Que dios nos perdone.

Nuestra sociedad se extendió mas allá de nuestras labores comerciales y fue más fuerte que nuestras creencias religiosas.

¡QUE DIOS NOS PERDONE!

La primera vez que me fijé en la gorda (antes la había visto pero no me había fijado) fue a la salida de la reunión dominical de la iglesia protestante a la que fielmente acudimos cada domingo.

Me impresionaba que un cuerpo tan voluminoso conservara las curvaturas determinantes de cada una de sus zonas. Era una gorda esbelta. A pesar de sus movimientos lentos, no exentos de sensualidad, su andar era elegante.

Por esa época, pasaba yo por una de esas torturantes dietas que, de vez en cuando, me auto impongo para restringir mi tendencia a comer excesivamente impulsada por la ansiedad que me causan las operaciones de mi negocio. Por ello, me fijaba en todas las gordas que veía para darme ánimos y no desmayar en mi propósito de comer solo lo necesario.

Claro está que la ansiedad revienta por cualquier otro lado cuando tratamos de acorralarla y restringimos su escape natural, el mío consistía en buscar amantes y dejarlos en cuanto me atormentaban los remordimientos por lo pecaminoso de la acción. Al no tener amante, me volcaba en la comida.

Soy de pequeña estatura, pecosa, cabello negro largo, con un aire de gitana, portuguesa por parte de madre, voluntariosa, trabajadora, tengo un hijo, adoro el dinero y me llamo Evangelina.

Mi primer contacto verbal con la gorda fue a raíz de que coincidimos el primer día de clases ante la puerta del colegio protestante donde estudiaban nuestros hijos, ella tiene dos. Entre comentario y comentario mientras esperábamos que sonara el timbre de entrada, me confesó que hacía poco había dejado a la deriva a su esposo, pues estaba cansada de sueños y proyectos que nunca cuajaban y entre proyectos y ensoñaciones se le estaba pasando la vida sin lograr sus objetivos económicos. Los ensueños del marido no contribuían a aumentar la producción de dinero.

Inmediatamente la comprendí y congeniamos. Ese había sido el principal mal del que sufría mi ex marido. Odio a los soñadores que viven de ilusiones, pero más odio a algunos de mis amantes que han tratado de aprovecharse de mi industriosidad para obtener beneficios económicos del placer que me proporcionan, algunas veces. Creen que porque yo los deje asociarse a mi cuerpo y a mis ganas, también eso les da acciones en mi negocio.

Mi madre, que era mi ayudante en el negocio que poseo (películas y música pirateada) se estaba quejando mucho últimamente por mis supuestos maltratos, poco sueldo y excesivo trabajo a la que la sometía; así que decidí despedirla. Pronto descubrí que era demasiado trabajo para mi sola.

Un día le conté a la gorda mis penurias y se ofreció a ayudarme; sus ingresos como artesana de bisutería con venta al detal, estaban muy mermados desde que había echado al marido, que era el que se encargaba de las ventas. Al no haber vendedor el negocio iba mal.

Por esa época, yo no tenía amante y la gorda (a pesar de que tenía buen mercado para su abundosa mercancía) no parecía haber substituido aun a su hombre y fuera de la almibarada atención que le ponía a ciertos clientes que se notaba le atraían, no demostraba interés por buscarse un machucante de planta.

Trabajamos bien toda la semana. Me sentía complacida, pero la gorda era incansable y me arrastraba en su torbellino de laboriosidad. Era peor que yo, eso me hacía feliz. El sábado entrada la noche, nos detuvimos al fin, agobiada por el cansancio me desplomé en un sillón. Ella no parecía especialmente extenuada. Se colocó por detrás de mi silla y comenzó a darme un masaje en los hombros mientras conversábamos de tonterías. Sentí el relajamiento inmediato que sus fuertes manos me proporcionaban con sus sabios manejos. La cosa me impactó.

El día lunes, llegamos a un acuerdo económico justo. La producción de duplicados y su venta se había multiplicado, junto con los ingresos, de manera grandiosa desde que nos juntamos. Su amor por las ganancias y su actitud para embarrullar clientes era ejemplar. Para celebrar el final de la jornada le pedí otro masajito. Esta vez no solo me relajé mientras me masajeaba y conversábamos, sino que me vi obligada a esconder la agitación especial que me causaban sus inocentes manejos.

