¿Qué miras? ¿Te gusto o qué, maricón?

Te gusto o qué, maricón?? Me soltó a bocajarro mirándome fijamente con sus enormes ojos de azul intensísimo. Y yo no supe qué responderle, pues mi vista se desplazaba de sus pectorales firmes a aquellos ojos del color del océano, pasando por su tremendo torso bronceado y definido.

¿Qué miras? ¿Te gusto o qué, maricón?

Te gusto o qué, maricón?? Me soltó a bocajarro mirándome fijamente con sus enormes ojos de azul intensísimo. Y yo no supe qué responderle, pues mi vista se desplazaba de sus pectorales firmes a aquellos ojos del color del océano, pasando por su tremendo torso bronceado y definido.

Minutos antes, mientras descargaba la compra del coche, aparcado en doble fila delante del portal, lo vi venir. Vestía unas bermudas azul oscuro, una camisa blanca de lino entreabierta y un sombrero de paja. No sé si me llamó la atención su atuendo poco convencional aquella calurosa tarde de viernes o su forma de caminar, entre despreocupada y deambulante. Claro que me fijé en él. Lo miré varias veces disimuladamente entre las lunas de mi Qashqai, mientras sacaba los 2 packs de leche y una bolsa llena de compra del maletero. Cerré el coche, entré en el portal y lo vi pasar por el reflejo del espejo de la entrada mientras aguardaba el ascensor. En ningún momento hubo cruce de miradas, ni mucho menos. Me había fijado en él, sí, pero como en millones de personas (tíos, tías, jóvenes, viejos, el vecino que baja al perro, la señora con el carrito de la compra, aquella chica que iba de la mano con su hijo esta misma mañana…), y nunca nadie me había dicho nada; solamente como alguien que despierta tu curiosidad, como miras a quien está esperando frente a ti en el paso de cebra o el conductor que se ha parado junto a ti en un semáforo. Nada más.

Soy un tío masculino, nunca nadie me había llamado maricón ni había sufrido ningún tipo de acoso en toda mi vida. Hacía mi vida como me venía en gana, sin alardes pero sin esconderme de nada ni de nadie.

Por eso no supe reaccionar cuando, tras haber dejado la compra en la cocina de mi piso, bajé de nuevo a aparcar el coche. Nada más salir del portal lo vi: se había quitado la camisa y el gorro de paja y estaba apoyado en una farola a escasos metros de mi edificio. Me chocó verle allí, expectante. En décimas de segundo, mi mirada recorrió su vientre definido, sus pectorales firmes de un bronceado natural de lo más apetecible, su barba poblada… no me dio tiempo a llegar a sus ojos cuando oí que decía algo. Entonces le miré, miré hacia atrás por si había alguien con quien estuviera hablando y, cuando iba a decirle “disculpa, no te he escuchado, me preguntabas algo?” (no me sonaba de haberle visto nunca, quizás me estaba preguntando una dirección o el horario de autobuses, qué sé yo…), justo en ese momento en que iba a abrir la boca para hablar y le miré por primera vez a los ojos, me soltó el:

-¿Qué miras? ¿Te gusto o qué, maricón?

Pensé decirle que para nada, que no me gustaba. Eso, además de mentir, sería afirmar que lo había mirado y que, efectivamente, era maricón.

Pensé en ponerme chulo y decirle que me lo repitiese. Eso, además de no ir conmigo, pues soy un tío de lo más pacífico, sería abrir una discusión y el moreno parecía no estar en sus cabales: sus profundísimos ojos negros tenían una mirada fija que hacía entrever algún tipo de problema mental. Probablemente venía puesto de algo; lo más seguro es que fuese un pobre desequilibrado. Un tarado, quizás, pero con un cuerpo que quitaba el hipo.

Opté por hacer caso omiso a su provocación y seguí hacia mi coche. Nada más sentarme al volante me paré a pensar en las mil cosas que le podía haber respondido, en, incluso, haber sido amable con él… pero mi orgullo de machito sin pluma se sintió herido: aquel treintañero de cuerpo de escándalo, vestimenta bohemia y los ojos más bonitos que había visto nunca me había calado sin siquiera cruzar una mirada con él. Sí, lo miraba a él porque me gustaba.

En fin, pensé, tranquilízate, es el típico follonero que se monta su película y tiene pinta de violento. Has hecho bien en no caer en su provocación. Arranqué el coche y, cuando el tráfico me lo permitió, me incorporé a la calzada. Hacía un calor de mil demonios y, aunque había una plaza libre a la vuelta de la esquina, lo mejor sería guardar el coche en el garaje. Éste estaba una manzana más allá, tenía un acceso fácil y lo más probable es que no volviese a coger el coche hasta el lunes ya que me pasaría el finde entre mi casa, la piscina de la urbanización y el gimnasio. Durante todo ese invierno me había preocupado por definir un poco mi figura y, por primera vez en muchos años, había conseguido que la operación bikini me pillase en plena forma. La verdad es que siempre me he considerado no guapo, pero sí atractivo: 1.75m, castaño claro, mandíbula marcada, ojos color miel... y no me puedo quejar, en mis 32 años aún conservaba unos hombros anchos, unas piernas fornidas y un buen culo, labrados en mi época de nadador, y, aunque entre los 25 y los 31 me dejé ir un poco, nunca perdí la forma. Pero ese año mis músculos se marcaban bajo la ropa y hasta había conseguido un incipiente sixpac.

