Quien bien te quiere, te hará llorar
No sé si el refrán se ajusta a lo que me pasó. Lo cierto es que tras llorar como una mujer, gocé como una perra.
El tren surcaba el paisaje suburbano, una sucesión de solares abandonados, polígonos industriales y casitas pareadas; y el recuerdo de Agustín me golpeó como lo hacía siempre, cuando menos lo esperaba y con la misma saña que lo venía haciendo desde el día de su muerte. Cerré los ojos para no ver esas casitas donde habíamos soñado instalarnos y que ya no eran más que un espejismo doloroso.
Había enviudado hacía un año y, tras el desconcierto inicial en que me había sumido la repentina muerte de mi marido, la realidad se impuso con toda su crudeza. En un entorno de crisis y con mi carrera profesional abandonada hacía tiempo, me vi abocada a trabajar en algo que nunca imaginé: Era empleada doméstica. Al principio, mis clientes eran familiares y amigos que por solidaridad me ofrecían trabajo, pero, cuando llevaba un tiempo en el oficio, descubrí que me gustaba y era buena en ello. Encajaba con mi carácter meticuloso y, pronto, sofisticadas clientes de la zona alta se añadieron a las que había encontrado en mi entorno. Eran personas exigentes que me obligaban a vestir de uniforme, desde los zapatos hasta la cofia, pasando por el detalle más nimio
No me importaba la dureza del trabajo, sentir el estropajo en mis manos desnudas y enrojecidas, y evitaba a toda costa la fregona de palo para poder arrodillarme frotando con ahínco las baldosas hasta el rincón más inaccesible. Tanto mis clientes como yo, atribuíamos esa entrega a mi carácter; pero sospechaba que había algo más tras ese regocijo morboso que sentía por el trabajo duro y los callos en manos y rodillas. También lo debía sospechar Julia cuando se quedó de pie tras mis posaderas que vibraban al ritmo del frote. Ella salía del baño, y yo estaba agachada y de espaldas dando lustre al parqué. Hice ademán de levantarme para dejarle paso; pero ella me lo impidió, ordenándome:
-Ni se te ocurra. Sigue dándole. Esperaré a que acabes.
Sus palabras no me llevaron al equívoco. No era una educada concesión para facilitarme el trabajo, sino una orden tajante que yo debía obedecer. Al principio, me encontré algo incómoda bajo su mirada; pero, poco a poco, lo asumí como si el estar en esa postura y a sus pies fuese algo natural. Seguí, y una oleada cálida y morbosa me agitó súbitamente mientras sentía mi vagina lubricarse presa de una calidez extraña ¿Qué ocurría? Deseaba que se diera cuenta de mi excitación aunque sintiera una vergüenza terrible. Apreté los muslos para intentar minimizar la obscenidad de mi postura, pero sólo conseguí estrujar mi vulva. Me abrí de nuevo para ventilarla, pero los fluidos calientes se deslizaron piernas abajo... Volví a cerrar intentando controlar lo incontrolable... Abrí de nuevo y los flujos brotaron... Cerré... abrí... cerré... abrí... Los nudillos de mis dedos se crispaban blancos atrapando la bayeta... mi cuerpo se arqueaba hacia atrás... Boqueaba bajo su mirada exigente y me di cuenta de que ese orgasmo iba a ser para esa mujer que apenas conocía. Me corrí como nunca había hecho, sin tocarme, chorreando, la mirada perdida y mi cuerpo atrapado en esa postura humillante que había desencadenado esa espiral de placer. Poco a poco, recuperé el tono habitual y cedí el paso a Julia que esta vez sí tomo uso de el.
Julia era amiga de Carlota, la dueña de la casa; por eso cuando ella me llamó, me inquieté. Confusa, acudí a la salita donde las encontré sentadas tomando café como solían hacer durante aquellas horas de la tarde.
-Pasa, Elena -dijo Carlota.
Muerta de vergüenza, entré sin atreverme a mirar a Julia.
-Julia tiene a su chica de baja y pregunta si podrías sustituirla durante unos días -prosiguió tras sorber delicadamente la espuma de su café expresso.
Miré a Julia que me sostuvo la mirada, la mirada de alguien en cuyo universo las palabras "no" o "imposible" no existen. La mirada de alguien que no ruega ni pide sino que exige.
-Cómo no -contesté-. Buscaré un hueco en mi agenda para usted si...
-Ven mañana a las siete de la tarde -cortó Julia, ignorando mis posibles compromisos y dejándome con la palabra en la boca de una forma irrevocable-. Carlota te dará la dirección exacta, vivo en las afueras...
Elena no tiene coche -interrumpió Carlota en mi favor.
-Oh, vaya... -dijo con cierta contrariedad de la que se repuso pronto-, ¿conoces Fronda?
-Cómo no.
