Quédate conmigo -Parte III
Un trío singular: Ya sabía yo que esto iba a llegar a ser un trío...
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-El chico del pito
-Toño y Roberto
-Los hijos del conserje*
-Diálogos junto al mar*
-Primo Flavio*
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Mi agradecimiento por adelantado.
Quédate conmigo - Parte III
(Un trío singular)
La parte trasera del coche, durante bastantes minutos, se había convertido en un lugar en penumbras donde Marco y yo empezamos a comprender, con la ayuda de nuestro nuevo amigo Gabriel, que la vergüenza no tenía cabida en una relación íntima.
No todo fue que nos besáramos, y magreáramos a Gabriel entre los dos, sino que también entre nosotros hubo ese intercambio de caricias y toqueteos de calentamiento que jamás habíamos pensado ni hecho.
―¡Eh, guapos! ―dijo Gabriel en cierto momento―. No hay que pasarse con los entremeses que luego viene la cena. No sé vosotros, pero yo ya no aguanto más.
―¿Nos vamos? ―le pregunté ilusionado―. Es que si no, vamos a acabar haciéndolo todo aquí.
―¡Venga! Vosotros podéis seguir detrás y yo salgo para cambiarme de asiento y conducir. Mi casa no está lejos.
Abrochándose los pantalones, pasó por encima de Marco para salir y, entrando otra vez en la parte delantera, arrancó y aceleró bastante. Nosotros fuimos abrazados y cuchicheando todo el tiempo y él nos hacía algún comentario de vez en cuando ―para no perder temperatura―, hasta que notamos que conducía bastante más lentamente y se detuvo:
―Ya hemos llegado, guapos ―nos dijo en cuanto apagó el motor―. Id bajando. Esa es mi casa… y la vuestra.
Cuando miramos hacia el lado que nos había señalado, vimos una casa no muy grande pero tremendamente lujosa. Nos miramos con una amplia sonrisa y bajamos por el lado de la acera. Se cerraron las puertas del coche:
―Tengo garaje ―explicó mientras abría la cancela de la entrada―, pero voy a dejarlo ahí para abreviar. ¡Adentro!
Cruzamos con él un jardín nada modesto ni parecido al de nuestras casas, que se iluminó cuando entramos y hasta que llegamos a la puerta principal.
―¡Tienes una casa tremenda! ―exclamó Marcos muy pegado a él―. ¿Vives aquí solo?
―¡Claro! La compré cuando tenía novio pensando… Bueno, eso es otra historia. Vamos a la nuestra, guapetones. Por poco rematáis la faena en el coche. Me parece que estáis más preparados que yo. A ver… Sentaos en ese sofá y preparo algo de beber. ¿Cerveza?
Asentimos sin decir palabra y nos asomamos a un salón muy lujoso y al mismo tiempo sencillo. Todo el suelo estaba cubierto con una alfombra de pelo largo y de color crema y las paredes eran de un tono bastante oscuro, dándole a la estancia un ambiente acogedor y al mismo tiempo misterioso. Nos miramos y nos pusimos de acuerdo sin abrir la boca. En casa nos quitábamos los zapatos en la entrada y, pensar que íbamos a pisar aquella alfombra nos hizo reaccionar.
Nos descalzamos y dejamos los zapatos junto a la puerta y, ya descalzos, atravesamos sobre la alfombra para sentarnos en un cómodo y ancho sofá casi blanco, de tela muy suave y respaldar y brazos altos y muy mullidos.
―Me da no sé qué de tocar nada ―susurró Marco―. Está todo muy limpio y muy ordenado.
―Ya lo veo. De momento vamos a quedarnos sentados; a ver qué dice.
Gabriel apareció en muy poco tiempo y llevaba en las manos dos latas de cerveza y su cubata. Vio nuestros zapatos y se quitó los suyos haciendo malabarismos para no dejar caer las bebidas. Dejándolas sobre la mesa de madera tallada que estaba frente a nosotros, preguntó que si queríamos vaso para beberla y los dos negamos con la cabeza. Las latas estaban sin abrir. No nos dijo nada entonces, pero era una muestra de que no había puesto nada extraño en las bebidas.
Hizo un curioso gesto con las manos para que nos separásemos y le dejáramos un sitio en medio. Nos movimos un poco y se sentó allí sin encender otra luz que la de una lámpara de pie forrada de tela, bastante tenue, que parecía ir cambiando entre tonos apastelados y cálidos, muy lentamente. Lo miré sonriente:
―Nos ha dado lástima de pisarte la alfombra, Gabriel. Hemos dejado los zapatos allí; en la entrada.
