Qué nochevieja aquella
Cómo el alcohol desinhibe a una joven pareja de amantes ante otra mucho más experta.
QUE NOCHEVIEJA AQUELLA...
Aquella nochevieja habíamos decidido pasarla en Andorra, y por ello habíamos contratado un viaje organizado en autocar, con derecho a autocar, cena, cotillón, más tres días de esquí, a un precio realmente muy bueno.
Lástima que otros amigos nuestros a final no pudieron venir. Mi novia y yo, entre 64 desconocidos más.
Ella era morena. Delgada, con un rostro de inocencia pura, que ocultaba el volcán que tenía dentro. Entonces teníamos ambos 18 años recién cumplidos, y era una de nuestras primeras escapadas sin la férrea vigilancia de los padres. Con frecuencia habíamos burlado su control, y ella no era virgen por ningún sitio. Había convivido con un hermano mayor, que dejaba demasiado a la vista revistas porno que ella devoraba en su habitación, sola con sus dedos buceando en la licuada vulva, y por ello, ansiaba probar todo cuanto había visto en papel couché.
Así pues, el esqui, aunque era nuestro deporte conjunto, era accesorio, puesto que lo que ansiábamos era tener cuatro noches de pasión sin límite, y sin sufrir por si alguien nos podía pillar follando.
Al no ser cuatro, y bajar un poco tarde al restaurante del hotel, nos tuvieron que acomodar con una pareja, de unos 35 años, impecablemente vestidos. Nosotros no íbamos mal, aunque no de tiros largos. Ella, rubia natural, a juzgar por sus profundos ojos verdes, lucía un vestido de raso negro que modelaba una figura casi perfecta. Me fijé que, o bien no llevaba ropa interior, o bien era de la que no marcaba las costuras. En todo caso, los pezones de punta que se le marcaban, eran señal inequívoca de que al menos sujetador, no tenía. Él, un poco más alto que yo, vestía traje gris, y, cuando, tras las presentaciones se quitó la americana, en la etiqueta ponía claramente Armani. Covadonga se ruborizó ligeramente cuando él le dio dos besos en las mejillas, mientras que una mano, como para marcar distancia, cogía su frágil cintura.
Nos sentamos cruzados, esto es, Covadonga junto a mí, mientras que Montse (la otra mujer), lo hizo enfrente mío. Alberto llevaba el peso de la conversación, mientras la cena transcurría muy apaciblemente. De primero, un cóctel de gambas y unas ostras, regadas con vino blanco. De segundo, churrasco a la pimienta, con vino tinto; un sorbete antes del pescado, acompañado de cava, y una terrina de queso fresco y arándanos de postre prácticamente con el cambio de año. Me sorprendió que Covadonga mezclara todos los caldos, ya que ella normalmente bebe poco. Cuando brindamos con las campanadas, ya tenía esa risa floja que suele acompañar a los que no han controlado el alcohol que han ingerido. No les pasó inadvertido a Alberto y a Montse. Cuando nos felicitamos mutuamente, la lengua de Covadonga se enroscó con la mía. Fue un beso dulce, cargado de intención para después. Ella cerró los ojos. Quise hacerlo, pero lo que ví de reojo me lo impidió. Ellos hacían lo mismo, aunque la mano de él estaba apoyada en uno de sus senos, que, aunque no muy grandes, se antojaban firmes y duros como rocas.
Prácticamente las dos parejas nos despegamos al unísono. Era el turno de intercambiarnos los besitos de rigor. Sin embargo, pasó de forma diferente a lo que esperaba. Cuando junté las mejillas con Montse, sus erectos pezones cosquillearon mi torso, que, a pesar de la camisa y la corbata, notó en toda su intensidad el poderío que emanaban. Pero lo que más me turbó fue ver que Alberto besaba en la cara a Covadonga, mientras sus manos palpaban su culo; ¡y ella no hacía ningún gesto incómodo!.