-A las siete estarás en la estación y pasarán a recogerte.
Y tras despedirse de Carlota con un par de besos, le ofrecí el abrigo y acompañé a Julia hasta la puerta.
-No lo olvides -dijo mirándome intensamente con un matiz de advertencia.
Y ahí estaba yo, en el tren, «para no incomodar a Carlota ni a su amiga» me decía a mi misma. Pensaba en lo ocurrido el día anterior y en lo extraño de la hora en que me había citado. Nadie quedaba con una limpiadora a las siete de la tarde, porque eso es lo que yo era: una limpiadora, ni siquiera ayudante de cocina o camarera o... en fin... Suspiré. Probablemente mi orgasmo no hubiese sido tan aparatoso como yo lo había vivido, y puede que a Julia le hubiese pasado por alto. Era un pensamiento estúpido que mitigaba la vergüenza que aún sentía.
Una avería en el metro me había retrasado y seguía con una mezcla de excitación y angustia que me anudaba el estómago. Por fin llegué a la estación, abarrotada de gente que volvía del trabajo. Maldije para mis adentros y lamenté no haber acordado algún señuelo indicativo para identificarme. Había un par de taxis estacionados en la parada y, en la esquina inmediata, un automóvil de alta gama con los cristales ahumados junto al que esperaba, de pie y fumando, un hombre uniformado y tocado con una gorra de plato. Nuestras miradas se cruzaron y él, tras deshacerse del cigarrillo, se acercó a mí.
-¿Elena? -preguntó.
-Si, soy yo... lo siento... he llegado tarde y... -barboteaba yo articulando excusas.
-Sígame, por favor -contestó sin más preámbulos ignorando mis palabras.
Fuimos hasta el coche. Abrió la puerta trasera del vehículo para que me acomodara y la cerró. Subió, se puso en marcha y partimos en silencio. Cruzamos tramos de bosque y zonas más pobladas -elegantes mansiones rodeadas de jardines y arbolado- hasta que llegamos a una reja flanqueada por pilares. La reja se abrió para que entráramos y se cerró a nuestro paso. Sentí un escalofrío y pensé: «Las rejas sirven para defender del extraño pero también para atrapar al incauto». Tras un corto tramo de paseo y perdida entre la fronda, estaba la puerta principal.
Mientras el chófer me ayudaba a salir, apareció Julia en el umbral. Llevaba un vestido chaqueta azul marino, estilo gobernanta; el rostro, sobriamente maquillado; y el pelo, que habitualmente llevaba suelto, lucía ahora recogido en un moño alto. Me saludó y me franqueó el paso, manteniendo la expresión enigmática y distante acorde a sus palabras.
-Sígame. Adelina está preparando la cena -dijo como si se excusara por venir a recibirme y esa fuese una actividad poco acorde con su clase.
Me pareció extraño que hubiese necesitado mis servicios con tanta urgencia cuando ya había otra chica trabajando para ella.
-Parece que la puntualidad no es su fuerte ¿Ha tenido un buen viaje?
-Fatal... había una avería en el metro y ...
-Tienes mucho que aprender -me cortó cambiando de registro y tuteándome de nuevo-. Cuando te preguntan «¿como está?» o «¿ha tenido un buen viaje?», la gente no espera un parte médico ni un horario de trenes. Simplemente contestas: «bien, gracias»... ¿Entiendes?
-Sí, de acuerdo -contesté aturdida por su cambio brusco y antipático.
Tras cruzar el vestíbulo, entramos en una estancia donde había una mesita, cubierta por un cenicero y varias revistas; un sofá y dos sillones de aspecto antiguo, acorde con el resto de la casa o, al menos, con lo que había visto hasta entonces: lujo suntuoso, arañas de cristal, cortinas de terciopelo y suelos de mármol. Se sentó y se quedó mirándome sin ofrecerme asiento como si yo fuera un chinche muerto.
Date la vuelta -dijo mientras se calzaba unas gafas-. Hummm... me lo esperaba -prosiguió con resignación mientras yo giraba sobre mi misma-. Pareces una zorrita de calendario, pero no te preocupes, ahora cualquiera se presta a salir para mostrar el santoral; pronto veremos a las monjas de clausura poner el culo para sufragar sus gastos... ¿y ese peinado ridículo?
-Es la moda -contesté yo, frustrada, preguntándome qué le importaba mi indumentaria si sólo me quería para frotar baldosas.
-¿Moda? Cariño... ¿no voy a saber yo lo que es la moda? -bufó con sarcasmo mientras alcanzaba una pitillera de plata y sacaba un cigarrillo.
Lo encendió, aspiró y bufó de nuevo, esta vez sacando no sólo desprecio sino humo azulado y turbio mientras me miraba a través de sus gafas. Dio otra calada y me dijo:
-Siéntate. Te estarás preguntando de qué va esto. Te preguntarás por qué me fijé en ti: una viudita pajillera, burdamente maquillada que redondea sus ingresos en algún cruce de carreteras...
