Queremos tanto a Marta (V)
Torturado por Marta y sus sádicas amigas
Contra Lídia no tenía nada que hacer y lo sabía. Me estaban lloviendo puñetazos y patadas. Por suerte solo tenía un puño americano, el derecho, así que cuando me daba con la zurda me dolía un poco menos.
Lídia se colocó a mi espalda, y con mi poca posibilidad de movimientos, quedé expuesto a sus antojos. Me pateó los huevos y me siguió dando puñetazos, tenía todo el cuerpo morado. Me dejé caer al suelo. Ella se recostó sobre mi, me estaba aplastando. Era una chica de cierto peso, redondita, y me estaba ahogando, no podía siquiera respirar.
— ¡Me rindo! ¡Me rindo! —grité.
Las chicas se rieron y alabaron el gran combate de Lídia, que se puso de pie y puso su bota sobre mi espalda, pisando fuerte.
Me desataron las tobilleras y me colocaron de nuevo la cadena en mi collar para —pensé—pasearme de nuevo.
— ¡A cuatro patas! —ordenó Lorena.
No tuvo que repetirlo, enseguida me puse en cuatro, mientras ellas se reían.
— ¡Mira qué chucho tan sumiso! —dijo Marta.
— Así me gusta perrito —añadió Ana.
Yo seguía con la cabeza cubierta, sin poder ver nada. De repente sentí un peso en mi espalda. Estaba claro que alguna de las chicas se había sentado encima.
— Tengo ganas de cavalcar... ¡venga ponyboy! —dijo Ana, dandome un azote en el culo.
Empecé a moverme. Alguien tiraba de la cadena, el collar me estrujaba el cuello. Seguí el camino que me marcaban los tirones de esa cadena. Me dolían las rodillas. Me dolía el cuello, casi siempre con el collar bien ceñido, sin casi poder respirar. Me dolía la espalda, por la paliza de Lídia más el peso ahora de Ana cabalgando en ella. Por suerte Ana era la más pequeñita, delgadita. Eso pensé. Pero fue un error pensarlo, porque al rato Lorena pidió poder cabalgar, y al rato Marta... y cuando hube paseado a las tres un buen rato, Lídia no quiso ser menos. Yo estaba ya rendido, no podía más. Me dolían espalda, rodillas, las palmas de las manos... Cuando Lídia sentó su trasero en mi espalda, me derrumbé, aplastado en el suelo.
Las chicas se lo tomaron muy mal, como una ofensa a Lídia, y me dieron algunas patadas.
— ¡Arrastrate gusano! —me gritó Lídia.
Y yo empecé a arrastrarme por el suelo como un gusano. Unos metros, solamente, y entonces me detuve.
— ¡¿Quién te ha dicho que pares, puto gusano?! —me gritó Lorena.
Seguí arrastrandome.
— Hasta que te digamos que pares, tu sigue arrastrandote como el gusano asqueroso que eres —añadió Lídia, con dureza.
Seguí arrastrándome. Ellas empezaron a hablar de sus cosas, creo que se sentaron por allí; fumaban, sentí los fósforos rasgarse en la cajetilla, olfateé ese humo de tabaco —y quizás de algo más—. Estuve un largo rato arrastrándome, sin saber adónde iba. Intentaba dar más o menos unas vueltas circulares, para no alejarme demasiado de las voces de ellas. Quedé hecho un estropajo, todo mi cuerpo morado, rasgado. Al final, cansado, me quedé inmóvil, medio inconsciente, exhausto. Sus patadas me devolvieron a la realidad.
Entonces me ataron con una cuerda a un tablón de madera de un par de metros, y me dejaron tumbado, en posición horizontal. Me colocaron una pinza de madera, de tender la ropa, en un pezón; otra pinza en el otro pezón.
— ¿Qué tal? —preguntó Marta.
— Bien, bien —murmuré.
Escuché de nuevo sus risas. Empezaron a colocar más pinzas por todo mi cuerpo; en los costados, en el vientre... y empezaron entonces a colocarme pinzas en los huevos. Yo me estremecía de dolor pero intentaba no quejarme, pues pensé que podría ser peor. Podía sentir que las cuatro chicas estaban alrededor mío, fumando, riendo, hablando.
— ¡Mira qué bonito!
