Qué rico follan los amigos de mi hijo (1)
Adal y Caleb me siguieron a mi pequeño escondite y, ahí mismo, me despojaron de mi virginidad anal, de mi lealtad a mi familia y, para terminar, de todo pudor que pudiera tener en el sexo.
Me llamo Alexis, tengo 39 años y les contaré la historia de cómo dos jovencitos de 18 años me hicieron desviarme del camino. No revelaré mi ubicación para protegerme de que me encuentren en redes sociales y me acusen con mi esposo o con mi hijo, sólo diré que vivo en la zona norte del país. Mi esposo es ranchero de toda la vida, yo, en cambio, nací en Ciudad de México y me casé con este hombre cuando me harté de batallar con los estudios. Su familia tiene dinero, mucho dinero, en aquel entonces eso me pareció todo lo que necesitaba para dejarme follar por alguien más. Con 20 años, me casé con este hombre y ese mismo año tuve a José Manuel, mi hijo. Al siguiente, tuve a Astra, mi niña. El tema es que cerca del rancho en el que vivimos, hay unas cascadas que fluyen todo el año, no son grandes, pero bastan para dejar que el agua clara fluya por encima de la cabeza y da para un baño muy relajante, más después de un día de escuchar a los hombres acarreando ganado y mercancía.
Creo que ya llegó la hora de describirme. Mido 1.67 metros, peso 70 kilos, soy de piel blanca, cabello castaño rojizo que llevo a la altura del mentón, tengo ojos marrones, la boca chica pero con labios gruesos, uso bra 32f americano, naturales, 62 de cintura y 89 de caderas. Mi culo es grande, todas las mujeres de mi familia gozan de curvas en sus cuerpos y puedo decir orgullosa de que mis pechos son los mejores de todos en ella.
Aquel día estaba bastante estresada por culpa de mi marido. Tres vacas se habían perdido y me echaba la culpa por dejar la puerte de metal de nuestro terreno sin candado. Simplemente no podía soportarlo más, le escupí en la cara, me subí a la camioneta y manejé mis treinta kilómetros hasta llegar a las cascadas. Escondí bien la camioneta en los matorrales que tenían árboles cerca, me desnudé, chequé que no hubiera ningún animal cerca ni en el agua. Clara como el aire, me metí en una pequeña tina natural que formaba el fondo de piedra de la cascadita, un árbol me cubría del sol y podía relajarme plácidamente, el agua estaba cálida, pero no tanto para que no refrescara el puto calor de esta zona específica del país. Estuve allí sin ningún problema durante casi media hora. Me relajé me hundí completa en agua, me masajeé los pechos, hundí mis dedos en mi ano y eyaculé lo que no había eyaculado en algunos meses. Estaba lista para dejarme caer en la cajuela cuando escuché pisadas acercándose hacia mi. No tuve ni tiempo de vestirme cuando me topé con una vista muy placentera, pero preocupante a la vez.
Frente a mí estaban Adal y Caleb. Adal era de piel morena clara, delgado como pocos hombres y su carita inocente contrastaba con el alargado y erecto miembro que le colgaba entre las piernas. A su lado, con uno de los sombreros de mi esposo, estaba Caleb. Musculoso, de piel morena más oscura que la de Adal, su abdomen marcado y las piernas anchas. Un miembro más corto se meneaba al ritmo de sus pisadas, era ancho, aterradoramente ancho y venoso. Sus penes reflejaban a la perfección a sus cuerpos: el de Adal era largo y delgado, el de Caleb grande, grueso e imponente. Me habían seguido hasta aquí, que Caleb tuviera puesto el sombrero de mi marido sólo podía significar una cosa: él mismo los había mandado. Les pregunté qué hacían aquí, les pedí que me dejaran sola mientras me vestía, ninguno respondió y se limitaron a acercarse más y más a mi, sus hermosas vergas palpitantes y erectas. Caleb me agarró del brazo, me dio un jalón tan fuerte que me sacó del agua y me obligó a besarlo. Adal, mientras tanto, entró a la tina en la que yo estaba, mi culo le quedaba a la altura de la cara, aprovechó para darme una deliciosa mamada de ano, un placer que llevana sin disfrutar desde antes de casarme. Mientras Adal cuidaba mi retaguardia, Caleb me tenía ocupada. Una mano mantenía mi nuca con fuerza, me obligaba a no separar nuestros labios, la otra me mantenía quieta, rodeada con su enorme brazo musculado, duro como piedra, duro como su pene presionándome el abdomen. "Dios, qué les dan de comer a los jóvenes", pensé al sentir en mis carnes el grosor de Caleb, era como una lata de refresco y su achatado glande parecía una fresa de lo rojo que estaba.
Cuando Caleb me soltó, fue para poder darme una mirada mejor, yo dejé ir mis caderas un poco hacia atrás, la mamada que Adal me estaba dando me obligó a sacar el culo y agacharme un poco, cosa que Caleb aprovechó para introducir si monstruo en mi boca, apenas entró el glande y la mandibula me dolía, no tardó mucho en sacarlo y obligarme a acercarme a él, me abrazó con un brazo y con el otro guió su pene hacia mi vagina. "No, no, espérate, no me metas esa madre así como así, pendejo", le dije y fue Adal el que me agarró de la nuca con fuerza, me obligó a voltear a verlo y me dio una cachetada que me dejó viendo estrellitas. "Ponte en tu plan de cabrona, a ver si te sirve de algo". Yo no dije nada, empecé a entender que yo no tenía control sobre la situación. Iba a ser violada. Comencé a llorar y Caleb me agarró con suavidad del mentón y dirigió mi cara hacia la suya. Su mirada era tan... cariñosa, como si de verdad me amara. "Llevamos deseando esto ddesde chiquitos, Alexis, perdónalo". Habiendo dicho eso, Caleb me levantó por las nalgas, tuve que enrollar mis piernas en su cintura para no caerme y rodear su cuello con mis brazos. Caleb entonces introdujo sin piedad alguna su excepcional verga. Entró de golpe y pude sentir cómo un clic en mis caderas, comenzó a moverse lentamente y mis piernas perdieron fuerza, hubiera caído de no ser por la perfecta embestida que Adal me había dado cuando introdujo su alargado pene en mi ano. Ahí estaba yo, llorando de dolor y placer mientras una verga monstruosa destruía mi vagina y un pene del largo de mi antebrazo desvirgaba mi ano. Lo peor de todo era que lo estaba disfrutando.