¿quién es el jefe?
Hace algún tiempo descubrí que no es el más poderoso quien más tiene, sino aquél que sabe utilizar bien sus recursos. Víctor, el obrero de confianza de mi padre, me lo demostró.
Para “Construcciones Fidesa”, la noticia de que les había sido adjudicada la obra de ampliación de la autopista metropolitana era todo un orgullo. Y para mi padre, Gerardo, y fundador de la misma, mucho más. A pesar de haber superado la setentena, y haberse jubilado hacía casi diez años, seguía estando pendiente de todo lo relacionado con la empresa familiar. Y con toda su confianza depositada en mí, me había nombrado recientemente supervisor jefe de proyectos, tras la pésima gestión de uno de sus hombres de confianza, que había estado a punto de dar al traste con los sueños de toda una vida.
Mi padre es un hombre fornido, robusto para su edad, a pesar de los pequeños achaques típicos. Moreno y de fina tez, de cabello gris ceniza y con aparente calva brillante al sol. La verdad era que desde que se retiró, parecía como si el tiempo hubiera dejado de transitar por su figura, y lo complaciera congelando su belleza varonil. Ni siquiera el ajetreo previo al inicio de las obras habían causado en él el menor síntoma de fatiga.
Me reuní con él en el despacho de la casa en que vivía (yo llevo felizmente casado e independizado 6 años) con su última adquisición: Berenice, una guapa indonesia de 22 años que, al parecer, le había hecho descubrir los placeres del sexo tántrico; y es que con la llegada de la menopausia a la vida de mi madre, parece como si la pasión entre ambos se hubiera diluido, eso sí, de mutuo acuerdo, y tras haberle puesto a mi progenitora un adosado con vistas al mar en Marbella.
La casa de mi padre era un dúplex situado en una lujosa urbanización a las afueras de la ciudad. Berenice me había recibido con un ligero beso en la mejilla y un chapurreado “ holakital ”, y acto seguido, me condujo hasta el lugar donde mi padre se encontraba.
Durante el tiempo que duró nuestro encuentro, estuvimos hablando cordialmente de todo lo relacionado con la importante obra en la que se había embarcado nuestra empresa, hasta que llegamos al punto de los empleados que estaban desarrollando el trabajo. Desde el inicio de la crisis económica, a mi padre le había dado por contratar obreros procedentes de países asiáticos, siendo India su predilecto. La cuestión era que salían más rentables que los españoles, ya que por algo más de la mitad del sueldo de unos, pagabas a estos, y además podías hacerles trabajar más horas y no declarar a Hacienda ese trabajo.
Yo no era muy amigo de aquellas condiciones, pero siguiendo las sabias enseñanzas de mi padre, me limitaba a oír, ver y callar... hasta que me mencionaba un nombre: Víctor.
Víctor era su empleado fetiche, su ojo derecho, el hombre que jamás en la vida le había llevado la contraria y por el que estaría dispuesto incluso a dar la vida. Es decir, era el único obrero que se había salvado de la “limpieza” que habíamos llevado a cabo en la empresa hacía unos años. Es más, mi padre le había nombrado encargado de obra, así que era él quién estaba a cargo directamente del resto de hindúes que se deslomaban a diario para conseguir un mísero sueldo que les servía para vivir y comer en España, y para dar de comer a sus familiares en su país. Víctor llevaba algo más de 30 años trabajando para mi padre, sí, un par de años más de los que tengo yo… por tanto, es una figura que he visto desde el primer día que tuve conciencia de lo que pasaba ante mis ojos.
El problema, es que se había tomado demasiado en serio su ascenso, y por supuesto, la fraternal amistad con mi padre, por lo que parecía como si se le hubiera olvidado por arte de magia, que pese a ser el encargado de obra, también debía pringar , que para algo se le pagaba, y además muy bien. Es por este motivo, por el cual habían surgido ciertas rencillas entre él y yo de un tiempo a esta parte.
La mañana siguiente al encuentro con mi padre, me dirigí hasta las obras de la autopista en mi Lexus, elegantemente vestido con un conjunto de traje y corbata de Pedro del Hierro, y mocasines franceses. Nada más llegar a la zona, al pisar sentí cómo mi precioso mocasín marrón se mimetizaba en un charco de fango, generado probablemente la noche anterior al caer un fuerte aguacero. Me sacudí con algo de rabia, y tomé del maletero de mi coche un casco de obra que me instalé en mi cabeza antes de comenzar a caminar hacia el centro neurálgico de la autopista.
