Que no se entere papá
Un chico rubio, con una ropa muy llamativa y un tanto estrafalaria, me atrajo hacia el camino adecuado.
QUE NO SE ENTERE PAPÁ
Dedicado a Fran con todo mi afecto. Es para ti.
Mis padres se casaron jóvenes y enseguida, tal vez antes de tiempo, me tuvieron a mí y me pusieron de nombre Antonio, como mi padre. Tres años después, buscando una parejita, no se cumplieron sus deseos y nació mi hermano Fran, que se convirtió enseguida en el preferido de mis padres.
Desde que tengo uso de razón recuerdo que todas las atenciones iban siempre para él y yo, muy prudente, no lo tomaba demasiado en cuenta. Los mejores regalos iban para «el niño»: las caricias, los paseos, sus antojos… Todo para el niño. Me busqué la forma de ser siempre muy independiente y evitar los celos.
El problema se fue acrecentando a medida que crecíamos. Siendo ya unos jovencillos, veía que mi padre jamás le negaba algo. Si le pedía dinero para comprar cualquier cosa, lo obtenía sin ningún comentario. Yo, sin embargo, empecé a dejar de pedirle nada que necesitase porque siempre había un «es que no puedo estar gastando todo el tiempo».
La cosa llegó hasta tal extremo, que me busqué un trabajo de repartidor para poder disponer de dinero y tener independencia económica mientras terminaba mis estudios, y pensé enseguida en encontrar a un chico con quien compartirlo todo y vivir independientes en nuestro propio apartamento.
Solo una vez, y me prometí no volver a hacerlo, me enfrenté a mi padre por ese asunto. Yo ya tenía edad suficiente para llevar mi vida aparte y, creyendo que tal vez mis padres me ayudarían, le pedí a mi madre que mediase para recibir un préstamo que, por supuesto, estaba dispuesto a devolverles. Como la respuesta fue negativa, como siempre, no pude contenerme y les grité que, al menos, me diesen las migajas que les sobraban de mi hermano.
Quizá nunca debí hacer eso. Fran se sintió culpable de que me distanciase de él, cuando siempre habíamos estado tan unidos. Me busqué un buen grupo de amigos que pensaban como yo y que tenían mis inclinaciones en muchos aspectos, y procuraba pasar el máximo de tiempo fuera de casa. Él salía con su grupito de amigos y amigas.
Como me echaba de menos más de lo que yo pensaba, hablaba por las noches conmigo cuando ya estábamos dispuestos a dormir.
―Antonio… ―susurró una noche con la luz ya apagada―. ¿Qué te pasa conmigo? Yo no te he hecho nada.
―Lo sé, hermano ―respondí sin prestarle mucha atención―. No me pasa nada. Sigues siendo el mismo para mí.
―¡No, no lo eres! Ahora te vas con tus amigos, desapareces, y a mí no me apetece salir si no es contigo.
―Tienes que aprender a buscar tu vida, tus amistades, tu ambiente; quizás una novia… Un hermano mayor no tiene por qué cuidar del pequeño, y yo siempre he cuidado mucho de ti.
―Si al menos me dejaras irme contigo y tu pandilla…
―No es una pandilla, Fran ―le aclaré con paciencia―. Somos un grupo de amigos, más o menos todos de la misma edad. ¿Qué hago yo llevándote con ellos?
―Bueno… Si voy a ser un estorbo…
Me dolió mucho decirle eso, pero no quise darle más explicaciones.
Mi pandilla ―como la llamaba él― no era más que eso: un grupo de chicos, todos gais, que nos movíamos por ambientes y vivíamos situaciones en las que yo no quería ver metido a Fran. No quise ni imaginarme su reacción si se enteraba de que su hermano Antonio era maricón y que andaba por ahí solamente con tíos.
Mis mejores amigos, Andrea, Ramón, Alex y Pedro, no lo conocían y podría colar muy bien como un chico algo más joven, sin embargo, ¿qué iba a decirle cuando supiera que todos éramos maricones? Además, sabía de sobra que Andrea ―más que los otros― enseguida iba a intentar ligárselo y desconocía la reacción de mi hermano. No entraba en mi cabeza verlo metido en una situación así.