―Los he visto. Yo suelo hacer lo mismo cuando llego a casa, pero no se lo pido a los invitados… si es que los tengo alguna vez. Bueno… ―Se echó atrás en el sofá mirando a un lado y a otro―. Hay muchas formas de empezar una vez que está todo a punto. Vamos a retomar el asunto por donde se quedó.
Tiró de nuestros hombros y caímos a sus costados. En ese momento lo tenía a la derecha, casi horizontal. Marco no esperó ninguna señal; se puso directamente a acariciarle el muslo subiendo hacia la bragueta y yo me incorporé un poco para besarlo. Como lo hacía tan bien, en pocos segundos estábamos tan calientes como en el coche.
Mi mano se movió junto a la de Marco, mientras no paraba de besarlo, y comprobé que estaba empapado:
―O sea ―hablé como conmigo mismo―, que lo normal es que se te moje toda antes de empezar.
―Déjame ver ―musitó en mi oído bajando su mano por mi pecho.
Conforme se acercaba su mano a mi bragueta, me fueron entrando unos calores tremendos. Finalmente, con mucha delicadeza, fue tirando de la cremallera y acariciándome. Primero la tanteó calculando el tamaño, metiendo la mano sin dejar de besarme, y luego tiró de mi cinturón en un claro gesto que pedía que lo abriera:
―Está bien mojadita…
Tiré para abrírmelo y advertí que Marco hacía lo mismo. Él, retirando la mano, fue abriéndose sus pantalones. Los dos observábamos sus entrepiernas fijamente para ver todo lo que pudiéramos y nos besó mientras a uno y a otro hasta que se removió para bajárselos hasta las rodillas. Nos miramos espantados al ver un pubis tan moreno y tan atrayente. Seguimos sus pasos bajando nuestros pantalones como él había hecho.
―No vayáis a copiar todo lo que yo haga si no os apetece ―farfulló acariciando nuestras piernas―. Tampoco se trata de eso. Cada uno a su aire, ¿vale?
No lo pensé. Tal como oí lo que decía, tiré de mis pantalones para sacarlos del todo, con los calzoncillos, resbalé reptando por el asiento y me puse de rodillas delante de él para tirar de los suyos hasta la alfombra. Vi delante aquel espectáculo de belleza masculina, abrí sus piernas y acerqué mi cabeza para olerlo y contemplarlo, acabando por cogérsela entera para lamerla. En un movimiento lento, me pareció que empujaba un poco a Marco hacia el otro lado, se encorvaba hacia él y se la chupaba.
Comprendimos entonces por qué todos esos movimientos tan lentos porque, no mucho después, todo se fue acelerando.
Con alguna pausa que otra para beber un buen trago, fuimos probando todas las posibilidades pensables que, evidentemente, si las escribiera, llenaría folios y folios. Éramos tres haciendo cada uno lo que le apetecía y, por supuesto, nos fuimos dando cuenta de ciertos movimientos, caricias y estrategias que desconocíamos.
Casi sin hablar nada, entre gemido y gemido, se puso de pie ante nosotros y tiró de nuestras manos. Dejando allí la bebida y la luz encendida, pasamos por una puerta a un dormitorio lujoso, como el de un hotel, con una gran cama que destapó en un instante. Los dos nos subimos como si eso fuera una invitación. Él se sentó a mi lado y empezó a arrancarse ropa. Hicimos lo mismo, porque era lo que nos apetecía, hasta quedar los tres completamente desnudos y revueltos.
No tuvo que darnos explicaciones. Con unos simples movimientos y caricias, sabíamos lo que quería decirnos: ahora ponte tú aquí, ahora échate tú ahí…
Fue increíble. De todos los momentos, muchos, que vivimos con él aquella noche, uno de ellos me dejó más que impactado por su placer y su belleza. Gabriel se había puesto de rodillas sobre la cama y no pude evitar repetirle una buena mamada estando a gatas frente a él. Quizá me atraía su polla más que nada porque sabía que, después de esa noche, seguramente, ya no iba a verla más.
Y mientras mamaba con ansias, fui percibiendo un movimiento lento de mi amado Marco, que se desplazaba lamiéndome y acariciándome toda la espalda para colocarse detrás y, con mucho tacto, fue penetrándome mientras se besaba con Gabriel sobre mi cuerpo.
Aprendimos mucho; muchísimo. Quizá hubiéramos ido descubriendo todas aquellas fantasías con el tiempo y, de esa forma, en unas horas, descubrimos hasta dónde íbamos a poder llegar cuando estuviéramos solos en casa.