-¡Usted sabe bien que eso no es cierto! -grité dolida, ya harta de sus comentarios insultantes-. Soy una trabajadora doméstica, honrada, me gusta mi trabajo y si a usted le...
Se acercó a mí y me golpeó la cara con el dorso de la mano, y yo, tras superar el aturdimiento inicial, me pregunté que hacía allí en esa situación absurda soportando las humillaciones de una psicópata. Ya no podía contener las lágrimas y me disponía a recoger el bolso y a largarme cuando prosiguió:
-No me interrumpas y siéntate de una vez -dijo paladeando las palabras con los ojos saltones por la ira contenida.
Sin saber exactamente porque me quedaba, dejé el bolso y me senté.
-«Esa es la mujer que necesito» pensé, cuando te vi agachada, frotando con ahínco y contorneando tu culo vicioso, atrapada en alguna de tus puercas fantasías... ¿Crees que todo eso ha salido de la nada? -prosiguió extendiendo las manos hacia el techo pintado con frescos eróticos-. Vine aquí con una mano delante y otra atrás, y ahora podría estar regentando un burdel de mala muerte o durmiendo bajo un puente con un chulo cabrón y borracho, pero no. Estoy aquí gracias a que sé cribar la basura y encontrar perlas como tú... Sé daros una oportunidad, ayudaros... y... jajajajaja... bueno... no sé porque me esfuerzo, quizá me haya equivocado contigo y no seas ni un diamante en bruto ni una perla... ni siquiera un canto de río que sirva para echar al hormigón.
Dio otra calada y la retuvo con la avidez de una adicta. La dosis de nicotina pareció relajarla. Su tono cambió y se recostó en el sofá .
-¿Sabes? -dijo con la mirada perdida en algún punto de la pared, invisible para mí-. Estoy aquí porque conozco a mis clientes, sé cuales son sus deseos más turbios y sus carencias más íntimas, no cuestiono sus costumbres y cumplo sus fantasías; y al que es incapaz de tenerlas, se las invento. Mayoritariamente les gusta una relación de dominio, sentir el poder absoluto. Como el perfumista que aspira una aroma imperceptible para un olfato corriente, yo huelo la intensidad, naturaleza y grado de deseo que los agita. Hoy tendrás la prueba en la que podrás mostrar todo tu potencial de entrega.
Aún tenía la cara empapada y me estaba secando con un pañuelo. Me estremecí. ¿Qué me estaba proponiendo? ¿Meterme a puta masoquista? "Proponer" no sería la palabra adecuada, "coaccionar" quizá encajara mejor con su actitud. Estaba confusa. Me sentía profundamente vejada; aunque esa misma sensación alimentaba una de mis más secretas fantasías: ser usada sin límites por los hombres. A veces, me veía yaciendo en un burdel, sometida sin ninguna consideración, y entonces tenía que masturbarme frenéticamente hasta llegar al orgasmo. Carlota, su marido y todos sus amigos probablemente estuvieran en su "cartera de clientes". Ahora todo cobraba sentido: Todos esas cadenas, cuero, látigos y otros objetos de aspecto sórdido de los que ni siquiera conocía el nombre ni la utilidad que a veces encontraba en mi labor diaria, encajaban. Carraspeé como si con ese gesto pudiese tragarme sin más todos mis tabúes, prejuicios y temores. Una excitante picazón avanzaba en mi vagina, la balanza osciló, y dije asintiendo y escuchando mis palabras como ajenas:
-De acuerdo. Acepto.
-Espero que no me hagas quedar mal y que no tenga que arrepentirme -dijo levantándose y tendiéndome la mano para cerrar el trato-. Acompáñame.
Ahora que había aceptado, temblaba. Mi corazón latía aceleradamente y no entendía como unos momentos antes, no había salido corriendo de esa casa. Julia me llevó hasta el vestíbulo y de allí subimos al piso. Tanto la escalera como el corredor estaban decorados con frescos y esculturas de una obscenidad extrema. Cuerpos de especie o sexo indefinido o con múltiples atributos, entregados a todo tipo de vicios. Llegamos hasta el baño de un lujo antiguo, iluminado con profusión de tulipas. La bañera ya estaba llena y el vapor empañaba los espejos.
-Tranquilízate y déjate llevar por mí, cariño... Desnúdate -me ordenó.
Sentí cierto reparo pero finalmente obedecí, y Julia fue tomando mi ropa que puso sobre una silla.
-Estás algo llenita -dijo-. Espero que no seas una obsesa comevergas. No se puede tragar todo lo que se chupa, es alimento puro y engorda. Tus tetas están bien, grandes, desafiantes y los pezones piden diente. Tienes un clítoris curioso, pequeño para ser verga y demasiado grande para ser... jajajajaja ... aunque a veces esos dan sorpresas... veremos. Métete en la bañera.