Este Andrea, el más cercano a mí porque era el que más me gustaba, era un joven bastante alto, bien formado, algo musculoso y lo suficientemente guapo y simpático como para engatusar a cualquiera y llevárselo a la cama. Nada más. No había en él otra intención que la de pasar unas tardes o noches agradables, que se lo follaran y no tener compromisos ni ataduras.
Sin embargo, como no conocía a otro que fuese tan fácil, yo mismo me insinuaba a él si me apetecía follar un finde, y nos íbamos a una casa inhabitada que tenían sus padres. Un par de veces, lo hicimos en la buhardilla de mi casa. Fran lo conoció de vista y no me comentó nada que sospechara sobre él. Yo sabía que mis padres nunca subían; quizá mi madre por la mañana a limpiar y recoger el desorden que dejábamos. Pero no me fiaba nada de que subiera Fran y nos pillara in fraganti.
Normalmente, frecuentábamos un lugar a las afueras, que era una zona ajardinada a la que llamaban El caminito del rey . Era un lugar tranquilo donde ligar fácilmente, porque solo iban chicos a buscar a otros para pasar la tarde o la noche. Por supuesto que no era lo que yo buscaba, pero no había otra cosa mejor.
Una tarde, sentados todos allí en un largo banco de ladrillos algo escondido entre la maleza y pegado a la vereda poco transitada, estaba hablando más de la cuenta con Ramón, que tampoco estaba tan mal. No era tan alto ni tan fuerte, pero sí de mirada penetrante y ojos claros sobresalientes en un rostro moreno cubierto de negros cabellos.
Nunca me pareció mala idea pasar alguna noche con él. En su casa no había problemas de intimidad. En cierto momento, cuando menos lo esperaba, arrimó su cara a la mía, me besó en la mejilla y me miró sonriente:
―Hoy estás muy lindo, Antonio. Tienes el guapo subido. ¡Más de la cuenta!
―Ojalá me vieras con esos ojos siempre. No me disgusta nada estar contigo a solas, lo sabes.
―¡Claro! Pero no te hagas ilusiones otra vez, que yo no soy de pareja fija.
―¡Joder, tío! Es que sois todos iguales. En cuanto oléis a compromiso, salís corriendo.
En ese mismo instante, estando casi abrazado a Ramón, observé sobre su hombro que se acercaba, caminado despacio, por la vereda donde nos encontrábamos y en nuestra dirección, un chico rubio que no distinguía bien de lejos en la neblina de la tarde, pero que de cuerpo me pareció enormemente atractivo y sus andares eran muy sensuales. Se aproximaba con las manos metidas en los bolsillos y la cabeza agachada.
No pude apartar mi vista de él mientras estuvo caminando hacia nosotros y empecé a hacer planes para, de alguna manera, acercarme a él y conocerlo. No comenté nada. Si Andrea o Ramón se fijaban en él, lo tenía perdido.
De pronto, cuando me levanté y me puse en un sitio visible en medio del camino, pareció darse cuenta de que lo miraba, se detuvo cubriéndose con la capucha y se dio la vuelta. Si no lo seguía entonces iba a perder esa oportunidad de conocerlo. Ramón se acercó, acarició mi pierna y notó que estaba empalmado. Creyó que era por estar rozándome con él. Y no era por eso…
Observé con atención cómo se retiraba y cómo miró un par de veces atrás. Normalmente, esa era una forma de decirle a alguien que lo siguiese; lo habitual en ese lugar. Tenía que poner una excusa para deshacerme de Ramón:
―Hoy no tengo ganas de nada, de verdad ―dije despidiéndome y alejándome ya de ellos―. Quizá me vuelva a casa y me eche a dormir antes de que se ponga a llover con fuerzas. Hasta luego.
Todos ellos, al oír que me despedía así, murmuraron algo. Ya había oscurecido pero era muy temprano para irse a casa. Solo quería irme de allí, echar a correr lo antes posible y encontrar al chico que acababa de ver.
Por fin, comencé a caminar por el sendero, a paso ligero, hacia el lado por donde se había ido y, cuando supe que los otros ya no me veían, comencé a correr para encontrarlo.
