¿Qué voy a hacer contigo? 3
Antes de partir, me pediste manifestar aquello que sentíamos, me miraste a los ojos, me sentiste cerca, me besaste y me rogaste sólo una última petición: Escríbelo, escríbelo todo, que nada de esto que hemos sentido quede en el olvido. Lo pediste por favor. No pude decirte que no...
¿Qué voy a hacer contigo? ~ 3
―Comencemos pues.
Eso te había dicho, pero…
―¿Recuerdas cómo había comenzado?
Hacía ya unos días que ambos nos buscábamos sin encontrarnos, deseándonos sin poder tenernos, perdiéndonos en las calles imaginando que el otro estaba cerca, tales veces uno se obnubilaba con el irrisorio aroma del otro, otras tantas una linda cabellera negra pasaba poco disimulada en la multitud. Más todo daba a engaños, a falsas apariencias, a pequeños recuerdos que acababan en remordimientos y desenfrenos oníricos que nunca llegaban a ser realidad. ¿Mas por qué debían quedarse meramente en fantasía? Aún dudaba de ello. Digamos que, a nivel personal, la mejor forma de referirse a ello era nuestra pequeña tensión mágica no resuelta.
Pero aún recordaba cómo habíamos llegado a que yo me preguntara teniéndote angelada ante mis ojos, más desnuda de alma que de piel, que qué iba a hacer contigo. Pues lo más importante no era, para nada, lo que yo quisiera hacer, sino lo que tú estabas dispuesta a dejarte a hacer. Lo que deseabas, lo que necesitabas, aquello que anhelabas desde lo más profundo de ti. Aquello era lo que más importaba, pues ese detalle era lo que me impedía dormir por las noches. Los y si no, y si sí, y si ella… Pues, tú, siempre tú, aparecías en cada una de las noches. A veces con tus palabras, a veces con tus pensamientos, a veces con la rareza de encontrar tu aroma en mi almohada, otras en pequeños mensajes que con dulzura nocturna me dejabas antes de irte a dormir. A veces nos mandábamos besos, otras tantas nos mandábamos añoranzas y otras tales eran mis manos las que simulando tocarte, masajeaban con placer las teclas de un piano que te dejaban dormida a tantos metros y a la vez tan pocos centímetros de mí. Todo era magia, chispa, vida, deseo y afinidad musical.
Y con ese toque de jazz que tu corazón marcaba recordaba nuestro primer beso. El primero cómplice, el primer error que nos envolvería en el vicio de la dependencia. Un no querer, un desear, pero un beso, uno sencillo, pequeño, desencadenante del caos siguiente, pues sus compañeros serían los que arrastrarían la vida del uno y del otro a una decimonónica fantasía de absenta, sensualidad y baile por la cuerda floja del arte parisino en nuestro romance favorito. Y como en historia de una escalera, pues nuestra era, mía la historia y tuya la escalera, sucedió el momento. Nos habíamos atacado tanto aquella mañana de otoño que saciados estábamos de medias tintas. Recuerdo perfectamente el momento, al amparo de la oscuridad, en que yo retrocedí dos gentiles pasos de formalidad y dejé que te acercaras. Me acerqué a la pared para que no tuviera escapatoria y esperé a que llegaras. De esa forma, tú lo tenías todo más fácil, sabías que yo no me escaparía, y aquella era la sutil manera en que yo te permitía tomar la iniciativa para que no pudieras pensar que nada de lo que pasara iba ser más forzado que una Jota de Picas en tu vida. Tú te acercaste, yo suspiré, nuestros cuerpos se apretaron contra la pared y pude notar tus caderas junto a las mías, mis manos sobre las tuyas, y tu cara a dos centímetros de mí. Me mirabas con tus ojos de lujuria, muy abiertos, muriéndote de ganas, por aquel entonces, de llegar a lo que haría contigo y a la vez queriendo huir. Una parte de ti pensaba en desechar la idea como locura, la otra pensaba que locura era lo único que había entrado en tu vida desde que me habías conocido.
