Quién entró anoche en mi habitación

Distinguir a dos gemelos idénticos es cosa de espías...

QUIÉN ENTRÓ ANOCHE EN MI HABITACIÓN

Acababa de colgar el teléfono cuando me llevé la mano a la cabeza. No estaba arrepentido de haberme comprometido con mis amigos y, sin embargo, me pareció algo que debería haber evitado.

Los hermanos Raúl y Germán eran unos gemelos a los que conocí en la playa hacía años. Eran por entonces dos rubitos delgados de cabellos rizados, ojos claros y carácter revoltoso. Sus padres llegaron a forjar una gran amistad con los míos y nos invitaban a su magnífica casa de Marbella bastante a menudo. Yo siempre me iba con ellos porque pasar unos días con aquellos dos chicos idénticos y de gran belleza, era para mí una inyección de optimismo.

Ya habíamos acabado nuestras respectivas carreras y mis amigos no eran aquellos dos traviesos que conocí cierto día, sino dos jóvenes muy atractivos ―más de la cuenta para mí― aunque un tanto distantes en ciertos aspectos.

Desde la primera invitación siempre había ido con mis padres a pasar esos días en plan familiar y, desde la primera visita, me di cuenta de que uno de los dos ―escudándose en el asombroso parecido entre ambos―, registraba el cajón de mi ropa interior.

Por casualidad, una noches, me desperté y lo pude ver dentro de mi dormitorio, registrando en mi cajón y observándome con disimulo. Abrí los ojos imperceptiblemente y vi que miraba mi cuerpo desnudo sobre la cama mientras se acariciaba la polla, visiblemente empalmada. Estuve siempre atento pero nunca supe quién de los dos era ni con qué propósito manoseaba mi ropa usada, que guardaba en una bolsa aparte hasta el viaje de vuelta.

Para mí quedó claro desde entonces que le gustaba a uno de los dos y que no quería decírmelo abiertamente. Nunca me atreví a hablarle del asunto porque a mis padres les parecía estar abusando de su amabilidad y yo no quería destapar ningún escándalo. No cabía duda de que aquella familia parecía disfrutar con nuestra presencia y jamás rechazamos pasar unos días con ellos.

Cuando llamaron ese día por teléfono y, mientras estuve hablando con ellos y su madre, recordando momentos muy agradables, me propusieron que pasara yo solo una semana allí con ellos, porque mis padres iban a estar ocupados. No supe decirles que no porque tampoco era algo que me disgustara:

―¡Venga, Carlos! ―insistió su madre―. Estamos todos deseando verte.

Mis padres se alegraron de que me tomara un descanso y lamentaron no poder irse conmigo esos días. Yo, al final, decidí tomarme esa visita como un reto. Uno de los dos estaba demasiado pendiente de su amigo Carlos y me propuse desenmascararlo y, a ser posible, ligármelo. ¿Por qué no? Los dos estaban exactamente igual de buenos aunque, por supuesto, tenían ciertas diferencias en sus caracteres y en sus gustos.

Desde ese momento, además de ir preparando todo aquello que quería llevarme para esos días, estuve buscando algún sistema que me dejase saber cuál de los dos podría ser. En lo primero que pensé fue en poner una cámara oculta que se activase con el movimiento ―tenía una de ese tipo vigilando mi buhardilla― y grabase al intruso pero, por supuesto, con ese sistema iba a saber que uno había entrado, pero no cuál de ellos.

La única forma lógica que se me ocurrió para saberlo, era la de marcarlo, de alguna manera, con algo que pudiese identificarlo ese mismo día o el siguiente. Tendría que ser un sistema que se quedase en su piel, por ejemplo, y que no fuese fácil de eliminar. Que se notase alguna marca no me preocupaba en absoluto. El intruso, al sentirse identificado, no iba a decir nada al respecto y, posiblemente, no iba a volver a hacerlo o se vería obligado a confesármelo. Yo sí podría saber a quién de los dos le atraía.