De pronto, lo vi muy de cerca, aminoré mi paso para seguirlo y pude contemplarlo por la espalda, con aquella ropa tan llamativa, llegando a la plaza. Llevaba un chaquetón de color rojo oscuro ―como el vino tinto― con un gran escudo blanco y negro en la espalda. Sus pantalones vaqueros eran ajustados y destacaban los músculos de sus piernas. Sus zapatillas, de un extraño color amarillo verdoso, parecían brillar en la penumbra de la calle.
Miró un instante atrás, como para asegurarse de que lo seguía y dobló la esquina. En un despiste mío imperdonable, al salir a la plaza, el chico se había metido por alguna de las bocacalles. Lo busqué desesperadamente corriendo de un lado a otro, saltando para verlo de lejos y dejarme ver… Había desaparecido.
El resto de la tarde la pasé solo de bar en bar. Me lo gasté casi todo en cerveza y en comerme un perro caliente porque no pensaba ir a casa a cenar. Acabé por la noche con un conocido, Lucas ―que no era homófobo, pero casi―, sentado dentro de un bar para resguardarnos de la lluvia, hablando de los temas menos interesantes que se le podían ocurrir a una persona con dos dedos de frente.
Harto ya de oír sandeces vacías y piropos a tal o cual tía, me levanté bostezando y mirando el reloj:
―¡Vaya! ―exclamé―. ¡Las tres! Cómo se me ha pasado el tiempo…
―Pero, ¿ya te vas a ir? ¡Si es viernes!
―Llevo un día muy ajetreado, Lucas. Prefiero acostarme antes y ya aprovecharé mañana.
―¡Estupendo! ―dijo al despedirse de mí con un extraño interés―. Si quieres, podemos vernos otro rato mañana. Lucía está en Mallorca unos días con los padres y yo estoy solo…
―No sé… Te llamo si no llueve mucho, ¿vale? ¡Hasta luego, Lucas!
Cabizbajo, medio borracho, aburrido, empapado y frustrado, volví a casa caminando bajo el paraguas porque no me encontraba muy lejos. Cuando llegué, vi que se había fundido la farola de la puerta, saqué el teléfono y me alumbré para buscar las llaves. Luego, con cuidado, cerré sin hacer ruido, me quité los calzados empapados y llenos de fango y colgué mi chaquetón mojado y el paraguas.
Me sequé algo la cabeza y subí escalón a escalón. Nadie en casa, ni remotamente, me pareció despierto a esas horas. Al abrir la puerta de nuestro dormitorio comprobé que Fran no estaba en su cama. Un tanto intrigado, quise saber si estaba abajo, en la cocina, tomando algo. No lo encontré. Volví a subir a nuestra habitación y, pegándome luego a un lado de las escaleras de madera que llevaban a la buhardilla, subí con prudencia para que no crujieran los peldaños.
Ya arriba, me pareció ver la puerta entreabierta y no pude oír música ni ver luz alguna. Empujando con sigilo el picaporte miré al interior que, normalmente, estaba iluminado por una tenue luz LED macilenta y, a la derecha, cerca de la ventana que daba a nuestro jardín, como si estuviese viendo llover, vi a Fran de pie apoyado allí mirando a la oscuridad de afuera.
Estaba de espaldas y no se dio cuenta de que yo había entrado, así que no quise asustarlo y me pegué un poco a la pared para intentar razonar qué hacía allí despierto, de pie, a esas horas. Tropecé con algo que había en el suelo. Eran unas zapatillas de deporte amarillentas, y en la pared, pendiente de la percha, me di de bruces con el escudo blanco y negro de un chaquetón rojo oscuro. Me aseguré enseguida de que no había nadie más con él allí arriba.
―¿Quién eres? ―preguntó entre susurros―. ¿Antonio?
―Sí, soy Antonio ―farfullé sin alzar la voz―. ¿Se puede saber qué coño haces aquí a estas horas?
―¿No lo ves? ―dijo volviéndose otra vez de espaldas, hacia la ventana―. No podía dormir y me he subido a oír la lluvia. La farola se ha fundido.
―¡Sí! Hace muy mala noche, Fran ―le expliqué―. No está el tiempo para estar en la calle.
―¿Y qué piensas hacer? ―preguntó sin volverse―. ¿Vas a quedarte ahí a oscuras?
―No sé… Quizá me quede un rato contigo. ¿Te importa?
―Me da igual. Tú decides.