La corrida fue de una forma que no esperábamos, y todo eso lo comentamos con detalle más tarde. La leche de los tres, saliendo disparada de un lado para otro, la de cada uno en su momento, se fue esparciendo por nuestros cuerpos y por las sábanas. Finalmente, casi agotados, caímos de espaldas sobre el colchón, con la cabeza en las almohadas, dejándolo a él en el centro; tal como habíamos hecho hasta ese instante.
―Voy a ir a por las bebidas ―nos dijo nuestro apetecible y nuevo amigo Gabriel besándonos a ambos―. Creo que estarán calientes, así que traeré otras nuevas. ¡No tardo! ¡Esperadme!
Saltó de la cama y salió del dormitorio. Marco y yo, moviéndonos un poco, nos acercamos y nos abrazamos.
―¿Has visto todo eso? ―me preguntó en voz muy baja―. Este tío sí que sabe.
―No solo debemos fijarnos en su cuerpo ―contesté con prudencia―. Lo ha hecho con todo su corazón, te lo juro. Gabriel tiene algo especial. Creo que deberíamos mantener nuestra amistad con él. ¿Tú que piensas?
―¡Ah, perfecto! Lo malo es que si nos vamos el mes que viene…
―Déjame que yo le hable de eso, Marco. Hoy ha sido todo el día muy completo y hay que ponerlo todo en orden.
―¡No me lo puedo creer! ―exclamó entre suspiros―. He pasado de la sombra de esta mañana a la luz de esta noche; en un solo día…
―Hemos ―puntualicé―. Hemos pasado. Mañana nos toca seguir a nosotros.
―¡Claro! ―Me besó mirándome fijamente―. Me encanta Gabriel, pero yo te quiero a ti. No sé si lo que digo da la sensación de que lo hemos estado usando.
―¡No! No te preocupes. Esto ha sido como… un intercambio cultural. Hemos ganado a un buen amigo, eso sí.
―Sí, sí…
Cuando volvió, sorprendiéndonos abrazados y como si fuésemos a continuar, se echó a reír y se acercó a la cama por mi lado para entregarnos las cervezas. Luego, dejando su bebida en la mesilla, se echó junto a mí:
―¿Os importaría que fume? ―nos preguntó un tanto retraído.
―¡No, no! ―le dije seguro al instante―. No nos molesta en absoluto.
―Es «el cigarrillo de después». Así lo dice casi todo el que fuma. Después de una cosa como la que he vivido, me hace falta un cigarrillo para darme cuenta de que no estoy flipando ni borracho; ni nada de eso.
―¿Te ha gustado? ―inquirí―. Creo que hemos hecho lo que el instinto nos ha ido diciendo.
―No solo el instinto, guapos. Habéis aprendido un lenguaje de gestos que a veces no es tan sencillo. Todo ha salido a pedir de boca.
Se echó sobre mí para besar a Marco y me pidió permiso para quedarse en ese lado de la cama y fumar sin quemarme. Una vez que encendió el pitillo y absorbió una primera calada profunda, la fue dejando escapar mirándonos y dibujando una bonita sonrisa para los dos:
―¡Sois la hostia! ―exclamó con toda sinceridad―. Es verdad que se os nota que no sois muy expertos, pero bien rápido que aprendéis. Me habéis dejado de piedra. ¡Mira! ―Señaló a su pubis―. Todavía sigo empalmado.
―Tienes una polla muy bonita ―apuntó Marco mirándola extasiado―. Me encanta la de mi… novio, pero la tuya es muy bonita.
―Gracias, guapísimo ―Le hizo un guiño―. Vosotros no tenéis dos pellejitos, precisamente. Estáis bien equipados. Por cierto… ¿Qué te ha pasado en las nalgas, Marco?
―Se ha caído de culo ―me apresuré a inventarlo―. Fue una caída tonta en el trastero. Yo lo estoy curando como sé. Ya se le pasará.
―¿Y no te duele? ―insistió―. Me ha dado miedo a veces de apretarte con demasiadas fuerzas.
―¡No, no! ―le contestó seguro―. Fer sabe que lo aguanto bien, si no, no podríamos haber hecho todo esto.
Mientras fumó, aunque no llegó a apurar el cigarrillo, estuvimos acariciándonos como sin hacerle mucho caso a las manos. Cuando se incorporó para apagarlo, observé su cuerpo y su polla muy de cerca y oí a Marco balbucear:
―¡Vaya! Lo siento, Gabriel; me estoy meando.
