Queremos tanto a Marta (II)

Continuación de la historia. Esperamos la respuesta de Marta... ¿Entraremos en su círculo?

Al día siguiente volví al instituto de nuevo con mi nuevo look skin. Era un hombre nuevo. El día anterior, después de dejar a Marta en el parque con su gente, había vuelto a casa casi corriendo. Al llegar me había pajeado, obviamente, ¡había estado un rato con Marta! Y además era posible entrar en su mundo… ¡Eso me hacía tan feliz! No cené con mi familia, no salí de mi cuarto. Me quedé en la cama acariciándome, pajeándome, corriéndome pensando en ella. No había pegado ojo en toda la noche, por los nervios. ¿Qué habrían decidido? Y… en caso de aceptarme, ¿cómo encajaría yo con esos skins? No me importaba si eso me permitía estar junto a ella más horas, y quién sabe, quizás llegar a enamorarla. Sí, eso pensaba, eso soñaba.

Ese día Marta no vino al instituto. Estuve todo el día esperando verla, todo el día… Quizás se había dormido, quizás tenía algo que hacer, quizás esas clases no eran de su agrado y vendría más tarde… Pero pasaron las horas y las clases y ella no apareció. ¿A lo mejor estaba enferma? No sabía si tenía que hacer algún paso… ¿Llamarla? No tenía su número. ¿Ir a su casa? Se suponía que yo no sabía su dirección.

Por la tarde estaba tan nervioso que me acerqué al parque donde la dejé ayer con los suyos. Pero no estaban. Al día siguiente ella tampoco vino al instituto, pero por la tarde sí la vi en el parque con esos skins. Bebían cerveza y hablaban animadamente. Les vi desde lejos. No sabía si acercarme. ¿Qué decir? Tenía cierto miedo. Me volví a casa.

El jueves a media mañana apareció por fin. Entre horas ella salió del aula para ir al baño y yo fui tras ella. La alcancé a la puerta del baño, ella se giró y sonrió.

  • Sabía que vendrías. Eres mi perrito faldero —dijo riendo.

Entró en el baño de chicas y me quedé en la puerta.

  • Ven —me ordenó.

No había nadie más en el baño y entré. Ella entró en un cubículo y sentó en el retrete, subiéndose la falda. Ese día iba con su faldita de cuadros. Dejó la puerta abierta. Me miró a los ojos, como ordenándome quedarme allí, frente a ella, mirando. Meó. Sentía su pis chocar en el fondo del retrete.

-

Trae papel y límpiame —dijo.

En los cubículos no había rollos de papel. Había uno grande fuera, justo a mi lado. Me hice con un poco de papel y entré en el cubículo. Ella abrió más las piernas indicando con la mirada. Le pasé el papel por la raja, acariciándola. Me clavó la mirada. Me estaba pasando. Dejé caer el papel entre sus piernas, dentro del inodoro. Ella acarició mi entrepierna.

  • Estás muy caliente eh! —me dijo riendo.

Me apartó para atrás, se subió las bragas, se bajó la falda y salió. Se lavó las manos. Yo la miraba embobado como un idiota. ¡Qué culo! Entonces vi su mirada penetrante en el espejo. No me mires el culo, cabrón, me pareció que decía su mirada fría.

Aparté la mirada.

  • Tira la cadena —me ordenó, seca.

Entré en el cubículo a tirar la cadena y ella salió del baño. Yo salí tras ella, sin siquiera lavarme las manos, corriendo tras sus pasos por el pasillo. La alcancé.

  • Perdona… —le dije.

  • ¿Si?

  • ¿Te acuerdas de… del lunes?

  • ¿Del lunes?

En ese momento estábamos entrando en el aula. Por suerte el profesor todavía no había venido. La seguí hasta el fondo del aula, porque ella iba decidida a su pupitre. Yo la seguía como un perrito, como ella había dicho, si.

  • Me dijiste que a lo mejor podría venir con vosotros —susurré.

En la clase estaba todo el mundo hablando, en grupitos, algunos sentados sobre el pupitre, otros de pie. No quería que me escucharan o se fijaran. Obviamente más de uno y más de dos nos vieron hablar. Además era obvio que ahora eramos de la misma ‘tribu’, los dos skins de la clase. Ella se puso la cazadora, la mochila en la espalda, y se dio la vuelta para salir.

  • Vamos —me ordenó.

Y mientras ella salía por la puerta del aula yo pasé por mi pupitre, recogí todo y salí tras ella. La alcancé a medio pasillo justo cuando nos cruzamos con el profesor.