Nos volvimos a sentar. Los camareros, eufóricos con la celebración, trajeron más cava y turrón. Tras varias botellas, noté un cosquilleo en las piernas, que achaqué al alcohol bebido. Sin embargo, me pasó la tontería rápidamente cuando identifiqué el origen de las cosquillas en los pies de Montse. En esos momentos, ella estaba explicando una anécdota de su trabajo, mirando a Covadonga, y ni en su voz ni en sus gestos delataba lo que pasaba debajo de la mesa. Y aluciné cuando ví que Covadonga estaba repantingada en la silla, con las piernas abiertas, mientras el pie de Alberto desaparecía entre sus muslos. Ella no hablaba. Se la notaba muy bebida, y con la mirada distraída de alguien que se deja hacer algo muy placentero. Al poco, se quiso incorporar para ir al lavabo. Montse se ofreció para acompañarla, lo cual era de agradecer, pues la mantuvo caminando dignamente entre las mesas, sin que se notara su embriaguez. Alberto y yo nos quedamos solos, mirando las espaldas de ambas féminas.
-¿Sabes qué hará Montse? espetó. Se encerrarán en uno de los lavabos, y le ayudará a bajarse las bragas, y la acariciará, para ver si le van las mujeres, y, si se deja, luego de que haya hecho pis y la limpie, le besará la vulva, y a continuación, la masturbará con tres dedos hasta que se corra, y luego le ofrecerá su coñito depilado. Si es tan viciosilla como supongo, la probará. ¿Qué te parece a ti? Mientras esbozaba una sonrisa de complicidad. Mi imaginación corría desbocada imaginando la escena. Por ello sólo atiné a decir: -bien.
-Bueno, pues la verdad es que podríamos subir a nuestra habitación, y disfrutar todos a la vez, sugirió. Estuve de acuerdo.
Mientras esperábamos que volvieran del lavabo, estuvimos intercambiando información sexual sobre nuestras parejas, detalles que pondríamos en práctica luego. Entonces, volvieron. Covadonga estaba colorada y muy risueña, y se sentó rápidamente, mientras que Montse, en un gesto calculado, me dio un trapito negro enrollado, que eran las bragas de ella; me hizo una caricia en la cabeza, y deslizó su mano hasta que sus dedos pasaron por delante de mi nariz. Un olor que reconocí enseguida inundó mi nariz: era el del coño de Covadonga. Mi verga saludó ese intenso aroma, y se puso como una roca, cuando Montse lamió sus dedos, que conservaban aún algún resto de crema blanca, cuyo origen era evidente para todos.
Sentí el impulso de besar a Covadonga; necesitaba saber si esos labios carnosos habían besado los labios vulvares de Montse. Y no me defraudó. Un embriagador sabor mezclado con su saliva llegó a mi lengua.
-Tortolitos, -interrumpió Alberto- que tenía unas braguitas blancas en la mano, oliéndolas disimuladamente, que eran las de Montse, ¿Qué tal si vamos a un sitio más tranquilo todos?. Como impulsados por un resorte, nos levantamos. Miré a los ojos de Covadonga, y ví su deseo. No hicieron falta palabras. Ajenos a nuestra historia, el resto de comensales se tiraban serpentinas, soplaban trompetillas y cantaban.
En el ascensor, Alberto atrajo hacia él a Covadonga, y, besándola en los labios, levantó su falda. Ella se dejó hacer. Sus manos recorrían el surco de sus glúteos, pero poco me importaba. Montse se acercó a mí. Me giré y la ví con el vestido alzado por la cintura, mostrando un tesoro libre de pelos. El ascensor subía lentamente hasta el 8º piso, y yo me arrodillé ante aquella vertical e húmeda sonrisa, y la toqué, suavemente, notando la suavidad de su piel, el calor que emanaba. Ella abrió un poco las piernas y se acercó más a mi boca. Acepté con gusto la fruta ofrecida. El sabor a piña ligeramente salada llenó mi boca. Gemía muy suavemente, y sus manos acariciaban mi cabello.
