Queremos tanto a Marta (III)

Nos presentamos en el parque para pasar la prueba. ¿Seremos aceptados en la banda de Marta?

El viernes por la mañana fui al instituto. Estaba en un estado de gran excitación por los acontecimientos de los últimos días. Tenía ganas de ver a Marta, pero no vino a primera hora y no me extrañó. Pasaron las horas y las clases y Marta seguía sin aparecer. No, no vino en toda la mañana. Antes de la última clase salí del instituto. Estaba cansado, tampoco me enteraba de nada de lo que pasaba en clase, así que ¿por qué no huir del instituto por una hora? Además tenía un pálpito: a lo mejor encontraría a Marta en el bar de ayer, el de los billares. Por supuesto, no estaba allí.

Pocas horas después, llegó por fin el momento de encontrarme con ella y con la banda. El corazón me iba a mil. Pensé que si Marta no había venido por la mañana al instituto a lo mejor no debía ir por la tarde a nuestra cita, pero eso no tenía ningún sentido; Marta, simplemente, no había querido ir al instituto, como tantos otros días. Desde lejos ya los vi en el parque, como las otras veces, siempre en el mismo banco. Me di cuenta que había gente que daba un gran rodeo para no tener que pasar por delante de aquellos skins. La gente les tenía miedo. Eso estaría genial si yo era uno de ellos, pero por ahora no lo era y, si, a mi también me daban miedo.

Por suerte, los más duros de la banda no estaban. Las otras veces me había fijado en ellos: unos años mayores, más duros, musculosos, cara de malas pulgas. Pero hoy, por ahora, había solo cuatro chicas y dos chicos. Marta era una de las chicas.

Me acerqué y los saludé. Los chicos me miraron mal. Las chicas con curiosidad. Marta no dijo nada, estaba expectante.

  • ¿Y tu quién coño eres? —dijo uno de los chicos.

  • Soy el amigo de Marta.

Todos se rieron.

  • ¿El amigo de Marta?

  • Bueno… eh… Conozco a Marta…

Se rieron todos otra vez. Algunas de las chicas me miraban como a un mono de feria. A lo mejor eso era para ellos. Los dos chicos se plantaron de pie junto a mi, uno delante y el otro detrás.

  • Las manos en la cabeza —me ordenó uno.

Puse mis manos en la cabeza y me cachearon. No llevaba armas, claro. Solo el teléfono móvil y la cartera, que me quitaron. Luego me empujaron.

  • Eh, tu, “conozcoamarta”, ¿por qué no nos traes unas birras?

Era uno de los chicos quien me hablaba. Antes de poder decir nada, el otro chico añadió:

  • Vamos, ¡¿a qué coño esperas?! ¡Queremos birra!

  • Si, claro. Ahora mismo voy.

Las chicas se rieron. Miré a mi alrededor y vi un pequeño supermercado donde podría comprar birras. Claro que no tenía mi cartera. Les miré y las chicas se rieron. Vale, ya entiendo: tengo que ir a por birras sin llevar dinero. Esa es la prueba. Bueno. ¿Por qué no? Me fui al supermercado y una de las chicas, una skin gordita de rasgos bellos, me siguió. Entré al super y ella venía unos pasos por detrás. Imagino que quería ver como me las arreglaba y poder contarlo. Entonces me dí cuenta que tenía mi móvil y me estaba grabando, mi prueba estaba siendo registrada. Yo estaba nervioso. Bueno: muy nervioso. Casi temblaba. Vi la cerveza en un estante y fui a por ella. ¿Cuanta? No quería llegar con poca cerveza, así que me hice con una gran cantidad de cerveza. En la caja le pedí al chico que atendía que me diera unas bolsas para poder llevar las cervezas. La chica me estaba grabando. Ahora llegaba el momento complicado. Palpé mis bolsillos como buscando mi cartera y en un segundo agarré las bolsas y apreté a correr. El chico salió detrás de mi pero tampoco podía dejar sola la tienda, así que apenas se quedó en la puerta de la tienda gritándome. Yo me alejé hasta el parque, no muy lejos de la mirada del chico del super. La skin gordita llegó poco después y mostró el vídeo a sus amigos.

  • ¡Muy buen vídeo Lídia! Va a quedar genial en las redes sociales —dijo una de las chicas.

Me asusté y se rieron todos. Marta me hizo señal para que me acercara donde estaba ella, junto a Lídia. Me agarró de la cintura y me acercó muy cerca de ellas. Me acarició el bulto de mi entrepierna, e invitó a Lídia a hacer lo mismo. Lídia me acarició y, con sus grandes manos, me agarró las pelotas muy fuertes, dejándome mudo, casi sin poder respirar. Las estrujó riendo.

  • ¿Qué te parece? —le preguntó Marta.

  • No, no parece que haya estado pajeándose —respondió Lídia.

Yo asentí con la cabeza y se pusieron a reír. Entonces uno de los chicos me empezó a gritar. Yo no sabía qué pasaba. Unos segundos después me di cuenta del error, grave error: las cervezas no eran frías. Es cierto, en vez de ir a las neveras, con los nervios me había llevado las cervezas de los estantes. Aturdido, empecé a sentir los golpes en la cabeza, de los dos chicos y de algunas chicas. O todas, quién sabe. Yo no sentía ya nada, la cabeza gacha entre las manos, intentando detener los golpes. Cuando quise darme cuenta ya estaba en el suelo. Sentado en el suelo, entre las chicas y los chicos me agarraban los brazos para atrás, y me obligaban a tener la cabeza mirando arriba, con la boca bien abierta. Otra de las chicas, delgadita, muy guapa, abrió una de las cervezas y me la dejó caer a la boca.