  • ¿Dónde vais?

  • Al bar —dijo ella, tajante.

Yo enmudecí. No dije nada, solo la seguí. Tampoco el profesor dijo nada. Ya sois mayorcitos, pensaría.

Fuimos a un bar a un par de calles del instituto. Era un bar con billares, por lo visto por eso fuimos allí. Yo estaba realmente excitado. Mi pene seguía tieso, algo que podía ver claramente cualquiera, a causa de mis vaqueros ajustados. Me daba mucha vergüenza pero a la vez me excitaba aún más. Ella quería jugar y me pidió que pusiera dinero. Ella colocó las bolas, yo la miraba. Tenía encanto, magnetismo. Y la vida de bar estaba claro que se le daba bien.

Se recostaba sobre el billar poniendo su culito hermosa en pompa para gran deleite de todo el bar. Zas. Un par de bolas entraron. Yo la miraba embobado y como yo otros tantos. Me sentía bien. Ella era mi amiga. Si, a todos esos que la miraban con vicio les podía decir: yo no soy un baboso cualquiera como vosotros, yo soy su amigo. Me sentía orgulloso. Orgulloso de ir con ella, orgulloso de ir con alguien que podía volver loco un bar entero. Llegó mi turno. Ni siquiera le dí a la bola negra. Ella se rió de mi. Estaba claro que ella jugaba a menudo y yo era la primera vez. Un baboso estaba cerca de ella, viendo la partida (y los muslos de mi amiga). Ella le sonrió.

  • ¿Quieres jugar?

El hombre, por supuesto, aceptó. Era un tipo mayor, de unos cincuenta años. Bebía whisky o algo así, fuerte. Nosotros bebíamos cerveza. Me apartaron del juego y me quedé solo mirando. Apenas había cruzado alguna palabra con Marta desde que nos habíamos fugado del instituto. Marta ganó la partida. Luego se quedó charlando con ese hombre un buen rato, dejándome a mí mirando desde mi taburete en la barra. Parecía que coqueteaban. A mí me enfadó la situación. O me humilló. O las dos cosas. O tres, porque esa situación además me

excitaba. ¿Por qué? No tengo ni idea. Por un momento me imaginé a Marta entrando en el baño con ese señor, me los imaginé allí follando… y sí, eso me excitaba de una forma patética.

A

l final, Marta vino donde yo estaba y pidió un par de cervezas más, y se sentó a mi lado. Me sentí más tranquilo, relajado, a gusto.

  • Me miras como embobado.

Su comentario me desconcertó.

-¡¿Qué?!

  • Que me miras siempre embobado. Como un pajillero. Me sigues como un perrito faldero. Te lo dije: eres un loser. Eres un loser pajillero patético. Y lo sabes.

Marcó bien esa afirmación, hizo una pausa, como dándome pie a confirmarlo. O a rebatirlo. O algo. Pero yo estaba mudo. Rojo. Humillado.

  • ¿Lo sabes verdad? —preguntó, incisiva.

Yo balbuceé pero no me salían las palabras. No tenía tiempo de pensar. Me sentía desamparado. Mi entrepierna estaba durísima, mi cabeza colapsada.

  • ¿Lo sabes o no lo sabes? —volvió a preguntar.

Yo solo quería cambiar de tema, no sabía como responder a esa pregunta. ¿Qué decir?

  • N...nno.

  • ¿No? No, ¿qué?

Había conseguido mascullar un no, tartamudeando, pero ni yo sabía por qué. No ¿qué? Ni yo podía responder a eso.

Ella me clavó la mirada y yo desvié la mía.

  • ¿Ves? Ni siquiera me aguantas la mirada.

Entonces se rió. Alguien más se rió en el bar. Estaba claro que alguno no se perdía detalle de nuestra conversación. Ella se giró y sonrió a los que se habían reído con ella.

  • Anda, ve a por tabaco —me dijo.

Esto me tranquilizó. Por fin podía escaquearme de esa conversación extraña y tensa. Una orden clara, ¿para qué quieres más? Me acerqué a la máquina.

  • Un par de paquetes —me gritó ella, desde su taburete.

Ella no me había dado dinero, ni lo había mencionado, así que pagué yo. No me importaba. No, no me importaba hacerlo por ella. Al contrario. Tiré las monedas y me hice con el par de paquetes de tabaco. Ella no me había dicho su marca preferida, pero no era necesario: yo sabía bien qué tabaco fumaba Marta.