Di unos pasos hacia él sobre la tarima crujiente y noté enseguida que prestaba atención:
―No te preocupes, Antonio ―dijo―. No me molestas, si es eso lo que piensas.
―¿Por qué no te acuestas en esa cama? Aunque no tengas sueño, deberías descansar.
―Ya te salió la vena de hermano mayor…
―Tienes razón. Haz lo que te apetezca. Yo me he venido porque estaba aburrido.
―Yo sé lo que te pasa.
―Desde hace tiempo, Fran. Es culpa mía, y no me discutas eso… ―Miré a la pared de la entrada―. ¿De dónde ha salido ese chaquetón del escudo y de quién son esas zapatillas fluorescentes? ¿Ha venido alguien contigo?
―¡No! ¡Esa ropa es mía! ―respondió dándose la vuelta―. ¿Es que ni de eso te has dado cuenta? Es lo último que me he comprado.
―Te ha dado papá otro taco, ¿verdad?
―¡Pues claro! ―me pareció que hablaba aguantando unos gemidos.
―¡Bah! No me hagas caso, Fran. ¡Porfa! Sabes que a veces soy así.
―Es que… ―Volvió la cabeza para mirarme―. Es mi cumple y no me has dicho nada.
Creí que había cometido el peor error que puede cometer uno con su hermano y, observando aquella ropa, exacta a la que llevaba el chico que vi en El caminito del rey , me acerqué a él muy lentamente, puse mi mano en su hombro y besé su mejilla:
―¡Qué asco me doy, Fran! Ni siquiera me he acordado de comprarte algún regalo. No es que me sobre, pero no tengo perdón…
―Hueles a cerveza, Antonio. ¿Has bebido mucho?
―Un poco más de la cuenta, sí. De haberme acordado que es tu cumple me hubiera quedado en casa contigo.
―¡No sé! Supongo que a tus amigos tampoco les gustará demasiado estar en el parque con este tiempo de perros.
―¿De qué parque hablas?
―Te he visto hoy ―confesó―. Estabas con los de siempre… y yo, dando paseos solo, como un imbécil.
Fran, seguramente, había ido a buscarme. Quizá, al no encontrarme, se sintió solo y se fue a dar un paseo por aquella vereda.
―A lo mejor me equivoco, Fran. Me ha parecido verte por El caminito del rey y, cuando salí a buscarte, te habías ido.
―¿Y qué pensabas que hiciera cuando te vi? ¿Iba a dejar que supieras que frecuento un sitio así?
―¿Qué tiene de malo ese sitio?
―Lo sabes tan bien como yo, Antonio. No sé por qué disimular esto más. Yo voy a veces a pasear y a ver si encuentro a alguien. Nunca hemos coincidido…
―¿Vas a pasear allí? ―le pregunté con cariño, para que no se sintiera mal por eso―. Podrías haberte acercado a saludarme. Aunque…
―¿Aunque qué?
―Mis amigos, Fran. No me gustaría nada que conocieras a mis amigos de cerca. No son lo más apropiado para pasar una buena tarde.
―¡Hm! Conozco a Andrea muy de cerca. Sé que… sale a veces contigo.
―¿Andrea? ―exclamé asustado―. ¿Has estado con él?
―¡Tranquilo, Antonio! Lo trajiste a casa. ¿Te preocupa que lo vea de vez en cuando?
―¡Sí! ¡Claro que me preocupa, Fran! ―gemí poniéndome frente a él y observando sus ojos llorosos―. Ese tío no te merece a su lado. ¿Por qué no me has preguntado antes?
―Es igual. No me hubieras dicho la verdad.
Me sentí tan mal en esos momentos, que no pude evitar acercarme a él y abrazarlo con todo mi cariño y besar sus mejillas húmedas:
―No te quiero ver así, Fran. Entiendo que he guardado las distancias pero tienes que comprenderlo. No vuelvas a salir con Andrea, ¡por favor!
―No, no voy a salir más con él. Por lo que veo, ni siquiera le importa que seamos hermanos. Ya sabes lo único que busca… supongo.
―Seguro ―Lo apreté con fuerzas―. Todo lo demás le importa un bledo. No lo quiero a tu lado.
―Bueno… ―Suspiró―. Yo también buscaba algo así; ya lo sabes. Me equivoqué.