Mientras caminaba, podía ir viendo a un lado y a otro, en máquinas excavadoras, en camiones de recogida de tierra, o simplemente a pie, las figuras de aquellos hombres venidos de las tierras del Este, sus pieles oscuras y grandes ojos negros de claros cristalinos. Parecía como si sólo pensaran en trabajar, con una concentración asombrosa, casi inimaginable en estas latitudes. El sol empezaba a dejarse ver entre las nubes y comenzaba a calentar con fuerza, puesto que la entrada de la primavera se había producido unos días atrás.
Caminé unos pasos más, y me di de bruces con él, con Víctor: casi metro ochenta y cinco, muy moreno de piel y pelo, aunque ya con incipientes canas a la altura de las patillas y una leve coronilla que culminaba en su cabeza. Sus ojos eran rasgados, y de un verde turquesa encendido, la nariz bastante grande y rechoncha, proporcional a sus orejas… En definitiva, para estar a punto de cumplir los 55, no estaba nada mal: lástima que el carácter lo transformara en un ser agrio y déspota.
Iba vestido con un pantalón de trabajo gris oscuro, botas negras altas de seguridad, casco blanco de trabajo, y una camisa azul arremangada hasta los codos, con los tres primeros botones desabrochados, lo que permitía descifrar los primeros indicios de un velludo pecho moreno.
-¿Pero bueno?, ¿se puede saber qué coño estás haciendo ahí?... ¡vete para el otro lado a ayudar a tu compañero, hostia!...
Esas eran las “lindezas” que Víctor le estaba soltando por la boca a uno de aquellos pobres y sudorosos hombres, los cuales, a pesar del calor que comenzaba a apretar, continuaban con su trabajo sin apenas resoplar.
-Vaya, veo que se te da muy bien eso de dar órdenes –le dije haciéndole que se diera la vuelta para mirarme.
-Creo que por eso me pagáis, ¿no? –su mirada se me clavó fijamente, desafiante, y su voz retumbó en mis entrañas con ira.
-A mí me parece que estás muy equivocado –le espeté en tono desafiante.
-Mira, chaval… tu padre nunca ha tenido queja de mí, es más, estoy seguro de que si no fuera porque te obligaron a estudiar como un condenado para seguir con la tradición familiar, ahora mismo sería yo el que estaría vestido con ese traje, y montaría en ese pedazo de coche al fresco con el aire acondicionado pegándome en la cara.
-Pero como podrás comprobar, desgraciadamente para ti, sólo eres un simple “encargadillo” de obra, y como tal, te exijo que vuelvas inmediatamente a tu trabajo, y, es más, como tu superior que soy, te ordeno que cojas esa pala y te pongas a levantar tierra como hacen los demás… ¿entendido? –mis palabras fueron cortantes y llenas de odio, rabia y rencor hacia su persona. Él me dirigió una mirada igual de hiriente que mis palabras, y acto seguido, sin decir nada más, se giró, y fue hacia uno de los obreros, que se había quedado mirando la escena, al igual que otros más, y le arrebató de entre las manos la pala que portaba, no sin volver la vista atrás, hacia mí, de nuevo, para comprobar si con eso ya me sentiría satisfecho.
Pasaron los días y las obras continuaban avanzando a buen ritmo. Hacía unos días que había recibido una llamada desde el Ministerio de Obras Públicas, informándome que el señor ministro viajaría para visitar la infraestructura que estábamos construyendo. Hoy era el día previo a dicho acontecimiento, y por ese motivo, ya me había encargado de advertir al personal que todo estuviera impecable para esa fecha. Había hablado con Víctor días atrás:
-Quiero que todo esté perfecto: no quiero que dejéis material por ahí abandonado a su suerte, como soléis hacer habitualmente, ¿entendido?.
-No te preocupes… jefe… se hará todo como el señor diga –farfulló Víctor en un tono agrio tomando después un tubo de plástico que se cargó al hombro.
Faltaban poco menos de veinticuatro horas para la visita del ministro, y cada minuto, mi nerviosismo era más y más notable. Decidí pasarme por las obras esa tarde, justo cuando los obreros estaban ya terminando su jornada; algunos se marchaban a sus casas con la ropa de trabajo, otros en cambio, aprovechaban y se daban una ducha en las casetas que se habían instalado a pie de obra para tal efecto.