M

e acerqué de nuevo a la barra, donde estaba ella, y le dí los dos paquetes. Ella sonrió. Bien. Había acertado su tabaco. Y había obedecido bien. Me dio uno de los dos paquetes.

  • Toma, bobo, este es para ti. ¡No pensarías que te pedía dos paquetes para mi!

Yo me quedé pasmado. ¡Si yo no fumo! Ella me miraba divertida. Me estaba tomando el número, me miraba esperando mi respuesta. ¿Qué iba a hacer yo? ¿Iba a objetarle que no fumo? ¿Iba a hacer como si nada y me quedaría el paquete? Se reía. No dije nada, simplemente me quedé con el paquete de tabaco.

  • Ven, vamos a fumar —me dijo, mientras se ponía la cazadora.

Salió y, por supuesto, yo detrás de ella. Dejamos nuestras mochilas dentro, a los pies de nuestros taburetes. Ella imagino que no le dio ninguna importancia. Yo sí pensé en si era buena idea dejar allí nuestras mochilas, pero no quería parecer un imbécil y salí.

Al lado de la puerta, ella desenvolvía su paquete de tabaco, y se puso un cigarrillo en los labios.

  • Dame fuego —me ordenó.

Le dí fuego y ella sonrió. Sí, yo no era fumador pero siempre tenía un mechero en el bolsillo, por si se daba el caso de dar fuego a una chica. Penoso, sí, pero así era yo. Ella le dio una calada a su cigarrillo y se me quedó mirando.

  • ¿No fumas?

  • Cla-cla-claro.

Abrí mi paquete de tabaco, me hice con un cigarrillo y lo encendí. A la primera calada empecé a toser y ella a reír.

Fumamos. Yo de vez en cuando tosía. Ella me tiraba el humo a la cara. Cuando acabó tiró la colilla a sus pies y la pisó con su linda bota, con un gesto elegante. Me miró de arriba a abajo, como quien mira un

maniquí

en un escaparate.

Luego se rió.

  • ¿Qué voy a hacer contigo?

No esperó respuesta. Entramos. Pidió dos cervezas más. Era mediodía y ya estaba fumando y bebiendo.

  • ¿Qué quieres? —me dijo, tajante.

  • ¿A qué te refieres?

  • Que qué quieres.

Como no sabía qué responder ni qué me estaba preguntando exactamente, volví a la pregunta que me estaba haciendo desde el lunes. ¿Podría formar parte de su grupito? Aunque en realidad, ahora ya casi ni me importaba eso. Yo quería estar con ella, simplemente. Ahora ya estaba con ella. ¿Para qué juntarme con esa gente? Enseguida me di cuenta yo mismo de cuál era la respuesta. Yo no iba a salir con ella a solas, como ahora, muy a menudo. Simplemente ahora le había venido bien para no ir a clase y pasar el rato. Pero a ella le gustaba ir con esos skins del parque, para ella esa estética era algo más, una cultura, una identidad, un grupo… al que no iba a renunciar. Así que si quería estar cerca de ella, tenía que estar con todos ellos, ser unos de ellos. Yo no sabía qué pensaban, qué hacían… pero quería ser uno de ellos.

  • Quiero ser uno de vosotros.

Ella no decía nada.

-… de los del parque, ya sabes. El lunes me dijiste que a lo mejor podría…

Ella me miró como quien mira un cachorrito indefenso.

  • Mira, la verdad… No creo que eso sea para ti.

La miré apenado. Ella siguió:

  • Es una banda cerrada, no puede entrar cualquiera y cuando quiera. Y es un mundo duro. Tu no eres parte de ese mundo, no es para ti… Puedes intentar vestir como nosotros, pero chico… ¡se te ve a la legua!

Yo la miré sin comprender, y ella seguía:

-…

si, se te ve a la legua, ¡no eres uno de nosotros! ¡¿No lo ves?! Eres un bobo, un pajillero. Un mierdas, con perdón. No tienes media hostia. Ni mala leche. Ni sangre en las venas. ¡Eres un niñito bueno! Fijate… Ahora mismo, si no fuera por mí, estarías en clase. ¿No?

Lo decía tan convencida… Asentí.

  • Claro, ¡claro que estarías en clase! Así eres tu. ¿Cuantas clases te has saltado este curso?

Me miró fijamente. Sabía la respuesta pero quería escucharlo de mi voz:

  • Hoy. Ahora. Hasta hoy ninguna.

  • ¿

Lo ves? ¿Cuantas me he saltado yo esta semana?