Sin darnos cuenta, el ascensor llegó al final de su recorrido, abriendo sus puertas. No había nadie, así que Alberto, que tenía a Covadonga cogida por su coño con varios dedos dentro, la llevó así hasta la puerta de la habitación. Era cómico ver cómo ella caminaba con las piernas abiertas, y una mano entre sus muslos. Como Montse se adelantó un poco, no me resistí a acompañarla amasando su firme culo.
Su habitación era una suite, grande, con dos ambientes diferenciados. Como si fuera algo natural en ella, Montse deslizó su vestido de su cuerpo nada más traspasar el umbral. Con menos donaire, Covadonga hizo lo mismo con su falda, que quedó en el suelo. Como en un ritual, se dejó sacar el jersey de angora por Montse. Sus pechos quedaron libres, puesto que, antes de cenar, me dijo que no llevaría sujetador. Alberto se puso detrás de ella, ya desnudo, y le cogió los pechos con firmeza, mientras acomodaba su pene entre las piernas húmedas de Covadonga. Me sorprendió el tamaño, que, sin penetrarla, así apretado desde detrás, enseñaba la punta por delante del sexo de Covadonga. Montse le sorbía los pezones, y bajaba parsimoniosamente su lengua por el ombligo y vientre, hasta centrarse en el hinchado y mojado clítoris de Covadonga, y la punta del capullo de Alberto. Covadonga gemía y lanzaba su cuerpo hacia delante, prolongando su placer.
Mientras, yo me había desvestido, y, estando Montse de cuclillas, me estiré sobre la moqueta cara arriba, y cual mecánico de coches, me deslicé hasta que mi boca se plantó debajo de su raja brillante de jugos. Sin ningún pelo, los labios vulvares se abrían lentamente producto de la abertura de piernas y la posición agachada. Empecé lamiendo el perineo y su culito sabroso, antes de lanzarme sobre su botoncito. En breves instantes se sentó directamente sobre mi cara, restregándome sus jugos por toda la faz.
Alberto propuso ir a la cama, para estar más cómodos. Era grande, de 2 x 2 metros. Covadonga subió, pero antes de estirarse, él la retuvo a cuatro patas, y, abriéndole las nalgas, se sumergió en su caliente coño. Ella se arqueó para que la lengua le entrara más profundamente, y ví perfectamente cómo dos dedos desaparecían en su culo hasta los nudillos. Covadonga cerraba los ojos, y no vio que Montse se estiraba con las piernas abiertas a la altura de su cara. Con sus manos, la atrajo hacia sí, y, como un gatito hambriento de leche, hundió su boca en el mismo sitio que yo había estado instantes antes. La cabeza de Montse colgaba por un lado de la cama, en la altura ideal, colocándome de rodillas, mi miembro desapareció entre sus labios. La sensación era increíble, Y, así con el culo alzado y la cabeza entre los muslos de Montse, Alberto no se resistió, y abandonando su trabajo de lengua, acercó su maza al coño de Covadonga, abriéndose camino. Ésta sintió tanto placer que alzó la cara para poder gemir más libremente. Las lamidas desesperadas al hinchado clítoris de Montse se multiplicaron, y, cuando ésta se corrió, yo ya no pude más, y descargué toda mi leche en su garganta.
El coño de Covadonga emitía sonidos jabonosos cada vez que el pistón se hundía hasta chocar con su útero, y, como ella estaba acostumbrada a anunciarme sus orgasmos, contabilizó dos antes de que él le regara las entrañas con su semen.