Buscando en un cajón, entre mis rotuladores, encontré uno de color dorado que sería poco llamativo en su piel. Unos meses antes, había pintado los tiradores de un armario con él y, al dar una buena capa, se me había pegado algo de esa pintura en la piel y tuve estrellitas doradas en los dedos durante varios días. Incluso, si no se prestaba atención, aquellas pintas brillantes, pasaban desapercibidas. Pintar por dentro el tirador del cajón de mi ropa interior ―por la zona no visible―, podía ser la forma de que la pintura se adhiriera a sus dedos. Bastaría luego con observarlo disimuladamente.

Me propuse llevarme tanto la cámara como el rotulador y, si en algún momento encontraba otra fórmula, añadirla a mi equipaje.

La mañana que llegué a su casa llevaban un rato sentados en un banco de la calle muy cercano, cada uno distraído con su teléfono, esperando ver aparecer mi coche. Cuando paré para aparcar allí al lado, se acercaron corriendo a saludarme y bajé el cristal de la ventanilla.

―¡Hola, amigos! ―saludé―. ¡Ya estoy aquí!

―¡Hola! ―saludó uno de ellos―. Pensábamos que ibas a tardar más.

―Antes de nada ―dije medio en serio y medio en broma―, identificaos. ¿Quién es el de la camisa azul y quién el de la roja? ¡Sigo sin distinguiros!

―Yo soy Raúl ―dijo el de la camisa azul.

―¡Bien! ―deduje mirando al otro―. Germán es el de rojo.

―Eso es ―dijo Raúl―. No dejes el coche aquí. Tienes sitio ahí dentro. Él te va a abrir la entrada al garaje.

El otro se volvió aprisa para ir a abrir la cancela que daba paso a un lugar donde podría dejar mi coche totalmente seguro. Raúl se apoyó en la ventanilla y, antes de seguir hablando, introdujo su cabeza y me besó en la mejilla:

―Estábamos deseando verte. Siempre hemos disfrutado mucho contigo, así que vamos a pasar unos días muy buenos, ¿no crees?

―¡Por supuesto! ―le respondí, creyendo incluso que era el interesado en mí, que había decidido insinuarse―. No puedo besarte desde aquí.

―Sí puedes ―musitó acercando mucho su cabeza y mostrándome su mejilla, que besé con gusto―. Acerca el coche a la cancela; ya se abre.

Recordé inmediatamente el aroma de sus pieles, tal como lo recordaba siempre. Los dos desprendían el mismo perfume tan atrayente.

En cuanto pasé con el coche, me hicieron señas de dónde dejarlo y, una vez aparcado, me bajé a saludarlos y me llevé una grata sorpresa. Primero se acercó uno a abrazarme y a besarme y luego el otro. El de azul y el de rojo; tal para cual. Parecían haber vencido esa cierta distancia que guardaban siempre conmigo.

―¡Pasa, Carlos! ―gritó su madre al verme aparecer por la puerta―. Joaquín no vendrá hasta miércoles. Ha ido a trabajar a Madrid unos días. ¡Sígueme! Vas a quedarte en el dormitorio de siempre; cerca de tus amigos…

Estuvieron charlando conmigo en el dormitorio mientras sacaba las cosas de la maleta. Una mirada mía, involuntaria, los hizo levantarse para salir:

―Querrás desnudarte y ducharte ―dijo Germán―. Te esperamos en la piscina. ¡Ponte el bañador!

Salí del dormitorio preparado para un posible baño antes del almuerzo y, después de hablar algo con la madre, atravesé las cristaleras para buscarlos.

Para mí fueron unos momentos como siempre los había vivido con ellos. Cuando estábamos en el agua y no podía ver el color de sus bañadores, tenía que olvidarme de si estaba hablando con uno o con otro.

―Vais a tener que poneros unas gorras de colores distintos para que os conozca. No sé si es cosa mía pero, cada vez que os veo me resultáis más parecidos.

―Mi madre nos confunde ―gritó uno de ellos entre risas―. Tienes que tomarlo así. Da igual si hablas con uno o con otro. Lo importante es que lo pases bien.

Eso hice durante todo el día. Sin embargo, fuera del agua, cuando podía distinguirlos por el color de su camiseta, noté que ambos me rozaban la pierna o me acariciaban cuando no estaba el otro presente. Empecé a confundirme. Tenía que esperar alguna señal o que diese resultado el rebuscado truco de la tinta dorada que había puesto ya en el tirador del segundo cajón de la mesilla.

