Queremos tanto a Marta (IV)
Pasamos a la prueba. La banda de Marta es dura y lo vamos a sentir en nuestras propias carnes.
Me habían puesto una bolsa en la cabeza que me dejaba ciego. No veía nada. Solo oía, solo sentía. Sentí como me ponían un collar, lo sentía rozando mi cuello. Me sentí bien con él. Escuché y noté la cadena unida al collar; empezaron a tirar de ella y empecé a andar, arrastrado por esa cadena.
- Vamos a pasear a nuestro perrito —dijo Lorena, riendo.
Todos se reían. Podía escuchar sus risas, los pasos. Sentía como íbamos cruzando el parque. Me gustaba sentir el collar, los tirones de la cadena. Quería pensar que era Marta quien tiraba de ella, quien me paseaba. Pero a saber; yo no veía nada.
Al rato de caminar imaginé que ya habíamos salido del parque. Escuché el ruído del tren, parece ser que estábamos cerca de las vías. Me hizieron subir a algun lugar, saltar a otro. Escuché vidrios romperse. Estábamos en algún lugar, en una fábrica abandonada seguramente. El eco de las voces era claramente del interior de un espacio grande. Así es, seguro estamos dentro de una nave abandonada. Entonces nos detuvimos.
— Desnúdate —me ordenó Lorena.
Me quité mi ropa asquerosa y sucia, llena de vómitos, meada. Casi sentí alivio.
— Las manos en la nuca —ordenó Cristian—. Las piernas bien abiertas.
Yo no decía nada. No decía nada desde que me habían puesto esa bolsa en la cabeza, como si me hubiera quitado el habla. No sé por qué. Solo obedecía. A lo mejor pensé que era lo que ellos querían y por eso no decía nada ni cuestionaba nada. Me había desnudado a la primera orden, y a la primera orden puse mis manos en la cabeza, en la nuca, como en una detención, y separé las piernas. Entonces noté unas manos rozando mis tobillos, y enseguida sentí como me ajustaban unas tobilleras, que engancharon a una barra. Así las cosas, quedé con las piernas separadas sin poder juntarlas, y tampoco podría caminar si no era con un penoso movimiento con mis piernas muy separadas. Entonces, unas manos fuertes, firmes, creo que de Cristian, tomaron las mías y me impusieron unas muñequeras, que sentí igual que las tobilleras. Esta vez, tan ajustadas, que sentía que se me dormían las manos, que no me llegaba la sangre.
— Por favor... —dije.
— ¿Quién coño te ha dado permiso para hablar, imbécil? —me reprochó Cristian.
— Me duele...
Todos se rieron. Pude escuchar sus risas, seis risas de chicas y chicos, con sus matices. La risa de Marta. Me reconfortó saber que ella estaba allí. Me hizo fuerte. No seas blandengue, no quedes como un llorón ante ella. Entonces pasaron una cuerda por mis muñequeras, la pasaron por algún lugar por encima de mí, alguna biga quizás, y luego de un tirón me quedé con los brazos suspendidos en alto.
— ¿Así estás cómodo? —preguntó Lorena, con voz maliciosa.
Sabía que solo podía contestar una cosa. Afirmé con un hilo de voz.
— Sí.
Y claro, otra vez se rieron todos. Entonces tiraron de la cuerda un poco más, haciendo que mis brazos quedaran más tensos hacia arriba. Ahora me tiraban todos los músculos, sentía como si mis brazos fueran a desgarrarse, separándose de mi cuerpo.
— ¿Qué tal ahora? —dijo Ana.
Más risas. Yo no dije nada. Entonces sentí un puñetazo en el estómago que me hizo tambalear. Pero, amarrado como estaba, por más que me golpeasen no podría caerme. Sentí un aliento muy cerca, el aliento de quien me había dado ese puñetazo. Y luego su voz.
— Ana te está hablando. ¡¿No vas a contestar, imbécil?!
Era Lorena. Entonces fue Cristian quien me habló, desde mi espalda desnuda, casi rozando mi cuerpo, casi comiéndome la oreja.