No quise responder a lo que acababa oír. Me retiré un poco de su cuerpo recordándolo mientras caminaba solo por el sendero de El caminito del rey hacia nosotros y, poniendo mis manos en sus hombros, acerqué mis labios a los suyos. El resto de los movimientos los hizo él. Pegó su boca a la mía y nos abrazamos y nos besamos durante unos minutos junto a la ventana.
No podía ver bien sus ojos, pero lo oí sorber la nariz; estaba llorando. Fui flexionando las piernas, dejando caer las palmas de mis manos por su pecho y sus costados, hasta quedar de rodillas ante él. No lo pensé un segundo y apreté mi cara a su pubis. Sus manos se aferraron a mis cabellos.
―Estás mojado, Antonio. Si quieres, bajo a por una toalla.
―¡No!
Volví mi cabeza para poner mis labios sobre su pijama y, pellizcando la tela por los lados, fui tirando de él hacia abajo para quitárselo. Cuando cayó al suelo con sus calzoncillos, se quedó inmóvil, pero no retiró sus manos de mi cabeza y fue acariciando mis cabellos casi empapados.
Al tener delante su cuerpo desnudo, aunque apenas podía ver algo, cogí su miembro flácido y empecé a lamerlo consciente de lo que hacía. Poco a poco, en menos tiempo del que esperaba, mi boca se fue llenando del fuerte músculo de su polla erecta, que destilaba ya aquel líquido pastoso suyo que saboreé por primera vez.
Apretó mi cabeza contra su cuerpo. ¡Lo deseaba tanto…! No me había dado cuenta de lo que había estado haciendo con él. Quise darle todo el placer que se merecía. Lo amaba, pero lo había apartado de mí por algo de lo que no era culpable.
No dejé de mamársela ni un instante y siguió manteniendo mi cabeza entre sus manos hasta que supo que no iba a poder aguantar más:
―¡No, no! ¡Déjalo! No tienes por qué hacerlo.
―No te equivoques, Fran. Ni estoy borracho como para no saber lo que hago, ni lo estoy haciendo para que me perdones.
―¿Por qué lo haces, entonces?
―¡Porque te quiero, Fran! Te he querido siempre.
―Te entiendo. Yo hubiera hecho lo mismo contigo.
―Déjame entonces que lo haga. ¡Te necesito!
―¡Claro! Al menos, los dos nos hemos dado cuenta de que no íbamos por el camino adecuado. Tú por un lado y yo por otro. La gente no se quiere, Antonio. Esos tíos se buscan solo para follar una noche…
―No vamos a seguir como hasta ahora. No quiero verte perdido por aquel sendero buscando algo que nunca vas a encontrar.
―Lo sabía… hasta que te encontré a ti. Y no quise que los demás supieran…
―¡Calla! No hablemos ya de eso, ¿vale?
―¡Bueno! ¡Vale!
Él no tenía que demostrarme nada. Me quería tanto, o más, que yo a él. Volví a meter con ansias su polla suave en mi boca y se la lamí y la chupé cuanto pude, apretando su culo y mis labios, hasta que empezó a suspirar entrecortadamente, sin moverse del sitio. En pocos segundos, saboreé por primera vez la leche de mi hermano, que entró en mi boca espesa y a raudales y, sin dejar de apretar mis labios, me la tragué oyendo el rumor de la fuerte lluvia que caía afuera.
―¡Vamos, levanta! ―susurró tirando de mí.
―¿Nos vamos a la cama? ―le propuse―. Yo no quiero verte aquí de pie y así.
―Esto no va a volver a pasar, Antonio.
―¿Por qué no? ―exclamé―. ¿Te he molestado?
―No me has entendido, hermano. Lo que no va a volver a pasar es que tú andes por un lado y yo por otro. Ya nos tenemos los dos. ¿Por qué vamos a buscar a nadie?
―¿En serio?
―Vámonos a esa cama, si quieres. Esta noche dormiremos aquí. No me fio de acostarnos juntos abajo.
―¿Quieres dormir conmigo? ―inquirí emocionado.
―¡Pues claro! Siempre lo he querido.
Me agaché para tirar hacia arriba de sus calzoncillos y su pijama, se lo abroché y caminamos sigilosamente hasta la cama, agarrados por la cintura. Aquello era más bien un camastro sin sábanas, como un diván muy ancho, para echarnos un poco cuando alguno se quedaba hasta tarde estudiando. Nos tomamos por las caderas, nos rozamos y nos besamos durante unos momentos y acabamos sentados mirándonos de cerca.