Unos vecinos del negocio (un par de viejos blasfemos, libidinosos y pecaminosos) me habían puesto el apodo de “La Tetadora” como una burla a mi religiosidad (por aquello de la tentación) y una alusión directa a mis atractivas tetas: prominentes, pecosas y tostadas por el sol a causa de mis escotes. Aparte de ellas, mi colita pizpireta era el otro adorno que me enorgullecía.

Estas prominencias, aparte de lo atractivas, son muy sensibles a cualquier manipulación y la gorda sin saberlo (y yo sin poder decírselo para no dar a entender mi excitación pecaminosa a una correligionaria) llegó a llevarme al borde del infierno de un orgasmo. Pero gracias al cielo, la manipulación cesó en el momento preciso y pude salvar mi honra, mi castidad y mi prestigio, pues la gorda notó que estaba sudando copiosamente y al pensar que el masaje me estaba haciendo daño lo detuvo.

-¿Te sientes bien?

-Si. Sí, es solo el calor, respondí turbada.

Con el pasar de los días, íbamos intimando más. La gorda sabía algo de peluquería y me cuidaba el cabello en los momentos de poca afluencia clientilestica, yo notaba que el roce de sus manos en mi cuello y mis orejas tenía la facultad de causarme sabrosos escalofríos que me llegaban hasta los muslos. Una noche sola en mi cama, rememoré esas sesiones y me vino un violento deseo de masturbarme. Después de hacerlo, pedí perdón por mi pecado y me quedé dormida profundamente, como hacía meses que no lo hacía.

Desde ese día, mi deseo de comer excesivamente disminuyó. Nos concentrábamos solamente, como un par de demonias, en hacer dinero y lo estábamos logrando. Al culminar la jornada, el consabido masajito era infaltable. La confianza los hacia cada vez más audaces y atrevidos. A veces sus dedos rozaban mis pezones. Yo resistía las sensaciones que sus manipulaciones me causaban sin chistar, porque pensaba que esos sabrosos toqueteos eran fruto de la confianza, de descuidos inocentes, de su deseo de hacerlo mejor y porque me encantaban. Ahora, al salir del negocio corría a masturbarme mientras me duchaba.

Me sentía liberada de responsabilidad, mi pecado era mío y no contaminaba a nadie con mis libidinosas sensaciones. Dios comprendía que así me sentía mejor, producía más y por ende, mi contribución económica semanal a Su iglesia aumentaba semana a semana.

Una tarde, en medio de un masaje especialmente largo y sensitivo, sentí que sus manos aferraban mis tetas, las rodearon con sus dedos y ordeñaron mis recalentados pezones. Por evitarme una escena en la que se notaría la pérdida de mi auto control, por la excitación que ya no podía controlar, antes de que fuera tarde, salté  de la silla como impulsada por un resorte, la encaré con mi faz sonrojada por la emoción y mi pechera abierta por la manipulación, y le grite:-¡Me estás haciendo pecar!

Ella, respondió llevándose la mano a la cara como si yo la hubiera abofeteado, giro sobre sí misma y salió corriendo del local sin ocuparse de recoger sus pertenencias. Quedé estupefacta y horrorizada por el estrago que había causado con mi intemperancia, mi inconsciencia y mi falta de control. Esa noche no dormí y la pasé llorando.

Al día siguiente mi hambre enfermiza reapareció y la gorda no. El negocio se resintió y estuve todo el día como en las nubes. Así pasaron tres días. Entonces, tomé sus pertenencias y me fui a esperarla a la entrada del colegio. Allí la hallé. Cuando me vio se puso a llorar.

-Perdóname, decía entre sollozos.

Me senté a su lado en el banco.

-No ha pasado nada, le dije mirándola y sosteniendo sus manos entre las mías, tienes que regresar o vamos a quebrar.

-¿Por eso fue que viniste?

-No. Me hacen falta tú y tus masajes.

-Creí que te hacía pecar.

-Lo sé. Pero nos hace bien.

-Después que te tocaba, se sinceró, tenía que correr a masturbarme y todo mi cansancio desaparecía.

-Después que me tocabas, me sincere, me dejabas tan caliente que tenía que masturbarme cuando me bañaba. Me hacía dormir bien y no tenía que hacer dieta.

-¿Todos los días? Me preguntó con fingida incredulidad.

-Si. Todos los días.

-Creo que eso es falta de hombre, opinó sonriendo pensativamente.

-No seas pecadora y mal pensada. Lo que nos hace falta es trabajar. ¡Vámonos que ya es tarde!