Durante todo el día, cada vez que uno se ausentaba y volvía, miraba disimuladamente sus manos para ver algún brillo delator. No había descubierto nada a la hora de irme a dormir.

No hacía nada de calor y, sin embargo, decidí echarme desnudo sobre la cama. Si notaba algo de fresco siempre podría cubrirme con la sábana.

Puse a grabar la cámara en modo nocturno, cuidadosamente escondida, para tomar imágenes desde un lado de la cama. Caí rendido después de un día de mucho viaje, de nadar, de jugar con la pelota y de bromear entre luchas con los consiguientes revolcones y roces velados. Me hubiera masturbado en ese mismo instante. Me quedé dormido.

Me despertó un suave golpe que movió mínimamente mi cama. Abrí los ojos en la penumbra y me hice el dormido. En mi oreja, desde detrás, sentí un soplo y me llevó ese olor característico de ellos. Uno estaba allí observándome de cerca:

―Carlos ―oí en un susurro―. ¿Estás despierto?

―Sí, claro ―musité igualmente sin volverme.

―¿Te importa que me eche un poco aquí contigo? ―continuó―. Te prometo no molestarte. Es que… no puedo dormir.

―Claro, échate aquí ―volví a susurrarle moviéndome un poco en la semioscuridad de la habitación y volviéndome para observarlo.

Su cuerpo, el de cualquiera que fuera, se dobló para quitarse los calzoncillos, se sentó en el colchón y se echó pegando bastante su cuerpo al mío:

―¿Te molesto aquí?

―No, no. Ya te he dicho que no. Me gusta dormir acompañado.

―A mí también ―musitó entonces poniendo su mano en mi cadera―. Si te molesto, me lo dices.

―De acuerdo ―susurré sintiendo su aliento en mi boca―. Pero, ¿no vas a decirme quién de los dos eres?

―¡No! Descúbrelo tú. Me da vergüenza.

―¿Vergüenza de qué? ―le respondí arriesgándome y poniendo también mi mano en su cadera―. Tenemos ya demasiada confianza para…

―¡Déjalo! ¡Mejor no hablar! ―Su mano cayó al colchón quedando pegada a mi polla, que en esos momentos ya había empezado a reaccionar.

Acaricié muy lentamente su cuerpo llevando mi mano hasta su muslo y, cuando supo que me agradaba aquella situación, movió su mano para acariciar mis huevos entre jadeos. Su boca, entreabierta, estaba demasiado cerca y le bastó un leve movimiento para poner sus labios sobre los míos:

―¡Me gustas! ―exclamó usando siempre un hilo de voz―. ¿Yo no te gusto? ¿Ni siquiera un poco?

―Pero, ¿qué dices? ―pregunté al que estuviera a mi lado, mientras fui acariciando su pubis―. ¡Me encantas! No podía decírtelo de otra forma porque sois iguales. Solo con que me dijeras tu nombre…

―¡No, eso no puede ser! Si se enteran mis padres, me matan.

―Es que yo quiero estar contigo. No importa si eres Raúl o Germán. Sois idénticos.

―Por eso tienes que prometerme que no vas a decir nada de esto, ¿vale?

―Te lo prometo. Te lo juro, si quieres. Dime tu nombre para no confundirte con tu hermano. Me gustas demasiado y sabía que te gustaba. Lo que no sé es de quién me he enamorado.

―¿Enamorado? ―balbuceó―. ¿Estás enamorado de mí o de mi hermano?

―De ti, seas quien seas. Del que me busca. La últimas veces que vinimos ya sabía que estabas pendiente de mí, pero, ¿a quién le decía que se me acercara y me abrazara? La forma de que esto no se descubra es que me digas tu nombre. Así lo sabremos los dos.

―¡Vale! ―Fue introduciendo una mano entre mis piernas mientras la otra se aferró temblorosa a mi polla―. Ahora te lo digo, ¿vale?

―¡Claro! ¡Vale! ―solté ya sin tapujos besándolo y apretando una de sus nalgas para pegarlo a mi cuerpo.