―Bueno… ―le dije―. Y ahora, ¿qué hacemos?
―Pues lo normal, Antonio. ¿No te parece?
―¡Claro!, pero me refería a otra cosa. Habrá que disimular muy bien esto. Tú sigue siendo como siempre y yo haré como que no sé nada de ti.
―¡Sí, hombre! ―protestó―. Yo quiero salir contigo. Y para acostarnos juntos…
―Tú procura que papá y mamá no nos noten nada. Yo voy a trabajar de momento en una gestoría. No me pagan mal la semana.
―¡Me alegro! Yo le pido a papá para terminar mis estudios y siempre me da lo que quiero...
―Pues con todo eso podríamos alquilar algún sitio, Fran. Ya iremos haciendo planes. Va a ser muy bonito, ¿no crees?
―¡Mucho! Pero yo ahora quiero otra cosa…
―¡A ver, dime!
No dijo nada. Volvió a tirar de su pijama y sus calzoncillos hasta los pies y se dio la vuelta sobre la cama mostrándome su culo y abriéndolo con sus manos:
―¿A qué esperas? ―apremió en la penumbra.
No tardé nada en abrir mis pantalones y tirar de mis calzoncillos. Se me había puesto durísima y muy lubricada a pesar de que apenas podía verlo.
―¡Oye, Fran! ―susurré―. ¿Te importa si lo hacemos con algo de luz? Puedo encender aquella lamparita del escritorio.
―Mejor. Yo también quiero ver cómo la tienes y cómo lo haces.
Anduve como pude hasta el escritorio, encendí la lamparita y pude ver entonces a mi hermano esperándome con su culo perfecto en pompa. Volví hasta la cama y, apoyando mis manos a sus costados en el diván, me fui dejando caer poco a poco. Fran echó su brazo hacia atrás buscándomela y me moví para que la encontrara. La dirigió hasta su lindo agujero rosado.
―Voy, Fran ―le dije―. ¿Estás preparado?
―Desde hace mucho tiempo. Me vas a estrenar, ¿sabes? Nunca he dejado que Andrea me la meta.
―¡Anda! ―exclamé―. Igual que yo. Tú también vas a estrenarme.
―Tú métela ahora. Esto será mi regalo de cumple.
―¡No, esto no! Mañana saldremos juntos a comer por ahí. Ya veremos cómo. Esto te lo regalo porque quiero que sepas que te quiero. Espero que tú también me trates bien luego.
―¿Lo dudas? Habla menos y fóllame, anda. ¡No me hagas esperar más!
Me resultaba extraño oír a mi hermano decirme esas cosas. Se lo había oído a otros en aquellas aventuras sexuales que había tenido de vez en cuando. Pero lo que estaba a punto de hacer en ese momento no era meterla en un culo caliente, sino amar a mi hermano.
No fue tan difícil penetrarlo, aunque supe en todo momento que estaba aguantando bastante. Todo era cuestión de irse acostumbrando.
―¡Aprieta fuerte, cojones! ―protestó―. No te vayas a asustar ahora.
―No te preocupes, Fran. Vamos a darnos gusto, que es lo que toca desde hoy.
―Eso me parece mejor. Y vete preparando para luego, que me toca a mí.
¡Pobre Fran! Acabó más agotado que yo a pesar de que había bebido. Me lo follé a su gusto, tanto como me pidió. Más tarde, casi al amanecer, se durmió antes de sacármela cuando me folló por segunda vez. Tuve que empujarlo un poco y con cuidado. Me levanté y fui a secarme la cabeza, a por su chaquetón rojo para taparlo, a por pañuelos y a apagar la luz. Volví a echarme a su lado y clavé mis ojos en su rostro mientras dormía plácidamente para volver a masturbarme mirándolo, oyendo la lluvia y sin molestarlo. En mi vida había estado tan excitado con alguien.
―¡Antonio! ―gritó mi madre enfadada desde abajo―. ¿Está Fran ahí contigo?
―¡Sí, mamá! ¡Nos quedamos dormidos anoche!
―Pues que baje cuanto antes. Le he preparado su desayuno.
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