―¡Yo también! ―apunté sin decir que llevaba un rato aguantando―. ¿Dónde podemos mear?
―¡Un momento, chicos! ―canturreó incorporándose y sentándose en la cama―. Como todo el mundo, después de beber, yo también me estoy meando… pero no vamos a ir al baño.
―¿No? ―preguntó Marco visiblemente intrigado y pensando, quizá, que nos íbamos a mear allí, encima del colchón.
―¡Calma! ―siguió diciendo mientras se levantaba para observar nuestros cuerpos―. Ya todo se va relajando. Podría ser el momento de probar algo nuevo… ¡Una lluvia!
―¿Qué? ―exclamamos al unísono.
―¡Levantaos, anda! ―vamos a ir a un sitio que os va a gustar más que el baño―. Si con la edad que tenéis no habéis probado una lluvia dorada, es el momento perfecto. Además, Marcos, tengo entendido que eso es bueno para cicatrizar heridas.
―¡A ver! ¡Explica! ―exclamé mientras nos levantábamos entusiasmados―. Yo pensaba que esto se había acabado.
―¡Buf! ―profirió―. En el sexo no hay horas. Se vuelve al calentamiento y a inventar de nuevo. ¡Venid conmigo!
Nos tomó de las manos, como ya había hecho en varias ocasiones, y atravesamos en pelotas una cocina pequeña y espectacular para llegar a una puerta de cristales. La abrió y salimos a un patio (o algo así), no muy grande, y con todo el suelo cubierto por un material verde antideslizante. Se encendió una luz no muy fuerte en lo alto y nos colocamos en el centro con él frente a nosotros.
Nos sonrió, se la cogió y la levantó para empezar a mearnos encima. No supe lo que pensaba Marco en ese momento, pero estaba aguantando tanto, que hice lo mismo y me siguió mi supuesto novio.
Al instante, Gabriel me hizo unas señas inequívocas, para que Marcos me diera la espalda y meara sobre él. Comprendí aquello que había dicho de que eso era cicatrizante. Un instante después, se había arrodillado ante nosotros y se aferró a nuestras piernas. Terminamos de orinar lo que faltaba encima de su cabeza y su espalda.
Aguantando ya unas risitas, acabamos abrazados los tres esparciendo con las manos toda la orina por nuestros cuerpos y lamiéndonos las bocas. Gabriel nos había sorprendido mucho más de lo que esperábamos.
―¿Os ha gustado esto, preciosos? ―farfulló abarcándonos las pollas, cada una con una mano―. Es la hora de una buena ducha caliente.
Entrando en la cocina empapados en orina, pero sin retirarnos de esa puerta, pasamos a un cuarto de aseo con una ducha grande, con el suelo de ese mismo material, y abrió unos grifos que hicieron salir agua templada por todos lados.
Y ya allí, por si no estuviéramos sorprendidos todavía, me miró fijamente y me dio unas razones que comprendimos de inmediato:
―Tú ya has recibido, Fer ―me dijo con mucha dulzura―. Marco y yo no; así que yo me echo en la pared y Marco me la mete. Tú ya sabe lo que tienes que hacerle a tu novio con cuidado.
Después de otro buen rato de placeres inimaginables, cerró la ducha, abrió una puerta de aluminio y empezó a sacar toallas de colores:
―Vamos a secarnos bien. ¿Es buena hora para vosotros?
Miré el reloj asustado. Se nos había pasado el tiempo una barbaridad sin darnos cuenta. Imaginé que mamá lo habría sospechado y se habría acostado sin esperarnos. Eran casi las cinco de la madrugada.
―Ya es tarde, sí ―le dije―. Deberíamos volver a casa.
―¡Venga! Vamos a vestirnos en el salón y os llevo.
Bebiendo unos últimos tragos, nos vestimos sin mucha prisa y, parándonos antes de abrir la puerta de salida, lo besamos con verdadero cariño. Gabriel se había convertido para nosotros en algo más que un simple conocido o un maestro. No íbamos a olvidar aquella noche en mucho tiempo.
Cuando le dijimos por dónde debería ir, fue a media marcha hasta nuestra casa, paró un poco antes y nos despedimos sin que se bajara del coche; como nos había aconsejado.
Mamá estaba durmiendo cuando entramos en el dormitorio. Cansados de tanto trasiego, nos desnudamos en silencio y, mirándonos con una sonrisa imborrable, nos metimos en la cama abrazándonos, y acabamos al fin el primer día, cayendo en un sueño muy profundo.
Vendrían más novedades, según imaginamos…