Salí del garaje y caminé los 50 metros que me separaban de mi edificio pensando en llegar a casa, ponerme el bañador y echarme una siesta en la tumbona tras darme un chapuzón en la piscina. Me tranquilizó el ver que no había nadie bajo la farola, aunque reconozco que me hubiese gustado verle de lejos siquiera, para poder volver a disfrutar de su cuerpazo. De hecho, recorrí la calle con la mirada en varias ocasiones sin éxito.

Entré al portal, subí a casa, ordené la compra, me quité el traje y me puse un bañador, una camiseta de asas y unas chanclas; cogí una toalla, el ebook, el teléfono y los auriculares inalámbricos y salí al rellano dispuesto a pasar la tarde de relax en la piscina de la comunidad. Nada más cerrar la puerta oigo tras de mi

-No me has contestado. ¿Te gusto o qué?

Un escalofrío recorrió mi espalda. Me acojoné de verdad: un tarado me había seguido, sabía en qué piso vivía y me estaba esperando en el descansillo. ¿Qué cojones hago? Llevaba las llaves en la mano, así que mi primera reacción fue introducir la llave en la cerradura y abrir la puerta. Os juro que no pensé que me podría seguir, pero así fue. Nada más abrir la puerta su fuerte brazo golpeó mi hombro. Me giré y le planté cara:

-¿¿qué coño quieres??

-Que me comas la polla

No me lo podía creer, con los nervios ni me había fijado. Ya no solo tenía el torso descubierto sino que llevaba la bragueta abierta y un tremendo rabo moreno, en estado de semierección, se mostraba igual de envalentonado que su portador.

En cuestión de segundos me encontré en el recibidor de mi apartamento arrodillado frente a un maromazo que cerraba la puerta tras de sí mientras me agarraba del pelo para introducirme su polla en la boca. Mi miedo y mi rabia se tornaron en deseo irracional nada más ver aquel pollón.

Tremendo cipote. Os juro que me he comido muy buenos rabos desde que me inicié en el sexo con mi mejor amigo a los 13 años, entre ellos el del repartidor de amazon que siempre deja mi paquete al final de la lista para tener tiempo conmigo, o el del novio de la Erasmus alemana aquella noche de borrachera, pero este era bestial. Le calculo unos 23cm, gruesa, recta, venosa y con un capullo de lo más apetecible.

-Pues claro que te gusto, maricón. – Me decía mientras me agarraba la cabeza con ambas manos, enormes, firmes igual que el pollón que me estaba obligando a tragar.

A pesar de lo fuerte y firme que era y de lo violento de sus palabras, me introdujo despacio su miembro en la boca. No intentó meterlo entero, supongo que consciente de que era muy improbable que nadie pudiese hacerlo. Al contrario, me sujetaba firme pero delicadamente, y yo disfrutaba del sabor agrio de aquel pollón tremendo con el que había tenido la

mala

suerte de tropezarme.

Además de lo impresionante del pene, los tremendos cojones que lo adornaban no se quedaban atrás: enormes, gordos y colganderos lucían esplendorosos y me golpeaban la barbilla. Los agarré y tiré de ellos, apretándolos por la base, de modo que su polla se puso,si cabe, más dura. Alcé la vista por su vientre perfecto y, sobre aquellos pectorales trabajados, volví a ver sus ojos azul intenso que me miraban fijamente de nuevo.

-Sabía que te iba a gustar mi polla, zorra.

Nunca me habían tratado así, jamás me había planteado que me pudiese poner cachondo ese tono amenazador. Es más, es que no podía entender por qué se comportaba así: con ese cuerpazo, esos ojazos y un rabazo de ese porte no tendría problema para follarse a quien quisiera.

Durante largo rato lamí, chupé, tragué, me empalé hasta el estómago en aquel pollón inmenso, que sujetaba con una mano mientras con la otra sopesaba los testículos que trabajaban y trabajaban para fabricar ingentes cantidades de lefa.

No recuerdo en qué momento me saqué la camiseta ni cuándo mi polla logró salir del bañador que la cubría, pero cuando quise darme cuenta estaba completamente desnudo y pajeándome, a la vez que sujetaba el mástil que tenía en la boca.

Su respiración comenzó a entrecortarse, su vientre a contraerse y supe que el tarado de ojos azules y cuerpo de escándalo no iba a sacar su polla de mi boca, pues me sujetó con firmeza por detrás de las orejas al tiempo que descargaba su leche caliente directamente en mi esófago. En el tercer o cuarto trallazo me atraganté, me salío la lefa por la nariz y tuve que sacarla de la boca, completamente llena de una leche espesa como en la vida había probado y que, obviamente, no fui capaz de desperdiciar: noté cómo bajaba caliente por mi garganta a la vez que me corría abundantemente en el suelo del recibidor.