Me apeé del coche y caminé en el crepúsculo de la tarde hacia una de esas casetas, mientras me cruzaba con unos y otros obreros que me saludaban, unos con palabras en español farfullado, y otros con un simple gesto o movimiento de cabeza. Quería cerciorarme de que los vestuarios se encontrasen adecentados por si al ministro se le ocurría indagar en temas de salubridad laboral. Entré en uno de ellos, permitiendo antes que un último par de obreros saliesen de él, agradeciéndome el gesto y añadiendo un “ hastaluogo”.
Los vestuarios se componían de un largo pasillo, con taquillas y bancos a un lado y a otro, al fondo una hilera con unas rudimentarias duchas, y detrás de ellas, los urinarios, consistentes en un simple agujero abierto en el suelo. Comprobé que todo parecía estar en orden, caminando despacio por el lugar; le di un pequeño empujón con la mano a una taquilla que había quedado entreabierta, y el sonido chirriante que produjo el metal de la puerta, se confundió con el del portón de hojalata que daba acceso allí, y que acababa de cerrarse. Me giré, y pude ver allí, frente a mí, de pie, a Víctor:
-Me has asustado. ¿Se te ofrece algo? –dije yo con una serenidad pasmosa.
Víctor estaba inmóvil, en el umbral de entrada a los vestuarios. Llevaba puesta una camisa ajustada de color verde militar, bastante ensuciada tras la jornada de trabajo; bajo ella se adivinaba una camiseta blanca interior, y debajo, unos ajustados pantalones gris oscuro, acompañados de las botas de seguridad.
-Sí… precisamente venía a hablar contigo –su voz parecía ahora dulce y amigable, aunque continuaba sin moverse.
-Bueno, pues tú dirás… -yo le contesté mirando hacia un lado, a fin de comprobar que nada se me hubiera escapado en la revisión.
-Quiero que sepas, que por muy hijo del jefe que seas, nunca, ¿me oyes?, nunca vas a ser ni una milésima parte de fuerte de lo que yo soy –Víctor comenzó a caminar decididamente hacia mí, y su voz se tornó en un ejemplo de desgarramiento y rabia, hasta que dejó su cara a milímetros de mi cara.
-No… no sé qué quieres decir… -en ese momento el pánico se había adueñado de mí, y comenzaba a tener sudores fríos.
-¡Que hoy vas a saber quién manda aquí! –dijo él, y acto seguido, hundió sus carnosos labios en mi boca, y acto seguido, introdujo su lengua en la mía, buscando con ansia mi campanilla, mientras yo trataba de escapar de allí, pero sus fuertes y velludos brazos me lo impedían, al tenerme agarrado con fuerza de la cintura, y la presión de su lengua en mi boca apenas me permitía respirar.
Con suma brutalidad, Víctor me dio la vuelta y casi en volandas me llevó varios metros a empujones, pero sin soltar sus manos de mi cintura, estampándome de cara a una de las taquillas:
-Vamos a ver qué tal se te dan las órdenes ahora… -me levantó los brazos y me retuvo las manos con sus manos en posición de cruz, mientras sentía cómo me mordisqueaba la nuca, al tiempo que mi culo notaba cómo él frotaba su entrepierna a través del pantalón. Me giró hacia él, y me volvió a meter la lengua en la boca, y esta vez me relajé, decidí entrar al juego, más que nada para evitar morir allí asfixiado. Entonces, mis manos no pudieron reprimir el deseo que sentían, y comenzaron a desabotonar su camisa, con ansia y con deseos de descubrir qué se escondía allí debajo. Víctor colaboró en dicha tarea, y en cuestión de segundos, ya estaba despojado de su camisa, dejando ver la camiseta blanca interior ajustada, que marcaba sus brazos fuertes y peludos, y permitía entrever el velludo pecho que ahora mismo estaba deseando acariciar.
