles.
Cuando noté que estábamos a punto de corrernos me salí de ella, la volteé y la besé con violencia. La arrastré hacía una antigua y pequeña edificación colindante al mirador. Era un lugar más escondido y privado. La volví a girar y reentré en su coño con toda la rudeza que pude imprimir colocando el vestido, en su espalda, para golpear sus nalgas con firmeza. Quería marcarla. Quería que sintiera esa mezcla de agresividad, placer y dolor que enriquece el sexo, y hacer el amor, hasta límites insospechados. Mientras la percutía con todas mis ganas continuaba fustigando y azotando las nalgas hasta enrojecer su piel satinada. Me chupé los dedos para follarle con ellos el culo. Era una visión tan excitante que fantaseaba con que mi sexo se doblaba en tamaño y robustez. De esta forma la rompía para lograr que ella llegará al éxtasis aunque fuera provocando dolor y lágrimas. Su predisposición a todos mis movimientos era tal que no me lo pensé más. Saqué mi miembro del coño y lo coloqué a la entrada de su ojete. Ella demostró práctica. Se cogió las nalgas, jugó con sus esfínteres y cuando apreté sin miramientos entró sin muchas dificultades. Estuve otro buen rato penetrandola sin compasión. Ella no dejaba de gemir y suspirar. Cuando, de nuevo, estaba a punto de dejarme ir me paré. Saqué el pene del ano, la volví a voltear y la levanté. Nuestras bocas se fundieron de nuevo y la acomodé en una especie de soporte de piedra. Perdiéndome en sus ojos enfilé hacia su sexo. Me miraban fijamente transmitiéndome su sumisión a mis deseos. Sin hablar rendía su cuerpo, a modo de cosificación de su persona, a lo que yo deseará hacerle. Era esta sensación de entrega, sometimiento y obediencia tan o más excitante que el gusto que producía el choque de nuestras carnes. La penetré fuerte y profundamente. Me agarró con sus piernas y me apretaba con deseo hacia ella. Primero solo le besaba la boca. Luego me encargué de los pechos. Los chupé, sorbí, mordisqueé y lamí con ganas. Los magree con la violencia justa. Eran perfectos y sus pezones eran tan firmes que me pedían los pellizcara y retorciera sin miedo. Nos corrimos juntos. Temblamos y gemimos juntos. Permanecí dentro de ella, notando que la excitación y el deseo no habían convertido mi polla en algo flácido sino que continuaba duro dentro de ella que, con maestría, lo arropaba con movimientos pélvicos. Era muy excitante. Se notaba que era una diosa del amor.
Al poco rato saqué mi miembro de su sexo, la obligué a ponerse de rodillas y lo clavé hasta lo más profundo de su boca. Ella la mamaba gustosa, sin dejar de mirarme y, en ocasiones, acompañándose de las manos que ora acariciaban los testículos ora masajeaban el tronco mientras succionaba el glande. La visión de sus labios carnosos, pintados de un sensual rojo terracota y sellando mi miembro mientras se deslizaban de manera rítmica me obnubilaba de tan placentero que era. Era tan perfecta la sincronización de su lengua jugando con el orificio de mi polla, de sus labios chupando el glande y de sus caricias en mis huevos y mi culo que no pude más. Me volví a correr y ella se lo tragó todo con un placer inmenso por parte de los dos.
Poco después, con pocas palabras, nos separamos. En el último momento, casi al unísono, nos intercambiamos los teléfonos prometiéndonos que deberíamos repetirlo.