Sabía que estaban allí contemplando su obra, mi cuerpo lleno de pinzas. A cada rato pasaban la mano, acariciando las pinzas, haciendo que se muevan, mordiendo mis carnes. A veces sentía la ceniza de sus cigarros cayendo sobre mi cuerpo, sin duda usado como cenicero.
Mi cuerpo seguía lleno de pinzas y por lo visto no tenían prisas en retirarlas. Una de ellas me puso su mano en la garganta, apretando fuerte, y el aire dejó de pasar... me estaba mareando, no podía respirar ni gritar... fueron unos segundos, unos segundos terribles, y la mano dejó de estrujarme la garganta. Tosí, jadeé, recuperé el aliento... Y esa mano volvió a estrujarme el cuello. Otra vez estuve a punto de desmayo, sin poder respirar, y de nuevo dejó de apretar unos segundo más tarde. Yo jadeaba y ellas se reían.
— ¡Qué mal rato eh! Jajaja
La operación se seguía repitiendo; estrujando, dejando respirar, volviendo a estrujar... una vez, y otra, y otra... Al parecer le estaba gustando mucho, pues no parecía cansarse. Yo sí, yo estaba agotado física y mentalmente, roto.
Alguna de las chicas se dedicaba ahora a hacerme cosquillas en las plantas de los pies, mientras mi cuello seguía siendo estrujado una y otra vez.
Unos minutos después se detuvieron las dos, pero no acabó la tortura. Alguien comenzaba ahora a clavarme alfileres en los dedos de los pies, justo por debajo de las uñas, causándome un gran dolor. Yo quise gritar, pero de nuevo esa mano apretaba mi cuello ahogando cualquier queja. Uno; dos; tres; cuatro; cinco. Un pie con alfileres en cada uno de los dedos. Uno; dos; tres; cuatro; cinco; el segundo pie completado. Yo sollozaba, roto.
Entonces, alguna de ellas con un palo, de un golpe seco, me arrancó unas cuantas de las pinzas de mi vientre. El palazo se repitió y otras tantas pinzas eran arrancadas. Así, a golpes, fueron arrancando todas las pinzas de mi cuerpo hasta quedar solo las de los huevos.
— Estas las podríamos dejar, quedan muy cuquis —dijo Ana.
Las chicas se rieron, pero enseguida noté sus pataditas con sus botas, haciendo saltar las pinzas de mis huevos. Me dolió. Mucho. Pero eso no era todo. Un cigarro fue apagado en mis destrozadas pelotas; sentí el calor, el dolor, las vueltas del cigarro restregado en mis partes para ser apagado. Luego, otros tres cigarros fueron apagados de igual forma, en mi cuerpo: uno en la planta de los pies; otro en el vientre; otro en el muslo.
Más tarde me retiraron los alfileres de los dedos del pie. Me desataron. Me quedé solamente desnudo y con la bolsa cubriendo mi cabeza, impidiéndome ver. Me ataron las manos en la espalda con una brida, que apretaron con fuerza. Al rato noté como se me dormían las manos. Me pasaron una cuerda gruesa alrededor del cuello, que apretaron con un lazo: era una soga. Me hicieron subir de pie encima de un taburete. Sentí la soga alrededor del cuello, la cuerda tensándose, y enseguida la sentí ahorcándome y me puse instintivamente de puntillas. Entonces dejaron de tensar la soga, quedando yo en esa incómoda postura, sobre las yemas de los dedos de mis pies.
Las chicas se reían al verme así. La soga apretaba pero no ahogaba. Entonces se acercó una de ellas y me ató un cordel alrededor de mis huevos, apretando entorno a ellos, y en el extremo del cordel que colgaba ató algun peso —no era más que una bolsa con algunas piedras—. Ese peso hacía que mis pelotas quedaran bien atadas y colgando, tirando abajo.
Las chicas se rieron de mi por enésima vez.
— Bueno, querido —dijo Marta—, nosotras ya nos vamos. Ya volveremos mañana...
Me asusté. ¿!Cómo se iban a ir dejándome así?! Con una soga al cuello y aguantando de puntillas... podría aguantar unos segundos, unos poquísimos minutos a lo sumo, no más. ¡¡Moriría colgado!! ¡¿Estaban locas?! ¿¿Serían capaces??
— ¡Chau chau! —decían ellas.
— ¡Lo hemos pasado bien contigo hoy!
— Mañana ya jugaremos más...
Escuché sus voces que se iban alejando. Hasta que no las pude oír más. Se habían ido; ¡realmente se habían ido!