Allí empezó todo. Yo me quedé quieto, expectante, mirándote. Tú me repasabas de arriba abajo con tus ojos de gata. Entonces decidiste lanzarlo todo por la borda y tu nariz tocó la mía. Tu corazón bombeaba con mucha fuerza, podía notar su fuerte eco resonar por todo tu cuerpo en el silencio cómplice. Me miraste, llena de pasión y, tras cerrar los ojos, te lanzaste a mis labios. Estabas tan harta de comerme con la mirada que decidiste pasar a las manos y tomar labios en el asunto. Me besaste sencilla, sin mucha dilación, sin prisa, no querías tampoco abusar. Quizás hiciste bien. Luego, maldijiste tu suerte y acabaste de bajar las escaleras esperando que yo correspondiera en que fuera un error y que debíamos quedar como amigos que se habían pasado de la raya caminando los unos por mundos que al otro no pertenecían. No esperaste que mi mano, impaciente, te arrastrara levemente hacia mí y volviera a besarte.
―Puestos a equivocarnos, que esto sea cosa de dos.
Recuerdo que sonreíste en aquel momento, más por dentro que por fuera. Habías estado tan fría y temerosa de mi reacción que por un momento te alegraste de que no fueras a quedar allí como la única loca, pues querías que yo me uniera al baile del conejo con la mía propia.
Pasado ese mágico primer beso, aunque sin duda no el más mágico que más tarde llegaría, pasaron quizás unos cincuenta o cien años a ojo vista, nada del otro jueves, en que nos volvimos a ver. Lo recuerdo como si fuera ayer, tu bronca por mi pasividad, por la caballerosidad del autocontrol de la bestia. Gracioso quedaba que riñeras por no dar rienda suelta a aquello que más miedo tenías. Era un dicotómico dilema en que sólo una opción era deseada por uno de los dos a la vez, e iba cambiando a ratos cortitos.
El segundo beso fue mejor. Y el tercero que le seguiría la misma hora, y la cuarta, y es que qué besos, cielo, menudos besos. Recuerdo haberte tenido aún vestida en el sofá, apretada contra mí, relajada, recostada, pidiendo mimitos como una pequeña mascota, imitando a los cánidos compañeros de tu hogar. Mi pequeña perra descansaba en la comodidad del sofá. Tus perros corrían fuera en la amplia terraza y nosotros dentro retomábamos el contacto. Un día de perros sin duda, pues tres tenías ya en casa, aunque uno no paraba de ir y venir, y nos hacía cabriolas y gracias. El otro jugueteaba tonto fuera y el último lamía los dedos de tus manos con cuidado.
―¡Qué día de perros!
Y es que allí comenzaron los verdaderos besos. Mentiras, verdades, locura, caos, gritos y luego silencio, arrancado de la palabra, para luego seguir con improvisados gemidos.
El segundo beso fue más apasionado, menos esperado también. Pediste que me callara y la única funcional manera que pudiste pensar de cerrarme los labios fue con los tuyos propios. Te acercaste a mí tras yo preguntarte qué iba a hacer contigo y me besaste. Yo colaboré un poco, debo reconocer.
Nos besamos sin presiones, abrazados. Mis labios se abrieron para recibir a los tuyos, se abrazaron y se unieron en una tranquila harmonía. Muy lentamente, dejándonos de tonterías, melodiosamente acompasados por un tempo de un corazón cada vez más acelerado. Mis manos buscaron tu espalda desnuda bajo el pijama y mis dedos iniciaron la búsqueda de aventureros para recordar el viaje y poder trazar un mapa para recordar cada uno de los viajes por los lunares de tu espalda. Te recibí en mí, con tranquilidad y pasional ternura y acabamos como perros despedazándonos de amor. Pues los primeros besos suaves, tiernos y delicados pasaron a ir errados. Ya no buscábamos al compás la lengua del otro, sino que algunos besos fallaban e iban a morir a las comisuras de tus labios. Se perdían naufragando en esas cosas y se acomodaban en tus mejillas. De tus mejillas bajaban hasta la mandíbula y subían por ella cual marea hasta llegar a tus orejas. Allí apartaba ligeramente el pelo hacia un lado, con un gesto delicado y muy lento que te hacía estremecer. Un solo gesto y todo tú temblabas ante la delicadeza que precede a la tormenta. Aprovechaba el momento en aquel instante y me lanzaba a besar tus orejas y dejar que mi lengua jugara con tu lóbulo mientras tus manos se encargaban de arañar mi espalda a consecuencia. Inconscientemente me atraías hacia ti y me pedías que siguiera, casi sin que yo tuviera que hacer suplicarme. Por esa razón, pese a que quería jugar contigo y ambos lo sabíamos, me dejaba vencer por tus inicios de ruegos, que más adelante perfeccionarías, y recorría con mis labios tu cuello. Con mi mano izquierda acariciaba tu mejilla y con el índice que bajaba como un rio por tu cara indicaba a tu barbilla hacia dónde debía mirar. Ella, sin rechistar, me hacía caso de inmediato, como tú, y tras otro gesto la cabeza sin rechistar y trazaba un arco planeado para que tu cuello quedara desprotegido ante mis labios.
