¡Quién te viera y quién te ve!

Un hombre mayor rememora pajas infantiles

¡Quien te viera y quién te ve!

Esta misma mañana tuve que reírme de mí mismo. Peor hubiera sido sonrojarme, no hay duda. De haberlo hecho me habría delatado, sin querer, obviamente; pues hubiese dado a sospecha que, quien esto anónimamente escribe, tras su apariencia de formalidad, también pertenece  -en oculto- a ese grupo de gentes que, en el siglo, se entretienen, se masturban, se relacionan y se corren en solitario, sin contacto carnal alguno, eso sí: exaltados por su imaginación y el cómplice remoto, colaborador necesario para conseguir un buen orgasmo digital a lo secreto.

El caso es que, estando al medio día en la barra de un bar, en mi ciudad, por supuesto cumpliendo todas las normas sanitarias por cumplir, a la distancia debida cada cual, uno de los contertulios, sacó a conversación situaciones funestas del mundo contemporáneo, que nos tocó vivir, y basando su perorata en el preclaro argumento de que “todo tiempo pasado fue mejor”, puso un ejemplo, verbi gracia: “¿Cómo va ser lo mismo cepillarse a una puta en carne que hacerlo por el móvil?”

Entonces fue,  al compartir las risotadas, con los tres o cuatro más que había, que me vi bastante ridículo, en el cónclave de machos parlanchines, incapacitado para decirle al individuo ni opinión ni juicio, únicamente esa risa de conejo falso me salió del cuerpo, y no tuve valor ni ganas de rebatir nada, a pesar de que tenía motivos para presumir y demostrar, con vivencias propias, que, aún dando por buena su sentencia, eso no quita que, gracias a los móviles y al internet, a los adelantos, se pueda gozar muchísimo hoy en día, con esta sexualidad virtual, que los antiguos ni soñaban que pudiera darse.

Mi silencio, entre indiferencia y cobardía, calló más cosas. La primera y más oculta (y eso lo pensaba ya estando solo, caminando a casa), era que, al recordar la frase del vecino, yo, el discreto, aunque con semejante no se me habría antojado ni siquiera nada, al oírle tan vulgar y tan grotesco, me sentí puta, putísima, un putón… y no pude ni quise reprimir la carcajada.

Así de relajado iba, sin mascarilla, a cara descubierta, engolfado en mis pensamientos, ausente al exterior, pero no invisible… y, claro, la primera persona conocida que se cruzó conmigo por la calle, mujer por cierto, me miró burlona y me dice: “Pero hombre: ¿te ha tocado la lotería? ¿tienes novia nueva? ¡Con las caritas que se ven estos días! Pero ponte la máscara, póntela que multan. ¡No me seas loco!

Eso hice. Antes le tiré un beso de labios alejados. Aplaqué con disimulo mi apariencia gozadora y, ajustándome la prótesis, le guiñé un ojo en clave femenina, diciéndole  “Eres muy lista tú, muy observadora, muy curiosa… pero ahora no puedo entretenerme, cariño, ya te contaré.

Y me fui. Nos fuimos cada una por su camino. Cada mochuelo a su olivo. Yendo yo al mío experimenté de nuevo otro ataque de risa, incluso más fuerte, incontenible, que el anterior, cuando me puso cachondo  sentirme en mis adentros una gran ramera pública: prostituta.

Menos mal que en este segundo arrechuche ya iba enmascarado. Y fue que, al andar, recapacité, el roce de los muslos reconoció y caí en la cuenta de que todavía llevaba puestas  (de la fiesta en el chat la noche anterior) unas lindas medias y un precioso liguero y un diminuto tanga negros…

Ni que decir tiene que en llegando al hogar, dulce hogar, entre caliente y confuso, íntimamente dichoso al notar en mis piernas el roce, la presión de las medias y el liguero, acurrucada dentro del tanga la polla inquieta…, pero a la vez enojado por mi cobarde comportamiento ante los machos presuntuosos, inútil para rebatir y menos combatir su grosería infame; de seguida me dispuse a olvidar el penoso trance del bar y aceleré el tránsito a la órbita de la diversión, con mis juegos y mis cosas, yo solo.