Pasamos unos días sin masajes ni peinados, el negocio volvió a prosperar, volví a mi excesiva manera de comer y la impulsé a hacer lo mismo. Después de unos kilos de más, le dije:

-Volvamos a nuestra rutina de masajes y masturbaciones, me estoy volviendo loca.

-Si. Es mejor, me respondió con sinceridad, ya no puedo más, me voy a poner redonda.

-Dios comprende, finalicé.

-Amén, finalizó.

Esa tarde, no escondimos nuestras excitaciones durante el proceso al que me sometió. Al final, nos despedimos y cada una corrió a su casa a hacer lo que siempre hacíamos. La paz volvió. Dulces sueños. Fin de la ansiedad. Comienza el adelgazamiento.

El negocio prosperó aún más. Nos mudamos a un local cercano, más amplio y cómodo. La sociedad era perfecta. Un día decidimos probar masturbarnos en el mismo sitio, aun con la calentura del momento y con las manos en la masa. Fue maravilloso aunque nuestra idea de lo pecaminoso nos pasó factura y nuestras conciencias se resintieron con remordimientos. Mientras nos librábamos de ellas, volvimos al sistema tradicional.

Después de haber oído un sermón de nuestro pastor, en el que describía cierta escena bíblica que podía ser utilizada, si le dábamos la vuelta, como apoyo a la eliminación de nuestros escrúpulos volvimos a intentarlo, y nuestras consciencias reblandecidas por el deseo y la permisividad supuestamente encontrada en el sermón, no nos remordieron. La biblia había resuelto el problema.

Uno de los viejos libidinosos que habíamos tenido como vecinos en el pasado, decía que cristo no reprobaba el consumo de licor pues su primer milagro había sido convertir agua en vino, que ningún mandamiento dice “no te masturbaras” y que otro dice “no desearas a la mujer de tu prójimo”, o sea, que se puede desear al hombre de tu prójimo y de mujeres entre sí: ni palabra. Seguimos experimentando. Había llegado la hora de “Yo te masturbo, Tú me masturbas” como buenas socias.

Apagamos las luces. Pero aun así con la claridad que se filtraba a través de los tragaluces podíamos vernos sin mucha dificultad. Nos despojamos de casi toda la ropa, nos sentamos al lado una de la otra y tímidamente comenzamos a tantearnos. La mía es pequeña, rosácea y de labios no muy gruesos, la de la gorda es como ella: todo en mayúscula. No pude aguantar la risa cuando se la agarré. Era como ella: Inmensa.

La risa nos distendió. Comenzamos a explorarnos. Pronto, estábamos emitiendo sonidos raros y se oía el chasquido que producían nuestros dedos al resbalar por nuestras húmedas almejas. Abríamos y cerrábamos las piernas al son del placer. Nuestras nalgas mojadas por el sudor y los flujos, resbalaban sobre la cubierta de plástico del sillón, en la medida que el enloquecimiento de nuestras caderas salía de nuestro control.

Logramos sincronizar casi perfectamente el momento culminante y nuestros murmullos, gritos asordinados, susurros, brincos y sobresaltos se confundieron en uno solo, ahora si podíamos decir que éramos socias en todo.

Seguimos con la costumbre diariamente al cerrar. Ya éramos expertas y no pensábamos en función del pecado, sino de la gozadera. No podía ser pecaminoso algo que nos hermanaba, nos ayudaba a lidiar con la dificultosa vida, nos eliminaba el stress y la gordura y nos mantenía alertas y felices.

Dos meses después decidimos dar un nuevo paso: Hacerlo totalmente, con todo.

Mandamos a los carajitos con mi mamá esa noche. Le dijimos que no nos esperara despierta porque íbamos a realizar un inventario y no regresaríamos temprano. A las seis de la tarde nos encerramos en el local: ¡vamos a fornicar, ahora si en serio y con todo el pecado del que hablan los mandamientos!

Nos tomamos unos vinitos para relajarnos. Pusimos música y una película. Colocamos una manta en el piso para acostarnos en ella. Nos desvestimos rápidamente y la gorda se acostó boca abajo apoyada sobre sus codos, mirándome seriamente. Yo estaba boca arriba al lado de ella, con las manos detrás de mi nuca. Nos mirábamos.

-Yo voy a ser el macho, tú serás la hembra, me dijo con autoridad.

-¿Cómo es eso? Pregunté incorporándome levemente. El movimiento acercó más mi cara a la suya.

-Ahora vas a ver.