Pensé. El lunes vino a media mañana; el martes no vino; el miércoles tampoco… Y hoy, jueves, había venido a media mañana y después de una hora de clase ya nos habíamos fugado.

  • Esta semana solo has venido el lunes dos o tres horas y hoy una.

  • !¿Lo ves?! Y así serán la mayoría de las semanas durante todo el curso.

L

o cierto es que al principio de curso Marta venía casi siempre. Luego empezó a faltar algunas horas y cada vez más. Hasta esta semana que apenas si apareció. Muy interesada en los estudios no parecía, eso está claro.

  • Yo tampoco soy tan…

  • ¿Qué? No eres tan ¿qué?

  • No soy así como me imaginas… —dije, con voz temblorosa—. Ya ves, aquí estamos. Y el lunes… el lunes me viste cuando salía del bar. No soy un bobo que se pasa el día en casa estudiando.

  • Sí lo eres.

  • Lo era, quizás. Pero he cambiado…

Ella me miró sonriente.

  • Y mirate. El billar. No habías jugado en la vida al billar. Y las cervezas… hemos bebido un par y ya se te traba la lengua. Y el tabaco… no sabes ni fumar, no puedes parar de toser… ¡tu no has fumado en la vida! Nosotros bebemos mucho, fumamos, nos peleamos… Todo eso, ¿qué tiene que ver contigo?

Tenía razón y yo lo sabía, pero no lo quería aceptar. No quería abandonar la posibilidad de estar con ella mil horas, siempre. Bebería, fumaría, ¡haría lo que fuera!

Ella me miraba y parecía entender lo que pasaba por mi cabeza. Acabó de un trago su cerveza y se levantó.

  • Paga y vámonos —me dijo, mientras salía.

Saqué mi cartera, pagué las cervezas y salí tras ella. En el bar alguien se rió aún de mí.

Afuera, no la vi. Miré a un lado y al otro de la calle y finalmente me di cuenta que había cruzado al otro lado y se alejaba caminando. Corrí para alcanzarla y caminé a su lado. No sabía qué decir y estuvimos un momento en silencio, hasta que ella habló.

  • Y bien… ¿Estás seguro que quieres entrar en la banda?

Lo de banda tenía un tono duro. Ella había dicho que era una banda dura, que peleaban… Daba igual. Todo eso no me importaba lo más mínimo. ¡Por supuesto quería estar en su banda!

  • ¡Sí!

Ella se rió. Lo había dicho casi gritando. ¡Sí! ¡Sí!

Entonces se detuvo, se plantó frente a mi con voz y mirada muy severa.

  • Está bien —dijo ella—. Pero tendrás que pasar una prueba y conseguir la aceptación de toda la banda, ¿lo entiendes?

  • Sí.

  • ¿Quieres hacerlo?

  • Sí.

  • Se entra pero no se sale. Somos una gran familia. ¿Estás seguro que quieres formar parte de nuestra familia, de nuestra banda?

  • Sí, me gustaría mucho poder formar parte de la banda.

  • De acuerdo. Te quiero ver mañana por la tarde en el parque. A las seis y media. ¿Sí?

  • Sí, Marta, allí estaré.

  • Un par de cosas más.

  • Dime.

  • Le vas a decir a tu familia que vas a estar fuera todo el fin de semana. Buscate cualquier excusa.

  • De acuerdo.

Aquello me gustó. Todo el fin de semana. Esto significaba que iba a pasar el fin de semana con ellos. Con ella.

  • La segunda…

-

Si.

Marta se acercó a mi, su mano se posó sobre el bulto de mi entrepierna, lo acarició. Estaba a punto de estallar.

  • La tienes muy dura…

Asentí.

-… quiero que siga así todo el día y toda la noche y hasta mañana por la tarde cuando te vea en el parque. Te prohibo que te toques. Me parece que eres un pajillero y en nuestra banda no queremos bobos pajilleros. ¿De acuerdo?

  • Sí, Marta.

  • Si lo haces, ya puedes olvidarte de mi y de la banda —afirmó, severa.

Yo no quería perderla. No sabía como me podía controlar, ¿cómo iba a saber si me había pajeado? Pero no quería faltar al trato con ella, así que no, no me iba a pajear por más ganas que tenía.

  • Sí, Marta.

  • Hasta mañana —me dijo, mientras se alejaba.

Entendí que se despedía de mi, que no debía seguir caminando a su lado, que debía dejar de ser su perro faldero por hoy.

  • Hasta mañana —dije. Y me quedé plantado viendo como se alejaba. Y me quedé plantado hasta que desapareció a lo lejos.