— Nenaza. Ya veo que eres un mierdas. Adri y yo nos vamos, no tienes ni media hostia... Te dejamos con las chicas. Estás más en su liga... Bueno, en realidad... ni a ellas les llegas a la suela de las botas...
Yo sentí un alivio. El bruto de Cristian se iba, y con él Adri. Quizás la prueba estaba a punto de acabar. La suela de las botas... Pensé en las chicas, en sus botas... ¡Cómo me gustaría que las chicas me desataran y poder ponerme a cuatro patas a lamer sus hermosas botas! Las chicas se reían y se despedían de los chicos. Escuché los pasos de dos personas que se alejaban, sentí que salían de la nave... Mi oído se había agudizado desde que no podía ver nada. Pude escuchar a lo lejos las voces de los chicos saliendo de la nave, haciendo comentarios despectivos; las risas de las chicas, cerca de donde yo estaba amarrado. Estaba seguro que, en efecto, los chicos se habían ido (quién sabe cuando volverían o si volverían) y quedaban a mi cargo las cuatro chicas.
Sentí como una de ellas se acercaba a mí, se plantaba enfrente de mí, muy muy cerca, sentía su aliento en mi cara. El dorso de su mano acarició mi pecho, me estremecí. La palma de su otra mano recorrió mis muslos, me estrujó el culo, me lo arañó. Yo estaba muy excitado. Su mano pasó por mis huevos, por mi pene, acariciándolo. Estaba tenso, estaba grandote, a punto de rebentar.
Y entonces ella se rió. Era Marta.
— Estás muy cachonda, ¡eh perra!
Si ya estaba excitado, mi excitación se multiplicó al saber que era Marta quien me estaba manoseando, al sentir su voz hermosa tratándome de esa manera tan humillante, que me excitaba tanto. Ahora me agarraba las pelotas, y apretó fuerte. Me cortó por un segundo la respiración, però enseguida aflojó. Y entonces, de repente, sin esperarlo, sentí un fuerte rodillazo en mis huevos. Pegué un grito de dolor, intenté ponerme en una posición fetal, sin poder hacerlo por esa inmobilización, haciendo mi cuerpo un gesto patético, arqueándose ligeramente. Las chicas se rieron. Todas ellas.
Entonces noté como Marta se apartaba y era otra chica la que se me acercaba. Yo jadeaba, intentando recuperar mi respiración. No era fácil, dado el tremendo rodillazo en los huevos y esa inmobilización que me tenía en tan incómoda posición. Cuando logré recuperar el aliento, recobrar mi respiración normal, de repente la chica que se había acercado —que al parecer había estado esperando que me recuperara— me dió un buen puntapié de nuevo en los huevos. Y de nuevo chillé de dolor y ellas rieron sádicamente. No es nada gracioso que te den una patada en las partes; mucho menos si lo hacen con esas botas, con la punta de hierro.
Las chicas, juntas a un par de metros de mi dolorido cuerpo, se reían a carcajada limpia.
— ¿Quién ha sido, quién ha sido?
— Eso eso, ¡a ver si lo aciertas!
Y se reían. Yo no decía nada. Se acercó una de las chicas, me agarró las pelotas y las apretó con fuerza. Como había hecho antes Marta. Imaginé que podía ser ella, y así era, porque enseguida escuché su voz:
— ¡¡Te están preguntando que quién ha sido!! ¡¿Es que no te enteras!? ¡Cerdo idiota!
Las otras se reían y Marta, en su enfado, estrujaba más y más fuerte mis huevos.
— Perdón, perdón.
Jajajaja.
— ¡¿Perdón qué?! ¡Queremos un nombre!
Marta seguía estrujando, jugando con mis pelotas, me dejaba sin voz ni fuerzas para hablar. Pero tenía que hacerlo, o no pararían...
— ¡Lorena! —dije, casi con un grito.
Ellas se rieron.
— ¡Meeeec! —hizo Marta, simulando un timbre de esos de los concursos de la tele, marcando un error.