Acto seguido fue acercando lentamente su boca a la mía hasta que nuestros labios se unieron. Abrió mi boca con sus labios carnosos y su lengua cálida, húmeda, gruesa y pecadora se consiguió con la mía que inmediatamente la enroscó en un abrazo goloso.

Pasó un brazo bajo mi cuello, su mano libre se apoderó de mis tetas, causándome una locura que me recorría completamente. Siguió bajando por mi abdomen pecoso, blanco y erizado de expectativas angustiosas, haciéndome cariños cosquillosos y tramando arabescos en mi piel con la punta de sus pesados dedos. Por donde pasaban dejaban la sensación de su tacto marcada por unos segundos.

Nuestras lenguas seguían enroscadas cuando sus dedos llegaron a mi ombligo. Mi respiración se hizo más rápida, abracé sus solidas espaldonas y me puse a acariciar el nacimiento de su cabello, lo que pareció agradarle, y desde allí llegué con la caricia hasta sus voluminosas nalgas. Sus dedos siguieron bajando y sentí que habían llegado a la entrada de mis labios mayores.

Aparte momentáneamente mis labios de los suyos, nos miramos fijamente y antes de volverme a sumir en las delicias de un pecado sin retorno, le dije-¡que dios nos perdone!

Sentí sus dedos gruesos y ansiosos penetrando mi mojada gruta. Abrí más los muslos, cerré los ojos, apreté los músculos vaginales como un último recurso inconsciente para evitar lo que deseaba con todas mis fuerzas y dejé salir un ronquido leve pero largo que le indicó que mi último escrúpulo estaba dando paso al placer supremo.

Volvió a separar su boca de la mía en el preciso momento que mi trance llegaba, sacó sus dedos de mi vagina, congelando la delicia casi a la salida de mis entrañas.

-Ángel, quiero que me acabes en la boca, quiero beberme tu orgasmo. Es mío, yo te lo doy, me dijo mirándome fijamente con su boca rozándola mía y el tamborileo de su corazón resonando en mi tórax.

Solo atiné a mirarla y afirmar repetidamente con la cabeza, pues estaba imposibilitada de hablar con esa cosa sabrosa que tenía aprisionada entre mis piernas pugnando por salir que se había adueñado de mi voluntad y de mis facultades.

Comenzó a lamerme suavemente con su lengua demoniaca mientras sus labios sensuales me sorbían cada poro. Iba arrasando con todo lo que conseguía a su paso, con mi cuello (que me hizo desfallecer), con mis pezones (y casi me hace acabar antes de tiempo), con mi ombligo (que me hizo morderme los labios hasta hacerlos sangrar), con mi clítoris ( que me hizo arquear la cadera en busca de alivio a la locura que sentía bullendo en mis tripas) y al fin, llegó a mi nicho sagrado con su boca pulposa, su lengua separó mis labios para penetrar más hondo. Pude ver a dios y me olvide de él.

Su boca abarco toda mi hendidura y su lengua la penetró. Yo la aferré por su abundante cabellera en medio de mi locura placentera y con voz ronca y silbante le gritaba: -¡que dios nos perdone!, ¡que dios nos perdone! ¡Que dios…! Coño, coño, coño, gorda, me voy a morir, me voy, me voy…

Ella aferraba mi pieza con labios, lengua y dientes para que no se le escapara en medio del paroxismo de mis caderas. Me fui. Con aspavientos que no recordaba antes haber tenido tan fuertes, casi le arranco mechones de su cabello. Pero ella no me soltó hasta que no se bebió el último de mis aspavientos y la última gota de mis efluvios vaginales.

Al calmarme un poco, abrí los ojos: me miraba complacida del trabajo que había hecho conmigo.

-Te tengo una sorpresita, dijo con aire misterioso.

Acercó su cartera y de ella sacó un suculento y robusto pepino. Me lo mostró con aire salaz:

-¿Es…para nosotras? Pregunté con emoción, ¿có…cómo vamos a hacer?

-Ya vas a ver.

Con agilidad se tumbó boca arriba y enterró no menos de la cuarta parte del corpulento intruso en su abultada vagina, me hizo un sigo de llamada con sus dedos indicándome que ahora era mi turno. Yo, como hipnotizada me incorporé. Había entendido lo que me pedía.

El gran pepino era como un pene verde que sobresalía de sus labios vaginales. Latía al ritmo de los músculos que lo aferraban. Me senté sobre su punta, el impulso que le infirió la gorda para que me penetrara sin más remilgos y la cantidad de jugos que me lubricaban hicieron el trabajo.