Su boca se desplazó por mi pecho, besándolo, hasta llegar a mi pubis para lamer con ansias todo el líquido que embadurnaba mi miembro. Acaricié sus cabellos y, aunque no podía verlos, los imaginaba revueltos entre mis manos mientras su boca me daba un placer que no iba a poder aguantar demasiado tiempo. Tuvo que notarlo porque paró, volvió a echarse a mi lado, nos besamos largamente sin dejar de acariciarnos y se separó un instante para hablarme:

―¡Espérame! ―suspiró en el silencio para volverse y levantarse de la cama para ponerse los calzoncillos―. Ahora vengo.

―¡No, no! ―exclamé sin alzar la voz temiendo no volver a tenerlo―. ¡Quédate, por favor!

―Voy a por lubricante ―me dijo entonces acercándose un poco―. No tardo nada.

―Tengo lubricante ahí, en el segundo cajón de la mesilla ―le dije con la certeza de que iba a abrir el cajón para buscarlo.

―¿Lo traes? ―preguntó muy extrañado―. ¿Cómo imaginabas que podría pasar esto?

―Ya te lo he dicho. Me gustas mucho y sabía que era muy posible que vinieras a verme, habláramos y…

―¡Vale! Lo entiendo ―Se separó un poco para volver a quitarse los calzoncillos―. ¿En el segundo cajón?

―¡Sí, ahí! Sácalo.

Oí cómo abría el cajón. Creí que todo estaba resuelto. Su mano se habría llenado de pintas de oro que podría ver por la mañana sin ninguna dificultad. Respiré mucho más tranquilo.

En un movimiento muy lento, fue colocándose sobre mí para quedar sentado en mi vientre y, echando la mano hacia atrás para cogérmela, untó su culo de líquido y  mientras me la untaba y la acariciaba con pasión, se inclinó de vez en cuando para besarme:

―¿Te gusta así?

―Sí. Me gusta muchísimo.

No lo pensó. Se levantó algo, la colocó bien en su culo y fui notando cómo entraba poco a poco. Sentía sus entrañas cálidas y sus manos, llenas de lubricante, acariciaron y pellizcaron mis pechos cuando comenzó a saltar sobre mí.

Notó que iba a correrme porque me era imposible disimularlo en tales condiciones. Me aferré a sus brazos y empujé cuanto pude para vaciarme todo entero dentro de él.

Entre sudores, lleno de líquido, y besándonos hasta el hastío, me puse a masturbarlo sin pensar en las sábanas ni en cualquier otra cosa. No me pareció que le preocupara tampoco. Se corrió durante bastantes segundos eyaculando una vez detrás de otra mientras yo restregaba toda su aromática polución por mi pecho.

Por fin, cuando pudimos relajarnos, volviéndose a besarme por última vez, se levantó de la cama para ponerse los calzoncillos.

―¡Espera! ―farfullé inquieto―. ¿No vas a decirme quién eres? ¡No te vayas!

―Mañana ―musitó acercándose a besarme―. Te prometo que te lo digo mañana. Y volveré a verte.

―¡Sí, por favor!

No me dio opción a decirle nada más ni me dijo cuál de los dos era. Estaba claro que había cambiado su estrategia al no estar allí nuestros padres. Después de mucho pensar en todo lo que había pasado y mirando sonriente el bote de lubricante sobre la mesilla, me quedé dormido. Estaba muy tranquilo de saber que iba a descubrir quién había entrado en mi habitación aquella noche.

Por la mañana, unos suaves golpes en mi puerta me despertaron. No supe durante unos instantes dónde estaba hasta que oí una voz dulce que me llamaba:

―¡Carlos! Despierta. Dentro un rato vamos a desayunar.

Miré intentando descubrir ya alguna pista y no pude ver nada. Cuando se cerró la puerta, observé el tarro de lubricante sobre la mesilla y, antes de tocarlo, me acerqué a él con curiosidad. Estaba lleno de puntos dorados aunque era muy difícil percibir su brillo sin mover algo la cabeza a un lado y a otro.