Sus palabras, de una vulgaridad que contrastaba con su imagen elegante, quitaban la voluntad como la visión de una cobra quita el aliento, y yo respondía a ellas como un autómata. Me sumergí hasta el cuello. Ella hundió los dedos en mi pelo para deshacerme el peinado. Con una jarra, tomó agua y la chorreó en mis cabellos. Cerré los ojos, olí la fragancia del champú y me abandoné. Su tacto parecía amable, casi maternal, y agradecí esas manos que mecían mi cuerpo sumergido en el agua olorosa y tibia. Masajeaba mis hombros, mis muslos y mis piernas, pero intuía que no era la dulzura lo que la llevaba a hacer eso, sino la pericia de un matarife de Kobe preparando la res para el sacrificio. Al rato, me aclaró y ayudó a salir. Me puso una toalla sobre los hombros que me cubría entera y con ella me frotó de la cabeza a los pies. Peinó mi pelo húmedo tras sentarme frente al espejo; con amplios surcos arados por un peine, primero; dándole unos toques de brillo con los dedos, después. Con un paño, quitó el vaho del espejo para mostrame:
-Ves, estás casi perfecta. Algo dejamos de ese mal gusto flotando en el agua... -dijo apretando su cuerpo contra el mío.
El azul marino de su vestido contra el blanco de mi piel daba un contraste extraño a la imagen. Volvió a acariciarme, esta vez los pezones que respondieron erectos mientras me mordía la nuca. Yo cerré los ojos y me dejé llevar por el contacto lujurioso y, al abrirlos de nuevo, la vi limpiando las huellas de carmín que había dejado en mi cuello. «Eres realmente fría y maquinal, Julia» pensé.
-Levántate -me ordenó tendiéndome la mano.
Yo la seguí hasta una camilla forrada de hule blanco donde me tumbó boca arriba mientras me decía:
-A ver si conseguimos limpiar algo de esa vulgaridad interna, esa que nos hermana a todas pero cuya existencia tanto nos incomoda.
Y salió para volver enseguida con una lavativa de goma color carne muerta. Yo emití un gemido, mitad excitación y mitad angustia, a lo que ella se rió diciéndome:
-Jajajaja... levanta las piernas y tira de las nalgas con las manos para dejarte el ojete abierto y tenso.
Yo la obedecí, y la cánula, tras tantearme el ano, se hundió en mi carne ofrecida, vaciando el contenido líquido en mi esfínter. Cada vez que exprimía la pera de goma, una oleada tibia y placentera me inundaba, y mi clítoris no pudo menos que erectarse.
-Vaya, vaya, vaya... qué tenemos aquí. Ya está saliendo de nuevo la zorrita caliente -dijo tras vaciar totalmente el líquido en mi recto.
Extrajo la cánula que emitió un sonido grosero de aire y se apartó de mí mientras decía:
-Supongo que estarás acostumbrada a los juguetes sexuales, ya me entiendes: vibradores, bolas chinas... Cómo no va a estarlo una putita como tú...
La oí hurgar en unos cajones y se acercó de nuevo con el consolador más grande y con más profusión de detalles que jamás había visto. La imagen de ese aparato tremendo y la promesa del torturante placer que podía proporcionarme aceleraron mi respiración...
-Auuuuggghhhh... aissh... aissh... sííííí -gemí sintiendo que iba a ahuecar el agua retenida y a correrme de forma aparatosa.
-¡Ni se te ocurra! -bramó Julia mientras corría hacia la pila y llenaba a toda prisa la jarra de porcelana. La sentí antes de verla. El frío del agua impactándome en la cara y mi orgasmo colapsando en mi sexo. Un pasmo detuvo mis gemidos de placer mientras escupía el agua atrapada en la boca.
-Te hubiera cruzado la cara a bofetadas pero hubiese sido peor, te hubieses puesto más cachonda. Nada mejor que el impacto del frío para calmar la libido -dijo.
Mostraba una sonrisa satisfecha mientras secaba mi rostro con movimientos puntuales y delicados, sirviéndose de una toalla. Haber detenido mi orgasmo en el punto culminante, le hacía sentirse más fuerte y poderosa...
-Elena, cielo... eres una auténtica salida y con sólo la visión de esos aparatos puedes correrte, pero debes entenderlo. Aquí no hay orgasmos gratuitos -prosiguió-, todos tienen su tarifa y deberás aprender a controlar ese culito de zorra caliente que tienes. Y ahora, ve a aliviarte que te quiero bien limpia, anda.
Me levanté presurosa ya que no aguantaba por más tiempo. Cuando volví, Julia disponía cuidadosamente la ropa sobre una mesita auxiliar mientras me sonreía de nuevo.