Cuando la gorda me vio empepinada, me terminó de penetrar atrayéndome por mis hombros con fuerza. Mis entrañas se abrieron por completo para recibir al  invitado. El pepino era todo nuestro, mitad y mitad.

Me tendió sobre su cuerpo, me abrazó con brazos y piernas, me abrió la boca con su lengua y comenzó a hacer algo que nunca olvidaré: Tenía tal control sobre su vagina, que sin mover lo más mínimo su cadera y solo pareciendo concentrarse en sorber mi lengua, comenzó a hacer que el pepino comenzara a moverse de una vagina a la otra al ritmo de nuestras contracciones.

Nuestros labios mayores también estaban besándose, el pepino era como nuestras lenguas. Comenzó a moverse con mayor fluidez en la medida en la que yo colaboraba, sincronizando mi movimiento expelitivo con el suyo de embeber y luego, el suyo de impulsar el pepino dentro de mí, con el de mi aceptación de su penetración.

Todo era lento y tosco al principio, pero con la práctica se fue refinando y se sincronizó con nuestras ganas. Cuando la técnica no fue un problema, el placer se estableció y nos concentramos en él. Cuando acabamos nos mordimos con tanta voracidad nuestros labios que sangramos, lo supe por el sabor ferruginoso de la sangre. Eso no fue más que una sensación de tercer orden. El espasmo de nuestras tripas era sorprendente. El pepino seguía entrando y saliendo dentro de nuestros vientres unidos en el beso de nuestras vaginas.

El orgasmo regreso a tocar nuestras puertas. La gorda me apretaba hasta casi asfixiarme con sus brazos y sus piernas, de su garganta salía un ronquido continuo de placer encerrado en su cuerpo que ahogaban nuestras bocas selladas entre ellas, mordiéndonos, revolcándonos por el suelo frio pues con el frenesí de la lucha habíamos rodado lejos de la cobija.

Mis orgasmos hacían retemblar mis caderas pero el peso de la gorda me dificultaba moverlas con libertad. Todo se quedaba allí mismo, estáticamente, internamente. Nos movíamos al mismo ritmo, al mismo grito al mismo temblor al mismo mordisco asfixiante. Éramos una sola, unidas por un pepino.

El próximo paroxismo orgásmico nos sacudió de tal manera que (por suerte, quizá, pues nos hubiéramos podido hacer daño si esto seguía) en una de las contracciones/distensiones de la musculatura interna de nuestras vulvas, incurrimos en una desarmonización  en el movimiento, separamos nuestras vaginas y el pepino, como un resorte, saltó fuera de nuestro interior.

Sin la presencia de nuestro confidente, nuestras vaginas volvieron a unirse por los labios, nuestros clítoris se rozaron y así descubrimos una nueva manera de satisfacernos. El último grito agónico que al unísono se liberó de nuestras gargantas estragadas, anuncio que el orgasmo llegaba y que ya no podíamos más.

Cuando me desperté, estaba cómodamente instalada sobre la gorda, quien aún me atenazaba con brazos y piernas impidiendo mi movilidad. La boca me dolía, tenía los labios rotos y la lengua lacerada. La película había finalizado y la música ya no se oía.

Mire el reloj, eran más de las cuatro de la madrugada. Como no podía moverme, opte por despertar a la gorda con mi lengua, comencé a lamer su cara hasta que se despertó.

Bostezó sonriente. Pero de repente puso la cara seria como si recordara algo. -¿Qué hora es?

-Más de la cuatro, respondí.

Abrió los ojos asombrada: -¿Quééé...? mañana, bueno hoy, hay que trabajar. Bájate de allí. Tenemos que arreglar todo esto, dentro de poco abrimos. Tenemos mucho trabajo.

Obedientemente hice lo que ella había dispuesto.

Una hora después llegamos a la casa. Los chicos dormían. Mi madre nos fastidio un rato, llamándonos la atención por no cuidar nuestra salud, por trabajar tanto, por no comer… preparó algo y comimos sin ganas. Nos fuimos a dormir un rato. Mi madre llevó los muchachos al colegio. Abrimos el negocio puntualmente.

Para mediodía, ya habíamos decidido lo que haríamos: nos mudaríamos juntas a mi apartamento, mi mamá que no se metiera en lo nuestro si no quería que la mandara a la casa de mi hermano, los muchachos ni voz ni voto, la gorda seria el macho, yo sería su hembra, ella ahora era la jefe y el próximo domingo cambiaríamos de religión.

FIN

By: LEROYAL