Las chicas se rieron aún más, las imagino casi llorando de la risa. Me había equivocado. Pensé en Lorena porque sin duda era la más bruta de todas, la más dura y violenta. O eso pensaba yo por lo poco que las conocía.
Entonces Marta se apartó, noté como alguien se acercaba, y de nuevo un puntapié en mis partes, más fuerte que el anterior, que me cortó el aire.
— Esta soy yo —dijo Lorena—. ¿Ves la diferencia?
Asentí con la cabeza.
— ¿Y bien?
Tenía que decir quién me había dado el primer puntapié, y me daba miedo equivocarme otra vez. Lorena no había sido; descarté a Marta, a mi Marta... quizás sin razón alguna; entre Ana y Lídia, pensé que Ana era la más sádica; Lídia me parecía la más dulce de todas ellas.
— Ha sido Ana —dije, cuando fuí capaz de hablar.
— ¡¡¡Meeeeec!!! —esta vez fueron las cuatro las que hicieron ese sonido, el timbre del fracaso, y se rieron a carcajadas.
Noté que alguna de ellas se acercaba. Lo temía, quería proteger mis partes, pero mi movilidad no daba para tanto. Arqueaba un poco mi cuerpo, pero mis partes seguían completamente expuestas. Pasó lo que todos estáis pensando: un nuevo puntapié en mis partes, con ganas, rotundo, doloroso.
— Holaaa —dijo Ana con voz juguetona. Era su carta de presentación. Así eran las patadas de Ana. Para que te acuerdes, idiota.
Marta me habló otra vez:
— ¡Pero qué torpe eres! ¡no aciertas ni una!
Yo estaba callado, pero de nuevo me exijieron una respuesta. «Quién ha sido?». Ya me habían caído un rodillazo y tres patadas. El rodillazo de Marta, el primer puntapié y luego los de Lorena y Ana. Así que, entre Marta y Lídia, decidí nombrar a Lídia.
— ¿Ha sido Lídia? —más que afirmarlo, lo pregunté.
Todas se rieron. Ahora sentía una de ellas que se acercaban. Yo ya estaba seguro que vendría una patada en los huevos, que no podía evitarlo, así que me concentré en no sentir el dolor. Obviamente, de nuevo sentí una patada en mis partes.
— Esta soy yo —dijo Lídia—. Bueno... ¡y la de antes también!
Se rió y las chicas la siguieron en su carcajada. Yo empezaba a estar cansado. Se acercaba otra de las chicas. ¿Qué podía esperar ahora? Ella habló. Era Marta:
— A ver, a ver... soy la única que no le ha pateado los huevos, esto no puede ser... —decía entre risas—. ¡Ahora me toca a mí!
Levantó el pie hasta acariciar mis pelotas con la punta de su bota. «¿Preparado?», dijo, y siguió: «Unooo... dooooos...» (yo ya sentía la patada a punto de caer, estaba aterrado) «dos y meediooo...» (aquí todas se rieron, les pareció muy gracioso); «dos y tres cuartoooos»... «yyyy...» una fuerte patada cayó sobre mis huevos antes de que Marta añadiera «¡¡¡¡treeessss!!!!».
A partir de aquél momento pasaron a la acción con menos juegos. Una delante, otra detrás, otras dos a los lados, se iban alternando para patearme sin parar, sin dejarme tiempo para reponerme entre patada y patada. Me dolían mucho las pelotas, los brazos... Y cada vez más partes del cuerpo, ya que ahora empezaron a darme patadas por todo el cuerpo, no solo en los huevos; las costillas, el estómago, las piernas, el culo... Por todos lados caían sus punteras de hierro.
No sé cuanto rato estuvieron así, yo simplemente cerré los ojos (aunque de todas formas no podía ver nada), intenté mantener mi mente en blanco, y a esperar que tarde o temprano terminara aquella paliza. Y claro, al final acabó. Yo estaba rendido. Ellas imagino que se habrían cansado de patearme. Ahora sentía que dos de ellas se alejaban; las otras dos seguían a mi lado, manoseando mi culo, pellizcando mis pezones, mis huevos, arañándome todo el cuerpo... y metiendo, ahora, un dedito en mi culo.