-Ven aquí -dijo mostrándome un corsé muy excitante-, voy a ponértelo ¿Te gusta?
Asentí y obedecí, sumergiéndome en ese delicado envoltorio de seda y blonda negra. Puede que las moscas atrapadas en la tela sientan la misma sensación, y quizá las manos de Julia fueran como las patas y quelíceros de la araña envolviendo a su presa con finas capas de hilo. La pieza resaltaba mis generosos pechos dejando los pezones a la vista y un cordón rojo sangre lo cruzaba por delante zigzagueando desde la cintura hasta el pubis. Tensaba vigorosa el cordón hasta la asfixia mientras sentía su aliento, acelerado a causa del esfuerzo, en mi rostro. Desvié la mirada hacia el suelo porque me incomodaba tenerla tan cerca, y a ella pareció encantarle el gesto, interpretándolo con su naturaleza egocéntrica.
-Esa mirada me gusta y espero que la mantengas durante el resto de la noche. Transmite la resignada sumisión de una fiera cautiva. Parece que vas aprendiendo poco a poco... -dijo mientras me pellizcaba el culo y prosiguió con su grosería estudiada-: Me gusta tu culito... mmm... lo tienes a punto de verga... espero que el Coronel sepa apreciarlo.
¿"Coronel" había dicho? La indumentaria militar me pierde, y no pude evitar excitarme de nuevo. Me acordé del servicio militar de Federico, mi primer novio, y del morbo que me daba verlo vestido de uniforme cuando venía de permiso.
-Túmbate en la camilla -ordenó Julia.
Hice lo que me mandaba, dejando al descubierto la desnudez de mi pubis. A pesar de que ya estaba depilado, le dio un somero repaso con una afilada navaja de afeitar. Cerré los ojos para no ver mis partes más vulnerables sometidas, pero no pude evitar sentir el contacto helado del filo en los labios de mi vulva. Me estremecí de horror ante lo que podía pasar por esa mente perversa. Remató el trabajo con unas medias negras de redecilla y unos ligueros, y calzó mis pies en unos zapatos de tacón de aguja. Tras corroborar que no le había pasado por alto ningún detalle obligándome a desfilar ante ella, salió del baño.
Estaba claro que las bragas no formarían parte de mi indumentaria y pasaría la noche sin ellas. No habían transcurrido ni cinco minutos cuando volvió para esposarme con las manos en la espalda y ceñirme un collar de perro atado a una cadena. Salimos al descansillo y bajamos a la planta baja; yo, tambaleante e insegura. El vestíbulo olía a alimentos exquisitos y mis glándulas salivares segregaron flujos con la misma rapidez que mi vagina lo había hecho en el baño ante los estímulos sexuales. Mi estómago rugió, y Julia giró la cabeza para taladrarme con su mirada asesina. Tiró de la cadena con violencia y casi me mandó al suelo mientras me decía:
-¡Compórtate, zorra!... y esa mirada... ya sabes lo que te dije en el baño...
Un ladrido sordo contestado por una voz masculina y autoritaria provenía de la estancia adonde nos dirigíamos. Arrastrada y sin levantar la mirada del suelo, entramos en lo que supuse el comedor y nos situamos frente a una mesa cubierta con un mantel y una delicada vajilla. Estaba avergonzada por mostrarme ante un desconocido de forma tan obscena, y a punto estuve de salir corriendo con el corazón desbocado. Julia, sin quitarme las esposas, me hizo sentar y, seguidamente, soltó la cadena. La tensión del momento había agudizado todos mis sentidos. Sentía el respirar acelerado de un perro y un olor masculino e intenso, un aroma excitante y a la vez protector que llegaba a lo mas primitivo de mi mente. «Si cumples todos sus deseos estarás protegida y a salvo de cualquier peligro, ofrécete, y con tu actitud de hembra sumisa no tendrás nada que temer» oía en mi cabeza. Me excitaba pensar eso cuando tenía sexo con Agustín, pero nunca me lo había formulado de esa manera porque él había sido siempre aburridamente respetuoso. Temblaba, y aún no había visto al propietario de esa fragancia intensa.
-¿Cómo te llamas? -preguntó una voz ronca con matices cálidos y melosos.
-Elena -contesté.
-Elena, la zorrita -apuntilló Julia-, la zorra que nunca se harta de trotar por las áreas de descanso...
-¡No es cierto! -repliqué, desafiándola con la mirada y sin poder contenerme.
Por segunda vez, su mano cruzó mi cara con un chasquido seco y se hizo un silencio pesado como el plomo. Mis ojos se empañaron de lágrimas que apenas podía retener. La cara me ardía de rabia porque me dolía que sacara ese tema aún no asumido.