Feliz al comprobar que mi truco podría haber resultado, guardé el bote en el cajón teniendo cuidado de no llenarme la mano con la pintura dorada del tirador. Paré la grabación de la cámara y me fui a la ducha con ropa limpia. Descubrí entonces algo que no esperaba. Mi pecho, mis manos y algunas otras zonas de mi cuerpo, así como mi ropa interior, estaban llenos de motas doradas que solo se distinguían al hacer algún movimiento.

Aunque me restregué con bastante gel de ducha, no conseguí quitarlas ―o desaparecieron pocas―, así que no sabía qué me iba a encontrar cuando saliera. Me puse el bañador y una camiseta, me repasé veinte veces delante del espejo y salí muy asustado sin saber qué iba a ver en los próximos minutos.

Raúl y Germán ya estaban sentados a la mesa cuando me acerqué a desayunar. La madre puso allí algunos platos y me dio los buenos días invitándome a sentarme frente a ellos:

―¡Buenos días! ―dijo el de la camiseta azul.

―¡Buenas! ―canturreó de la camiseta roja.

―¡Buenos días, amigos! ―respondí mientras me sentaba sin querer fijarme demasiado en sus manos y en sus cuerpos.

―No te quejes, Carlos ―apuntó Raúl―. Hemos decidido vestirnos siempre del mismo color para que nos distingas. Yo seré el de azul, evidentemente.

―Yo el de rojo o naranja ―apuntó Germán―. No tengo demasiadas camisetas rojas.

―¡Bueno! ―dije entre risas tomado ya el vaso de zumo de naranja―. Yo no tengo que distinguirme de nadie, así que me pondré la primera que encuentre.

Fue entonces, al soltar unas risas y levantar las manos, cuando pude observar claramente los destellos en los dedos de Raúl, en sus brazos y en partes de su cuello. Me sentí más tranquilo porque supe que no era tan fácil apreciarlos.

Poco después, mientras tomábamos las tostadas, me pareció que Germán tenía también destellos dorados en sus dedos, en parte de su cara y en los labios. No parecían haberse dado cuenta de nada pero, ¿cómo llegaron hasta allí aquellos restos del rotulador?

Sabía que la criada iba a hacerme la habitación y, por lo que estuve mirando cuando escondí los instrumentos de espía que dejé allí, no eran perceptibles los restos en mis sábanas, aunque sí iba a encontrar ciertas manchas que supuse que no iban a escandalizarla.

Terminado el desayuno y viendo que no se mencionaba nada al respecto, decidimos darnos un paseo por la playa. Al salir a la calle tras ellos y ponerme las gafas de sol, las pintas en sus cuerpos aparecían muy brillantes. Me asusté tanto, que me las quité y me las volví a poner para comprobar que, con los cristales polarizados, eran muchísimo más visibles al sol.

Me pareció ver a Raúl mirase los dedos de la mano derecha pero no dijo nada. Poco después, bajando por una de las calles y oyendo algunas cosas divertidas que me contaban, atravesamos el paseo marítimo y caminamos por un espigón hasta un lugar donde solo había un pescador a varios metros de distancia de nosotros. Raúl se sentó a mi derecha y Germán a su lado.

Cuando Germán se aseguró de que casi nadie podía vernos sentados en aquellas piedras, se levantó la camiseta por un costado y por el otro y lo oí farfullar extrañado:

―¡Qué raro! ¿De dónde habrá salido esta purpurina?

Raúl, mirándose las manos y comprobando que las tenía llenas de destellos, me miró para comprobar que yo también las tenía:

―Seguramente ―dijo confuso―, hemos tocado algo de oro que despinta… O será del agua de la piscina…

―No lo sé y no lo entiendo ―apuntó Germán levantando un poco su bañador para ver sus piernas―. Está lleno por todos lados.

―Pues habrá que averiguar de dónde ha salido esto ―me dijo Raúl sin imaginar lo que podría haber ocurrido―. ¡A ver, Germán! Mírate la churra. Me parece que la mía está llena.

Germán, sin pensarlo un instante,  tiró de su bañador y nos mostró su polla flácida, que no estaba llena de nada que brillase. Raúl, ante mi asombro, hizo lo mismo, pero todo su pubis estaba estrellado:

―A ver, Carlos… Bájate el bañador para ver si tienes también esa purpurina.