Por fin pude relajarme entonces y besarte como yo quería. Te tomé entre mis brazos y como una muñeca te movía bailando en un amor de gatos callejeros que se ven bajo la luna en tejados desafinados. Así pude jugar contigo como ambos queríamos desde hacía ya mucho tiempo. Mis labios buscaron perderse entre los caminos que iniciábanse en tu cuello y bajaban a tantas otras partes mucho más interesantes. Tu respiración, por aquellos tiempos, era tan alocada y disparada como la que ahora me estabas mostrando hacía apenas unos minutos. Te besaba despacio y luego deprisa, girando tu cabeza a cada beso mientras tú te derretías ante los besos que recuerdas aún en las frías noches de noviembre. Eran besos cálidos, húmedos, ardientes, que dejaban impresos en la piel la pasión desatada, su rastro palpitaba junto a las venas que hacían palpitar tu cuello. Intercalado con tal movimiento jugaban mis dedos paseando por tu yugular, peligrosamente bordeando el camino, paso a paso, dedo a dedo, bajando y recorriendo el camino que seguían mis labios, haciéndote estremecer de placer contenido.
Entonces te apretabas a mí, cerrabas los ojos y apretabas tus muslos con fuerza, mientras me pedías que siguiera a silvanos resuellos, tragando saliva como podías, mientras tus cejas se levantaban incrédulas ante las inesperadas sensaciones y aguantando la respiración recitabas como un mantra:
―Sigue, por favor, sigue…
Y yo te obedecía aunque sólo fuera por aquel momento. Me dejaba llevar por ese ruego, me deleitaba con el temblor de tu voz, la sonoridad que en tu boquita se producía y el vibrar de tus jugosos labios. Te besaba, robándote besos con fruición, y seguía mi camino por tu cuello, por ambos lados, girando la cabeza con brusquedad inesperada mientras mis uñas marcábanse unos complicados bailes por tus brazos haciendo que tu piel se erizara incontrolablemente. Y de los besos de lado a lado con los que te tenía domada llegaron los mordiscos. Más profundo, de gemidos más exasperados y codiciados. Cómo pensar que tu carácter impertérrito de leona que marcaba las pausas sonoras en cada no, señalándome con el dedo, iba a dejarse llevar por la deleitación del caos que mis manos y mis labios tan hábil y deliberadamente te regalaban.
Y seguida de pequeños espasmos involuntarios, te dejabas llevar por el complicado baile que mis labios seguían en tu cuello, tus brazos, tus manos y tu boca. Boca a la que acudía más veces de las que gustaba de admitir. Y con esa concepción de respiraciones acompasadas por el placer te dejabas llevar por el caos. Disfrutabas de mi ser mientras te mordías los labios y dejabas tu cuello a mi merced. Tirabas tu cabeza hacia atrás, despejándome el camino, con los ojos entrecerrados y tus dientes apretados contra tus labios. Tu pecho se henchía de impaciencia ante los gestos de mis colmillos. Gemías y dejabas escapar de tu boquita sonidos que jamás pensé que oiría de ti, pero que me tenían completamente embrujado, todo sea dicho. Y todo fue hecho para ti. Pues pronto no te bastó con mis labios y mis dedos y pasamos a mayores. Me necesitabas a menos de dos centímetros de tu cuerpo y repetidas veces me lo hiciste saber.
Y cierto es que tanto ardor y amor por el placer carnal parecieron asustarte, pues noté cómo tu corazón parecía salirse del pecho cuando mis manos se introdujeron bajo tu camisa y acariciaron por primera vez tus pechos. Primero tímidamente, con dulzura, y luego más amoldados a ellos, con experiencia y dedicación devota. Los acariciaron, los sospesaron y, en ciertos momentos, con cierta maldad pilla los pellizcaron. Más jugaron con ellos, siguiendo el baile. Tú querías destrozar el sofá, destrozarme a mí, llevarme a la cama, llevarme al paraíso y morir conmigo en explosiones de placer descontrolado. Y ése era nuestro camino, el adecuado, el único a seguir, el único que no queríamos perder. Pues de ninguna de las maneras me iba a quedar yo sin tu cuerpo.