Su lengua seguía jugando con mi lengua, en un mar de salivas que se confundían, y entonces Víctor se llevó su mano a mi paquete, con fuerza, palpando toda mi erección a través del pantalón de mi costoso traje. Yo hice lo mismo con él, y comencé a masajearle la entrepierna por encima de su pantalón, hasta que con su mano, se abrió la bragueta, se hizo a un lado el slip, y dejó al descubierto su maravilloso tesoro: no tendría más de 13 centímetros, pero era bastante gorda, venosa, y estaba perfectamente descapuyada, con un color rosáceo la más de apetecible. Víctor sacó su lengua impulsivamente de mi boca, dejando que un rastro de saliva cayera sobre mis labios, puso cada una de sus manos en uno de mis hombros, y me condujo hacia abajo, haciéndome arrodillar a la altura de su hermosa verga. Me tomó la cabeza entre sus manos, y me introdujo su miembro salvajemente en la boca, casi hasta provocarme una náusea, y puedo decir, que esta vez sí que estuve a punto de perecer asfixiado.
Sentía aquella verga tiesa y gorda dentro de mi boca, y a la vez, podía notar cómo la respiración de Víctor se iba violentando por momentos, siguiendo un juego rítmico con los movimientos de su pelvis y de mi cabeza. Repentinamente, me la sacó de la boca, me tomó del pelo con una sola mano y me incorporó, para volver a besarme con lascivia y deseo, sintiendo cómo su lengua iba buscando mi lengua ardiente, y el frotamiento de su cara contra mi cara, me provocaba una irritación lo más placentera.
Aproveché el momento para despojarle de la camiseta, dejando al descubierto su velludo pecho moreno, y su incipiente barriga cervecera, sus pezones redondeados y carnosos, ocultos entre la maleza, y por los cuales abandoné su boca, para comenzar a mordisquear con pasión y lujuria, mientras él se desabrochaba ya el pantalón, y acto seguido se lo bajaba junto al slip blanco, y se lo dejaba a la altura de los tobillos.
Fue en ese momento cuando me volvió a girar, estampándome contra la puerta de la taquilla, y él tras de mí, me inmovilizó los brazos, para, acto seguido, con sus manos, romperme el botón del pantalón y bajármelo juntos a mis calzoncillos, en un acto de locura salvaje absoluta.
Dejó al descubierto mi trasero, blanco y uniforme, al cual le dio una sonora palmada, justo antes de clavarme su verga de una sola vez hasta adentro, lo que provocó en mí el mayor grito que daría en toda mi vida.
Víctor comenzó a moverse sin compasión, sin pensar ni un solo instante en que aquel culo tenía dueño, y en ese momento lo estaba rompiendo en dos partes. Yo me encontraba sumido en una especie de éxtasis, con mis mofletes pegados a la fría puerta metálica de aquella taquilla, mientras mi trasero sentía los espasmos que Víctor producía al golpear sus huevos contra él, y su poya iba taladrándome por primera vez, produciéndome un dolor indescriptible, mezclado con sudor y un placer nunca antes experimentado.
Sentía la respiración de Víctor cada vez más agitada, su aliento en mi nuca, y las gotas de sudor de su frente que mojaban la parte trasera de mi cuello, mientras yo creía estar a punto de perder el conocimiento.
-Oh… sí… sí… voy a correrme… voy a correrme…. –la voz de Víctor denotaba la excitación del momento, era desgarrada, firme, y dulce al mismo tiempo. Y unos segundos después, sentí cómo se tornaba en un gemido atronador, al tiempo que los espasmos me balancearon a un lado a otro, mientras dentro de mí notaba entrar su semen caliente, antes de perder la noción del tiempo y la realidad.
Cuando desperté, a la mañana siguiente, sobresaltado, estaba en mi cama. Eran algo más de las 9, y mi mujer debía haberse marchado ya a trabajar. Intenté incorporarme para levantarme, pero me fue imposible: mi culo estaba totalmente roto, el dolor no me permitía hacer ningún tipo de movimiento. Y hoy era el día: hoy tenía que estar frente al ministro. ¿Qué podía hacer?.
Alcancé con arduo esfuerzo el teléfono inalámbrico que estaba en mi lado de la mesita de noche, marqué el número de mi padre, y al instante, descolgó:
-Papá, buenos días… sí, soy yo… quería decirte que me va a ser imposible acudir a la recepción con el ministro… me encuentro indispuesto… no, no es nada grave, pero preferiría guardar reposo… quería plantearte que podrías dejarlo todo en manos de Víctor… estoy seguro de que él será un gran anfitrión y dejará el nombre de la empresa en un lugar muy respetable… sí, por favor... llámale y comunícaselo… es un buen tío… gracias, papá –y colgué.