Con bastante recelo, pero sin poder evitar aquella situación, tiré de mi bañador y pudieron ver mi pubis y mi vientre totalmente lleno de motitas de oro.

―¡No sé! ―exclamó Raúl como si se sintiera culpable de algo que escondía―. Creo que sería mejor no estar demasiado pendientes de esto. Ya se quitará. Lo mejor será tomar un baño.

Como siempre, me fue imposible distinguir en el agua a uno del otro. Ya echados en una toalla, para secarnos, vi a Raúl sacudirse algo de arena, levantar su bañador y hacer un gesto de sorpresa:

―¡Joder! ―exclamó―. Mi pito está lleno de eso. No serán bichos, ¿verdad?

―¡No, no! ―apunté al instante sin querer darle mucha importancia―. Estoy seguro de que habrá algo en la casa que despinta… o algo así.

Toda la mañana fue muy divertida y no se volvió a hablar del asunto, aunque sí me fijé en que Raúl se miraba disimuladamente de vez en cuando.

Ya antes del almuerzo, nos duchamos en la piscina para darnos un último baño y, al zambullirnos los tres, Germán se sumergió y contemplé sin moverme que buceaba muy cerca de nuestros cuerpos y tiraba de nuestros bañadores para encontrar aquellas pintas.

―¡Vamos al cuarto de baño! ―dijo al sacar la cabeza del agua―. Vosotros dos tenéis mucha purpurina por todos lados. Yo no tanta. Podemos mirarnos los cuerpos antes de que mamá se dé cuenta.

―¿Se dé cuenta de qué? ―pregunté disimulando mi temor.

―Ahora lo hablamos, Carlos ―apuntó Raúl tirando de mí para que lo siguiera―. Mamá no entra en nuestros dormitorios.

―Vamos al mío ―aclaró Germán―. A ver si hay forma de descubrir qué es esto y cómo quitarlo.

Al salir de la piscina el último por la escalerilla, detrás de Raúl, no perdí de vista la parte trasera de sus muslos. Estaban completamente llenos.

Ya en el dormitorio y bien cerrada la puerta, Germán comenzó a desprenderse de la camiseta y el bañador y Raúl le siguió en silencio y con total normalidad:

―¡Venga, Carlos! ―apremió―. No tenemos tanto tiempo. Desnúdate.

Cuando nos miramos los tres desnudos, aunque no nos daba el sol ni llevábamos las gafas, pude ver claramente que solo el cuerpo de Germán tenía poca pintura dorada. Se me acercó sonriente, me acarició el pecho y nos hizo señas para que nos sentásemos en la cama junto a él:

―No te asustes, Carlos ―dijo entonces―. Lo sé todo porque Raúl me lo contó después de ir a tu dormitorio. Digamos que… teníamos una apuesta. Otras veces, como venías con tus padres, no nos atrevimos a meternos en tu dormitorio a mirarte, pero siempre te hemos visitado los dos. Nunca juntos, claro. ¡Lo siento! Es culpa mía…

―No es culpa de nadie ―confesé al verme metido en tal lío―. Siempre me habéis gustado mucho pero… ¡tenéis que comprenderlo! ¡Sois idénticos! ¿Cómo iba a saber si era uno de vosotros o erais los dos?

―Los dos ―confesó Raúl―. Entrábamos por turnos cuando pensábamos que ya estabas dormido. La apuesta… ―Aspiró―. Habíamos apostado que el primero que consiguiera saber algo más… o ligar contigo…

―¿Habéis echado a suertes estar conmigo? ―pregunté asustado.

―¡A ver! ―se excusó Germán―. No había otra forma. Intuíamos que, quizá, alguno de los dos te gustaba más, pero no sabíamos cuál. ¡Es que nos gustas!

―Me gustáis los dos porque sois idénticos ―dije―. Otra cosa muy distinta es que pasara lo que pasó anoche.

―Lo sé todo, ya te digo ―insistió Germán―. Raúl tuvo más huevos y más cara y consiguió acostarse contigo. Luego, según lo habíamos hablado, se vino aquí a contármelo todo y nos estuvimos manoseando… Así que ya sabes por qué estamos los tres llenos de… ―Se miró las manos y el pecho―. ¡No sé lo que será esto!