Era mi mayor ambición por aquel entonces y lo sigue siendo hoy en día en mis sueños más sinceros y vívidos. Y nada más y nada menos que un sueño era lo que me estabas permitiendo vivir allí. Dejar que mis manos se perdiesen por tu paraíso, acariciar tu abdomen, pasar mis dedos por tus caderas, besar tu barriga, pasear por tus tatuajes a flor de piel o con flores en la piel, como me gustaba pensar, protegidas peligrosamente por un signo de pasión, de otoño, de agua y del rojo vivo de tus labios sobre mi piel. Me hallaba ante la octava maravilla, juguetón como el sol y la luna que no llegaban a tocarse, que jugaban como mis labios sobre tus labios, y mi nariz con el lunar que tan cerca de ellos osaba comparecer.
―Voy a perder el control ―dijiste.
―Quiero perder el control ―pensaste.
Pues control era aquello que buscábamos y deseábamos. El control del uno sobre el otro, indiferentemente de cuál fuera cuál, mientras sólo fuéramos tú y yo. Aquello era lo que buscábamos. Nos deseábamos, estábamos, bloqueados, como un enigma, como un código de cuatro dígitos que te atrapa en su acertijo. Pero aquello era el juego y a nosotros, querida, nos encantaba jugar. Y aún hoy deseo que nos encante, mucho, mucho más.
Pues nada más divertido había que jugar con tu cuerpo por debajo de la ropa, sin quitártela, dejarlo todo como un mero juego. Mis manos sobre tu espalda, mi lengua en tu cuello, tu aliento en mi pecho, tu frente en mi cuello, oculta y cedida ante la benevolencia del control que ambos queríamos perder y encontrar una y otra vez. Y ay de las curvas que mis dedos dibujaron, hay de los mapas que mi cerebro recordará en esas peligrosas rutas que conducen de tus brazos a tus pechos. Y de la exquisitez turgente de esos senos a los erectos pezones que me llamaban bajo la camisa endureciéndose más y más con mis palabras mientras tu lengua se secaba de relamer tus labios al pensar en devorarme. Pues eso era lo mejor, nuestro juego, que las palabras que te iba diciendo te excitaban y jugaban más a mi favor. Tu cuerpecito temblaba todo él y me llamaba, como tus susurros, pidiendo más y más. Yo me decidí a que la camisa del pijama, aún puesta, quedará aleatoriamente colocada sobre ti mientras te besaba la barriga, tu ombligo, lamía los huesos de tus caderas y mordía tu barriga mientras abrías los ojos, desorbitados, y te quedabas sin aliento mientras no podías evitar que una de tus manos alcanzara mi nuca e, inconscientemente, me desearas entre tus piernas dando rienda suelta a la nueva lengua y la cantidad de vocablos que iba a encontrar entre tus labios. Pero todavía faltaba mucho para que me dejaras beber del ambrosíaco líquido que ahora empezaba a fluir por tus muslos. Estabas tan excitada, que sólo necesitabas unos cuantos azotes en la curva de placer que reservaba como guinda para el final. Pues tú eras mi pastel, el postre más dulce que quería probar. Por eso debía empezar con una pequeña cata de tus nalgas, con mis manos, reventarte la piel hasta dejarla roja como el carbón encendida con la palma de mi mano y que las yemas de mis dedos actuaran de látigo en pequeños movimientos que cesaban tu respirar y empezaban a calentarte más y más.
Tu desesperación sexual llegaba a tal que ya no sabías que querías, me querías a mí, querías devorarme, querías que te llevara a la cama para cubrirte las sabanas y que tu coño fuera testigo de las muchas cosas que con mi lengua podía contarte, quizás simplemente querías que entrara dentro de ti, notar mi polla en tu interior, abriéndote, explorándole muy lentamente para que con vigorosa fuerza acabara por rematar el frágil cuerpecito que moría de deseo por su amo.
Buscabas más y, por un instante, pensé: ¡hagámoslo! Estabas tan predispuesta, tu respiración iba como loca y tu corazón seguía a la par. Necesitabas más, pues el masaje a tus pezones y tus tetas empezaban a dejarte incontroladamente incontrolable. Tus pechos exigían otro tipo de atención, al igual que tu entrepierna, y pensé que era el momento, tras larga temporada de juegos lingüimágicos, a pasar a florituras mayores.