— Mmm... ¿Te gusta cerda?
Era Marta. No contesté, pero en realidad me sentí un poco excitado. Marta iba jugando con mi culito, ya mi culo se había acostumbrado a su dedo, ahora jugaba con él dentro de mi, abriéndome más y más ese agujero. Al rato, metió un segundo dedo y siguió jugando. Yo me estaba excitando muchísimo, y el dolor del principio iba desapareciendo. Gemí y Marta y Lídia se rieron.
— Menuda zorrita estás hecha —dijo Lídia.
— Dínos cómo te gusta —me ordenó Marta.
— Mucho, me gusta mucho, Marta...
Ellas se rieron.
— Vaya putón. Quería entrar en la banda y no es más que una putita salida —dijo Marta.
Sentí como llegaban Lorena y Ana. Marta y Lídia se apartaron de mi lado, y de repente cayó sobre mi una buena ducha de agua fría. Lorena y Ana habrían ido a buscar un par de cubos de agua y me los acababan de tirar.
— Anda, a ver si vas un poco más limpia, zorra, que asco dabas con ese olor a pis y a vómito...
Hacía frío. Llevaba mucho rato desnudo en esa nave y ahora encima estaba completamente mojado y sin una toalla para secarme. Temblaba de frío.
— Venga, pasemos a la siguiente prueba —dijo Ana.
El resto de chicas asintió. Yo ya no estaba por más pruebas, la verdad. No podía con mi alma (y menos aún con mi cuerpo lleno de moratones). Me descolgaron y esto me alivió por lo menos el dolor de brazos y hombros. Seguía con los pies inmobilizados junto a esa barra que me mantenía con las piernas abiertas, y con el collar y la bolsa negra cubriéndome la cabeza.
— La siguiente prueba es... tachááááánnnn: EL COMBATE —dijo Lorena.
No me gustó nada la idea, y menos aún en palabras de Lorena. Me estremecí. ¿Combate? Ana siguió la explicació:
— Vamos a jugar a boxeo. ¡Te vas a enfrentar con una de nosotras!
Las chicas aplaudieron, silvaron, rieron... Eran el gran público. Y una de ellas mi contrincante. No quería pelearme, ¡y menos con una chica! Por más que fuera una de las que me había estado pateando durante rato...
— Tienes que elegir contrincante —añadió Marta—. ¿Con quién de nosotras te atreves?
— ¡¡No vale decir ninguna, eh gallina!! —dijo Lorena.
Estaban expectantes y yo también. Quería saber más de ese combate, pero no me dieron más explicación.
— ¿Puedo quitarme la bolsa de la cabeza?
— ¡No! —gritaron todas al unísono, y se rieron.
— Venga, ¿quién quieres que te destroze?
— Vengaaaa, ¿contra quién quieres luchar?
Claramente no quería luchar contra Marta, mi querida Marta. Lorena descartada, era la más dura y violenta. Ana tenía un sadismo importante; la dulce Lídia había resultado no ser tan dulce... Al final elegí a Lídia. Seguramente era la menos sádica de todas, y parecía estar menos en forma.
— Bien. Empieza el combateeee.... ¡Ahora!
Las chicas hacían ruído de ambiente, coreando y vitoreando a Lídia. Yo estaba con todo el cuerpo dolorido, tenía una bolsa en la cabeza que me impedía ver, no podía casi mover los pies con esas tobilleras que me ligaban a esa barra... Podía sentir como Lídia daba saltitos, como hacen los boxeadores. Enseguida me dio un buen puñetazo al costado, muy doloroso. Sentí como se me rompía alguna costilla, estaba seguro. Y estaba seguro además de que ese golpe metálico no era de su puño, sino de un puño americano.
— ¿Eso era un puño americano?
Las chicas se rieron.
— La normativa no dice nada contra puños americanos —afirmó Lídia, riendo.
— ¡Así es! —dijo Ana.
Las chicas se reían, yo estaba por llorar.