  • ¡Traga! ¡Traga! ¡Traga! —gritaban todos, como un cántico.

Me tragué buena parte de la cerveza. Otro tanto cayó sobre mi cara, sobre mi pecho… manchándome completamente.

  • Venga Ana, ¡dale!

Ana, la skin hermosa, me tiró la segunda cerveza, casi ahogándome. Seguían los cánticos. ¡Traga! ¡Traga! ¡Traga! Cantaban todos. Hasta Marta; reconocí su voz, su risa, su cántico. Estuvimos así largo rato, me obligaron a beber toda la cerveza que les había traído del super. Mucha, mucha cerveza. Litros y litros de cerveza. Vomité. Todo mi cuerpo era lleno de cerveza y vómito.

  • ¡Puah!, ¡qué asco! —decían.

Yo estaba mareado, lleno de cerveza, empapado el rostro y la ropa de birra y vómito, necesitaba mear. Estaba en el suelo inmovilizado, sin poder moverme ni un centímetro.

  • Por favor, necesito ir a mear —les dije.

Lídia me hizo que no con el dedo.

  • Petición denegada —dijo, con sorna.

Todas rieron. Yo quería llorar, pero no podía llorar. No allí. Eso no era más que una prueba, no podía ser un blandengue. Aguanta un poquito más y ya serás uno de ellos, me decía. Mi vejiga no pudo aguantar más. Me mee.

El olor y el escozor del pis en mis piernas, en mis vaqueros ajustados empapados, no me dolían tanto como sus risas. Lloraban, lloraban de risa. Marta, la risa de Marta resonaba en mi cabeza. Y Lídia, y Ana, y la cuata skin, Lorena, todas se reían a carcajada desbocada. Hasta los chicos se reían.

Luego, en un rato todo se tranquilizó, e incluso dejaron de inmovilizarme.

  • Yo sigo teniendo sed —dijo uno de los chicos.

  • ¡Y yo! —dijeron todas.

  • Venga, ves a por birras. Y esta vez hazlo bien, ¡idiota! —dijo el otro chico.

  • Yo le acompaño; ¡esto no me lo pierdo! —dijo Lídia, riendo.

  • ¡Graba todo! ¡No queremos perdernos nada! —dijo Lorena.

Salí del parque cabizbajo, oliendo a rayos, lleno de pis, cerveza y vómito. Me daba asco a mi mismo. Lídia venía a mi lado. Intenté alejarme del supermercado donde habíamos estado antes, pero Lídia me llamó la atención:

  • Eh, ¡tu! ¿Dónde crees que vas?

Sorprendido, respondí:

  • A buscar cervezas…

  • Pues es por allí, ¡idiota! —me dijo, señalando el supermercado.

  • Ya, pero… pensaba ir a otro super ahora. Ese ya está quemado… ¡No puedo volver allí!

  • ¡Claro que puedes volver! ¡DEBES volver allí! —me dijo, severa.

Me detuve, pensativo.

  • Joder, ¡qué mal hueles! ¡¡Apestas!!

Yo sabía que lo que decía Lídia era cierto, y sabía también que lo decía para hundirme la moral. Una canallada para probarme. Tenía que ser fuerte. Era una prueba, una prueba solo. Si la pasaba, sería de los suyos y pasarían a tratarme como uno más. Miré a Lídia, pues, como la amiga que sería más pronto que tarde.

  • Vamos —le dije. Y comencé a caminar hacia el supermercado. Ella me sonrió. Yo le devolví una sonrisa.

¿Cómo voy a hacer esto?, me preguntaba a cada paso. Allí ya me conocían, ya me había ido una vez sin pagar, y además esta vez venía con un aspecto repugnante. Lídia se alejó un poco de mí, no quería para nada que la relacionaran conmigo. Estaba grabando otra vez.

Yo sabía que solo podría hacer una cosa y no sabía si tenía el coraje suficiente. Entré y fui decidido a las neveras. El chico, que me vió entrar, corrió detrás de mi. Me hice con abundante cerveza. Cuando el chico se me acercó le asesté una patada en los huevos y salí corriendo. El chico había caído al suelo, con las manos en sus partes, gritando de dolor.

Lídia me recibió con un aplauso, riendo y contenta. Se me tiró al cuello abrazándome. Ella estaba contenta, yo estaba contentísimo, feliz, radiante.

Nos juntamos en el parque con los demás, con la banda. Estaban todos contentos, bebiendo la birra fría y riendo viendo el vídeo de mi última visita al super. Yo estaba feliz. Feliz de ser útil a la banda, feliz de hacerles felices, feliz de ver a Marta feliz. Marta, mi Marta, se me acercó sonriente.

  • ¡Buen trabajo! —me dijo. Y añadió, susurrando: —¡ahora te daría un besazo si no apestaras tanto!

Ella se rió y yo sonreí avergonzado. Bueno, quizás en otro momento lleguen los besos de Marta. Solo con esta posibilidad, no necesito más para ser feliz. Todos beben birra fresca. Bueno, todos menos yo. Aún no soy de los suyos, aún no me toca.

  • Además antes has tomado mucha, ¡egoísta! —dijo Ana, riendo.

Todos se reían y estuvieron bebiendo largo rato. Empezaba a conocerles, e incluso a sentirme ya un poco parte de la banda. Me sentía muy a gusto con ellas: Marta, por supuesto; Lídia, mi compa de proezas; Ana, que me dio de beber; y Lorena, la más arisca, la más dura. Y empezaba a conocer a los chicos, Cristian y Adri. Cristian era un chico duro, más violento y mandón que Adri. Este, un tipo de poca personalidad, simplemente se dejaba llevar.

Tras eructar sonoramente, Cristian dijo:

  • Bueno, basta de juerga. Vamos a empezar la prueba.