Sin previo aviso, te sonreí, me sonreíste cómplice sin saber el porqué, y te miré a los ojos perdiéndome en ellos. Te besé, con más ganas, y no pensé que volvería a encontrarme fuera de tus labios. Pero lo hice. Y me encontré con tu yo más interno. Fue un movimiento rápido, más no brusco, con sutil elegancia y una perspectiva inesperada. Jugué con tu atención y mientras mi mano derecha se hundía en tu pelo y relajaba todo tu cuerpo para lo que venía a continuación, apreté con fuerza tu coleta para que, durante un segundo, abrieras los ojos y dejarás de pensar en el placer para mirarme sólo a mí. Con ese objetivo en mente, volví a atraparte en mi mirada y tarde fue cuando te diste cuenta que ya había deslizado, tras una ligera caricia por tus irresistibles caderas, una mano bajo tus pantalones. Mis dedos, hábiles como serpientes, reptaron con firmeza sobre tu pubis hasta llegar, abriéndose ante la maravilla, a los labios de tu coñito que tan mojados me esperaban. Quizás eso fue demasiado para ti, pues la explosión vino de lejos. No pudiste aguantar y al notar que mis mano izquierda se apretaba contra tu ingle y mis dedos se empapaban de tu disfrutar, abriste los ojos, quedándote sin respiración y con los ojos en blanco.
―No puedo… no puedo… no puedo más…
Quisiste apartarme, alejarme, recuerdo que serpenteaste por el sofá sin lograr acierto alguno. Ya no sabías si follarme directamente en el sofá, llevarme a la cama para dar pasión al largo rato de sexo oral que te esperaba o echarme a la calle, a la fría escalera donde nos habíamos dado aquel primer íntimo y secreto beso. No sabías qué hacer. Y, por un solo instante, las tres tuvieron el mismo peso sin saber a dónde decantarse. Más la balanza no tardó en verse desbordada cuando de pie, ya levantada del sofá, viste como me erguía, siguiéndote y mi mano izquierda se acercaba a mi boca. Con naturalidad chupaba mis dedos, lamiéndote, saboreándote, e incluso mordía con picardía el índice mientras no perdía visión de lo mucho que estabas disfrutando aquel gesto hacia tu devoción, más internamente en tus sueños momentáneos y próximos que en tu realidad.
Te diste la vuelta, rehuyendo, buscando escapar de una mirada. Mas eso no era lo que deseabas y yo lo sabía. Eras ambiciosa, y más conmigo, celosa, deseosa imparable. Ya que inimaginable era el freno del combustible que hacía arder nuestras ganas del uno por devorar al otro. Hiciste una pequeña mueca, sollozaste levemente, no sabías que hacer y, pese a que yo buscaba ser el bueno aquella mañana, me di por vencido y te seguí. Te abracé por la espalda y tú te uniste a mí en aquel delicado abrazo. Nos añoramos con mimo y cariño. Yo te atraje hacía mí, atrapándote en una firme tenaza por tus caderas. Mis dedos quedaron a la espera a la distancia prudente de tu ingle para que tus piernas no volvieran a temblar como la erizada piel de tu espalda y te vinieras abajo totalmente dispuesta a que me tragara tu gozar.
Debí haber sido bueno, haberte dejado marchar o aconsejarte que lo hicieras, pero no, no gustaba, no quería, no lo deseaba en absoluto. Te abracé más fuerte y mis manos subieron hacia tu busto mientras tu cabeza reposaba en mi hombro con los ojos entrecerrados del bienestar interior. Te apretaste contra mí y quisiste fundirte, yo decidí facilitarte la tarea y recorrí tu silueta con mis manos para acabar agarrando el borde de tu camisa y levantarla para que, tras un voleo, se perdiera en el aire y acabara en algún recóndito lugar del suelo. Quisiste decir algo más pero la mano izquierda fue más rápida y tras un sonoro click tu sujetador también fue a parar hacia donde la camisa se encontraba. Ya no podías escapar, aunque tampoco es que quisieras.
Me miraste, desnuda de cintura para arriba, con esos hermosos senos sin ningún tipo de restricción para mis labios, para mis manos, para mi recuerdo. Tus piernas temblaban más incluso que tu pecho ante el agitado ritmo de tu corazón y la hiperventilación debido al nerviosismo. Te acercaste a mí y pronunciaste más con tu cuerpo que con tus palabras que, durante ese momento eras mía. Te dejaste llevar por las palabras que salían de tu imaginación y lo soltaste sin más, apretando, sin querer desaparecer de aquel lugar idílico que los dos habíamos creado en nuestra mente, hecho realidad, en nuestros pequeños palacios de cristal.