Quiero decir entonces, o sea ahora, que, haciendo uso de uno de los aspectos  excelentes de la soledad en que vivo, permitiéndome aprovechar la mayor de sus saludables ventajas o virtudes…, nada más entrar en el apartamento, le doy un taconazo a la puerta,  y me despojo raudo de pantalones, chaqueta  y demás ropas de varón que traía puestas.

Azorado y en nervios, voy (como las locas) al cuarto de baño, me miro al espejo: ¡Qué puta eres, maricón! Veo y oigo que me digo, seguido de un mohín de golfa que a mí mismo me excita, me estimula con ardor el lado femenino que uno tiene, y tomando el pinta labios que guardo en su cajón, disimulado, oculto por si acaso, me afano en darle a mis morros color de furcia, oh, un fucsia intenso, con brillo de deseo.

Abro el armario y saco de su esquina, al fondo, igualmente reservado, como el carmín, una corta bata de seda negra, muy corta y negra como el tanga, las medias y el liguero; y, conforme me la voy poniendo, si fuera o fuese por arte de birlibirloque o de magia carnal, su contacto me infiere decisión gustosísima de sentirme hembra, de experimentar con sumo morbo, con total aceptación, la felicidad de imaginar, soñar, fantasear ser mujer libre y, en intimidad, una puta.

Así me considero y yo mismo me lo reitero una y mil veces: Tío eres puta, eres una puta, más que maricón eres ramera. ¡Quien te viera y quien te ve!  En la calle reservado y en la casa descocado. Aparentas conducta y formas de hombre macho pero de lo último ni sombra das. ¡Puta, puta puta! Sí, seguramente que lo sea (le hablas al espejo sin rubor) pero soy una zorra que no hace daño a nadie, y, además, honrada.

A ver, una es así, desde muy jovencita, yo iba para seminarista, era niño, un niño inocente y obediente de no más de diez años, que, ya con esta tierna edad, y lo recuerdo muy bien muy bien porque los tocamientos y las pajillas todavía no llegaban a corrida, ni siquiera novillada… tenía memoria de estar haciendo eso tiempo atrás, qué se yo, desde los cinco o así, chispa más o menos, con amigos de edades similares y también curiosos por descubrir la vida.

Con tales antecedentes y habituales  -muy frecuentes- prácticas de onanismo en mi mochila, el aspirante al sacerdocio debía confesar y confesaba, sábado a sábado, sus actos impuros: Padre, confieso que he pecado, confieso que esta semana, otra vez, he faltado al sexto mandamiento, Padre.  Hijo, ¿cuántas veces?  ¡Doce veces, Padre¡ ¿Dos diarias? Sí, Padre. Hijo mío, tú sabes que además de apartarte de Dios esos actos impuros pueden dañar y perjudicar muy gravemente tu salud? Por tu bien piénsalo cuando te llegue la tentación, para ahuyentarla. Y ahora: arrepiéntete de las faltas cometidas, fortalece tu propósito de enmienda y, rézale al Señor tantos padrenuestros como actos indebidos cometiste; esa es tu penitencia.

Contristado y muy arrepentido  & imbuido de sincero propósito de enmienda, y aún con profundo dolor de corazón, yo, a la edad de nueve o diez años, rezaba los doce padrenuestros de la penitencia que el confesor me había impuesto. De rodillas me puse en un banco de la propia iglesia, entre resignado o perjudicado, pero sí humilde, sometido y convencido, abominaba  de los actos impuros que pude cometer y cometí esa semana, hasta doce, como los padrenuestros, claro.

Eso pasaba la noche del sábado, de cada sábado, cuando acudíamos regularmente quienes, por miedo o por rutina, también por ambas cosas y alguna más, seguíamos en la práctica del sacramento de la confesión; con la curiosa circunstancia dada muchas veces entonces, en las inmediaciones de los severos confesionarios, de encontrarnos allí, diseminados, la pandilla de los pajilleros contumaces, nos reconocíamos a distancia, en el aire denso de nuestra pesadumbre inducida, incluso acusadores los otros de los unos y viceversa.