―¿Y eso quiere decir que Raúl ha ganado la apuesta?

―¡Claro! ―dijo este mirándome con ternura―. Sabíamos que los dos no íbamos a tenerte si te gustaban los tíos. Yo me he arriesgado esta vez y, como me lo pusiste tan fácil… he ganado.

―¡Vaya! ―exclamé pensativo―. Yo no me he inclinado por uno o por otro.

―Lo sabemos ―apuntó Germán―. Quizá no sea demasiado ético. Yo me voy con Alberto y tú te quedas con mi hermano… si no te disgusta.

―Creo que eso lo tienes que decidir tú, Carlos ―me dijo entonces Raúl―. Anoche, de todas formas, me dijiste que estabas enamorado de mí.

―Me parece que sí ―dije abiertamente―. No podemos engañarnos en este lío. Lo que me gustaría saber es quién es ese Alberto.

―Es fácil ―comentó Germán con cara de circunstancias―. A lo mejor te parece una burrada. Yo salgo con Alberto, que vive aquí cerca, pero a mi hermano también le gusta, así que… de vez en cuando, se hace pasar por mí…

―¿Os estáis acostando con Alberto sin decirle la verdad? ―exclamé―. No sé si os entiendo o no. Cuando pienso en vosotros no soy capaz de ponerme en vuestro pellejo.

―Bueno ―razonó―. Si tuvieras un hermano gemelo la cosa sería más fácil…

―¡Ya! Pero es que resulta que este mundo no está lleno de clones.

―Por eso, Carlos, por eso ―musitó Raúl acariciando mis cabellos―. Ya que me dijiste que estás enamorado de mí, queda claro que Germán se va con Alberto.

―Tomemos esto con un poco de filosofía ―farfullé―. Alberto vive aquí cerca, por lo que decís, pero yo estoy un poco lejos. No me gustaría que estuvieras conmigo y con el otro cuando me fuera.

―¡No! ¡No! ―exclamó tomándome las manos―. Te juro que eso no va a pasar. Lo que hay que descubrir ahora es de dónde han salido estas motas de purpurina.

―He sido yo ―confesé cabizbajo.

―¿Tú? ―inquirió Raúl mirándome fijamente a los ojos―. ¿Cómo has hecho esto?

―Ya te dije que me había dado cuenta de que uno de los dos, según pensé, entraba por las noches a verme. Tuve que inventar un sistema para marcarte. ¡No me querías decir el nombre! Llené el cajón de purpurina y, ¡ya ves!, los tres parecemos unas carrozas de carnavales.

―¡Vaya pifia! ―profirió Germán―. Por nuestra culpa se ha formado todo este lío. Esperemos que mi madre no se dé cuenta.

―Pondremos cualquier excusa ―le respondió el hermano―. Ni nosotros podíamos imaginar qué coño es esto de la purpurina.

―A ver, Carlos ―propuso Germán―. Vosotros tenéis casa en Conil, ¿no? Propón luego que os vais a pasar unos días allí y yo me quedo con Alberto.

―No sé si eso soluciona el problema ―balbuceé―. Si no tengo forma de distinguiros, es imposible.

―No, no lo es ―dijo Raúl poniéndose de pie y mostrándome una de sus nalgas―. Hay una marca que no está a la vista. ¿La ves? Este lunar solo lo tengo yo.

―O sea ―protesté―, que cada vez que quiera asegurarme de que estoy contigo, tengo que mirarte el culo.

―¿Y qué vamos a hacer? Así aprovechas…

―¡Habéis tenido suerte! Si llego a ser hetero…

Durante el almuerzo, le comenté a la madre de ambos que invitaba a Raúl a pasar una buena temporada en la casa que tenían mis padres en Conil y, aunque me dijo que le gustaba tenerme allí, aseguró que nosotros éramos los que deberíamos decidir. Raúl me miró sensualmente de forma que su madre no lo apreciara.

―Bueno… ―balbuceó Germán ya echados un rato a la siesta los tres juntos―. Yo no voy a decir nada de lo que ha pasado pero… con una condición ―Nos miró indeciso―. Antes de que os vayáis juntos… ¿Pasaría algo si paso esta noche con Carlos?