-¡Ni se te ocurra volver a contestarme en ese tono! Deberías mostrar agradecimiento por estar bajo nuestra protección y no siendo traficada por chulos indignos y deseosos de aprovecharse de tu calentura insana... me oyes?
-Cállese, Julia, ya es suficiente -cortó el coronel y dirigiéndose a mí, me dijo-: Mírame, Elena.
Le obedecí tímidamente, y le devolví la mirada. Contemplé un cuerpo alto y robusto vestido de uniforme; y un rostro joven en el límite de la madurez, de un atractivo que no radicaba en la delicadeza sino en unas facciones excesivas que rayaban la desmesura, armonizando entre ellas con un precario equilibrio. Sus ojos, rematados por unas espesas cejas negras, eran fríos y cortaban como el cristal sin pulir. El cabello nacía denso en el límite de su frente y lo llevaba peinado hacia atrás y punteado por el blanco de alguna cana.
-¿Es eso cierto? -me preguntó ausente, como si aquello no fuera con él.
No, no lo era; bueno, no lo era hasta el momento. Pero no importaba. No importaba que ese palacete fuera alquilado por horas, que yo fuera puta o no, o que Julia fuera una chacha a tiempo parcial reciclada por las tardes en proxeneta; y el Coronel, un agente de bolsa metido en su fantasía. Lo que importaba no era la verdad sino lo que ellos querían oír, y lo que querían oír era eso: Que yo era la más lujuriosa de todas las putas. Querían imaginarme consumando las perrerías más abyectas para perderse en mi cuerpo y arrastrarme con ellos en esa espiral perversa de castigo y redención, de dolor y placer extremo. Asentí, complaciente, y pude ver una oleada voluptuosa desbordar el apretado cuello de su uniforme, sus gruesas venas acelerar su latido y su nuez bailar en su cuello robusto como si intentara deglutirla. Nunca una mentira me dejó tan profundamente aliviada, abandonándome al inevitable castigo.
-Prepárela para la purga -dijo el Coronel levantándose-. No necesito la fusta, me bastará con mi propia correa.
Mientras el Coronel la deslizaba por las trabillas, Julia se acercó, me levantó y obligó a arrodillarme frente a él, ordenándome:
-Agáchate y lámele las botas al Coronel mientras le suplicas perdón por tus aberraciones.
Como seguía esposada, casi caí de bruces sobre el cuero. Ahora podía ver la cara del mastín, que yacía junto a él, mirándome con recelo y respirando agitadamente. Oí la risa descarnada de Julia y sus manos recogiéndome el pelo en una improvisada cola. Ante mí, tenía unas botas militares con sus cordones y trabillas; y yo debía acercar mi boca a ellas, quisiera o no. Empecé con besos tímidos y saqué la punta de la lengua que deslicé por el cuero negro. Olía a betún recién frotado, un aroma parecido al del aguarrás. Me recordó a Agustín y sus cajas de pinceles y óleos con los que salía a pintar los fines de semana. Fuera por el olor familiar, la añoranza de su sexo o el morbo de la situación, lo cierto es que mis reparos iniciales se diluyeron poco a poco, y pronto mi lengua se movió hábilmente desde el borde de la suela hasta las trabillas superiores.
No pude contener un grito agudo cuando la correa restalló en mis nalgas. Hubo una pausa para que mi cerebro procesara lo que estaba ocurriendo -nuestro cuerpo está diseñado para defenderse de las agresiones no para gozarlas y el proceso requiere su tiempo-. El segundo correazo fue recibido con un gemido ahogado, el tercero me llenó de lágrimas los ojos, y el cuarto inundó de sabor salado mis labios y el cuero de las botas. Los ritos iniciáticos nunca son fáciles para nadie y ese tenía mucho que ver con ellos. Pronto perdí la cuenta de los azotes y estaba tan concentrada en no morderme la lengua cada vez que recibía uno, que no me apercibí de que el dolor agudo que sentía inicialmente daba paso a otro más ardiente y rabioso. «Eres una puta puerca» eran las palabras que sonaban una y otra vez en mi cabeza mientras el dolor daba paso a un gran placer. Lo fuera o no, ya me daba igual... iba a serlo y mucho desde ese momento... Mi cambio de actitud resultó ser perceptible para ellos porque oí decir a Julia:
-Mire, Coronel, cómo se retuerce. Sólo arrodillarse ya se excita, lo vi desde el primer día. Limpia con el mismo brío las baldosas con la bayeta que las botas con lengua... Así... así... perra... esa es tu postura natural...