Bueno. Los efectos persuasivos de esa espiritual vacuna anti tocamientos carnales, que me inoculaban de semana en semana, según he dicho, permanecían en mí, firmes y activos, con potencia para ahuyentar la fiebre, en mí hasta el domingo a medio día. Antes, pudiera ver lo que viese u oyese o me imaginase, que no se torcía mi decisión esclarecida de no volver a masturbarme nunca mais.

Luego, después de tomar la comunión y de la misa, ya la cosa empezaba a tambalearse, y a medida que las horas fueran pasando, ya por lo uno o por la otra, los impulsos de Satanás, sus constantes llamadas para llevarme al campo de la lujuria, y mi condición de obediente sumiso a sus placenteras sugerencias, quiero decir a meneármela de nuevo, me conducían, a lo primero con remilgos y después entusiasmado, a cascármela de nuevo, libre de malos pensamientos..

Eso podría ser en la misma tarde o por la noche del domingo, y desde ahí hasta el sábado que viene la costumbre regresaba  al cauce pajillero, se hizo hábito nefando, pues abandonada la virtud y en connivencia con el pecado, incluso ensuciaba la existencia nuestra todavía más, según las leyes de la moral vigentes, porque en corriéndose la voz el mal se expande, se multiplica,  se hace contagioso y, no siempre pero sí en bastantes ocasiones, así tal fue lo escribo, muchos muchos de esos actos impuros fueron compartidos con niños de mi edad, amigos míos, mirándonos unos a otros las pichillas, los culitos, nos tocábamos y nos reíamos muchísimo, mientras las manitas nuestras, infantiles y limpias, se afanaban con sudores y furia, por enderezar aquel pingajo y darle forma dura, ponerlo tieso y sacarle algo de brillo.

Así recuerdo ahora, al cabo del tiempo, al cabo de tanto tiempo y tantas pajas, cómo me inicié, sí, en la calle, entre amigos compinches, no todos los niños amigos ni mucho menos, sino entre unos pocos, dos o tres más y yo éramos, formamos no sé cómo la reunión afín, cómplice y secreta, nos escondíamos en sitios apartados, y allí gozábamos descubriendo sensaciones, estímulos vitales.

Vagamente pero cierta me llega de la memoria una tarde en un patio, estamos en la casa de Gonzalito, el hijo del médico, él naturalmente, otro que le decían El Berraco, y yo: Pepito el de la maestra, por mi madre. El tal Gonzalito tiene tan solo tres o cuatro meses más que El Berraco y que yo, pero su pito nos gana por goleada. Además ya se le ven algunos pelitos muy negros en los alrededores de sus partes, y su piel, en los sitios propios, se ha puesto morena, ennegrecida y luce muchísimo más que las nuestras.

Con los pantalones y los calzoncillos bajados, estamos los tres pajilleros, con la espada en ristre, cada uno con la suya pero viéndonos, lo hacemos en una covacha que sirve de almacén de trastos viejos, solos en la casa, los tres, sin adultos. Pero nos recluimos en nuestro lugar secreto. Por si acaso. De algún modo hemos ordenado cachivaches para estar cómodos y cercanos.

De aquella tarde no escucho ahora palabras, tampoco conversaciones, si nos calentábamos con alguna revista mugrienta de mujeres desnudas, o si acaso hablando de amigas del barrio que nos gustaran, no estuvieran ya pilladas, y tuviesen alguna fama de hacer   -ella también- cosas feas, qué sé yo: bajarse las bragas y enseñar el culo, en las excursiones, o decir palabrotas y es capaz, si se le parece, de llamarte maricón arriba y no se corta, o de soltarle al maestro  -en clase- que no le mire más las tetas. Sí, la Trini. Esa.

Lo que sí veo y sigo viendo, estoy viendo con mucha calidad de imagen, es el instante en que Gonzalito, dale que te pego al manubrio de una forma escandalosa, sufrió un espasmo, su cuerpo se contrae así fuera atravesado por un rayo, sus piernas y otro brazo en tensión temblaban, pero no la mano con que se agarra el miembro, le da un apretón tremendo con su meneo correspondiente… y nos llama la atención con toda su inmensa alegría: ¡Mirar, mirar como sale! ¡Ya me sale! ¡¡Echo leche!! ¡Ya hecho leche!

(Continuará)