¿Qué más vas a enseñarme?
Carta a mi amante, tras la increíble sesión de sexo oral en el auto.
¿Te acuerdas bien?
No fue un día cualquiera: te recogí en tu ciudad, a la hora que salías de la oficina, pasadas las cuatro de la tarde, y quince minutos después nos besábamos en un cuarto de hotel. Nos desvestimos cuidadosamente, prenda por prenda, cada una a su tiempo. Busqué entre los pliegues de tu cuerpo el botón del clítoris y la jugosa herida de tu sexo.
Me cabalgaste despacio, moviéndote como sabes hacerlo, sin dejar de besarme, hasta hacerme terminar entre estertores de agonía. Empapados en sudor, charlamos desnudos sobre las sábanas, pero tus dedos no me dejaban en paz, tus gruesos labios buscaban mi cuello y mi pecho y la verga recuperó su compostura.
Esta vez te monté yo. Tu abriste las piernas en compás y movías las caderas para recibirme, al ritmo de tus gemidos. Yo iba y venía, regodeándome con la vista, mirando como mi mejor amigo entraba y salía, se mostraba de pronto en todo su esplender para luego ser engullido por completo por tu carne generosa, mientras el sudor seguía corriendo y tus jugos le daban a mis ataques una deliciosa ingravidez que terminó con ambos fundidos en largo abrazo.
Nos metimos a la tina y disfrutamos el agua tibia y las burbujas, charlando de libros y versos, mientras la paz de nuestro espíritu se contagiaba a nuestros cuerpos. Saciados, nos acariciábamos, recordando en nuestras pieles, nuestros cuerpos, la larga hora precedente.
Tras ducharnos, salimos a la noche de tu ciudad. Cenamos pato con un vino del Penedés en un lugar que me habían recomendado, con una espléndida terraza que domina la ciudad. Tuve el raro privilegio de guiarte por los caminos del vino y de los cognacs subsiguientes y ya cerca de la media noche, saciado también el estómago como el cuerpo y el espíritu, fuimos a recuperar mi auto.
Conducía por la avenida que llevaba hacia el rumbo de tu casa cuando pusiste tu mano en mi paquete y empezaste a hurgar. "Busca una calle menos transitada" murmuraste y yo, obediente, di vuelta en la primera esquina y detuve el auto en mitad de un tranquilo barrio residencial cuando tus labios besaban ya la punta de mi verga.
Con los calzones en las rodillas y la vista en la calle, dejé que tus labios pasaran de la punta al resto del glande, haciéndolo tuyo. Lo siguiente fue sentir tus labios, tu lengua y tus dientes, tu mano acariciándome los huevos mientras recorrías mi verga con tu boca, a veces lamiéndola, a veces besándola, chupando al fin, mientras mi mano descubría, bajo tu pantalón, que estabas tan excitada como yo, pero esa vez estabas a mi servicio: quistaste mi mano y te acomodaste de tal modo que solo pudiera acariciar tu cabeza, hundir mi mano en tu larga y lacia melena negra, que brillaba a la tenue luz de los faroles, mientras tu seguían chupando, acariciando con la lengua, haciéndome tu esclavo.
Yo respiraba profundamente, concentraba mi mente en las inspiraciones y expiraciones, cada vez más separadas entre sí; mis ojos en la calle y los escasos autos que pasaban, y mis sensaciones todas en tu húmeda lengua, en los fuertes músculos de tus cachetes, en tus gruesos y jugosos labios.
Tus suaves lengüetazos sólo cesaron cuando mi pelvis, sola, subió hacia ti y bajó de nuevo, arrancando un creciente movimiento de vaivén para aumentar el gozo. Literalmente, te estaba follando la boca y, a pesar de las dos eyaculaciones de la tarde, del vino, de las respiraciones, sentí la llegada de un orgasmo incontenible, volcánico que tu, venciendo mis prejuicios, bebiste, para luego limpiarme con tu áspera, suave lengua y murmurar finalmente, "ya estás limpio".
Me quité los pantalones, no sin dificultad, por culpa de las botas y, con la verga al aire, le di marcha al auto y regresé a la avenida, pero tu no dejaste mi verga en paz y ésta, asombrosamente, no tuvo un instante de reposo: seguía rígida, totalmente parada, a pesar del inaudito placer y la abundante eyaculación previas. Entonces regresaste.
Yo conducía despacio, entre otros autos, entre gente que iba a lo suyo, que venía de lo suyo, mientras tu, entre mis piernas, chupabas mi verga. Ni mi verga ni yo, corazón, teníamos prisa: ella no iba a ninguna parte ya; yo, a dejarte en casa antes de emprender el largo regreso. Tu tampoco tenías prisa. Pink Floyd, en el ambiente, nunca la tiene. Labios, besos, placer y desafío al mundo entero nos llevaron cuesta abajo hacia tu barrio.
Paré en la placita del barrio, frente a la parroquia, con la intención de ponerme los pantalones, pero no me dejaste: mientras mis ojos vagaban sobre la portada barroca, iluminada por los faros nocturnos, tu, golosa e insaciable, seguías con mi verga y yo aprendí la intensidad del placer sin fin, durante largos minutos que parecieron horas.
¿Qué más vas a enseñarme, muchacha?