Y como si el mastín hubiese entendido sus palabras y me viera como a una de sus hembras, puso sus patas delanteras sobre mí, jadeando, salpicando babas y frotándome su brutal erección. Sentía en mis nalgas el goteo viscoso de sus fluidos y un estremecimiento de placer me recorrió la espina dorsal. Me contorneaba ya fuera de mí, y el mastín salido recibió un contundente correctivo de parte del Coronel, dejándolo fuera de la fiesta. El ritmo de los azotes aceleraba, y yo los recibía con más gusto que dolor; mi lengua se movía incontrolable, e imaginé mis nalgas al rojo vivo surcada de correazos, rodeando el ano y la vulva hinchada y húmeda por la excitación.
-Levanta la cabeza -oí que me decía.
Le obedecí con la ayuda de Julia que tiraba de mi pelo hacia arriba. Llevaba la bragueta abierta chorreando flujo preseminal por sus bordes. Un vibrante mango de carne rosada rematado por un glande de un malva furioso asomaba por la abertura. Venas gruesas surcaban la carne y bombeaban la sangre necesaria para mantenerla dura y enhiesta. Era tan grande como la verga artificial que me había mostrado Julia en el baño y, como antes, su visión me provocó una oleada de placer parecida. Julia se apercibió y dijo:
-Me lo temía, esa zorra va a correrse... hay que enfriarla como sea...
A los pocos segundos, sentí el contraste del hielo bajando por mi espinazo y sus manos deslizándolo hasta la nuca y luego, hasta mis sienes para bajarme el pulso. Después lo retiró de allí y, tras abrir mi vulva con los dedos, lo hundió en el interior de mi vagina, donde se diluyó dolorosamente fundido por mi ardor. El tono me había bajado, pero no lo suficiente como para no seguir con mis deberes, por eso, cuando él me lo ordenó, se la tomé gustosa con la boca.
-¿Ha visto muestras de arrepentimiento hasta ahora, Julia? -preguntó el Coronel.
-Ni por asomo he visto nada que me lo recuerde -contestó su cómplice-. La sola visión del órgano viril erecto la hace caer en trance como una fanática religiosa ante sus símbolos supremos. Mírela ahora, entregada totalmente a su falo... ¡cómo te relames , puerca!... -decía excitada y entre dientes dirigiéndose a mí mientras yo la albergaba toda hasta la arcada.
Julia estaba en lo cierto y empezaba a gustarme su trato. Quería que el Coronel sintiera mi entrega en cada succión y lengüetazo, que gozara con todos mis orificios y que ese mástil ardiente no dejara ni un sólo rincón de mi cuerpo por profanar. Ceñía mis labios al glande y los deslizaba hasta la base de su mango, así una y otra vez, para chuparlo y morderlo suavemente unas veces; con rabia contenida otras, rabia por no haber conocido "eso" hasta el momento. Metió una de sus manazas en la bragueta y sacó sus cojones tirantes en sus bolsas. Comprendí lo que quería y me avancé hacia ellos para chuparlos con fruición, lamentando llevar las manos atadas y no poder masturbar frenéticamente el largo mango...
-Así me gusta... puta... así me gusta... -me dijo el Coronel- no sé porque mientes sobre tu condición, imposible trabajar como lo haces sin ser una profesional. No creo que la purga te haya servido de nada y ya no necesitas suplicar porque sonaría falso en tu boca mentirosa.
Me tiró del pelo para echar mi cabeza hacia atrás y entonces pude ver su cara sobre la mía casi rozándome. Me miraba con una rabia como jamás había visto en un hombre y eso me excitaba como nada lo había hecho hasta el momento. Llevó las manos a la base de mis pechos y los acarició con suavidad. Esa dulzura improcedente me inquietó en sus inicios, pero cuando el tacto se hizo más rudo y las caricias se convirtieron en pellizcos que tungían mis pezones, me tranquilicé. Con sus dedos hundidos en mis mamas como un doloroso cepo, empecé a gemir implorante bajo su mirada despiadada. Quería más aunque mis ubres estallaran y él iba a dármelo, arrodillándose y acercando la blancura de sus dientes a mis pezones enhiestos, deslizando la dureza de su esmalte por sus puntas. Por fin, los tomó con la boca, con chupetones que convirtió en sabrosos mordiscos.
-Aiiiiishhhhh sííííííí.... que dolor más gustoso -gemí yo sin poder contenerme y rompiendo mi silencio sumiso.
La palma de la mano del Coronel dio en mi mejilla mientras su eco restallaba en mi cabeza con un zumbido. Quedé tumbada en el suelo.
-Yo soy el dueño de tu placer y de tu dolor, puta, y el goce que tu tengas no es para que lo ostentes sino para que lo sientas virtuosamente y de forma contenida en la intimidad de tu cuerpo. Tienes mucho que aprender, puerca.