Sin previo aviso nos vimos impulsados a besarnos, contra la pared, apretados en un revoltijo de giros y tomas de poder. El contacto con la fría y blanca pared te daba pequeños respingos graciosos que provocan ciertos botes que mecían tus posaderas de lado a lado huyendo de mis garras de cazador. Nos apresábamos entre el cuerpo del uno y la cortada retirada, apretándonos, besándonos y buscando más el uno del otro. Me sonreíste, sincera, una de las sonrisas más sinceras que habías dado en tu vida, yo sonreí para ti y los dos nos fundimos en otro beso. Tras él saltaste sobre mí y te apretaste a mi cintura con tus piernas sin querer dejarme de ir. Yo te levanté, aprovechando para levantar tu culo a firmes golpes y dejar que te agenciaras un lugar sobre mí, apoyada en la pared. Allí elevada, indefensa pero poderosa, te dejaste llevar, guiándome con tus manos sobre mi cabeza dónde debía besarte. Probé de nuevo tus labios, tus orejas, acaricié tu pelo y me dejé llevar por los mordiscos de tus labios para acabar besando de nuevo tus pezones. Tus tetas se balanceaban hacia delante con cada respingo, botaban con cada exhalación con la que yo aprovechaba para subirte un poco y hacer más notorio la unión de mis caderas sobre las tuyas. Me invitaban a probarlas, cual manzana de Hespérides, y yo probé de su fruto prohibido con deleite de saber mía la piel dorada que cubría tu busto. Hundí mi cara en tus senos, abrazándote, y me dejé llevar mientras tú bajabas lentamente hacia el suelo buscando el máximo roce entre tu pantalón y mi ingle. Yo comía obnubilado del hermoso tesoro que tus tetas representaban para mí en aquel precioso instante, y me sentí saciado de sacarte gemidos guturales que rompían el silencio de la mañana, que se expandían por los rincones de la habitación como también lo hacía el placer por tu cuerpo. Mis manos se perdían acariciando aquellas frutas de perdición, con suaves círculos, ligeras curvas serpentinas hacia los laterales, discretos e inesperados pellizcos, suaves vibraciones con mi lengua, pequeños besos furtivos que derivaban en un cruce de nuestras lenguas en tu boca más arriba de aquellas maravillas.
No obstante, con tanta buena acción de perdidas intenciones seguías viéndote al límite de la desesperación por disfrutarnos. Notaba la humedad de tu entrepierna, el resuello comedido de tu voluntad, el ardor del recuerdo de tus uñas en mi espalda y el cosquilleo que tu piel desnuda provocaba en la mía. Sólo quedaba mover la ropa de sitio y continuar la misión empezada. ¿Dejarse llevar por el deseo a lo prohibido o dejar prohibido aquello deseado? Esa, mi preciosa compañera de noche, era tu decisión, pues yo quería obedecerte, aquel curioso día, en sólo eso precisamente. Era nuestra vía de escape, nuestra delicia, nuestra ambición, el sentimiento de deleitación perdido y por el cuál siempre andábamos en constante búsqueda. Nuestros labios volvieron a unirse mientras te separabas y dejabas la habitación junto a tus pantalones haciendo que tu culo bailase al son de su marcha. En un último momento, te giraste, mirándome con esa mirada tuya tan típica en tu deseo inexplicable por mi ser, me deseaste y me tendiste una mano mientras me devorabas con la mirada y me imaginabas con el corazón. A tu derecha quedaba la puerta hacia la calle en las que podía decidir perderme en un intento de encontrar aquello que iba a dejar perder en ti. A tu izquierda quedaba la puerta hacia tu dormitorio donde gustaría mejor de perderte en un intento de no querer encontrarte del todo y así no alejarme jamás de ti.
Volvíamos a aquello prohibido, a cruzar la línea de lo deseado, de aquello que más juego nos daba, por lo que más amor sentíamos. Por el apetito de nuestras mentes, la codicia de la impaciencia por sentirnos. ¿Qué dirección gustabas que tomara? ¿Qué opción ya elegida se escondía tras tu mirada? No lo pensé, tendí mi mano y pensé:
―Elige lo que gustes, pequeña, pues todavía está en tu mano decidir qué voy a hacer contigo.