Querido Carlos...
Ten cuidado a quién dejas al cargo de tus bienes.
Las fotos, pretendidamente inocentes, hablaban por sí solas. Las miradas turbias, la cercanía de los cuerpos, las manos entrelazadas… hasta se podían adivinar los labios trémulos y enrojecidos tras el beso. Marta seleccionaba encuadres, añadía puntos de luz y reflejos en el “Photoshop”, eliminaba imperfecciones para hacer más bello lo que ya era hermoso al natural. Cuando Carlos las recibiera en Londres no podría quedarle el menor atisbo de duda de que su hermanita había ocupado su lugar. La dulce y pequeña María, con su voluptuosidad recién estrenada, con la inocencia de sus diecinueve octubres se enseñoreaba ahora del cuerpo que fue suyo.
No hizo falta forzar la situación. El sol, la piscina, el protector solar y kilómetros de piel recorridos por manos ávidas, eran terreno abonado para la lujuria. Confesiones adolescentes. Tardes ociosas. Cuerpos hermosos. Preguntas. “¿Has estado con una mujer alguna vez, Marta?” Miradas. Mojitos con hielo machacado. Bikinis desabrochados para no dejar marcas. Preguntas. “¿Crees que estoy buena? ¿Tengo los pechos pequeños?” Solo hubo que dejar fluir lo inevitable.
Un roce de manos involuntario, una mirada sorprendida, el roce se transforma en caricia y las bocas se funden. Nada nuevo bajo el sol, todo nuevo para ellas. Las lenguas se enroscan, los corazones se desbocan y los cuerpos se anudan.
Dudas, hubo dudas. “¿Esto está bien? ¿Y Carlos?” Las manos exploraban rincones prohibidos, antes ocultos, y las dudas se desvanecían disueltas en saliva. María tomó la iniciativa, su lengua dibujó senderos húmedos sobre la piel que antes acarició Carlos. Marta se dejó llevar. No intentó siquiera ofrecer resistencia ante el avance imparable de su boca hacia su sexo. Despojada del bañador, desnuda e indefensa, se limitó a entreabrir sus piernas para ofrecerse a su joven cuñada. María se adueñó de lo que ya era suyo. Hundió su cabeza entre los muslos de Marta y empujó con su lengua penetrando en su interior, como si fuera una polla húmeda y suave, invadiendo el terreno que perteneció a su hermano. Marta se contorsionaba al compás que le marcaba la joven, agarrándola por el pelo, sujetando su cabeza con sus piernas, explotando en un orgasmo interminable.
La escena se repitió una vez y otra vez, un día y otro día, durante noches enteras, hasta que asumieron que no querían que acabara cuando Carlos volviera de Londres.
Por eso Marta estaba retocando las fotos que le enviaría a Carlos, para usar las menos palabras posibles porque no se podía explicar con palabras lo que había surgido entre las dos. María se acercó por detrás y acarició sus hombros. “¿Estás segura? Podemos dejarlo ahora y nada habrá pasado”. Marta levantó la cabeza y puso morritos para que María la besara. Ella la rodeó y se sentó en su regazo, le pasó los brazos por el cuello y le dio un beso largo, intenso. Cuando separaron sus bocas, Marta, con María aún sentada en sus rodillas comenzó a teclear en el ordenador:
“Querido Carlos, han pasado cosas…”