Nada de lo que dijo o hizo templó mi calentura, sino que desencadenó de nuevo en mí esos temblores y boqueos que anunciaban un éxtasis inminente. Viendo que llevaba demasiado tiempo contenida y que ya era inevitable el orgasmo; el Coronel me tomó por la cintura levantándome en alto, me llevó hasta la mesa donde me tumbó, dejándome las piernas colgando. Julia corría de un lado a otro, intentando apartar el mantel y los cubiertos que retiró como pudo con sus manos temblorosas. Luego, agitó la campanilla y, al poco, apareció la que supuse era la cocinera.
-Ayúdame con esa zorra, Adelina, hay que dejarla bien abierta de piernas para que no patee, tal como al Coronel le gusta.
Y mientras cumplían con su capricho hasta casi dislocarme, el Coronel hundió su verga en la hincada mas brutal soportada hasta el momento por mi vagina. Yo gemía, sollozaba en un principio, pero no mostró compasión, afortunadamente. La tuvo ahí un buen rato, tensando la carne de forma extrema, desde la vulva hasta el útero, no quedando ni un solo milímetro de mis mucosas fuera del contacto con su mango. Sin moverla, y con sólo el latido de sus venas bombeando en mi interior, bastó para que el calentón rabioso me arqueara, sabiendo que esta vez no servirían de nada ni el agua fría ni el hielo ni el guantazo ni los sermones. La sacó y metió de nuevo con la misma contundencia, mirándome impasible como gemía; como mi cuerpo se retorcía de dolor-placer intentando patear con mis piernas atrapadas por Julia y Adelina. Él no quería un simple polvo, quería ser el dueño absoluto de mis sensaciones. Sacó y metió de nuevo, esta vez, como si fuera a romperme el fondo para sentir brotar mi flujo; ciñó su mano a mi garganta, primero suavemente, mientras arremetía en mi vagina cada vez de forma más rápida y vigorosa; y después, comprimiendo fuerte para limitar el flujo de oxígeno. Yo lo sentía como una garra metálica que me llevaba al desmayo atrapada en ese placer extraño.
Semiinconsciente, veía la lujosa araña de cristal sobre mi cabeza emitir destellos de colores a través de sus cristales poliédricos. Mariposas pardas revoloteaban fascinadas por la luz acercándose peligrosamente a las bombillas. Pensé que yo era una de ellas y que, atraída por el cristal ardiente, me había pegado a él. Como ellas, sólo podía estallar convulsionada por el calor de un orgasmo del que no quería recuperarme jamás...
-¡Estúpidas! -gritaba el Coronel- ¿por qué me habéis dejado llegar a ese punto?, ¿queréis que la mate?, ¿por qué no me esposasteis mucho antes?
Oía esas voces lejanas y veía sombras difusas moverse revoloteando a nuestro alrededor como las mariposas de la luz. Vi en el claroscuro del vértigo, los brazos de Adelina y Julia forcejear con el Coronel para librarme de sus garras asfixiantes. Poco a poco, el aire con su dolor cortante entró en mis pulmones y pude, por fin, ver su rostro cruel mirándome con su deseo imposible mientras Julia y Adelina le ceñían las esposas a la espalda. Sentí tristeza de verlo preso como yo; dos seres perversos incapaces de controlar sus instintos y cuyo único límite conocido era la muerte.
Y como una secuencia más de una película loca, sentí las manos de esas mujeres voltear mi cuerpo y apartar mis nalgas rabiosas. Al poco, el ariete se hundió en mi recto alcanzando con espasmos dolorosos allí donde el esfínter pierde su nombre. Lubricado con los flujos vaginales, me ensartaba salvaje, golpeando sus testículos en mi culo desollado. Agonicé en un ronroneo gustoso a merced de la dolorosa follada, saboreando los insultos mas vejatorios que jamás había oído. Lechadas calientes inundaron mi recto, reactivando el dolor-placer mantenido. El Coronel golpeaba con fuerza mi cuerpo atrapado entre el suyo y la mesa que se desplazaba peligrosamente. Se había doblado sobre mí, bañando mi nuca con el ardor de su aliento y con sus manos atrapadas como yo. Aspiré hondo su olor y empujé mi culo contra esa verga para exprimir del todo su orgasmo, y él pareció agradecérmelo porque respondió con un nuevo envite. Alcanzamos un clímax extra al unísono, yo atrapada entre el mantel blanco de hilo y la tela basta de su uniforme rematado por medallas y galones.
Se impuso un silencio en que sólo se oía el respirar agitado del mastín. Al rato, sentí con tristeza como el Coronel extraía su verga vencida y sus manos rudas depositarme seguidamente en el suelo. Allí me ciñó de nuevo el collar que ató a una pata de la mesa. El mastín me gruñía retador, marcando territorio.
-Esta noche seré la hembra alfa de la manada, imbécil -le susurré, recostando mi cabeza sobre las botas del Coronel. Pareció entenderlo y, cuando nos trajeron la bandeja con los restos de la cena, yo los devoré primero dejándole apenas los huesos.