No nos dimos tregua. Alberto desenvainó su asta, y, llena de flujos y de restos de su corrida, se la ofreció a mi novia, que la acogió dulcemente en su boca. Ahora ella estaba estirada, y, lo que vi a continuación me volvió a poner en forma.: Montse cogió una pajita de refresco que tenía un zumo del frigobar, y, con un extremo en su boca, el otro lo metió en el dilatado chocho de Covadonga. Y aspiró. Y un líquido blanco llenó la caña. No se lo tragó, sino que, acercándose a la cara de mi chica, boca con boca, ví como los grumos de semen (ahí también estaba el mío, que no se lo tragó todo), pasaban de su boca a la de la otra, mientras ambas se masajeaban los pechos. A Alberto le causó el mismo efecto, y ya podíamos seguir. Nos estiramos los hombres en la cama, mientras ellas decidían con quién querían estar. Me volvió a tocar Montse, quien se empaló directamente. Su coño aún no me había probado, y lo ansiaba. Me pareció una vagina candente, que me succionaba toda mi esencia. Afortunadamente, tras un asalto, duro bastante más. Y noté que mi polla aún crecía más dentro de ella, cuando vi que Alberto enculaba a Covadonga. Ësta se lo metió de frente a él, mientras sus dedos abrían su flor, para que pudiera meterle dedos. Creo que eran cuatro, a juzgar por cómo se abría ella, pero su vello púbico no me dejaba verlo exactamente.
Montse gemía. Llegaba a lo más profundo de su sexo, mientras ella se movía circularmente. Se agarró a los barrotes de la cabecera, para que pudiera tener a mi alcance sus pechos. Los lamía, aspiraba y mordisqueaba. Notaba cómo cada vez más líquidos lubricaban su vagina. Pensé en meterle dedos por el culo, y el efecto fue devastador en ella. Se derritió con un orgasmo intenso, y se quedó abrazada a mí, aún empalada y con los dedos hurgando en su otra vía. Su respiración agitada golpeaba mi pecho. Yo seguí moviéndome, y pronto ella, sin mover el resto de su cuerpo, agitaba nuevamente sus caderas. Con su quinto orgasmo eyaculé dentro de ella.
Y mientras, Covadonga seguía recibiendo en su ya dilatado ano el bastón de Alberto. La enculada era brutal, el eje entraba i salía a alta velocidad, mientras la asía por las tetas para evitar que cayera. Ella estaba con los ojos cerrados, disfrutando el momento. De repente, el forcejeo de Alberto se detuvo, porque eyaculaba directo en los intestinos de Covadonga. Ésta estaba exhausta, y, gracias a los dedos de su follador, cedió otro orgasmo antes de desplomarse sobre la cama jadeante.
Decidimos darle un pequeño descanso, mientras yo disfrutaba del culo de Montse, quien lo apretaba y aflojaba a voluntad, con lo que me transmitía unas sensaciones increíbles. Le anuncié que iba a correrme, cuando ella se salió, y apuntó mi chorro hacia la entrepierna de Covadonga. Con una increíble puntería, su raja se convirtió en un monte nevado, que Montse lamió rápidamente. El objetivo era calentar de nuevo a Covadonga.
Ësta se dejó hacer, y se abrió de nuevo de piernas para permitir que yo la enculara, pero además, Alberto la follaría por delante. Montse dijo: salvajemente. Y nosotros, como robots, empezamos a bombearla furiosamente. Covadonga era un juguete roto, la carne de un bocadillo, que sólo podía gemir. Era una sensación increíble.
Ella se corrío un par de veces antes de que mi polla escupiera semen en sus intestinos, y que Alberto se vaciara en su útero.
Amanecía ya, y aún no habíamos dormido. A quién le importaba ir a esquiar. Ahora era el turno del sandwich para Montse. Esta vez fue su marido quien le metió el rabo por el culo, y yo me dediqué a su coño. ¡ Cómo se movía esta mujer! Además, movía los músculos de su canal para dar más placer. Menos mal que, llevábamos tantas corridas, que aguantamos rato. Con todo, ella apenas cedió 2 orgasmos.
Sobre las nueve de la mañana, nos dormimos todos. Lo último que recuerdo antes de cerrar los ojos fue a Covadonga, durmiendo de lado abrazada a Montse, con una pierna encima de su cadera, mostrándome cuán dilatados y llenos de esperma estaban los agujeros de mi novia. Desde entonces, pocas veces hemos practicado sexo sin que hubiera otras personas con nosotros.
Fin.